28 de enero de 2020

Noche de fiesta.


La patrulla pasa. No parece que vaya a dar media vuelta pronto. Los tres, ocultos detrás de los matorrales, ocultos también de la luna, esperamos la señal de Eissen de que ya no hay peligro. No se nos oye ni la respiración. El cadáver del cuervo me mira desde abajo, desde los huesos... hay muchos por aquí. Animales muertos que nunca han sido enterrados, ni recogidos, ni aprovechados por otro animal carroñero, porque también han muerto, hasta la tierra que crece aquí es estéril, malsana, lo veo incluso de noche. Morirían, supongo, cuando Miedo tomó esta parte de la isla, y apuesto a que fue poco tiempo después cuando descubriría, atónito, que el cerebro de un cuervo no aguanta la pesada carga de un ser milenario.
Orfeo ha rozado mi pierna con su codo por un segundo y se ha apartado dos palmos, ahora encogido. Se orienta hacia Madurez, supongo que para no tener que verme la cara, luego se coloca el nudo de la manta vieja que se le cae por el hombro. ¿Le picará esa tela vieja, le abrigará? Una manta que tapa tanto fardo de paja es mucha tela para que cargue con ella uno solo. Un sonido animal me recuerda que debo seguir alerta. En este bosquejo, cercano a la fábrica, hay robots que custodian el símbolo de Inconsciente que Energía utilizó hace casi un año. Se ven los efectos de la fábrica en el ambiente, cómo, en una especie de línea gruesa, al lado de donde estamos, la hierba apenas crece y los árboles están muriendo, línea que no parece tener fin, hacia el este, hacia las montañas, y parece salir del edificio que aún echa humo negro al cielo. Eissen nos hace el gesto, sin hacer ruido, y los tres nos incorporamos, yo con ayuda de Madurez, y caminamos hasta el siguiente desnivel, donde Eissen ha dicho que nos tumbemos para estudiar el terreno. En lo alto de esta diminuta colina estamos cubiertos por atrás y por los lados, gracias a los matorrales, y tenemos buena visión. La fábrica parece un pequeño castillo que ha reventado por dentro, donde sus dos guardias, en la entrada, parecen no haberse dado cuenta.
—Siento mucho lo que le pasó a Afrodita —dice Eissen—. No te he dicho nada antes porque me pilló de sorpresa.
—Es igual —digo.
En realidad, se me había olvidado que Eissen no tenía por qué saber lo de Afrodita. Todas las preguntas que me hizo durante el camino me parecieron un repaso de lo obvio, pero él no compartió conmigo esa parte del viaje, y no volvimos a hablar, ni siquiera cuando volvimos a vernos de pasada en la torre de Dante. A veces, en sueños, vuelvo al bosque en el que ella murió. Veo cómo la vida se le escapa de los ojos, con la piel verde alrededor del cuello, culpa del veneno incurable de Los Creadores. Su destino estuvo sellado desde el momento en el que los dedos metálicos arañaron su piel, pero, si Tubán le hubiese disparado, le hubiese ahorrado muchos días de sufrimiento en balde. Si no hubiese clavado sus garras recubiertas de veneno en la piel, si sólo la hubiese lanzado como hizo luego, ahora mismo nos hubiese acompañado en silla de ruedas, y quién sabe si gracias a eso ahora seguiría bien. Al fin y al cabo, la silla de ruedas es mucho mejor que morir sufriendo. No necesitas piernas para disfrutar de tu familia. A veces sueño con todos esos posibles finales. ¿O los pienso despierta? Apenas recuerdo nada de lo que pasó en aquel bosque, está muy difuso, y ya no distingo. Esa pesadilla.
—Lo tengo —dice Eissen—. Cuando pase la guardia que da vueltas al edificio, puedo distraer a Miedo hasta que os coléis en el conducto de ventilación de allí. Lo recordaba más ancho, pero servirá.
Eissen señala una tapa de metal que brilla con la luna y el color rosado de las auroras difuminadas por la niebla. ¿Qué? Debe de estar bromeando. Suerte si mis hombros entran ahí dentro. Pero eso no es lo peor. Intuyo por qué Eissen se trajo la manta cuando bajó con nosotras, pero no veo la forma que, incluso subidos en el primer piso, me cuele yo, en mi estado, por ese agujero tan estrecho entre la planta baja y la primera.
—¿Alguna pregunta? —dice—. Yo os guiaré dentro de los conductos.
—Y yo os saco de ellos —dice Orfeo.
—Luego os llevo hasta la forja —dice Eissen.
—Y yo la destrozo.
Eissen y Orfeo se miran y chocan los puños con efusividad. Podría preguntarme para qué necesitan a mi sobrina y a mí, pero cuando Eissen dice a Orfeo que es un fiera y Orfeo sonríe, delante de un edificio clave de Miedo y rodeado de guardias y quién sabe si animales de Energía, tengo claro que nos necesitan, mucho. Madurez les pide que susurren, mientras estudian las posibles maneras de salir del edificio.
—Espero que seáis conscientes —digo—, de que tanto si lo hacemos bien como mal, Miedo se enterará.
—¿Y si destrozamos la forja de una manera que no haga ruido? —dice Eissen.
—La forja es lo de menos. Lo que me preocupa es el Juguetero, el cerebro que ha hecho todo. Tenemos que deshacernos de él.
—Madurez, ¿tú podrías quitarle a Miedo de su cuerpo? —dice Eissen.
—No —dice ella—. No puedo recuperar personas, sólo animales pequeños.
—¿Y qué diferencia hay entre un animal pequeño y una persona?
—Mucha, al parecer.
—Entonces sí sonarán las alarmas —dice Eissen—. No os preocupéis, yo cubriré vuestra huida.
Ahora mismo vemos el edificio desde el lateral. Detrás de éste está la playa negra, a nuestra derecha, y delante de éste hay un cementerio de árboles, la mayoría tocones blancos en la tierra oscura, en lo poco que me deja ver la niebla. Un paisaje desolador. No sé cuánto se extiende, porque ni siquiera veo cien metros más allá de mí, pero todo es negro. Pocas coberturas. Todo está muerto aquí. Por lo que puedo ver de la playa, hay bloques de hielo, oscurecidos, y juraría que de color morado. Las babas azules que abundan por esta zona de la isla revolotean alrededor, y juraría que también se han teñido de morado. Miedo tiene mucha presencia aquí, y tengo muy claro que no pienso arriesgar nuestras vidas por esta misión, y si no lo veo claro, lo diré. Escapar de Miedo no es fácil. El plan, entonces, es huir por la costa negra, escondidos en los matorrales que encontremos, mientras Eissen desvía la atención de Miedo hacia otro lado, creando pisadas que no existen, o como sea que lo haga. Una vez lleguemos a este bosquejo, todo será mucho más lento, porque habrá tentáculos, patrullas e incluso mentes convertidas rondando por aquí.
Ya vamos. Dejo el bastón entre los matorrales, y le pido a Madurez que cargue conmigo. La patrulla de robots acaba de pasar, Eissen corre hasta un punto entre el edificio y nosotros, en pleno claro. Cuando se para, es la señal para que avancemos nosotros. Madurez carga conmigo y caminamos todo lo rápido que podemos, mientras Orfeo corre. Pasamos a Eissen, que tiene los ojos cerrados y los dientes muy apretados. Orfeo ha trepado por la pared del edificio aprovechando la carrerilla, y se agarra a duras penas del techo de la planta baja. Logra acabar de subir justo cuando llegamos. Se quita la manta y la desenrolla para que trepemos, primero Madurez. Escala por ella, y Orfeo sujeta arriba. Luego voy yo. La tela áspera aún está húmeda, y eso que Eissen la lavó por la mañana, la escurrimos bien y ha pasado el día entero bajo este sol frío. Voy escalando con los brazos, cargando presión en el costado, mientras que utilizo la pierna izquierda para sujetarme, doy saltos con ella para avanzar, y eso hace que a Orfeo y Madurez les cueste más sujetarme. Es ella la que tira de mí cuando estoy a punto de llegar al final, y así los tres hemos llegado al techo de la planta baja... menos mal que la planta superior es más pequeña por cada lado. Eissen es el último en subir, pero no ha acabado de concentrarse. Nos hace tumbarnos aquí, lo más cerca de la pared del primer piso, durante más de un minuto. Escucho cómo los pasos de la patrulla se acercan, hasta que están debajo de nosotros.
—Miedo tiene mucha presencia, justo detrás de nosotros —susurra Eissen—. En la primera planta.
—¿Por qué? —susurro.
—Supongo que todos los trabajadores duermen ahí.
Los guardias de ronda se escuchan cada vez menos, hasta que, por fin, vuelven a marcharse. Orfeo ha sacado una herramienta del mismo azul eléctrico que la llave de Núbise, alargada, y ha guiñado el ojo a Madurez. ¡Aún la conservas!, susurra. Sujetadme, contesta él, saca medio cuerpo fuera y empieza a desatornillar la tapa de la ventilación, que está abajo. A partir de ahora, debe haber máximo silencio.
Tú primero, dice Eissen a Orfeo. Como si fuera Jacob, el chico se cuelga del edificio y se las apaña para pasar primero la cabeza, luego se retuerce como un gusano hasta que sus pies desaparecen. Bueno, puede que sí que quepa ahí dentro, después de todo. Aprieto la capa y la armadura de los hombros, a ver si pudiera hacer que ocupasen menos. Eissen pasa el segundo, se agarra de la cornisa y pasa primero los pies. Después de un breve momento de crisis, logra pasar la cabeza por el conducto, pero así irá al revés. Miro la pared de la primera planta, junto a nosotras... menos mal que no tiene ventanas. La siguiente seré yo. Madurez me agarra por los brazos según voy bajando poco a poco, prácticamente colgada por ella, que le tiemblan los brazos de sujetarme. Eissen me ayuda desde dentro. Al principio cuesta, pero lo estoy consiguiendo, entre la armadura y la capa de oso, ocupo literalmente todo el conducto. Hago ruido al rozarme con todo el metal, pero no se escucha si me arrastro despacio. Antes de lo que pensaba, tengo todo el cuerpo dentro. Madurez empieza a entrar, primero por los pies. Eissen tiene la cara junto a la mía, y veo, por las rendijas de una tapa que tenemos abajo, que de su nariz sale sangre que se pierde en su bigote desarreglado.
—¿Es normal que te pase cada vez que te concentras? —susurro.
Eissen se limpia con la mano, en lo que Madurez entra primero por los pies.
—Sí, no te preocupes —dice.
Si por lo que ha hecho le sangra la nariz, me preocupa su salud cuando se encargue de cubrir nuestra huida. Cuando Madurez golpea mi pie con el suyo, es la señal de que ya ha colocado precariamente la tapa de la ventilación, de forma que no esté atornillada pero no vaya a caerse, y es la señal de que podemos continuar. Justo entonces vuelven a pasar los guardias. Los cuatro nos arrastramos por el conducto, haciendo sonido inevitable, supongo, el menor posible. No se escuchan pasos del otro lado, ni golpes, únicamente un ruido constante que viene del corazón de la fábrica, un zumbido. Según nos arrastramos, aumenta el calor en el ambiente, que estoy recogiendo con la capa. Se acumula en mi cabeza.  Eissen mira a la parte de abajo del tubo, donde a veces aparecen rejillas desde las que mira dónde estamos, pero de vez en cuando, sube la cabeza para mirarme. Seguimos todo recto desde que entramos, pese a las desviaciones a izquierda y derecha. Un túnel estrecho y negro, en el que entra poca luz y sólo un par de segundos cada buen rato. Respiro aire caliente. Hemos parado los cuatro en seco, cuando hemos escuchado pasos mecánicos debajo de nosotros. Estamos literalmente dos metros encima de un ser que controla toda la isla. Nos quedamos quietos entre el ajetreo de pasos que hay ahora, noto la bota de Madurez al lado de la mía, pero en alto, como si no la hubiera tenido apoyada para cuando el primer robot pasó por abajo y no se atreviera a apoyarla de nuevo. Escucho pies descalzos, mientras Eissen apoya la nariz en la rejilla de ventilación que tiene debajo y lo ve todo. Un gruñido. Enanos. Enanos convertidos. Puede que el latir de mi corazón golpee el metal y se escuche. Que un tentáculo atraviese el metal y se clave directo en mi vientre. El zumbido hace que todo el metal se mueva, de forma sutil.
El último ruido se termina con el cerrar de una puerta... respiro tranquila. No puedo ver a Madurez, pero está aquí, conmigo. Orfeo y Eissen siguen avanzando por el conducto, se nota que ahora estamos atravesando una pared, porque el poco ruido que hacemos está mucho más amortiguado... y también se acentúa el calor. El metal está caliente, el aire casi es fuego, y poco a poco se va acumulando en la cara, los hombros, la espalda, la capucha de la capa se cae en mi nuca, empiezo a resbalar en el metal con el sudor que cae por la mano. El zumbido del edificio empieza a hacerse insoportable. Intento abrir un poco el cuello, pero vuelve al sitio en cuanto suelto el dedo, y el aire que entra calienta aún más el cuerpo. Eissen me está mirando.
—¿Cómo estás? —me dice.
—Sobreviviré.
Se ha parado de pronto, y hemos chocado las cabezas. Da una serie de golpes a Orfeo con la pierna. Y Orfeo, que parece haberle comprendido, gira inmediatamente por el conducto de la derecha.
—Podía aguantar el calor —le digo.
—No hay nadie en la sala de montaje.
Según avanzamos despacio por el conducto, y el calor poco a poco empieza a hacerse más llevadero, me fijo, por una de las rejillas que apuntan al suelo, que estamos sobre una sala oscura y vacía, amplia, por el eco que ha hecho el golpe que acabo de dar al metal sin querer. El tubo se ha hecho más amplio, y sube por primera vez, pero no veo ninguna luz arriba. Huele amargo, pero con un toque cítrico, venenoso, que no había respirado nunca. Un poco más alante, veo que el tubo se desvía hacia abajo, en lo que parece una tapa, un extractor de humo para uno de los motores de la sala de montaje. Veo cómo Orfeo se desliza por él, Eissen sigue deslizándose hacia atrás, pide paciencia al chico, hasta que le ha pasado y puede tirar de su pierna. Yo le ayudo. Así, Orfeo comienza a hacer arreglos con esa herramienta suya. Susurro a Madurez cómo se encuentra, pero no me debe haber oído. Suéltame un poco, dice Orfeo, y después, da unos empujones en el metal que hacen ruido, algo mitigado por el zumbido constante que emite la fábrica desde el centro. Él es el primero en bajar, lo hace boca abajo, con la tapa pesada en una de las manos. En cuanto agarra el motor, le soltamos las piernas. Eissen me pide que baje la siguiente. Cuando me asomo por el final del conducto, sólo veo oscuridad, siento que me caería mil metros si me resbalo. Voy despacio, ayudada por Eissen desde arriba y por Orfeo desde abajo. Cuando las piernas caen por la gravedad, mis heridas, las dos, zumban tanto como la fábrica entera. Necesito reponerme, sentarme en esta sala abandonada, mientras Eissen y Madurez acaban de bajar. Normalmente, las puñaladas son frías, pero ésta no tiene temperatura. Es un cuchillo invisible que está dentro y del que mi cuerpo le gustaría reponerse, pero no tiene suficiente reposo. Cuando Eissen baja, veo desde aquí el brillo de su marca de Miedo. Haciendo memoria, también llegué a verla en los brazos desnudos de Jacob y Duch. Me he llevado las manos a la cara sin darme cuenta. Qué desastre.
Intento buscar referencias dentro de la sala para memorizar bien cuál es nuestra ruta de escape. No puedo verlas todas desde aquí abajo, pero distingo la cadena de montaje, a nuestro lado, y muchas mesas llenas de metales y papeleo.
—No lo entiendo —dice Eissen—. Pensé que habría gente en esta sala incluso de noche.
Pocas ventanas alumbran el sitio. Veo cables que caen del techo, muy parecidos a los que hay en el mundo de Mentes para conectar las bombillas, pero no hay bombillas en ellos. El suelo está sucio y aún queda el olor de viejo taller, no es un olor de quien haya parado para dormir y continuar por la mañana, no. Aún huele, pero esto lleva días abandonado. Los motores están fríos, y hay una capa de polvo. Cuando Madurez baja, me pregunta cómo estoy, yo sonrío con media boca, aunque no sé si me habrá visto. Orfeo coloca de nuevo la tapa, haciendo fuerza para que no vuelva a caerse, el metal chirría y eso me pone de los nervios. Pero nadie viene. El zumbido. Madurez y Eissen me ayudan a levantarme, y después apoyo el peso en el cuerpo de mi sobrina. Es como si en cualquier momento fueran a cerrarse las puertas y a sonar los tambores. El corazón me late muy deprisa, cojo el mango de Furia para comprobar que está ahí, pero no, basta, debo dejar de hacerlo. Suelto el mango y pienso qué hacer con él, cómo ponerlo para que no lo toque con la mano. Madurez ha decidido venir, y es lo suficientemente mayor para saber lo que le conviene. Con Dante estuvo un mes en una celda, por favor. Furia está conmigo, claro que lo está, como si no lo supiera solamente por el peso en mi cadera. Furia siempre ha estado conmigo. Eissen me llama, pero le digo que se espere.
Vamos a estar bien, y cuando no, me encargaré. Es lo único que puedo hacer. Inspiro... sigo inspirando... y expiro. Lo echo todo. Vale, ya estoy.
Eissen nos conduce a una puerta grande en el centro del taller que, según él, lleva directamente a la fundición. Dice que Miedo le dejó explorar todo el edificio, menos el sótano y la fundición, que está en el centro, justo de donde viene el zumbido. Dice que no siente que Miedo esté al otro lado, por eso pasa él primero. Orfeo, Madurez y yo esperamos.
—¿Estáis preparados, chicos? —susurro.
—Estoy nerviosa —dice Madurez—, pero debo hacerlo por los que no pueden.
—¿Es una venganza?
—Puede.
Bajo la cabeza para buscar su mirada, y muevo su hombro.
—¿De qué me sirvió a mí la venganza, cariño? —susurro.
—Por eso no quiero que lo sea.
Pensé que de verdad la perdía en El Círculo. Sólo de pensar lo cerca que estuvo el filo de su cuello... estoy segura de que el plan de Miedo era acabar conmigo acabando con ella la primera de todas. Hay algo que despertó esa noche y siguió creciendo en la casa de la colina. No sé por qué, ese pensamiento nació como la necesidad de contarle algo por si acaso muriera o me convirtiera en parte de Miedo, pero ahora... no quiero decírselo. Sólo haré que mire mi cara y que ella reciba a su manera todo el sentimiento que guardo dentro, como pasó con Stille en la cueva de las ilusiones, o cuando Energía me sonrió cálidamente después de que yo perdiera la cabeza tras la muerte de Afrodita. Veo sus ojos... ¡qué bonitos ojos! Orfeo también le da ánimos, y ella los corresponde hacia Orfeo. Se abrazan, antes de lo incierto. Eissen abre la puerta y nos indica que entremos dentro. No necesito empuñar a Furia, pero estaré preparada por si hiciera falta.
El veneno que Tubán inoculó a Afrodita desde su garra... ¿lo inoculó en mí, en realidad? Descorro la tela rota de mi manga, bajo la armadura, para comprobar que no sea yo la única que haya llevado la marca de Miedo todo este tiempo.
Pase lo que pase, Miedo, hoy golpeo yo.
Estamos rodeados de estatuas de piedra. Enfrente, a los lados... incluso atrás. Se nota que quitaron algo en la pared para poner la puerta trasera que acabamos de cruzar, ¿una estatua, quizá? Pero el descolorido de la roca tiene otra forma. Recuerdo en la cordillera, cuando Iloa nos contó que esto era antes un templo dedicado a Inconsciente, erigido ahora como fábrica, donde el metal, el fuego del horno, los tubos, se han enredado alrededor de las estatuas. La forja está arrinconada en la esquina de la derecha, continúa por la pared en forma de tubos que continúan abajo, hacia el lugar real de donde viene el zumbido, todos con un redondel que indica la presión, o la temperatura, o lo que sea. Otros tubos, los del humo, suben. No sabría decir qué del oscuro de la piedra lo ha provocado el ambiente turbio y caliente de las máquinas. Pero hay más que máquinas. Junto a un horno muy caliente y un barreño de agua, hay una mesa de trabajo con varios papeles de lo que parecen dibujos, diseños de piezas de robot. El Juguetero está ideando un modelo nuevo. En la otra esquina de la sala, hay un pequeño escritorio con herramientas y un tablón con un... mapa, que no reconozco. Hay una gran montaña, que es sin duda el gran volcán de la isla, la torre que nos señaló Iloa, y una... eso tiene que ser la fábrica. Es un mapa del cuadrante suroeste de la isla. Una línea recta une los tres puntos.
—¿Esto es una forja normal? —dice Madurez.
Orfeo se pasea cerca del horno caliente, como quien observa una roca grande, o una casa. Estoy segura de que, si ese chico tuviera la piel como yo, de estar tan cerca de tanto calor ya se le habría quedado tan morena como la tiene. No tengo intención de acercarme más.
—Esto era una forja, pero ya no —dice—. Se ha modificado. Este horno no estaba aquí.
—Ese horno va a derretirme —digo.
—No —dice—, lo que da tanto calor es lo que mantiene el horno caliente.
Señala un cubo de piedra gigante cuyo interior, que no veo, emite luz. Todo el calor del horno pasa por unos tubos, también de piedra, quizá, que calientan ese cubo, que, por los sonidos, parece tener magma dentro. Veo dos conductos de ventilación que pasan por la sala, uno de ellos pasa cerca de ese cubo. Tiene que ser por el que entramos.
—Corticostal —dice Orfeo—. Un metal líquido que tarda mucho en enfriarse y desprende mucha energía. El sueño de mi padre era fundir usando este metal, pero nunca reunió suficiente. Hay que cambiarlo cada cierto tiempo.
—No parece una forja cómoda —dice Madurez—, el cubo está muy alto.
—La han modificado para que dé energía a otra cosa —dice Orfeo.
Señala los tubos que bajan al lugar del que proviene el zumbido. ¿Está vibrando el suelo, o es mi imaginación?
—¿Podrás desmontarla? —le dice Eissen.
—Mejor, voy a volarla. Mira toda esta cantidad de válvulas. Explotará después de que nos hayamos ido.
Madurez se ha acercado a donde está él, se ha quitado la chaqueta y la usa como un escudo contra el calor. El secreto de todo el cambio que ha hecho Miedo aquí está en el sótano, y estoy tentada de que Eissen me lleve allí antes de de que Orfeo reviente esto y Miedo lo sepa. Pero, aún así, quedaría un cabo suelto. Eissen me mira, y me agarra del brazo.
—Escondeos todos —dice—. Ahora mismo.
Carga conmigo y prácticamente me arrastra, detrás del escritorio y el tablón, más atrás, incluso, al cobijo de la estatua detrás de todo eso. He visto cómo Madurez y Orfeo se ocultaban detrás del horno, entonces la puerta delantera se ha abierto, he escondido la cabeza en la piedra y no pienso sacarla por nada del mundo. Muchos pasos están arrastrando algo que parece pesado.
—¿Es que no quieres que pare de trabajar, joder? —dice una voz ronca y desagradable.
—Sólo es una remesa, Ruaka.
He reconocido la segunda voz.
—¡No me vuelvas a llamar Ruaka, engreído cara blancuzca!
—Albino... —susurra Eissen.
Incluso mezclada con otras voces, y pese al sonido del carro, los dos hemos distinguido la de Optimismo por encima de todas ellas. Eissen mencionó que le vio cerca de aquí, en un acantilado, y ahora es el representante de Miedo en este lugar, lo que significa que esta fábrica de verdad es importante para él. Después de haberse relajado, vuelvo a sentir el latido del corazón. Miro fuera de la estatua, por un momento le he visto, a Optimismo, junto al enano, he visto el pelo blanco, el cuerpo delgado y una maza nueva colgada en el cinto. Espero que Madurez y Orfeo no estén pasando demasiado calor, y que ni Ruaka ni mi antiguo compañero se acerquen por aquí. El carro se para en seco después de un golpe. Parece que la puerta del horno se abre. Varios golpes muy intensos, que me han hecho parpadear cada uno de ellos. Eissen me coge la mano. Mi primera reacción ha sido mirarle con asco, pero no la ha retirado, ni aunque intentara separarla de él. Me hace el gesto de que me tranquilice. No entiende que no me preocupa si nos descubren... me preocupa que nos descubran. Veo las formas de los dos reflejadas en la pared. Un enano, Ruaka, el Juguetero... y Optimismo, que le dobla en altura.
—Estaría bien que ahora fueras a la cama —dice Optimismo, con más de una voz.
—¿Cómo podría? —dice El Juguetero.
—Ésta es la última de hoy.
—¿Y quién controla la presión, que todo funcione?
Otro golpe me ha sobresaltado, y creo que casi rompo la mano de Eissen. La separo, casi a la fuerza, cuando noto que está empezando a sudar. La luz ha disminuido mucho, ya no veo sus sombras. La voz del enano es realmente desagradable. El zumbido.
—Un sólo cargamento no va a cambiar la maquinaria —dice Optimismo.
—¡La máquina está muy sucia y empieza a dar problemas! Mañana se limpia sí o sí, ¿me has oído? ¡Y tú me vas a ayudar!
El crepitar de la madera en el horno es cada vez más constante, hasta que parece un único sonido. Por un momento, una llama ha iluminado la sala y he vuelto a ver las sombras en la pared. El Juguetero se había movido.
—¿Seguro que necesitas limpiar? —dice Optimismo.
—Sí, está hecha una porquería, por dentro y también por fuera. Así que para de talar árboles durante todo el día de mañana.
—Me urge seguir alimentando la forja.
—¡Y a mí me urge que las cosas se hagan bien! ¡El horno no es tan potente porque está sucio!
—Relájate.
—¡Yo quería fabricar robots, me prometiste que fabricaríamos robots siempre!
Entre el crepitar de la madera y el zumbido, no sabría decir si han dicho algo más. Sin embargo... no entiendo bien la función de todo esto.
—¿Por qué finge que son dos personas diferentes? —susurro.
Eissen niega con la cabeza.
—Ya he visto cómo finge en otro lugar. No lo está haciendo.
Es justo lo que quería que me verificara... Interesante. Si el Juguetero no es parte de Miedo, tenemos muchísima suerte. Podemos secuestrarle, irnos, y para cuando la forja explote y Miedo se entere de todo, ya estaremos lejos. Lo único que tenemos que hacer es ser cuidadosos y pillarle por sorpresa cuando esté solo. Escucho a Optimismo llenarse los pulmones de una forma poco humana, y unos pasos que se acercan, creo que los suyos, hasta el tablón que tenemos a metro y medio.
—Más vale que descanses esta noche, Juguetero —dice Optimismo—. Los días de limpieza son largos.
—Descansaré cuando me dé la jodida gana, gracias.
Después, Optimismo camina hacia la puerta, distingo el sonido de dos robots con él, también los del carro, ahora vacío, supongo, y después de que la puerta se cierre... nada más de ellos. El crepitar de la madera, calor. Zumbido. Me asomo con cuidado. El Juguetero sigue ahí, escribiendo algo en papeles junto al horno, seguramente trabajando en sus diseños. Eissen me mira, como si esperara instrucciones. Le hago el gesto para que esté alerta. Toco el rubí, que responde a mi llamada y me da la fuerza que necesito, sólo en la pierna derecha, lo único que brilla en mi cuerpo. Así, utilizando el mínimo de su poder, podré durar más tiempo, aunque sea a costa de la herida en la pierna. Aún cojeo un poco, pero el dolor dormido es más que soportable.
Salgo de la cobertura, y se siente como un salto al vacío, la diferencia entre estar oculta y poder ser descubierta en cualquier momento. No hay escudos entre los dos. El Juguetero sigue dibujando, carraspea. Dibuja. Tengo que ser silenciosa. Nada más. La madera crepita entre las llamas. No puedo equivocarme. El Juguetero dibuja, y mientras, cada vez estoy más cerca de él. Rubí, que no me fallen las fuerzas. Sé que todos me miran. Lo hago por Mentes. Cuidado. El Juguetero se mueve, el corazón se me ha girado del todo y me quedo quieta, con la mano en el mango de Furia, esperando mientras el enano comprueba las válvulas de la máquina. Aún me da la espalda. Lo poco que queda de blanco en su camisa brilla con la luz del horno. El enano gruñe, se rasca el trasero, se coloca el pantalón, comprueba también que la madera arde bien. Vuelve a sus diseños. No me ha visto. Con calma, cuidado. Ya casi estoy. Desenvaino despacio a Furia, dejo que la raya azul que hay a uno de sus lados vaya saliendo, poco a poco. No hay prisa. Está a metro y medio. Cuidado. Ya le tengo.
Cuando el horno proyecta mi sombra cerca de la suya, él se gira hacia la derecha para mirarla, asustado. De una zancada, agarro la boca del enano, que huele a sudor antiguo, y paseo a Furia por su cuello.
—Ni una sola palabra, enano.
Tiene fuerza para ser de su tamaño, no más que Iloa. Yo soy más fuerte. Le estiro el cuerpo y le coloco de forma que yo esté más cómoda, dejo que el rubí y la adrenalina duerman el costado, porque estoy encorvada. Eissen y los chicos también han salido de su escondite. Su respiración es como el quejido sordo de un cerdo, aire caliente y húmedo en mis dedos.
—Te diré lo que va a pasar —digo—. Tú vienes con nosotros. No dices una sola palabra. No das problemas. Cumple, y vivirás, moléstanos, y dejarás de molestar para siempre.
El enano se retuerce, cada vez menos. Eissen y Madurez están detrás de mí. Orfeo está a mi lado y ha cogido unos alicates grandes y chamuscados que había en la mesa.
—¿Queda claro o qué?
El Juguetero asiente, firme.
—¿Te portarás bien si te quito la mano?
Vuelve a asentir. Cada vez que se mueve, siento más su olor, como si pudiera pegarse en mi cuerpo. Retiro la mano, poco a poco. Incluso me la limpio encima de la armadura, pero siempre con la espada cerca de su cuello.
—¡Socorro! —grita—. ¡Miedo, ayuda!
No puedo creer que lo haya hecho, tan pronto y pese a que ahora tenga que matarle. Todos nos hemos abalanzado encima de él, pero es mi mano la que ha vuelto a tapar su boca, e intenta gritar aún, pese a eso. Escucho movimiento en las otras salas. Demasiado tarde... Vámonos, susurra Eissen. Madurez ha retrocedido un paso. Orfeo mira hacia la puerta principal, como si se hubiese bloqueado. Yo aprieto los dientes y estrello la cabeza del Juguetero contra su mesa de trabajo, todo lo fuerte que puedo. Su cuerpo inconsciente se ha caído al suelo. La tierra empieza a temblar.
—¡Orfeo —grito—, pase lo que pase, destruye esta forja! —Pero no responde—. ¡Ya!
La puerta se abre de golpe y entran dos robots de cuatro brazos cada uno. El primero corre para cargar contra mí, mientras que el segundo mira la sala de un lado a otro, sin darse cuenta de que Eissen está a su lado con la espada preparada. Estoy sudando por el calor. Distingo, mientras esquivo la oleada incansable de ataques, que en ellos hay más rabia de lo que estoy acostumbrada, menos velocidad, más fuerza. Más mortales. Entre choques de metal escucho a Madurez gritar mi nombre y el de Orfeo. Una sombra blanca, Optimismo, corre desde la puerta hacia Orfeo, que está alterando las válvulas. Esquivo como puedo un corte del robot y lo empujo a un lado. Sólo llego a apartar a Orfeo justo antes del golpe de Optimismo. Me ha empujado por los aires. Su mazazo lo he detenido con Furia, pero la espalda se ha estrellado contra las válvulas. He caído al suelo. Me duele la cabeza. Me quema el costado. Furia no está en mi mano. Optimismo dirige la patada a mi cara, el golpe lo absorbe el brazo. Él coge a Furia con el brazo que tiene la marca iluminada.
—¡Si sólo se te hubieses escondido bien...! —grita, con cien voces dentro.
Apunta con el brazo hacia el cubo de magma. Lanza a Furia y, después de golpear el recipiente, he escuchado cómo la lava se ha tragado mi arma. ¡No! ¡Hijo de... puta! Me levanto, le encajo un golpe, de su brazo sale un tentáculo que me agarra la muñeca, y luego, me empuja otra vez contra la forja. Los ojos con los que me mira son de puro morado, la versión grotesca de alguien que fue de mi familia, desde que nací. Arriba escucho cientos de pasos de los enanos y robots que estaban en los barracones. El tentáculo comienza a retorcerse por mi brazo, mientras que con el otro no llego a su cuerpo. Entonces algo cae desde arriba, ha sido Madurez, que se ha estrellado contra Optimismo y nos ha hecho rodar a los tres por el suelo. El tentáculo se ha deshecho. Veo cómo Eissen atraviesa el núcleo del segundo robot, por la espalda, después de haber acabado con el primero. Optimismo desenvaina la maza, intenta incorporarse al mismo tiempo que yo, pero yo golpeo primero, su nariz cruje y se tuerce, Madurez le patea en la parte de atrás de la rodilla, le ha cogido un brazo, y presiona para que Optimismo siga arrodillado y bloqueado. No mueve la maza contra Madurez porque le he retenido el brazo y le he quitado el arma. Su nariz, con otro crujido, ya ha regenerado el golpe y ha vuelto a la normalidad... sus habilidades de regeneración son mucho más rápidas que antes. Eissen ha cogido una barra y ha bloqueado la puerta frontal de la forja, justo cuando un infierno de pasos se está aproximando demasiado. El calor que hace aquí es insufrible. Escucho muchas explosiones fuera, que me indican que los tentáculos grandes ya han rodeado el edificio. Orfeo sigue haciendo sus cosas en lo alto del horno.
—¡Dejémosle sin conocimiento! —dice Eissen.
—No —dice Madurez—. Se regenera demasiado rápido.
—¡Atémosle!
—No hay tiempo.
Ella cierra los ojos y respira hondo, mientras Optimismo se retuerce entre nosotras.
—Demasiadas oportunidades —dice Optimismo, con tantas voces que no oigo la suya—. ¡Luchadora! ¡Lo último que verás será una de mis mentes cortándote la ga...!
No termina de hablar. Madurez ha puesto una mano sobre su frente, la otra sobre la marca de su brazo. Se nota que Optimismo está aguantando mucho dolor, pero si aún vive, si todavía queda algo de Optimismo dentro, está tan acostumbrado a soportar el dolor que eso no va a detenerle. Le golpeo dos veces en el cuello, para aturdirle, y dar un poco más de margen a Madurez. Optimismo se retuerce mientras las palmas de Madurez le hacen crepitar la piel como si ella fuese ácido. Él tiene los ojos en blanco, y el morado que inunda sus ojos, juraría que ha empezado a desaparecer. No puede ser...
Es posible.
—¡Madurez, lo estás consiguiendo! —digo—. ¡Aguanta!
Ella no reacciona, sigue esforzándose por expulsar a Miedo del cuerpo, noto cómo ella se está quedando sin aire, cómo las piernas y los brazos comienzan a temblar, hasta el punto de quedar arrodillada como Optimismo. Él grita con varias voces. Aquellos que haya en la otra sala, empujan la puerta tan salvajemente que tengo que comprobar que sigue cerrada. Estamos cerca del cubo, hasta respirar aire se hace difícil. Muchos pasos comienzan a rodearnos por los pasillos laterales, rumbo al taller de montaje, y entonces estaremos rodeados, a no ser que Eissen, que ahora mismo está concentrándose, lo evite. Los pulmones arden. Sólo un poco más. Madurez y Optimismo están gritando de dolor. Sé que puedes hacerlo, mi niña. De la marca de Miedo sale humo muy oscuro. Este don está dentro de ti. A través de la piel blanca y fina de Optimismo estoy viendo cambios de color muy convulsos. De su grito están desapareciendo voces.
Ha abierto los ojos un momento.
Los dos cuerpos se quedan suspendidos, un segundo. Luego caen. De la forja, un tubo grande de metal junto a Orfeo se desploma desde el techo, se ha estrellado en el cubo de magma, y lo ha volcado. Agarro a Madurez y a Optimismo del brazo, pese al dolor, y los alejo varios pasos del magma que se empieza a deslizar desde una esquina de la sala. Orfeo ha pedido perdón entre la nube densa de humo, de la madera que todavía crepita. Optimismo ha cogido aire como si no lo hubiera hecho en un año. Se levanta violentamente, coge la maza que tiene cerca y la levanta contra nosotros. Camina para evitar el charco de lava que sigue fluyendo hacia el centro. Mira las paredes, me mira a mí, como si todo fuese, ciertamente, nuevo.
—¿Ha muerto Dante? —grita—. ¿Por qué no me acuerdo?
—¡No hay tiempo, ven con nosotros! —dice Eissen.
Optimismo se le queda mirando. De pronto, se tranquiliza.
—Eissencito.
Madurez está entre la consciencia y la inconsciencia, parece que quiere abrir los ojos pero casi no puede, casi no camina, camino yo por ella, y tanto Eissen como yo lo hacemos hacia la puerta trasera, donde pronto todos los trabajadores de la fábrica llegarán a rodearnos, pero en la puerta principal aún hay alguien intentando abrirla. Optimismo hace otra pregunta, pero yo le digo que no hay tiempo. No sé cuánto podré cargar con Madurez, incluso con la fuerza del rubí. Pasamos a nuestra izquierda el cadáver del Juguetero, que, bien por Miedo o bien por sí mismo, se ha rebanado la garganta, y ahora el charco de metal líquido cubre su espalda. Mucho humo en el aire. Orfeo me llama. Con las pinzas grandes que había cogido, desde lo alto del cubo, coge un bulto sólido que había entre la lava esparcida. ¡Ha rescatado a Furia! Cuando la levanta, no la veo. Sí, sí la veo... pero no la entiendo. Donde debería haber un color negro que contrastase con el calor rojo de la forja, ahora veo uno azul brillante, como si fuese otra espada. Orfeo la hunde en el barreño de agua que había junto al horno, caminando aún por encima de la forja, sin toser pese al humo. Y corre a dármela al tiempo en el que los pasos se escuchan muchísimo más cerca. Aún arde. No pierdo el tiempo y meto la espada de purita, ahora completamente forjada, dentro de la funda. En el taller, busco las referencias para encontrar el tubo por el que tenemos que huir. ¡La espada arde, en la cadera y en la pierna!
—Rápido, escondeos detrás de la mesa que tenéis a vuestra izquierda.
He obedecido por puro instinto justo antes de que entraran los enanos convertidos con el resto de robots. Entonces caigo en la cuenta de que esa voz masculina no pertenece a nadie del grupo, y la he escuchado dentro de mi cabeza. Pero a juzgar por lo rápido que todos hemos reaccionado, y por nuestras miradas de confusión, algo me dice que todos la hemos escuchado. En nuestra cabeza.
—Esperad.
El zumbido es la única constante entre el caos de pasos, el calor y el frío que tengo a la vez dentro del cuerpo. Los enanos y robots entran como jauría dentro de la forja, nosotros somos cinco, y esta mesa de trabajo apenas nos cubre a Eissen y a mí, que somos los que estamos más expuestos. Luz de linternas. En este momento, lo que realmente me oculta es la capa de oso. Algunas personas que corrían dentro de la forja ahora lo hacen hacia el otro lado, ahora que saben que no estamos. Les escucho cambiar el rumbo como si fueran hormigas gigantes dentro de un hormiguero. No necesitan hablar. Muevo la cabeza de Madurez, que me asiente, mientras abre los ojos un poco más. El último en tocarle la cara es Optimismo, que la está mirando, preocupado. Parece tranquilo cuando me mira, pero veo en sus ojos que dentro de él hierve un volcán.
—Ahora. Seguid la línea de montaje hasta la siguiente mesa.
He visto enanos a nuestra derecha, de reojo, con las linternas apuntando en varias direcciones. Buscándonos. Pero no han dado la voz de alarma, lo que significa que quien nos habla sabe dónde está Miedo, y seguro que también dónde estamos nosotros. He visto también los tentáculos moviéndose fuera, como si fueran una barrera que aísla el edificio. Madurez me ha preguntado qué está pasando, sólo con el gesto de la cara, iluminada por una linterna que ha pasado cerca. Los enanos van y vienen, los robots han pasado cerca de donde estamos. Le hago a Madurez el gesto de que sea paciente. Eissen también parece concentrado.
—Avanzad hasta el final de la sala, ahora. —Le hacemos caso—. No hagáis ruido. Pronto responderé vuestras preguntas.
Abrimos la puerta lateral del taller de montaje que da al pasillo límite del edificio, con tantos cuerpos detrás de nosotros. Me da la sensación de que los enanos nos han visto diez veces antes de haber cerrado la puerta, aunque la voz nos diga que estemos tranquilos. Avanzamos por el pasillo, de pronto nos dice que nos ocultemos en la sala que hay a la izquierda. La sala de los trastos de limpieza. Los cinco no cabemos dentro, noto a Orfeo prácticamente tumbado encima de mí, le noto tenso, yo no puedo hacerme más para atrás. La puerta cierra a duras penas. Sonidos de pasos metálicos, también de pies desnudos en dirección contraria. Intento no concentrarme en las heridas que me queman en el cuerpo.
—Ahora. Salid y dirigíos a las escaleras.
No he terminado de escuchar los pasos por el pasillo cuando Eissen ha abierto la puerta y ha mirado en las dos direcciones, aún desconfiado. No paro de escuchar ruidos por detrás y por delante, y nosotros estamos en medio, cerrando la puerta del cuarto, como si nada, caminando deprisa hacia las escaleras.
—Bajad por ellas, hasta el final.
Sé que he escuchado esa voz antes, pero no acabo de ubicarla. Parece la de un hombre joven, pero se nota en el final de su tono que ha vivido bastante tiempo. El zumbido se escucha abajo, pero resuena por encima de todos nosotros. Ahoga el retrueno metálico de varios bajando las escaleras un nivel por encima de nosotros, y ese ruido ahoga el que nosotros hacemos al seguir bajándolas. Ha sido sutil, pero juraría que han abierto la puerta del cuarto de los trastos. Llegamos al sótano oscuro de la fábrica acompañados por el zumbido más intenso que he escuchado hasta ahora, hay linternas que se mueven al fondo. Iba a caminar hacia ellos, pero aún podemos seguir descendiendo. La orden de la voz era bajar hasta el final. Bajamos, y bajamos aún más. Madurez parece haber vuelto en sí, aunque la escucho respirar más fuerte de lo normal. Niveles enteros que sólo bajan, rodeados de paredes de yeso. Pero esa pared acaba desapareciendo, para dar paso a la roca desnuda. El techo recto es ahora cavernoso, de repente, podemos ver tubos y material aislante que hay en algunas zonas. El zumbido es insoportable, a nuestra izquierda. Los tubos que bajaban en la forja, se convierten en unas fibras rectas y luminiscentes que hay en el suelo. Fibras rectas que van directas hacia el... me oriento. Hacia el oeste. El mapa que vi en la forja.
—¿A qué estaba dando energía Miedo? —dice Orfeo.
Supongo que eso de que Miedo necesitaba energía era parcialmente correcto. Es verdad que la tala de árboles era mayor y apenas había robots nuevos... porque ya no se estaban haciendo robots. Lo que está claro es que me equivoqué a la hora de juzgarle. Se las apañó para mentir diciéndonos la verdad.
—Detrás de vosotros.
Lo que hay al otro lado es un pasillo de roca verdosa, iluminado por focos en el suelo que apuntan al techo. En el fondo, bien iluminado y colgada en la pared final, hay una figura, una especie de estatua. Siento el calor de Furia en mi pierna, el brazo de Madurez a través de la capa, cuando Eissen carga con ella para que yo descanse. Optimismo va detrás, le miro bien, para asegurarme de que sigue teniendo los ojos normales. Eissen se para y se estremece, como si quisiera coger aire pero no pudiera. Me fijo mejor en la figura a sólo unos metros de nosotros. No es una estatua. Es un ser humano desnudo, un hombre, no sabría decir si vivo. No tiene brazos. No tiene piernas. De los hombros y la cadera le salen extensiones metálicas que han agarrado las extremidades amputadas y han clavado ese cuerpo en la pared. No sabría decir si ese cuerpo respira. El pelo, largo y negro, tapa su cara.
Polvo negro se mueve en el aire. Con el sonido de aire metálico, el polvo se extiende, se abre, en un círculo, y de un portal, junto al cuerpo, aparece Inconsciente, detrás de un fondo negro. Vestido, saludable, pelo corto. Tiene brazos y piernas. Una ilusión. También vimos una ilusión cuando nos ayudó a entrar en la torre de Dante. Su cuerpo real ni siquiera se mueve, no parece alguien que haya podido vivir mil años, bastan unos años de tortura para convertir a Inconsciente en... eso. Inconsciente nos mira.
—¿Qué te han hecho? —digo, con la voz rota.
—Actos... y consecuencias —dice—. Ya estaba mal antes de ayudaros en la torre.
—¿Cómo te sacamos de aquí?
—No podéis. No creo que haya esperanza para mí. Hace más de un mes que Miedo no me ha hecho fabricar más portales, sabe que me ha exprimido demasiado.
—Inconsciente... —digo—. Lo siento.
Un gran estruendo ha ocurrido arriba. Justo después, el sonido de piedras pesadas cayendo en el suelo. Después, las más pequeñas. La forja ha reventado, tal y como Orfeo dijo. Otro estruendo vuelve a ocurrir. Inconsciente mira a Optimismo, yo también lo hago. Él empieza a revolverse, nervioso, y pregunta qué nos pasa.
—Sin embargo, para el mundo aún hay esperanza —dice Inconsciente—. Vosotros. Demostrad que no me equivoco. Acabad con ese desgraciado, y recordadle de quién es esta isla.
Veo que, incluso en la ilusión, Inconsciente tiene los ojos húmedos. Con el chasquido de sus dedos, empieza a crearse un portal al otro lado del cuerpo moribundo. Se abre en la noche. Oigo golpes metálicos en la escalera que se van haciendo más fuertes.
—¿Aguantarás vivo hasta que recuperemos la isla? —digo.
—No lo sé. Ahora, marchaos.
Madurez y Eissen le dan las gracias antes de cruzarlo. Orfeo le dedica una última mirada de asombro. Optimismo lo cruza con el arma en alto. Miro al cuerpo. Miro a la ilusión. Se me hace raro ver de reojo el azul brillante de la nueva empuñadura de Furia. Inconsciente me inspira tanta calma ahora mismo... Le asiento con la cabeza una vez, rápida y corta. Él sólo me mira. Cuando cruzo el portal, siento, igual que cuando llegué a la torre de Dante, que estaba en otra realidad. Otra gravedad, otros sonidos. El portal se cierra. Estamos en un barco.
Iloa nos apuntaba con una lanza, igual que Imica, desde el timón. Lo siguiente es el asombro. Luego la alegría. Iloa, Imica y el joven a su cargo, Nina. Sólo ellos tres, en toda la nave. Iloa ha abrazado a Madurez, e Imica se ha dejado caer en el desnivel del puesto del timonel a la cubierta, mientras Nina cubría su posición de inmediato. Me está mirando, con las manos en la cintura.
—Cómo tú venir.
La voz de Imica suena cansada. El número de los tripulantes era una señal, pero ésta es la confirmación de la desgracia. Furia está ardiendo en mi pierna.
—Nos ha traído un brujo bueno —le digo.
—Yo alegre tener cerca Luchadora.
—Imica, ¿dónde está el resto del poblado?
Imica e Iloa se miran, un segundo. Iloa baja la mirada. Aquí, en el mar, apenas hay niebla y las estrellas iluminan tanto como la aurora boreal rosada. Imica debía estar esperando que Iloa contestase a mi pregunta, pero vuelve a hablar.
—No poblado —dice—. Todas Miedo.
Al final, llega un punto en el que no puedes recibir peores noticias. Durante dos semanas sólo he tenido a Madurez. Y de pronto, tengo a Eissen y a Orfeo, a Optimismo... ahora a Iloa e Imica, un último regalo de Inconsciente.
—¿Cuánto tiempo ha estado Miedo controlando mi cabeza? —dice Optimismo.
—En cinco minutos contestaré a todas tus preguntas —digo.
—¿Por qué no ahora?
Palpo la funda de Furia, tan caliente que ha empezado a arrugarse y agrietarse por algún lado, y la pierna, seguro que con alguna quemadura, hace tiempo que está dormida bajo los efectos del rubí. Apago toda su luz roja, en la barandilla del barco. Salto por la borda con mi única pierna buena, de cabeza hacia el agua negra y plateada. Tan fría, que seguro que calma el volcán de preguntas que también tiene que estar hirviendo dentro de la espada de purita. Por primera vez, y de forma inesperada, absolutamente irrompible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario