18 de enero de 2020

Una chispa, ¿o una excusa?


El estallido de la puerta al cerrarse nos ha dejado despiertas y desorientadas. No hay nadie en la casa. El aire frío de la noche la ha estrellado contra el marco en un arrebato, que sé que no va a dejarme dormir hasta que amanezca. El sueño que estaba teniendo era muy placentero, no lo recuerdo del todo, imágenes. La lluvia golpeaba un porche de metal, en una casa en el campo, como la de aquí, pero construida hace poco. Todas las mentes controladas por Miedo así seguían en el sueño, sólo estábamos Madurez y yo, pero estábamos tranquilas, en un mundo en el que Miedo no quería controlarnos. Había una foto en la pared por cada miembro de la familia que habíamos perdido, pero no les llorábamos, sino que les dábamos las gracias por el tiempo que compartieron con nosotros. Ojalá poder vivir así. Saber que seguirán vivos y que no les recuperaremos cambia las cosas. Además, yo estuve allí, formé parte, vi cómo se iban sin poder hacer nada, y aquí sigo, mientras ellos ya no. Hay cientos de kilómetros entre ese sueño y yo, ahora mismo. Pero es la idea, ¿no? Intentar construir una casa, en algún lugar recóndito entre las montañas. Ver qué podemos hacer por Mentes desde la sombra, cualquier cosa.
Madurez tampoco puede dormir, porque me ha hablado en susurros. Más allá del frío, me abraza de una forma tan cálida... no pensé que fuera posible que ella me abrazase así algún día. Me pregunta cosas sobre la espada, sobre el combate, yo las contesto, tratando de explicarme lo mejor que puedo. Así pasamos el rato, hasta que la luz se asoma por el este, y con el sol, pronto nos llegará algo de calor, lo que la niebla húmeda nos deje.
Más allá del cielo, las mentes hace tiempo que se levantaron con el sonido del despertador, y están acabando de conducir a Mentes a la nave donde comienza su jornada. Basta una pequeña chispa de esperanza para que pueda surgir una llama... y, aunque Mentes trabaje y su madre parezca que se recupere, interna en ese lugar, no veo ningún motivo para seguir combatiendo, tampoco para entregarme. No hay más que mirarle. Se compró unos pantalones nuevos desde que su supervisor se quedó mirando un segundo los que tenía antes. Se ha preparado para comer un sándwich vegetariano porque los dos compañeros con los que mejor se lleva lo son. El Mentes que yo conocí, el que nosotros moldeamos, llevó la misma ropa desde los dieciséis hasta los veinticinco, cuando por fin tuvo independencia económica, y nunca reaccionó con vergüenza cuando alguna chica venida a más miró sus ropas con ojos descarados. No era rico, ¿y qué? Era, como su profesora de primaria indicó una vez, un chico muy suyo, una forma amable de definir lo fácil de querer, pero también fácil de odiar, según quién se topara con nosotros. Social hizo un gran trabajo corrigiendo las asperezas, propias del que ha salido del remolino del acoso escolar y ha buscado las respuestas por sí mismo, sin los consejos de unos padres demasiado pendientes de sus trabajos precarios para poder dar de comer a su hijo. Pero, pese a todo el trabajo de Social, Mentes siempre fue, y me enorgullezco en haber formado parte, una persona querida en su círculo por su personalidad, con sus cosas buenas, y sus cosas malas. Ahora no hace más que hablar del tiempo y las noticias.

Es difícil acertar bien los encajes en la armadura con una luz tan pobre, donde la niebla morada difumina los dedos y el cuero entre ellos. Madurez está acabando de abrocharme los cordones del costado, mientras estiro la capa de oso, nuestro único abrigo estos días, y la miro fijamente, como si la cara muerta del animal, de capucha, pudiera devolverme la mirada en algún momento. ¿Debería limpiarla? No luce mucho llena de tierra y polvo, pero el animal de color más bonito podría ser el primero en ser cazado.
Es cierto que allá arriba fuimos queridos por cómo éramos realmente. Y todo eso... Paco dejó de hablarse con todos desde que empezó con esa chica, ahora van a casarse, después de dos hijos y quince años, y sólo habrá invitado a los amigos de la novia. Con Óscar perdimos el contacto, supongo que fue mutuo. Tania se fue a Barcelona, y cuando volvimos a vernos no había la misma complicidad. Y temo que pase lo mismo cuando vuelva Rubén, que ahora está en Alemania... si vuelve. El resto sólo son nombres y rostros mezclados, desvanecidos, que aún así siguen siendo personas, con mentes en su interior, supongo, que son importantes para alguien.
Suspiro. Ya estamos listas para irnos. Madurez se estira el cuello de su chaqueta y me lanza una mirada difícil de interpretar. Castañetea, pone las manos en los bolsillos y encoge el cuello. Tiene la piel seca y algo deshecha en las comisuras de los labios. Sonríe lo que dura un pestañeo. Yo cojo el bastón. Es hora de que nos vayamos de aquí. Camino despacio, pero camino sola, y el brazo tiembla un poco cuando me apoyo en el bastón, pero sé que resistirá el camino. Ha sido esa sonrisa fugaz que Madurez ha hecho hace un momento, ¿una especie de magia del frío?, un hechizo, sin duda, que me hace pensar que otra vida en la que nos limitemos a vivir será posible, sí, será posible. ¿Pero será suficiente? Tiro de la puerta de la casa, que cruje, y, por un momento, pensé que la arrancaba de su sitio.
Mi hoguera está fría y húmeda, y Mentes ha perdido su chispa desde hace semanas.
Mi alma ha vuelto después de abandonar mi cuerpo dos segundos, de puro susto. Enfrente de nosotras, al otro lado de la puerta y con la mano en alto para empujarla, Eissen nos mira, tan encogido como lo estoy yo. Detrás de él está Orfeo. Les miro otra vez para asegurarme de que son Eissen y Orfeo, de que están con nosotras, vivos, a salvo. Eissen ha gritado el nombre de Madurez en el momento en el que la ha visto, y ha empezado a correr hacia ella. Tiro el bastón y, cuando mi brazo encuentra el cuello de Eissen en mitad de carrera y lo tiro al suelo, fuera, lo siguiente es el dolor punzante en el costado, después de que mi cuerpo resistiera firme toda la fuerza. Eissen tose desde abajo, Orfeo ha retrocedido, perplejo. No tiene los ojos morados.
—¡Pensé que no volvería a veros! —grita Eissen.
—¡Acabas de condenarnos! —grito yo.
—¡Orfeo!
Madurez ha pasado detrás de mí a toda velocidad y se ha estrellado contra el chico en un abrazo, que la ha levantado del suelo, y Orfeo ha tenido que compensar el desbalance caminando con ella colgada en su cuello. Desenvaino a Furia con el sonido del cuero rasgado, luego presiono el pecho de Eissen, que sigue tosiendo, con voz ronca, está muy delgado y lleva una barba horrible. ¡Madurez, ten cuidado!, grito, pendiente de las manos de Orfeo y cualquier arma que pueda llevar. Lo siguiente que siento es un golpe en Furia, y cuando reacciono, Eissen ya ha desenfundado la espada de Razón y se defiende con ella con poca gracia, de pie, levantándome la palma para que me tranquilice. Sube la espada con la mano izquierda, y con la derecha se arremanga la chaqueta rota para enseñarme la marca brillante de Miedo. Ahora que nos hemos topado con él, lo siguiente serán los tentáculos y los cuervos sobre nosotros.
—Tiene a Miedo dentro —dice Madurez—, pero le siento muy diminuto.
—Miedo no tiene acceso a sus sentidos —dice Orfeo—. Fue un regalo de Los Creadores.
Orfeo me muestra sus brazos, limpios de su marca, y Madurez me asiente con la cabeza, como si ella pudiese saber algo que para mí no es tan obvio. Eissen guarda la espada otra vez, mientras sigue haciéndome el gesto para que me tranquilice, con unos ojos que claramente buscan que esté de acuerdo. Su cara ha desmejorado mucho, más allá de las ojeras y la mata despeinada de pelo. Guardo a Furia, pero dejo la mano preparada. La tierra no tiembla, la niebla no ha cambiado de densidad y no escucho cuervos. ¿Podría ser esto una artimaña de Miedo, aún? De todos los que éramos, tenía que ser él, el único que quedase junto a nosotras. Eissen me acerca el bastón, que ya iba necesitando, y al saber que he tocado lo mismo que él, me pregunto si podría transmitirme su contaminación.
—Pareces un león moribundo —digo.
—Lo sé —dice él —. Entremos dentro, porque un cuervo va a sobrevolar el valle pronto.
Según entra en la casa, Eissen se sienta contra la pared, mirando fijamente la pala encima de la tumba. No quiero cansarme más de la cuenta, así que me apoyo en el bastón para sentarme también, enfrente de él, tapándole la pala de forma absolutamente intencionada. Madurez ha vuelto a abrazar a Orfeo, y lleva dichas tantas gracias que podríamos repartírnoslas entre todos los habitantes de esta isla. Orfeo apenas habla, sólo sonríe con los ojos muy cerrados y corresponde el abrazo. Él puso su vida en riesgo por Madurez, ni más ni menos... el último hijo de Jil. El precipicio. El cuchillo. Tenerle junto a mí es como haberme entregado una docena de huevos que guardar. Como si fuera a suceder un accidente en cualquier momento. Y al mismo tiempo, deshacerme de él sería como si yo misma le hubiese matado. Eissen me ha hablado... no he estado atenta.
—No voy a haceros daño —vuelve a decir.
Veinte años y una muerte más tarde, todavía tengo grabado en la cabeza el momento en el que él me atravesó desde atrás con esa espada, y yo entendí, de forma definitiva, que iba a morir. Si fuera a hacerlo por segunda vez, la culpa sería mía.
—Aunque Miedo no pueda usarte —digo—, me preocupa lo que Los Creadores te puedan haber hecho. Creo que Mal está dentro de ellos.
Le miro fijamente, transmitiéndole de forma ficticia toda la lava que se revuelve cuando tengo contacto visual con él, y reconozco que estoy disfrutando, cada vez que noto cómo le cuesta seguir mirándome a los ojos. Los dos jóvenes, por fin, se sientan. Los cuatro parecemos sacados de cuatro infiernos distintos, aunque algunos sean más literales que otros.
—Orfeo —digo—, ¿qué te pasó en el mundo de los muertos?
El chico aparta la mirada. Se nota que está masticando la respuesta.
—No sabía que llevaba un año —dice—. Yo comía las bayas de la montaña, pero nunca pertenecía a ellos. Ahora hay mucho ruido, por todas partes.
Madurez le sigue preguntando, sobre por qué hizo lo que hizo, cómo está. Qué necesita. El chico se limita a negar despacio mirando a ninguna parte. Y él ha vivido nueve meses en el infierno. Dante estuvo allí mil años. Mil años... Después de que Madurez haya preguntado cómo salió de allí, responde Eissen.
—Altaír dijo que no podían soltarlo porque tú creías que le tenían preso. Así que yo tuve que hacer un rescate de mentira. Una especie de... reglas, un código que tienen.
Madurez parece desconcertada, se ha quedado con la boca abierta y el puño pegado al esternón, dejando ver la gema rosa de su muñeca. En el silencio de los dos jóvenes, Eissen ha aprovechado para seguir hablando.
—Mal está allí. En el inframundo.
—¿Cómo lo sabes? —dice Madurez.
—Cuando me dijeron que Mal no estaba dentro de Miedo, les pregunté dónde estaba, y no dijeron nada, pero Altaír abrió un portal al mundo de los muertos, con un pedestal parecido a lo que había en la torre de Dante, y en el centro una ranura para una gema, más pequeña que la llave de Núbise.
—¿Como ésta?
Madurez se toca la muñeca, entre intrigada y sonriente. La niebla morada hace que su brillo rosado parezca más místico. Eissen la señala.
—Sí... de ese tamaño.
—Bobadas —digo—. Los Creadores, Miedo... podría ser una estratagema conjunta.
—Créeme —me contesta—, he estado más unido a Miedo de lo que crees, y que Mal esté dentro de Los Creadores tiene mucho sentido. Miedo posee a la gente, pero no la corrompe. Mal es pura corrupción.
Lo que dice puede ser cierto, pero también creí en los enanos cuando me dijeron que en El Círculo estaba la base de Miedo. Orfeo se acaricia las sienes.
—Si fuera pura corrupción —digo—, ¿por qué ayudarte?
—Quizá para fastidiar a Miedo. O porque Los Creadores tienen un plan para deshacerse de Mal.
—Eso es absurdo. Si Mal les controla, ¿por qué iba a conspirar consigo mismo?
—Tía —dice Madurez—, ¿acaso controlaba Mal a mi madre?
Caigo en la cuenta de que lo que más me enfadaba de Valerie era su incapacidad para comprenderla, de traspasar esa mirada de puro dolor y que me contara cómo ayudarla. Después del enfado, de haberla empujado y chillado, luego vino la indiferencia. Pensaba que ella no me quería, o no confiaba en mí... No era ella misma plenamente, supongo, pero Valerie era, inconfundiblemente, Valerie. Se notaba, cuando abría mucho los ojos, u olía las flores en los claros del bosque.
—Entonces —digo—, los villanos son Los Creadores... pero el que nos ha jodido ha sido Miedo.
—Ha estado muy revolucionado estas últimas semanas —dice Eissen—. Ha estado buscándoos, ¿verdad? ¿Dónde está el resto?
Creo que lo que ha provocado que estrelle el bastón contra la tierra y haya levantado algunos pedazos alrededor, ha sido la sonrisa en su cara, que acabo de borrarle.
—¿Qué resto? —digo—. Somos las únicas que quedamos.
—Me refiero a Duch, Stille...
—¡Ya sé a lo que te refieres! ¡No queda nadie, Eissen! ¡Estabas hablando con los seres que controla Mal mientras acababan con nosotros!
Eissen, lentamente, acabada quedándose completamente tirado en la pared de la casa, los ojos cerrados, la boca que parece llevar un par de segundos buscando decir algo. Con su pesar, se renueva el mío. La tela ajada de la ventana se mueve con el viento algo violento y hace a veces el sonido de un látigo grave, y más allá, nada, ni un mísero pájaro. No quiero que Eissen se sienta así después de haberle hablado con esos malos modos. Va a pensar que sigo igual de ruda de antes, cosa que sigue siendo verdad, pero no me gusta. Miedo no mentía, susurra, finalmente.
—Oye, no te deprimas —le digo, marcadamente más amable—. Hay cola para eso.
Eissen abre los ojos, luego niega con la cabeza, despacio, mientras da golpes a la tierra con una ramita que tenía enfrente.
—Es verdad. —dice—. Nunca estoy en vuestros peores momentos.
—¿Te has planteado si alguna vez has estado realmente junto a nosotros?
—Siempre.
Los dos, Orfeo y él, parecen veteranos que hace meses que sabían que perderían la guerra. Madurez les sigue, muy de cerca. Sentados en la misma postura, sólo necesitan cascos y dos rifles para imitar a la perfección las fotos de la guerra civil que Mentes estudió en bachillerato. Probablemente la única asignatura realmente útil que habré estudiado nunca. Nunca me ha servido de nada saber sobre resistencias eléctricas, las gilipolleces de un tío que afirma que el Bien se escribe con mayúscula, o la reproducción de las células. Lo que importan son las derrotas de otros. Ojalá haber prestado más atención a la historia, por si de alguna manera hubiésemos podido prever esto. Los ojos de Eissen ya estaban abiertos, pero ahora se han despertado. Tiene el cuerpo relajado... pero la mirada va de un lado a otro, plenamente concentrada.
—Escondeos, rápido —dice—. Un cuervo de Energía está volando hacia aquí.
—¿Cómo lo sabes? —dice Madurez.
—¿Qué parte de tener a Miedo dentro no has entendido? Escondeos, ya.
Madurez se ha preparado para levantarme antes de asimilar que necesito su ayuda. Carga con mi cuerpo a la hora de esconderme de nuevo entre la paja, luego ayuda a Orfeo, que se tumba a mi lado, y es Eissen el que nos tapa a los tres con la manta. Los tres nos quedamos rígidos, sobre todo Orfeo, que aún no debe estar acostumbrado al polvo que se respira aquí. Eissen se ha quedado fuera. ¿Qué tiene pensado? Lo único que se escucha es la tela de la cortina cuando la mueve el viento. Estar tan pegada a Orfeo, siendo quien es, hace que el remolino que se crea en el pecho, justo en la cicatriz que me hizo Lisa, se multiplique. Me cojo una mano con la otra para comprobar que no llevo nada afilado.
Escucho entrar al pájaro, pero no oigo nada sobre Eissen. Me imagino perfectamente la ondulación del humo morado que debe estar saliendo ahora mismo sobre sus ojos. El cuervo revolotea hacia los fardos, de forma algo torpe, poco más allá de los pies de Madurez, después de que mi corazón desbocara la armadura y me marease poco después. Un graznido ahogado.
Después de eso, se ha marchado, golpeando la cortina.
—Podéis salir —dice Eissen—. No volverá en un tiempo.
Descorro la manta tan rápido como me lo permiten los músculos fatigados. Eissen está apoyado en la misma pared de antes, pero de pie.
—¿Es que has estado ahí todo este tiempo? —digo.
—Sí.
—¿Cómo no te ha visto?
Eissen sonríe.
—Ya no puede. También he cambiado los olores de la sala.
Sigue sonriendo con suficiencia. Ah, digo yo. Madurez no ha dicho nada. Los dos jóvenes bajan de los fardos, yo me quedo sentada en el borde. Madurez ha golpeado con la palma en el pecho de Orfeo, muy entusiasmada, y ahora él parece un poco más animado.
—Con tu habilidad para detectar patrullas, nos será fácil encontrar un transporte que nos saque de esta isla —digo.
—¿A dónde tenéis pensado ir? —dice Eissen.
Les cuento, un nuevo hogar en las montañas, en el borde del continente, donde Miedo, posiblemente, no tenga tanto control. Eissen se frota la barbilla con los nudillos, moviendo de un lado a otro esa barba que le hace parecer un marinero que se ha quedado sin hogar después de un año en el centro del océano. El pelo algo rubio y el tono de piel tan claro rompen un poco con esa imagen.
—Orfeo y yo estuvimos dándole vueltas a una posibilidad —dice—. Él sabe de hornos y calderas, y yo conozco el edificio... pero nos faltaba un cinturón de seguridad en caso de que nos descubrieran.
—¿Calderas? —digo.
—Tú eres el cinturón de seguridad.
—¿Cinturón?
—Podría funcionar —dice Orfeo.
—¿Vais a explicarme de qué estáis hablando?
Eissen levanta los brazos para que me tranquilice, su manga se ha doblado para atrás, y veo la marca de Miedo, de brillo morado entre la niebla morada.
—Queríamos atacar la fábrica del Juguetero, la que produce los robots —dice.
—¿Por qué? —dice Madurez.
—Al principio era sólo por joderle, pero si todos han caído, no va a parar hasta que dé con nosotros. Si acabamos con el Juguetero, no podrá fabricar más robots.
Me pongo en situación. Si fuésemos a sabotear la fábrica, no podrían descubrirnos, pero Eissen podría ayudar en eso. Dice que conoce el edificio, así que sabrá por dónde entrar. Orfeo conoce las calderas, la forja, y posiblemente la línea de producción. Madurez podría ayudarnos a escapar, si quiere venir.
Es de noche, un robot me está hablando, y tiene una tarántula gigante detrás. No se trata de combatir o entregarse... se trata de la inacción. Me señalo la pierna y el costado.
—Eissen... —digo—. Mírame.
—Ya te he visto.
—No soy lo que era antes.
—Si nos atacara una pequeña patrulla, ¿podrías deshacerte de ella mientras huimos?
Rozo el rubí con las yemas. Está palpitando, como suele hacer. El pulso se me acelera cuando pienso en él. A qué precio...
—Podría —digo.
—Si jugamos bien nuestras cartas —dice—, podríamos hacer mucho daño a Miedo antes de irnos. Por primera vez, no sabe dónde estamos.
Es un ataque arriesgado. Si sale mal, Madurez se quedaría sola, o peor, pero si sale bien... Hay mucho que considerar, porque por mí tengo claro lo que quiero, pero empiezo a ser anciana, se supone que mi trabajo es para con ella, que al fin y al cabo es la que tiene más futuro por delante, aunque fuera mísero y más arriesgado, con hordas de robots controlándolo todo porque no paramos la producción a tiempo. Por eso miro a Madurez, y ella, como un imán, ha mirado al mismo tiempo que yo, sus ojos amarillos.
—¿Qué es lo que quieres hacer, pequeña?
Ella niega con la cabeza mi pregunta. Antes de volverme a mirar, lo ha hecho al suelo.
—Tú sabes más que yo, de todo —dice—. No debería opinar en esto.
—Aun así, quiero que lo hagas.
Tanto Orfeo como Eissen están pendientes de lo que ella diga, mientras piensa, con el labio inferior mordido. Se ha quitado la pulsera, ahora tiene la gema rosa en una mano, y la mitad de la azul, en la otra.
—Yo quiero ir —dice—. Y destrozarle lo justo para que él lo lamente y nosotros podamos irnos.
—Decidido, entonces —digo—. ¿Cuándo lo haremos?
—Cuanto antes mejor —dice Eissen—, siempre que sea por la noche.
—¿Esta noche podría ser? —digo.
—Sí, estamos cerca.
Madurez nos llama la atención, mientras guarda rápido la llave de Núbise en el bolsillo de la chaqueta y saca de otro el mapa de Duch. Según lo abre, compruebo que está mucho más completo de lo que me esperaba. También saca el carboncillo, que después de la tormenta de verano del ayer, ha dejado muy negra la tela a su alrededor. Eissen, sin pedir permiso, arranca las dos cosas de sus manos y se pone a anotar varias cosas en el papel, apoyándose en el suelo. Correcciones, más bien, de dónde están apostadas las tropas de Miedo, e incluso nos indica con rayas a quién ha visto de las mentes convertidas, y dónde. Traza algunos caminos, y pasa por encima de los ya dibujados para corregirlos. A partir de ahí, nos aconseja una ruta por la que podríamos avanzar hasta el Bosque Muerto sin ser detectados. Yo propongo la galería de cuevas que hay abajo, pero dice que ninguno de esos túneles lleva al sur. Dice que se los conoce bien, que lleva todo este tiempo recorriendo la isla con el beneplácito de Miedo, hasta que se rebeló contra ello. Orfeo añade que, si el objetivo es sabotear su forja, en esa sala debe de haber conductos de ventilación bastante amplios, pero probablemente bastante calientes. Eissen los ha visto, y dice que, si se concentrara lo suficiente, podría engañar a Miedo para que todos entrásemos por los conductos del lateral, a no demasiada altura. Tal y como lo cuentan, parece que el viaje de ida será infalible, pero a mí lo que más me interesa es la huida. Al respecto, Madurez descarta una retirada por el bosque, al estar talado y haber muchas tropas, y por el mar, por estar contaminado. Sin embargo, según lo que Orfeo dice, el camino más seguro es por la costa, porque lo lógico sería que la fundición, nuestro objetivo, estuviese en una sala muy próxima a la playa, para que el túnel por el que tirar los desechos no fuese muy largo. Tendríamos que estudiar, cuando estemos allí, la forma de conectar la costa con el camino de la ida para ir hasta allí. Entonces, ¿haré de verdad un último golpe, antes de retirarme? Una chispa, tan sólo eso, pero es lo que necesitaba. ¿Es realmente factible? No tengo tanta energía que quemar... así que quiero quemarla en el momento y lugar más letales posibles.
Cuando acabamos el plan provisional, Orfeo pregunta a Eissen si puede hablar con Madurez fuera, y Eissen dice que sí, si van por el río, entre las dos mitades de la colina partida. Además, quiere hablar conmigo en privado, eso dice. Espera callado a que los chicos salgan, lo hacen con cautela, pese a el mensaje de tranquilidad de Eissen, y pronto se pierden en la niebla. Desde fuera, el aire transportaba olor a flores, antes de que la puerta volviera a cerrarse, y según el aire cesa, oigo cómo él lo coge para hablar.
—Quería decirte...
—Alto —digo.
Eissen se ha quedado extrañado y quieto.
—Debes entender una cosa —digo—. Quizá tengamos los mismos objetivos, y somos los únicos que quedamos, pero tú y yo no somos amigos. No puedes desaparecer con Duch en aquel bosque y volver casi un año después pidiendo que hablemos a solas, como si no hubiera pasado nada. Dime, ¿lo que ibas a decir afecta a Madurez o al ataque a la fábrica?
—No.
—Entonces no quiero oírlo. La confianza se gana con actos, Eissen. Si ibas a traicionarnos y te arrepientes, no finjas que siempre estuviste de nuestra parte. Si Miedo ha entrado dentro de ti, dilo, y no te lo calles cuando confíe en ti para llorar en tu pecho. Si crees que eres un peligro, vete, pero avísanos de que te llevas a nuestro compañero.
Creo que las he enumerado todas. No contesta. Nada en él está claro, pero me extraña que no haya echado ya la culpa a Duch por no avisar él tampoco. Mira al suelo y asiente. Parece triste. No dice nada. Me apoyo en el bastón y tiro de la puerta, antes de salir.
—Quisiera que reflexionases un par de minutos sobre lo que te he dicho —digo—, aquí, antes de empezar el viaje. Debo decirle una cosa a Orfeo en privado.
—Lo entiendo —dice.
Esperaba que dijera algo más, alguna forma de colar aquello que quería decirme, pero no.
—Aún así —digo—, me alegro de verte.
—Lo sé.
Encuentro a Madurez y Orfeo cerca de la cascada escalonada que comienza a partir la colina en dos. Un desfiladero sinuoso donde el agua se escucha metálica y las voces de los jóvenes rebotan tanto que no están claras hasta que estoy muy cerca. La tierra aquí es negra, también la del fondo del río. Veo el estanque helado desde aquí, rodeado de enredaderas donde las babas azules están pegadas a la roca. Madurez las señala, y le está contando cómo hemos sobrevivido estos días.
—¿Puedo interrumpiros un momento? —pregunto.
Los dos chicos me prestan atención tan rápido que siento como si la hubiera robado. Me siento en una roca negra, húmeda y algo fría, y pido que se acerquen para no tener que gritar.
—Quiero dejar las cosas claras desde el principio, Orfeo —digo—. Yo fui la que mató a Lisa por accidente, y estuve presente cuando mi compañero empujó a Yod y se resbaló por el precipicio.
Su cara, como era de esperar, ha cambiado mucho. He dejado de ser la tía de Madurez para convertirme en la asesina de su hermana y la cómplice del asesino de su hermano. Y, por más que esto vaya a perjudicar nuestra misión, porque lo va a hacer, debo decirlo. Madurez ha puesto la misma cara que yo puse cada vez que hurgaron en mis heridas para limpiarlas.
—Fue un accidente que me perseguirá para siempre —digo—. Aunque te pido que me perdones, no espero que lo hagas. Lo que espero es que entiendas por qué te lo he contado.
Orfeo cierra los ojos, los aprieta un poco, se queda así, quieto, mientras dos lágrimas salen de sus ojos. Madurez comienza a llevárselo, sin dejar de mirarme, yo asiento, y le hago un gesto para que esté alerta, tal y como Stille solía hacerlo. Aquí esperaré a Eissen, y desde aquí caminaremos hasta la fábrica... tenemos todo el día para llegar, aunque a mi velocidad, seguramente necesite el día entero. Cerca hay un agujero en la roca, disimulado por un matorral que cae más arriba y funciona a modo de cortina, por si tuviera que esconderme. Es un buen lugar. Frío, pero tranquilo. Pensé que me sentiría más ligera, pero ha sido todo lo contrario. Pienso en Jil, la forma en la que me miró cuando se enteró de que le había mentido. Prefiero esto.

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