10 de enero de 2020

Lacrimosa. Mi niña.


Salimos de la cueva ya de mañana, aparecemos en la orilla pedregosa de un río que parte una colina en dos mitades, y nosotras en el centro de la grieta. Bordeamos una de las mitades, subimos por ella. Cada paso duele. Ella carga con la mitad de mi cuerpo. Nos elevamos poco a poco sobre las flores marchitas que dejamos atrás, después de haberlas pisado. Estamos en el centro de la gran llanura que hay en el oeste de la isla, en las únicas colinas escarpadas, a kilómetros de cualquier otra cosa. La vista es bonita, pero sólo hay un color, y desaparece pronto entre la niebla. Cada paso me duele. Hay casas en lo alto, desde las que se podría ver toda la llanura, si no fuera por la niebla densa y fría. Las montañas, al oeste y al este, son formas oscuras y desdibujadas. El sol no parece redondo. Dos puentes caídos unen las dos mitades de esta colina escarpada, un pueblo de casas rotas que debió vivir aquí hace siglos. Una casa aún sostiene su techo. Madurez gruñe cuando recoloca mi brazo sobre ella, luego abre la puerta vieja y agujereada. Casa vacía. Hay mantas a la izquierda que cubren algo muy voluminoso que ocupa gran parte, restos de utensilios podridos y oxidados a la derecha, restos de cerámica, y en la esquina, dos cadáveres, huesos. El esqueleto más pequeño abraza aún al grande, pese al tiempo, los dos mirando hacia aquí, hacia la puerta. Los Creadores debieron haber venido, y el padre se interpuso entre ellos y su hijo. Siempre la misma historia. Sus huesos entrelazados. Los Creadores ni siquiera estaban infectados por Mal cuando hicieron esto. Es difícil decir cuáles de todas las esquirlas caídas del yeso de las paredes fueron las que saltaron con sus disparos.
Madurez me sienta en la pared de la casa, mientras apenas acierto a desabrocharme la armadura. Me la quito, a duras penas, los brazos ni siquiera pueden levantar la funda de Furia y dejarla a un lado. Me arranco la camisa, empapada de sangre. Duch me llenó el pecho de moratones, también en los hombros y la espalda, por la clase de dolor que siento, pero no fue lo peor. Las heridas del costado se han reabierto debajo de las vendas de Leúa, y cerca del ombligo, un tajo del que me duele sólo rozar la piel cercana con los dedos. Miro la pierna cuando descubro que he marcado de sangre el suelo de esta casa, con la herida del gemelo. Madurez, que ha destapado lo que cubrían las mantas, paja, montones secos de paja tiesa de un color que no había visto nunca, ha bajado dos fardos, alargados, que, después de levantar una humareda al caer, se han deshecho en fibras y polvo. Me ayuda a levantarme, no, me levanta ella sola, a pulso, prácticamente me arrastra hacia esos fardos, y me dice que los use para subir y tumbarme en el hueco que ella ha dejado. Cómo crujen cuando me tumbo encima, tantos años después de que esa paja fuera recogida, todavía íntegra. Cruje, pero no se deshace cuando me tumbo. Ella saca del bolsillo de la chaqueta la cantimplora que todos guardamos en la alforja del jabalí, y me da de beber. Cuando la aleja de mi boca, intento agarrarla, pero no la alcanzo, y mi garganta está más seca que antes. Utiliza los últimos tragos para aguar la sangre de la tierra.
Eliminar esa sangre no será suficiente. El olor perdurará. Tanto los fardos como la manta son marrones de polvo, golpeo suavemente las palmas en ellos y cubro de esa tierra sucia mis brazos, también la armadura, las piernas, también las heridas, la capa de oso, también mi cara. Todo. Madurez se ha ido, dice que a deshacerse de los fardos que ha tirado. Cuando vuelve, también llena su cuerpo de polvo. Ha encontrado en una casa vecina una pala oxidada que parece consistente, y ha comenzado a cavar en el mismo suelo de esta casa. Los ojos se cierran y vuelven a abrirse, la iluminación cambia cada vez que los abro. Cuando Madurez ha cavado un agujero suficiente, coge los esqueletos con cuidado, que se desmontan en sus manos igualmente, y los recompone en la tumba que ha hecho para ellos. Ahora, se siguen abrazando... se abrazan los dos.
Perdí el control de mí misma. Dejé que los susurros del rubí me embriagaran, o quizá me embriagué yo sola, y en el camino, olvidé todas las enseñanzas que me dio Bhimani. Olvidé que la furia sólo sirve para buscar justicia, no venganza. Nuestra derrota estuvo sellada desde que vi cómo la vida se escapa de Makato, porque después no recuerdo nada, la oscuridad de la casa, los tambores y los cantos, e imágenes, sueltas y específicas. Social, siendo arrastrado fuera de la antorcha de Duch. El propio Duch, una figura gigante y oscura que cada vez que echaba el aire yo respiraba la muerte. El aire no entra en mi pecho, cada vez que pienso en cómo Jacob caía por el acantilado, y no es porque haya muerto, porque no lo ha hecho. Recuerdo a Stille como una sombra, todas las veces, en las que desapareció y volvió a aparecer, también después de clavar el kunai que aún guardo. ¿Por qué lo he guardado, si no me atrevo a sacarlo? Está dando de sí el bolsillo trasero, y me molesta ahora que estoy tumbada.
Madurez ha acabado de enterrar los dos cuerpos, y de aplastar la tierra. Deja la pala junto al bulto que ahora hay en el suelo, para justo después, de un salto, subirse encima del montón, conmigo. La paja, demasiado antigua, no aguantará muchas sacudidas. Nos miramos a los ojos. Su cara seria empieza a desfigurarse, la oculta en mi pecho, justo antes de romper a llorar. Y llora así, la siento temblar sobre mis heridas. No intento callar el sonido de sus gemidos, no digo nada. Llora desconsoladamente, y yo... sólo puedo mirar.

Abro los ojos, miro alrededor. No está la araña, ni Miedo, como anoche, así que ha debido ser un sueño. Y la niebla se cuela por el marco de la ventana, las grietas de la casa. Madurez ha dejado de llorar, pero sigue conmigo, apoyada en mi pecho. No sé si duerme. Miedo jugó con nosotros desde el principio. Sabía que si lograba atrapar a una parte de nosotros, nos ocultaríamos cada vez más y mejor, por eso nos dio a Servatrix, me dio esperanzas al mismo tiempo que me quemaba el alma. Nos hizo salir del escondite, y fingió debilitarse. No usó tentáculos con el campamento Mutoragan y les hizo creer que su guarida estaba en El Círculo, para que ellos nos lo contasen, disminuyó la cantidad de niebla... lo dispuso todo. Incluso podría haber herido a Makato en el lugar exacto para que muriera después de decirnos lo que necesitábamos oír. Después de varios días en su isla y habiéndolo perdido todo, sabemos menos de Miedo que antes.
¿Cómo he podido ser tan ingenua? Pensaba que no me engañaría porque era prudente, pero da igual, si fui una ingenua. Nunca he visto un adversario como él... no sólo por sus recursos, por tener ojos en todas partes y ser él todo su ejército. Realmente es el ser más inteligente que jamás he conocido, y ha sabido sacar tajada de cada conflicto, de nuestra inacción y nuestra acción, huyéramos o atacáramos, él ya lo previó. Y así estamos... Madurez descansa en mi pecho, a mí también me puede el sueño. Estamos solas. Tan repentino, pero, de alguna manera, fácil de asimilar, después de todo. Perdimos a muchos en el ataque de Los Creadores. Perdimos a muchos cuando Miedo les controló en la torre de Dante. Bueno. Hemos seguido perdiendo... lo hemos perdido todo.
Escucho ruidos fuera. La manta que cubría la paja está descorrida, pero la estiro para ocultarnos dentro de ella. Escucho lo que parece ser un cuervo, por el graznido de antes y la forma de caminar que noto en el marco de madera de la ventana, oigo cómo su pico aparta la tela ajada que hace de cortina. Le escucho entrar dentro de la casa. Madurez está despierta y no la oigo ni respirar, tampoco nos movemos. Ahora es cuando sabremos que hemos hecho bien las cosas. Después de pasear por la tumba y golpear la pala con el pico, se ha ido volando por la puerta, seguro que en busca de un rastro. Miedo ya sabe que hemos estado aquí. Muevo la tela a un lado. De la casa que veo, tal y como está ahora, así va a quedarse a partir de ahora. Así se lo susurro a Madurez, que asiente, seria y muy despacio. La tela que nos cubre es tiesa, apelmazada después de tantos años de polvo acumulado, ese polvo cae sobre nuestros ojos cuando vuelvo a ocultarnos con ella. En las comisuras de la boca.

Estate quieta, dice ella, mientras cose mi herida. Me pregunta antes de empezar cada puntada, y a veces me hace más daño del que debería, porque no lo hace con la decisión suficiente... pero yo no podría, no he podido, con estos brazos que me tiemblan, agotados. No lo hace mal para ser su primera vez, en realidad... yo lo hice mucho peor, un poco más joven de lo que ella es ahora. Me sorprende que se acordara de los materiales necesarios. Pensaba que no, pero en realidad estuvo atenta la vez que se lo expliqué. No va a quedar una cicatriz bonita en mi vientre... pero ya es una de tantas. No me importa, en realidad. Prefiero que practique conmigo, porque después va a tener que hacerlo ella con la herida de su cabeza. Ya casi no queda luz, después de que ella saliese durante toda la tarde sin que lo supiera, mientras estaba dormida. Ha deshecho dentro de la cantimplora la planta coagulante de la que nos habló Iloa, de la que yo ni siquiera me acordaba, y me la ha hecho beber, de una, pese al sabor. Me ha dicho que mañana volverá a salir, a coger las bayas que no son venenosas, a intentar cazar algo, y más hierbas, si las necesito.
La noche es fría, y no mejora por más que nos abracemos. Sin la capa de oso, que también nos protege del polvo, hubiéramos muerto de hipotermia. Inmóviles. Sólo ella logra dormir. Me extraña que, con lo que estoy temblando, sea capaz de seguir durmiendo. Las horas pasan deprisa, y veo, a través de la tela que hace de cortina, la luz violeta de las auroras boreales, muy sutil, de nuevo, por la niebla. Mi única esperanza es que salga pronto el sol y nos caliente.

Pero no calienta. Los días son de aire frío, y el sol no me ilumina, sólo cuando Madurez carga conmigo para poder hacer mis necesidades cerca, pero lo más lejos posible de la casa. Ella se ha ido a buscar comida, sola, y yo estoy tapada con esta tela húmeda que sabe a polvo y cae en los ojos, mientras Madurez se ha ido a buscar comida, ella sola, sin más que hacer que mirar más allá del cielo y ver a Mentes buscar trabajo durante horas y horas, aceptando cualquier cosa. A veces, llegan a mí las explosiones de los géiseres que brotan al suroeste, cerca del gran volcán. Madurez vuelve con Furia anudada a su cintura, con ese bicho, una baba azul de las que vimos en la montaña. El insecto muerto en las manos, bayas y hojas coagulantes, en el bolsillo. Me cuenta que en el valle es difícil caminar sin ser vista, incluso con la capa que le dio Iloa, porque los cuervos de Energía rondan cerca... sí, a veces los oigo. Me dice que no se atreve a exponerse mucho, pero dentro de esta colina, cerca de donde nosotros aparecimos, hay un recoveco en el que hay un lago helado no muy pequeño por el que, según ella dice, pululan bastantes criaturas como ésta. Lo siento, me dice. ¿Por qué?, le contesto. Por no haber cazado nada mejor. Pero bueno... si yo jamás sería capaz de cazar nada con una espada, le digo. Ni siquiera un bicho. Ella rebusca en la armadura que hemos guardado a mi lado, coge el kunai y abre el caparazón del bicho, exactamente como Iloa dijo.
Y comemos bicho, con la textura de las fibras de una berenjena cruda, pero con sabor al olor que hacen las tripas de animal. A veces hay grumos algo más duros entre la carne, que trago sin querer masticarlos dos veces. Madurez casi vomita. Horas después, ella vuelve a bajar. Y volvemos a cenar bicho.
Ella se encarga de todo. De eliminar las pruebas de que seguimos aquí, de proporcionar toda el agua que necesite, y más de una vez he visto cómo mira la cantimplora vacía con deseo, después de haber insistido en que no tenía sed. Le digo que si tiene sed que lo diga, pero ella sigue reconociendo que no la tiene, que mañana ya beberá más.
Mentes acude a la entrevista de trabajo e insiste en las ganas de trabajar que tiene. Las mentes que controla Miedo se encargan de que haya buena química entre él y el entrevistador. Esa misma tarde, le llaman para decirle que ha sido aceptado en el puesto y que empezará su formación en dos días, justo ocurre la llamada en el momento en el que Energía pasea su cuervo otra vez por esta casa, y nosotras, que mantenemos la puerta algo abierta para que el calor de los cuerpos no se note tanto, estamos tiritando debajo de la manta, fingiendo ser paja, con las planchas de metal frío que nos dio Iloa aún cubriéndonos el latido del corazón, y funciona. Por el tipo de graznido que ha hecho, juraría que no es un cuervo, como el primer día, sino Ady. No hay pájaros como Ady en esta isla.

Mentes comienza a trabajar en una empresa de transportes, donde no le dan formación alguna, y le sueltan sin más a trabajar suponiendo que los seis meses de experiencia que dijo que tenía le serían suficientes. No los tenemos, en lo absoluto, pero los de la empresa tampoco dijeron en el contrato que trabajaríamos los sábados. La jornada tampoco es de ocho horas, sino de diez, lo que suma una proyección de sesenta horas semanales en un contrato de cuarenta. Y, si las mentes convertidas reconocieran que no tenemos la experiencia que decimos cada vez que cometen algún error, nosotros seríamos los mentirosos.
Ahora que ya sabemos el secreto de Helena, las mentes la acompañan al hospital, donde nos informan bien de lo que ocurre. La enfermedad se llama cáncer de pulmón neuroendocrino micro... bueno, me he perdido con la última palabra. El médico nos cuenta el impacto del tumor, igual que los efectos que genera la quimioterapia a la que Helena ha sido sometida, todos concuerdan con los que ya hemos visto, más otros de los que no he sido consciente, como que ella no puede estar tumbada al dormir por el encharcamiento pulmonar. El tumor fue causado por el tabaco, diez años después de no haber tocado ninguno. Prometió dejarlo, como si fumar le hubiera dado mal augurio, después de que el padre de Mentes muriera, y poco después, los padres de Víctor en un accidente. María y Mentes saludaron a su primo en el tanatorio, le dieron el pésame y se quedaron un rato en la sala, pero era evidente que Víctor no estaba cómodo con ellos, y es normal. A nadie le gusta ver a una antigua pareja, casada ahora con un familiar. La familia es para siempre, dijo una vez, poco después de que se enterara de que María le había dejado, pese a las mentiras que le dijo como excusa, por Mentes. Y esas frases, un día como hoy, demuestran que son verdad, al menos una verdad temporal, porque la familia es para siempre, sí, Víctor es familia aún y María ya no, pero la familia es familia hasta que muere. Y el médico, cogiendo a Mentes en privado, nos cuenta lo que su madre no sabe, que ese cáncer, después de un año, inexplicablemente, empeora muchísimo. Que no importa lo bien que se encuentre el paciente, al año, suele llevarle a la muerte. Las probabilidades de supervivencia, para una persona de su edad, son bajas. Las mentes convertidas obligan a Mentes a sentarse, antes de perder el equilibrio. María ha cumplido ya el noveno mes, lo que significa que no hay tanto tiempo. Al final, el tabaco sí vaticinó un mal augurio para ella.

Los días siguieron pasando entre revisiones y limpiezas de heridas, salidas de Madurez, bayas, bichos y más bayas, aunque luego me duela la tripa, al menos saben a algo medianamente agradable. La próxima baba azul que coma seguramente la vomite, eso digo siempre, y después de comer otra, parece que la próxima sí va a ser la definitiva. Mentes visita varias clínicas privadas a lo largo de la semana, para que le hagan un presupuesto. Una no puede permitírsela con su sueldo, ni siquiera utilizando los ahorros que prometió no tocar. Otra no aceptará a Helena como paciente. El jueves, un médico especializado en oncología, llamado Juan, acepta a la madre de Mentes por un precio que, contando con los ahorros y comiendo lo más barato posible, podría ser viable durante al menos un año, gracias al nuevo trabajo que Mentes tiene, donde las mentes convertidas se dejan la espalda para ser un gran trabajador y huir de polémicas, todo con tal de que le renueven. Sale de casa a las siete menos cuarto y llega todos los días a las seis de la tarde, tan cansado que se tumba en el sofá y así pasa la tarde hasta la cena, para luego, después de cada cena, dormirse viendo alguna película e ir a la cama cuando Helena le despierta, antes de que ella se acueste. Así ha sido durante toda la primera semana, y aunque la segunda empezó levantándose más cansado, parece que su cuerpo ha acabado por acostumbrarse. Helena se hizo las pruebas en la nueva clínica, donde el médico no ha asegurado nada, pero hará todo lo posible por ella. Juan habla de los pacientes que ha salvado. De lo que al menos yo soy consciente es que no dice los pacientes que eran imposibles de salvar.
Aún así, el fin de semana es el pequeño regalo de Mentes. Todos los sábados y domingos, a las cinco, como un reloj, coge el autobús hasta el parque, en el que desde la distancia puede ver a María, sentada siempre en el mismo banco, observando a los niños que juegan, aunque hoy es un día de julio muy frío, y casi no hay niños jugando. Mentes acaba de verla, de casualidad, en lo que ella se iba a su casa, a pesar de que normalmente se marcha casi una hora más tarde. Cada vez que la veo, siento una piedra fría al lado del corazón, me da coraje no acercarme a ella y saludarla, o no ir nunca más, y rehacer nuestra vida desde el principio, porque no es tarde. Joder, Helena pudo hacerlo con sesenta y cinco años, otra cosa es que el nuevo novio fuera un cabrón maltratador, pero durante medio año estuvo muy bien. Ni siquiera hace falta empezar de cero y volver a casarse, tener un nuevo niño, podemos... Mentes podría vivir más tranquilamente, hasta que nos llegue nuestra hora, sin compromisos, con alguien que viva algo parecido a nosotros. Al menos la he visto, susurra Mentes en lo que vuelve hacia la parada de bus. La casa a la que María se dirige, una vez fue la casa de los dos.
Madurez está tumbada a mi lado, callada y, por lo poco que se mueve, también cansada. Está mirando algo. Una foto, doblada y descolorida, que ha debido estar guardando en la chaqueta a saber cuánto tiempo. Debe creer que estoy dormida, por eso no me muevo, pero se me hace difícil reconocer qué está mirando. En esa foto salgo yo, con los ojos bizcos y la lengua fuera. Cuando mueve las manos, se mueve el brillo de la luz, y veo a Servatrix con otra persona... Valerie, en el borde de la foto. ¿Teníamos una foto en la que salía Valerie? Ella la acaricia con el pulgar. ¿Qué estará pensando? Puedo imaginármelo. La echará de menos. Quizá sienta rabia, incluso, por no haber podido echarla de menos antes, por haber sabido de su existencia porque Dante le hablara de ella, y no yo. Una carga se distribuye en el pecho, en los hombros, me hunde en la paja, cuando caigo en la cuenta de que yo nunca seré Valerie, y por más que la abrace y la mantenga a mi lado, nunca será como si ella estuviera aquí para hacerlo. Posi­blemente, yo nunca tenga hijos. Y, aunque mi padre tampoco me crió, estuve arropada por Razón y Servatrix, ¿y ella? Cuando me recupere y nos vayamos de aquí, esa foto será su última conexión con el resto del mundo. ¿Cómo va a crecer y educarse correctamente, teniéndome solamente a mí como referencia?
Finjo dormir, me acerco algo más a ella. Le ha crecido el pelo, y ahora se parece todavía más a su madre. Tiene el color, tiene mayor densidad, y para remate, sus ojos. Es una joven preciosa. Y yo, una guerrera que ya ha pasado sus días y sólo puede aspirar a ver cómo ella se convierte en alguien más adulta, más plena y más guapa que yo, mi único consuelo. Desde aquí puedo verme otra cana. Soy lo que soy, he vivido según mi código y he cometido muchos errores. Claro que fue un error venir a esta isla, y yo ya lo dije... pero, ¿qué diferencia hay entre esta vez y aquella en la que salí del palacio en plena noche, yo sola, dispuesta a matar a mi padre con mis propias manos, después de que por su culpa Jacob hubiera muerto por salvarme? Obligué a las mentes a abandonar su última ventaja, la posición, y tuve suerte de que la única que pagó con su vida ese error fui yo. Razón sufrió mucho, también, hasta el punto de abandonar la posición de líder y no volver a tocar nunca más su espada. Y eso fue enteramente por mi culpa.
Quizá ese sea el orden de las cosas. Que yo pague los errores de Madurez igual que Razón pagó los míos, para que así aprenda, y pueda enseñar a los próximos que vengan. Cierro los ojos. Así debe ser.

Esta mañana se acaba de formar una gran tormenta de verano. Vino de la nada, igual que seguramente se vaya... pero no se va. Y Madurez está fuera, consiguiendo comida para las dos. Caen rayos, alguno lo he sentido cercano. El poder eléctrico que desprende la gema rota, la azul, ¿podrá atraer los truenos? No ha sido buena idea habérsela llevado, no se separa nunca de ellas, al final le caerá un rayo y será lejos de mí, donde no pueda reanimarla, cargar con ella. No podría cargar con ella, igualmente. Muevo lentamente la pierna derecha, debajo de la manta vieja. Sigue persistiendo el dolor eléctrico, además del propio de la humedad, pero es lo suficientemente soportable para poder mover hasta una hipotética posición en la que estuviese sentada. Hago pequeñas repeticiones, aumentando la flexibilidad que les exijo y el número de veces conforme me acerco al final, hasta la extenuación... Han sido más veces que ayer. El costado, por otra parte, me arde. Encojo cuello y hombros después de escuchar un trueno sobrecogedor, miro hacia la entrada, ¿es que no va a venir? Tendré que buscarla. Palpo la costilla, con cuidado, descubriendo que toda esa zona está dormida, a lo que un estremecimiento, una especie de alteración ocurre dentro de mi cuerpo, mitad fría, mitad caliente. Recuerdo aún cuando el profesor de Antropología Física, en la universidad, nos contó que cuando el dolor es demasiado elevado, el cerebro suele bloquear la zona, como una especie de anestesia, dando la sensación de que se había dormido... Reconozco que en el fondo tenía la oscura fantasía de que algo tan antinatural como eso me ocurriera alguna vez, pero ahora que lo siento, lo único en lo que pienso es en lo que durará, en si despertará cuando me levante. Con la mano derecha me agarro del hombro izquierdo, aún dolorido desde que el oso lo dislocara, cojo aire, me mentalizo, y hago fuerza con los abdominales.
Ha sido... espantoso.
Sentada sobre la cama, el costado me duele bastante más después de todos los kilos de hueso y carne que ha soportado durante estos segundos. Palpo los moratones que provocó Duch, el tajo cosido que cicatriza. Otro trueno colma el valle, y Madurez no llega. Quiero bajar de estos fardos de paja seca, pero si me aproximo demasiado al borde y se rompe, no podré volver a subir, y si Ady vuelve a pasearse por aquí, no sólo habré rechazado el trato de Miedo, sino que habré condenado a Madurez yo sola. El cuerpo ya temblaba por el frío, pero ahora lo hace más. La lluvia cae dentro de la casa. Tras cada gemido interrumpido por un corte de diafragma, las heridas me recuerdan que están ahí, y que sigo sentada. Pero me da igual. Las lágrimas contienen todo lo que tengo dentro, todas las pérdidas y las pérdidas de todos, de la primera a la última. De Erudito a Stille, todos los rostros pasan frente a mí, igual que en la cueva, igual que los de Lisa y Yod en mis sueños. ¡Anoche soñé que todos vivían! Y donde algunos están muertos, muchos de ellos no se les dejará morir hasta que Mentes lo haga y este mundo, seguramente, colapse. Ni siquiera sé si a eso puedo llamarlo muerte.
No me arrepiento de haber venido a esta isla, porque es lo que querían casi todos, menos Jacob, que va a vivir con dolor al convivir con lo único que le tortura. Por él sí me arrepiento. Pero, aún más que eso, me arrepiento porque yo lideré el ataque, pensando con el rubí, en lugar de la cabeza.
Perdón, a todos, susurro. Por todo. Ojalá pudiera cambiar las cosas y vivir nueve torturas a cambio de las de mi familia. La de Jil también.

Madurez entra en la casa, tiritando de frío, completamente empapada y con las piernas llenas de tierra. Me seco las lágrimas a toda prisa, ¡por fin has venido!, digo, ¿qué llevas en la mano?, pregunto para disimular, para que hable y no piense en las lágrimas que me estoy quitando. Ella, con mirada de cansancio pero muy sonriente, levanta con una mano un nuevo bastón para mí, y con la otra, lleva por las patas una especie de pollo con cuello largo y pico grande, muerto. ¡Mira lo que he conseguido!, dice. Una chica audaz... se ha aprovechado de los ruidos de la tormenta para acercarse a un animal y matarlo con una espada, y lo ha desangrado allí mismo, porque no cuelga de él ni una gota de sangre. No sé cómo decirle, de forma suave, que para poder comer por fin algo consistente haría falta un fuego, y eso llamaría la atención de Miedo. Alabo su trabajo, le digo que yo nunca he conseguido algo así. Cuando le doy la noticia, deja el pollo tumbado en tierra, se aprieta los puños contra la cabeza, y se le queda mirando, disgustada. No hago nada bien, dice, pero es mentira, es mentira, le digo. Está volviendo a llorar...
Esta vez no puedo resistirme. Aunque el costado queme cada vez que agito el vientre, aprieto la mandíbula y lloro con ella. Me abraza por la cintura, que le queda a la altura de los brazos, y apoya su cabeza en la pierna buena. No pasa nada, le digo. Quiere salir otra vez con la tormenta, pero le digo que ni se le ocurra.
Así nos quedamos, quietas, lo que podrían ser horas, mientras la tormenta acaba por desaparecer, no recuerdo bien cuándo. Acaricio su melena rubia con estos dedos sucios, la acaricio incluso después de que ella haya parado de llorar.
—Razón era sabio —digo.
No sé por qué lo he dicho, y no me acuerdo en qué pensaba antes. Madurez me mira, con el borde de mi armadura marcado en su mejilla. Pone cara de no estar de acuerdo.
—Lo era —digo—. Los sabios también cometen errores.
—Muchos errores... —dice.
—¡Niña!
Vuelve a apoyarse en mi pierna, y ahora es ella la que me acaricia.
—Es verdad —dice—. Sí que era sabio.
—Tampoco tienes que decirme que sí como a los tontos.
—Creo que para ti es importante que Razón sea sabio —dice—. Y yo le he conocido muy poco comparada contigo. ¿Qué sabré yo? Seguro que sí que lo era.
Me siento inexplicablemente... tranquila, después de oír eso. Ahora mismo, ella es para mí un núcleo de calma en medio de una tormenta de verano que siento dentro. Bhimani dijo una vez que nada pasa porque sí, y que el pájaro que se expone demasiado es el primero al que cazan, como el animal que ha conseguido traer Madurez. Al mismo tiempo, este pozo en el que vivimos juntas, siento que, de vivir alguna vez en un pozo como éste, desde que vi sus ojos cerrados y oí su llanto por primera vez, tengo claro que lo hubiese querido vivir con ella. Aunque jamás haya deseado verla en esta situación.
—No debimos haber venido a la isla —dice.
—No fuiste la única que votó.
Madurez ha subido la mano, y ahora ha apoyado los dos brazos en mis piernas.
—No debí haberte dicho que atacáramos pronto a Miedo —dice.
—No fuiste tú la que dirigió el ataque.
Madurez levanta la cabeza para mirarme, aún con la marca en la mejilla. Tiene cara de enfado.
—Tía, deja de hablar como si yo no hubiera provocado nada —dice—. ¡Soy una mente! Quiero mi parte de responsabilidad en esto.
Sus ojos amarillos son muy diferentes a los ojos amarillos de su abuelo. Hay algo en ellos, más allá de las facciones de su cara, que me miran y enfocan al alma. Siento que son sinceros conmigo. Que, si alguien con esos ojos me pidiera parte de la responsabilidad de todo lo que ha pasado, debo dársela... y duele. No quería verla aquí. Siento que mi trabajo, además de cuidar a las mentes, era evitar que ella sufriese, que aprendiese de nuestros errores como si un error fuese una regla teórica. Servatrix fue así conmigo, y más de una vez se disculpó de lo que nos pasó a mi hermana, a mi padre y a mí, de que yo haya tenido que presenciar el cadáver de uno y la muerte de mi hermana. ¿Sabía Servatrix que, después de sujetar el bebé en brazos y ver cómo la vida se esfumaba de Valerie, hubiese dado mi vida por la suya, igual que Jacob lo hizo conmigo? Esa autoflagelación no me llevará a ninguna parte, y más importante, no llevará a Madurez a ningún lado tampoco, igual que la culpa de Servatrix poco o nada impidió que siguieran sucediendo cosas malas.
Nunca he querido verla expuesta. Siento verdadero vértigo cuando intento arrancar la frase por tercera vez y me trabo en la primera palabra. Cojo aire, de la misma forma que lo cojo antes de empezar un combate. Limpio las última lágrimas, que se quedaron en los ojos.
—Sobrina —digo—. ¿Quieres que te enseñe a combatir?
Ella ha abierto los ojos y se ha dejado estremecer encima de mis piernas. Sí..., susurra, después de unos segundos, diría que por sorpresa, más que por inseguridad. Soy consciente que pidió a Stille y a Duch que le enseñaran a mis espaldas, después de que yo me negara en rotundo, poco después de la batalla en la torre de Dante. No, les dije a ellos como le dije a ella las primeras veces. De la seguridad de Madurez me ocupo yo, dije. Es capaz de confiarse y acabar herida, dije.
Le hago un gesto con la cabeza para que se aparte. ¿Pero va a ser ahora?, pregunta, casi gritando, yo le pido calma mientras asiento con la cabeza. Después de la tormenta, no se escucha ni un alma en el valle, incluso la niebla ha perdido fuerza, aunque la esté recuperando poco a poco.
Aterrizo en tierra con ayuda de Madurez y me apoyo con el bastón. Ella se queda cerca de la puerta, de pie, sin saber qué hacer. Le pido que me traiga una piedra de fuera, más o menos del tamaño de mi puño. Debe de haber unas cuantas junto a la puerta, porque escucho cómo las remueve en la pared débil, para traer pronto una. Le indico que desenfunde a Furia y la coja con las dos manos, poniendo arriba la mano derecha. Ella lo hace despacio, sin costumbre, ni confianza cuando casi no se aclara para darle la vuelta. Verla tan joven manejando una espada tan adulta es una sensación terrible para cualquier madre, y al mismo tiempo, fascinante. El descubrimiento, aunque lo supiera en el fondo, de que la niña a la que puse a cargo de toda la familia, a la que durante mucho tiempo me negué a educar perso­nalmente, ha crecido, además de en altura, porque es más alta que yo, también en alma. Quizá creció hace mucho, pero lo veo ahora. ¿Qué hago?, me pregunta después de esperar un rato, y yo le digo que cierre los ojos, que sienta la espada en sus manos, su peso, su equilibrio. Yo tenía su edad cuando Jil me forjó esta espada, de una pieza de metal raro que intercambió a un pueblo en el interior de Ashotán Óniros. Una espada de purita, negra, porque nunca acabó de forjarse. Madurez respira pesadamente con la espada en alto, no me pregunta cuál es el siguiente paso, no se muere por correr antes de gatear. Simplemente, se concentra en sentir la espada. Le cuento que debe sentir esa pieza de metal como una parte más de su cuerpo, que, mientras que la mano de arriba aporta el control, la otra mano aportará la fuerza.
—Cuando defiendas —digo—, coloca la espada de forma cómoda, porque la posición del cuerpo es lo más importante. Cuando ataques, usa siempre golpes simples, que vayan directos hacia el objetivo. Si puedes elegir, ataca primero a las extremidades. Algunos enemigos se rinden y huyen después de ver volar su brazo.
—¿Y cómo coloco el cuerpo al defender?
—Aún es pronto para eso. Primero vamos a aprender lo más básico. Quiero que me ataques. Yo me defenderé con esta piedra.
Apoyo el nuevo bastón en la manta que tapa los fardos. Espero su ataque, conservando el equilibrio en una pierna. La siento cansada, pero ya está mejor. Madurez se niega a atacarme.
—Quiero que intentes matarme —digo—. Tranquila, no lo vas a conseguir.
Todavía sigo apoyada en la pierna izquierda, abro las manos, la derecha con la piedra. Madurez duda, hace muecas de disgusto con la cara de lo más variadas, hasta que, por fin, prepara la espada para el ataque y, con una posición deplorable, cosa comprensible, ha golpeado desde mi derecha a mi izquierda y he bloqueado su golpe con facilidad extrema. Ni siquiera ha hecho marca en la piedra.
—Mal —le digo—. Tu espada ha ido directa a mi mano. He dicho que intentes matarme, y para matar a alguien, has de ir a su cuerpo. Quiero que me ataques con el golpe más difícil de bloquear posible, que me lo pongas realmente difícil. Y procura moverte menos y hacer la fuerza con los brazos.
Le indico cómo debe colocar los pies para tener una posición más estable. Me pregunta si quiere seguro que me haga un ataque difícil, yo sonrío. Es tan adorable, mirando mi costado izquierdo varias veces antes de atacar... Es ahí donde quiero que apunte. Ella vuelve a levantar la espada, inspira y carga. Algo mejor, esta vez. Antes de que empezara la carga, me he lanzado al suelo y me he sostenido sólo con la mano izquierda, que me ha costado más de lo que pensé. La espada pasa justo por encima, así me incorporo rápido, y aprieto la piedra contra su abdomen. Pum, le digo. Has perdido.
—¡Eh! —dice—. ¡Eso es trampa!
—¿Por qué? ¿Agacharse y levantarse forma parte del juego sucio?
—No, pero...  a ver...
—Regla número uno, y probablemente, la única —digo—. Gana el que engañe mejor al otro. La fuerza y la técnica ayudan, pero el que engaña bien, sale vivo, siempre.
Le explico lo que pasó en el último golpe, que yo tenía la piedra muy dirigida a la derecha porque quería que atacara por mi izquierda. Que vi sus ojos fijarse en mi costado. Le explico que tenga esto en cuenta cuando se defienda, y que, cuando vaya a atacar, revele sus cartas sólo cuando lo tenga claro, teniendo en cuenta que el rival podría intentar engañarla, también. No se trata de aguantar los golpes de alguien hasta que se canse, le digo, o girar la espada desde ángulos inverosímiles. La clave del combate, por la que ningún robot ha logrado vencerme, es porque parece que voy a atacarles desde un lado para luego hacerlo desde otro, o porque les desequilibro la espada y no saben reaccionar a eso. Madurez me mira, sorprendida. El engaño... dice ella, yo sonrío, con el bastón otra vez en las manos. El engaño. Le pido que practique unos cuantos golpes mientras la miro, desde lo alto. Así, después de ayudarme a subir, Madurez mueve la espada de un lado a otro, siempre como yo le digo, y le corrijo los fallos más evidentes o los que le podrían provocar lesión.
—¿Quién te enseñó a combatir? —dice.
—Mucha gente, en realidad. Fui recopilando consejos, aprendí algunos movimientos, y después todo por mi cuenta, equivocándome, haciéndome daño, aprendiendo de cada vez que me ganaron un asalto...
—Qué guay.
—No es guay, niña. De tener peores reflejos, estaría muerta hace mucho.
—Lo guay es que seas tan buena que desde hace mucho nadie pueda enseñarte nada.
—A veces echo de menos algún consejo.
Cuando se cansa le pido que guarde y cuide de la espada como ha estado haciendo estos días. ¿Cuántos llevamos ya? Más allá del cielo, Helena se está sometiendo al nuevo tratamiento de su nuevo médico, mientras nosotros esperamos en la salita, sin más distracción que una revista de turismo y otra de una modelo desnuda en portada. Sin embargo, Mentes ha elegido planificar la ruta de transporte que hará mañana, algo casi fútil, porque no la sabrá exactamente hasta que empiece su jornada, pero, una vez la tenga, le hará tener las prioridades más claras. Se ha frotado los ojos. Son las seis y media de la tarde y ya tiene sueño... Después del agobio al pensar que no llegaba a tiempo para recoger a su madre, de ahí la tormenta, Mentes ahora está relajado y hace buen tiempo, incluso el frío es soportable, sobre todo después de dos semanas y media sin sentir el calor. Cuando Helena termina, se encuentra claramente fatigada, pero de verdad que la veo mejor, y sólo lleva unos pocos días. Madurez ha cogido el pollo muerto, del que ya me había olvidado, y me dice que volverá en un rato, que no me preocupe. Así que aquí me quedo... esperando.
Cuando era joven pensaba que, muerto mi padre, las amenazas que vendrían serían mucho más sencillas y relacionadas con la estúpida burocracia de la vida adulta. El estrés de la primera mudanza, la incertidumbre de la soltería... y la verdad es que todo eso fue bastante fácil. Bastó con preguntar a los padres de Mentes, o, desde hace quince años, buscar en internet, y la soltería se fue tan pronto como vino. Vaya mundo, el que hay allí fuera... Con razón las mentes estamos tan tocadas de la cabeza, lidiando con dos mundos al mismo tiempo, la información de allí, poco útil, de la que Social y Duch tanto hablan... hablaban. Suspiro. Pensé que seríamos inmortales, pero la verdad es que desde hace un año asimilé que yo sería de las primeras que caería por mi pueblo. Que alguien me explique, si soy la protectora de las mentes, por qué sigo viva y el resto no, o, si siguen vivos, como dice Madurez, no mucho más que cascarones vacíos rellenos de putrefacción morada y tentáculos, en su interior. Bueno, putrefacción no, pero... no es agradable, incluso si fuera verdad que Mal estuvo todo este tiempo dentro de Los Creadores.
Reconozco que tiene sentido.
Madurez aparece cuando ya es de noche y el aire frío hace tiempo que dejó mi cuerpo sin energías, entra dejando un rastro de olor tan profundo que me extraña mucho que no la hayan seguido. No te preocupes, dice. Aquí fuera estaba todo muy muerto, dice, y posiblemente sea hasta literal. Acerca a mí, al tiempo que un géiser explota lejos, lo que trae entre manos, atravesado por algo, un palo, un aroma a alimento, a la necesidad de tener eso en mi boca ahora mismo. Seguro que has dejado rastro, le digo mientras devoro una de las piernas del pollo cocinado al fuego. Tranquila, dice, el aire lo dispersará. Mitad intranquila, mitad necesitada, devoro hasta el hueso, y los tendones y otros cartílagos poco me importan, porque los devoro igualmente como si todo fuese carne y estuviese delicioso. Incluso las partes poco hechas. Hasta Madurez, que detesta el pollo, está dejando el hueso limpio. Cuando me paro a pensarlo, nos lo hemos comido todo. Sólo quedan las vísceras, que aportan un toque amargo a la carne de alrededor, y que a Madurez se le ha olvidado retirar, básicamente porque no me dijo qué iba a hacer con ello. Resulta que volvió a las cuevas de hielo y consiguió hacer fuego ayudándose de la llave de Núbise, algo realmente ingenioso. Se ha arriesgado mucho por conseguir comida decente, pero hoy no me quejaré. Se marcha un momento al río, a deshacerse de los restos, dice. Después de volver, minutos desde que nos cubrimos con la manta, juntas, ella empieza una frase dos veces, en susurros, pero nunca ha ido a ningún sitio. ¿Qué pasa?, le pregunto.
—Necesito decirte algo —dice—. Verás... Yo... Una de las razones por las que quería venir aquí es porque sé que Orfeo estaba vivo.
—Pensabas que lo tenían Los Creadores.
Ella me mira, aunque no la vea. No sé por qué, siempre supe que me mintió al respecto, supongo que quería creerla, pero no me he sorprendido, ni un poco. Había vida en sus ojos cuando hablábamos de él, esperanza juvenil de que todavía podíamos recuperarle.
—Se enfrentó a Altaír, por mí —dice—. Vosotros atravesasteis un continente, por mí. Y ya no hay nadie. Yo no valgo todo este sacrificio, ¿vale? No he hecho nada en toda mi vida, y es imposible que pueda compensarlo.
Parece que quiere seguir hablando, pero, después de intentarlo varias veces, calla. Paso el brazo por debajo de su cuello, aunque me moleste un poco, y la arropo con los dos brazos. La acaricio, pero no la comprendo del todo. ¿Merece todo este sacrificio? Ni siquiera había procesado todas estas pérdidas como un sacrificio hacia ella, y, al mismo tiempo, si Miedo rastrease ahora nuestra última cena y apareciese en la casa, daría mi vida por ella sin ningún problema, sin siquiera tenerlo en cuenta como un sacrificio o algo que deba compensar en el futuro. Acaricio su pelo y bajo más, de vez en cuando, hasta la mitad de su espalda, o desciendo por el hombro y paso por su brazo hasta la muñeca.
Así pasan horas. Hace tiempo que se ha dormido, y es normal. Cuando era joven, los días me quemaban, necesitaba hacer siempre algo productivo, siempre me movía de un lugar a otro... ¿Y ahora? Las horas pueden perderse, quizá toda la noche, acariciando esta melena dorada. El sol ya se ha ocultado hace mucho, y me percato de que ahora las noches son más largas, según el verano pasa. ¿Ya es agosto, o todavía falta? Ni siquiera quiero hacer que Mentes lo mire mañana, porque me da igual. Debe trabajar duro para salvar a Helena, y las mentes convertidas están haciendo exactamente eso. Pensaba que no serían humanas, o no serían capaces. Que, al fin y al cabo, eran una versión corrosiva y destructiva de ellas mismas, por Mal. Me equivoqué.
Poco podemos hacer nosotras en el control de Mentes. Supongo que sí podremos intervenir, alguna vez, pero nunca pelearemos por su control, o descubrirán nuestro brillo, y esta vez Miedo no tendrá planes. Somos sólo dos, y siempre vamos a estar juntas, si todo va bien. No hará teatro, como el que hizo en el palacio con tanto tentáculo inofensivo, ni fingirá que no pasa nada, como cuando estuvimos un día entero en nuestra antigua casa. No se guardará más los juguetes y demostrará su poder con las mentes convertidas, porque ya tiene lo que quiere, sólo le falto yo, ya lo dijo.
Miedo tiene, literalmente, todo. Ojos en todos los continentes. A todas las mentes. No sé si los Mutoragan todavía resisten en el noreste.
Es momento de aceptar que nuestra familia se ha marchado, y pasar página. Probar otra cosa. Pasar los años en algún lugar oculto, tampoco hace falta malvivir, sólo permanecer por debajo de su radar. Me da pena por ella, que ahora respira despacio y profundo sobre mi pecho, mientras acaricio su melena, su cuello. Hay que intentarlo, al menos. Y recomenzar. Siempre se puede recomenzar. Mañana, al alba, la despertaré para volver a nuestro continente. Cualquier embarcación nos valdrá, siempre que esté poco vigilada. Y sobre la corriente que rodea la isla, yo me encargaré. O quizá lo hagamos juntas, cada una de un remo, eso sería el doble de fuerza.
Acaricio su melena algo ondulada. La abrazo algo más fuerte, y pego mis labios a su cabeza. Madurez, susurro. Mi niña.

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