"Seré aquello que quieran que sea".
"Diré aquello que quieran que diga".
"Pero en la escondida profundidad de mi interior me reiré de ellos".
"Disfrutaré viendo cómo juego con ellos, cómo se creen que saben cómo soy".
"Pero en la escondida profundidad de mi interior les estaré utilizando".
Odio. Rabia. Violencia, caos, desprecio, anarquía. No, anarquía no. Controlarlo todo. No, no, anarquía.
Los golpes eran directos, las contestaciones cortantes, las miradas, frías.
¿Por qué? Porque estaba decidido.
Admiraba la determinación de aquel ser que me poseía a veces. Al contrario que yo, él sabía lo que quería. Buscaba venganza. Buscaba arreglarme, y sabía cómo. Mi personalidad era una bomba, una bomba que solo sería soportada si me encontraba abrazado por ellos.
¿Carlos? Carlos hacía referencia a una época pasada. Una vieja gloria que cayó por no renovarse, por no adaptarse. No podía llamarme Carlos. Necesitaba un sobrenombre.
¿Cuál?
-Sever. Está bien, tío. Mola.
-Ya -respondía.
Pero me tenía que molar a mí, no a ellos.
La dominancia que me poseía a veces me encantaba. Era el empujón que necesitaba. La garra, el talento que solo obtienen los más fuertes cuando necesitan dar un extra. Sonreír en el momento más triste. Escalar cuando estás en lo más hondo.
No podía ser la misma persona que yo. Era mi superyo. Era lo que siempre había buscado. La dominancia que me faltaba. Y esa dominancia había elegido adaptarse.
No dudé de mi plan porque desde el principio sabía que era perfecto. Una joya de la dominación de la psicología humana, unos planos sociológicos de arquitecto.
Ellos comenzaban a aceptarme, pues olieron mi repentina falta de sumisión. No eran amigos aún, pero su estado de neutralidad era un avance muy bueno. Debía seguir, debía seguir fingiendo que me habría librado de mi personalidad.
Empecé a empaparme con su ideología, yo la aceptaba y ellos comenzaban a sentir que era uno de los suyos.
Olieron mi repentina falta de sumisión...
La verdad es que no eran tan malos. No eran tan tiranos. No eran tan superficiales.
¡Mis padres estaban equivocados! ¡Todas sus decisiones me provocaron la ruina, mientras que las mías propias me habían ensalzado!
Miré a mis padres mientras dibujaba una jaula a su alrededor.
Pues su ideología era el fracaso, ¡yo era el triunfo, gracias a Sever!
. . .
. . .
Me desperté un día, tranquilo. No había ningún gesto en mi cara, no existía ningún pensamiento.
No pensaba en Carlos. Ni en Sever, ni en mi pasado. Los había olvidado.
Miré el reloj, era tarde, debía darme prisa, debía llegar a mi fortaleza. A mi clase, a mi hogar, a mi escondite de la realidad. Donde las risas de mis compañeros volvían a taparlo todo de una manera más limpia que nunca, pues ahora yo también reía.
En tercero me cambiaron a la clase de al lado. Una clase que me veía aún como un extraño, pero me daba igual, porque los viernes y sábados podía quedar con mis amigos. Hacer más amigos.
No me acordaba ni de Carlos, ni de Sever. Era un lienzo en blanco. Y algo en mi interior me decía "escucha, escúchales, a todos". "A ese chico que fuma un porro mal liado y al que hace un año tendrías miedo, escúchale su visión de la vida. Sus sentimientos".
Pasó un año, y por aquel entonces ya no poseía un lienzo en blanco, si no un paisaje a todo color dibujado con acuarelas, carboncillo, témperas y rotuladores. Yo no sabía cómo, pero comprendía a la gente. No entendía que fue ese espíritu analítico que me hizo escuchar tantas versiones de la vida. Entendía a la gente que pintaba con acuarelas, a los que se manchaban los dedos con el carboncillo, a los que preferían témperas o escogían la velocidad de los rotuladores.
Y sin embargo, aquella clase nueva, aquel colegio, seguía viéndome como un extraño. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no era capaz de conectar con ellos? ¿Qué necesitaban?
¡Ya no tenía personalidad salvo la que absorbí de ellos! ¡Ya no tenía orgullo pues era un esclavo de la colección de amigos! ¡Debía llevarme bien con todos!
¡Debía borrar los antiguos resquicios del pasado que aún flotaban en mi vida y que me recordaban a mi antigua personalidad, a mi antigua y obsoleta existencia!
También era un extraño para mis padres. Que no comprendieran que tuve que abandonar mi antigua filosofía que les peloteaba como un mierdas para triunfar en la vida me destrozaba.
¿Por qué me destrozaba si el nuevo yo era el auténtico triunfador? ¿No debía ser un esclavo de los juicios? ¡Debía sobrevivir!
. . .
Decidí, pasadas las navidades de aquel año de cuarto, adoptar una actitud más misteriosa. Más siniestra. Más oscura. No para ganarme su afecto: sino para protegerme de su extrañeza y recrearme más que nunca en las risas de mis actuales amigos, en la otra clase.
Pero no pasó nada de eso.
No. Porque la conocí a ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario