22 de septiembre de 2012

Porque ser como tú eres siempre estará mal.


-¿Pues cómo quieres que esté? Tu profesora acaba de decirme que eres un charlatán y que no usas para nada la cabeza que tienes, y que vas de prepotente.

Sacaba dieces en sexto de primaria.

-¿Por qué? ¡Miente! ¡Yo no voy de prepotente!
-Bueno, ya hablaremos, que ahora me tienes contenta.

Mi madre estaba de mi lado aunque me regañara tanto. De hecho, estaba tan de mi lado que exigía lo mejor de mí.
Aquella estapa oscura en la que todos confundíamos dar lo mejor con trabajar, estudiar, obedecer, callar.
Miré al suelo, arrepentido. Arrepentido por ser yo. Arrepentido por ir de prepotente cuando era yo mismo. Por no entender por qué me decían aquellas cosas, por no poder hablar, por tener que callar.
Por no tener valor a gritar y dejar de ser esclavo de la trampa de la buena educación.

-Mamá, lo siento...
-¿Y de qué me sirve a mí eso si cada año me dicen lo mismo?

Cada año igual. Carlos, el charlatán. Carlos, el prepotente. Pero te lo decimos porque te queremos, Carlos, e impostaban esa sonrisa que fingía aprecio.
¿Qué aprecio, qué educación había cuando no paraban de confundirme y de hacer que me obligase a cambiar mis defectos?
En efecto, me hice una lista. De los que debía cambiar ya. De los que debía cambiar al cabo del tiempo. Por los profesores. Por mi madre. Por mis amigos.

¿Amigos? No, amigos no. Fueron amigos. Mi mente no comprendía cómo queriéndome tanto en quinto, me dejaron tan abandonado en sexto. ¿Por qué? Mi clase era mi único bastión de seguridad, cuando cada mañana atravesaba el campo de minas que era el camino de mi casa al colegio. Cuando cruzaba la puerta, estaba a salvo. Misión cumplida, y los insultos dejaban de oírse, apagados por las risas de mis compañeros, en las que yo me recreaba. Yo deseaba y disfrutaba sus risas tanto como ellos, porque me hacían olvidar aquellos insultos.
Y recordaba por qué los mayores me insultaban.

-Oye, tú, mira a ese niño.

Tenía cinco años y era mi primer día en primaria.

-¿Qué pasa?
-¿No se parece al Lehendakari Ibarretxe?
-¡Joder, es verad! ¡Lehendakari! ¡Lehendakari!

Lehendakari.
Llamaban Lehendakari con intención de hacer daño a un niño de cinco años que apenas sabía del mundo.
¿Había derecho? ¿Qué hice a ese colegio para que fuera objeto de burla por una nimiedad semejante?
La gente original inventaba insultos nuevos para llamarme.
Y en mi cabeza solo circulaba el "por qué".

No lloraba, porque no salía el llanto. No en mi orgullo. Yo creía que la situación en clase se calmaría, pero en primero de la ESO se acentuó.
En la clase estalló una batalla de egos por ver quién era más chulo, quién dirigía más, quién era el líder. Una batalla que por la educación que recibí era una tontería librar, pues en mi ignorancia creía que las ideas eran más importantes que la voluntad. Un chico aún sin ideas...
Aún recuerdo muy vagamente el día que lloré por mi dolor. Ya no podía más, y en silencio, sin que nadie me viera, me prometí a mí mismo que la situación debía cambiar. Y perdí el pulso frente a la presión social. Yo. El terco se dejó perder para ser feliz, creyendo que la felicidad se encontraba en lo externo.

Y, en verdad, no andaba mal encaminado.
Sería lo que la clase quisiera que fuera. Para que las risas de mis compañeros apagasen los gritos de veneno de los mayores.
Yo solo quería ser aceptado. Ser feliz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario