—Luchadora, espérame —dice Razón—. Te adelantas.
—No me adelanto, eres tú el que se queda atrás.
Por la derecha aparece primero la cabeza de su caballo, fino, estilizado y enclenque, un animal grisáceo que más de una vez me he sentido tentada de colocar un cuerno recto y fino en su frente y atárselo con una cuerda. Avanza lentamente, le cuesta seguirme el paso, triste animal, tendré que disminuirlo yo un poco. Razón se gira hacia mí, con esas gafas de aviador que no pueden disimular el azul intenso de sus ojos. Toda su cabeza, su cuello, su cuerpo, sus manos, están envueltos en telas marrones, y seguro que el aire lo está apuñalando. Ya le dije que no usara telas como abrigo, sino piel de animal. Razón las aparta de la cara, y grita como si no pudiera oírle.
—Tu caballo estaba echando toda la nieve que pisaba en la cara de mi Aristóteles.
—Eso es porque Hércules es un caballo en condiciones y el tuyo un debilucho estirado —digo—. Por cierto, tenías razón sobre la brida metálica.
—Claro que tenía razón. ¿Te ha molestado en los ojos?
—Ahora mismo me molesta.
—Te lo dije —él ríe, autocomplaciéndose —. Y tú no me hiciste caso.
—Sí, tu existencia entera es una razón.
—Gracias.
—Era una broma.
—No —dice—, no lo era.
El viento blanquecino comienza a revelar las estructuras que estamos buscando. Tal y donde las dejamos, ahí permanecen. Blancas, viejas. Olvidadas. La nieve alcanza las rodillas de Hércules, pero es un guerrero fuerte y continúa al trote sin quejarse lo más mínimo, no como el de Razón, que se queja a menudo y ralentiza el paso. La verdad es que quiero llegar allí cuanto antes, ya va siendo hora de entrar en calor, después de un día duro, y después, tenemos una cueva que explorar. Sí, mejor llegar cuanto antes... la noche será fría.
Poco a poco, las estructuras grises y metálicas se ven mejor, tres de ellas, la cuarta tapada por la central, la más grande de todas. Hércules relincha un mínimo cuando la nieve toca en sus bajos, yo acaricio su cuello, aspirando por la boca con los dientes muy apretados. Venga, le digo, ya queda poco.
—¿En qué estado crees que encontraremos las cuevas? —Razón ha vuelto a destaparse las telas de la boca para hablar.
—Como las dejamos, espero. Entrar y salir.
Observo, los tres edificios. Tan familiares, tan irreconocibles. El acero y los cristales de las paredes bajan hasta sus cimientos, hundidos en la nieve, que yace amontonada en sus techos, que se agolpa en la pared izquierda de los tres. El de la derecha se encuentra prácticamente enterrado, y su techo, antiguamente de cristal, está derrumbado por el peso que una vez soportó. Lo señalo.
—Mira. Esa era la Sala de los Recuerdos.
La nieve se adentra varios metros después de cruzar las puertas inexistentes del edificio principal. Dentro, los cascos de los caballos se escuchan de forma extraña, como si estuviésemos debajo del agua. El viento sopla a través de un cristal roto, que deja un agujero en el techo. No siento las manos, y tengo ganas de sentarme frente al fuego. Delante de mí, una fuente olvidada, un jardín marchito y congelado presiden la sala rectangular. Recuerdo caminar por aquí, hace tanto... Por allí está el laboratorio de Erudito, seguro que sigue ahí su querido cañón manual Conoscenza, me lo imagino en su puesto, firme y congelado, a la espera de un amo que no volverá a tocarlo. El propio viejo nos ha mandado aquí… Cruzamos el jardín y la puerta hasta el pasillo, Razón se baja de Aristóteles y la cierra, y ya no se ve nada más. Estamos a oscuras. El rumor de una gota que cae me recuerda lo poco que hay en este lugar.
—Aquí no corre aire —dice.
—Es un fatal sitio para acampar. Es estrecho, oscuro, no es buen lugar para dejar a los caballos. Ni siquiera podemos amarrarlos. Abre la puerta, que no veo nada.
—Los caballos no se moverán, tranquila. ¿Prefieres bajar las escaleras de la cueva con ellos? ¿O que pasen frío?
Miro arriba, desde los ojos de Mentes. Ha llegado la hora de irse del trabajo, pero aún tiene que ordenar varios elementos de las cajas. Razón me dice que si su compañero y él se van ahora, tendrán que hacerlo a primera hora de mañana y se les acumulará el trabajo.
—Venga, acabémoslo en un momento —digo, y de mi boca salen las palabras que Mentes le dice a su compañero.
Mentes y el otro comienzan a ordenar las cajas, pero de forma rápida, nada perfecta, al fin y al cabo no es culpa suya que hayan llegado tan tarde, sino del encargado. Noto cómo Social toma el control, lejos de donde Razón y yo estamos, para hablar con la otra persona. Puedo seguir con la misión.
Razón ha prendido unas ramas con el encendedor que le regaló Erudito, a modo de antorcha, y ha dispuesto en el suelo ramas y troncos de las alforjas de Hércules. Cuando arden, acerca las palmas al fuego, con ansia. Está temblando.
—Te dije que te abrigaras con piel animal.
—Estoy perfectamente, tranquila.
Los minutos pasan mientras descanso al calor de la llama, en mitad del suelo de baldosas color crema del pasillo. Los caballos, en efecto, no se mueven. Aún.
—Ya hemos descansado suficiente, vamos a por la llave —digo.
—Llevaremos minuto y medio.
—¿No has cogido calor aún?
—¿Tienes prisa? La llave no se va a mover.
Sí que tengo prisa. Quiero cumplir este recado cuanto antes, y ahora que ya no tengo demasiado frío, quiero acabarlo. Espero aun así a Razón, vago, que permanece quieto, pensando en sus cosas. Se ha quitado el turbante y esas gafas, y así hago yo con la capucha de cabeza de oso. Mi espada está fría como un témpano. Dejo que los tonos rojos del fuego aviven su acero negro, procurando relajarme, no centrarme tanto en la misión, hacer como Razón y meditar un poco. No, no quiero meditar. Aristóteles emite un sonido de placer, y se acerca más a las llamas.
—¿Crees que servirá de algo que cojamos eso? —le digo, le miro, pero él tiene la mirada perdida.
—No entiendo la pregunta. ¿Por qué no iba a servir?
—Porque tu hermano últimamente ha tomado decisiones muy aleatorias.
Razón me mira, con rostro de indignación. Sus cabellos rosados devuelven brillos blancos. Sus ojos no parecen azules, tan cerca de la hoguera.
—Erudito es lo mejor que nos ha pasado a todos —dice—. ¿Qué hubiéramos hecho sin él?
—Yo no estoy hablando de eso.
—¿Entonces?
—No hablo del pasado. Hablo de ahora, de últimamente. No es el mismo, ha cometido fallos. En su momento, decidió dejar esa gema ahí por algo.
—¿Y qué?
—¿Y si se nos cae la cueva encima? Por poner un ejemplo.
—Confía en él y ya está.
El hombre pierde la vista de nuevo, molesto. Entiendo, hasta cierto punto, que no lo quiera ver como los demás lo vemos, pero en algún momento tendrá que hacerlo. Supongo que lo mejor será abrir el camino ahí abajo, y él se relaje un rato a solas. Cojo una antorcha de las alforjas de Aristóteles y con ella recorro el pasillo recto, dejando atrás las puertas a los lados, hasta que llego al final, junto a la puerta de la cueva... pero está abierta. ¿No debería estar cerrada? Me acerco a paso rápido, doy una patada sin querer a una mitad del candado que había antes, ahora cayendo por las escaleras que bajan a la cueva. La otra mitad tiene de arriba a abajo un corte con tonos morados... Algo no va bien. Alguien ha entrado dentro. Desenvaino mi espada, en posición de defensa, y comienzo a bajar las escaleras una a una, con cuidado, recorriendo el sinuoso caracol que me llevará a las cuevas. No me apetece la acción esta tarde.
Dentro, todo parece en calma. Las paredes rugosas e irregulares de roca se ensanchan, poco a poco. En algunas, hay agujeros. En otras, recovecos y pequeños escondites a los que no llega la antorcha, perfectos para emboscar. Solo se escucha el repiqueteo de las gotas cayendo, solo siento el tacto de mi espada, aún fría en mis manos, solo veo los tres metros siguientes de pasillo, soy una luz en la oscuridad y eso me pone nerviosa, porque ellos me ven desde lejos, yo a ellos no. Huele a humedad, a agua sucia. Miro atrás de vez en cuando. El camino se bifurca, pero era hacia la derecha, recuerdo que siempre me confundía en este punto. Cuando el techo bajaba demasiado, nosotros taladramos el suelo y lo bajamos también, y cuando veíamos un punto lleno de basura, lo limpiábamos. Antes esto estaba lleno de basura, aquí Mentes guardó sus inseguridades de adolescente. Y una vez limpia... ¿qué? La dejamos ahí, la abandonamos. Y la gema de su centro, la dejamos ahí, por si acaso. Pero ahora Erudito la quiere, ahora... A saber en lo que me estoy metiendo.
Tuerzo a la izquierda por el camino que empieza a hacerse más y más grande, y ya empiezo a ver las luces azules que hay al girar a la derecha, por eso dejo la antorcha, con cuidado me pego a la pared que da a la sala, y me giro para mirar poco a poco.
La habitación circular se encuentra bien iluminada y libre de enemigos. Las paredes están repletas de esas extrañas plantas, un hilo verde que acaba en una pequeña esfera azul que emite luz, y llena la sala de brillos azulados. En el centro, reposando en una columna que también hace de altar, descansa la gema ovalada del mismo color azulado que las plantas, sujeta por lo que parecen ser raíces de un azul brillante. Como la sala está despejada, entro sin miedo, y acerco la mano a la gema, poco a poco. Siempre la llamamos gema. Ahora, Erudito la llama 'llave'.
Cuando tiro de ella, y finalmente la arranco de su lugar, la luz de la sala se apaga por completo y me quedo a oscuras, sin más luz que el rumor de la antorcha que dejé en el pasillo anterior. No me hace gracia estar así sabiendo que hay algo vivo dentro. Según deshago mis pasos, empiezo a escuchar un sonido que viene de atrás, de más allá de la sala. Me estaban esperando.
Corro hasta el pasillo y giro hacia la izquierda, hacia la antorcha. Sigo escuchando el ruido atrás con la misma intensidad, y según agarro la antorcha con la izquierda, veo la de Razón aproximándose. Eso no sé si es bueno o malo... Razón no usa armas. Le hago el gesto para que venga deprisa, y aguardo a lo que tenga que venir con la espada preparada.
¿Qué pasa?, dice él, y yo no contesto, estoy pendiente de que ese sonido constante que se escucha atraviese la sala de la llave y tuerza por nuestro pasillo. Dependiendo de lo que sea, puedo enfrentarlo, o tenemos que correr, al menos que Razón corra, no pienso ponerle en peligro. Frente a mí, unas gotas caen de forma inconstante en un charco, que rebosa y resbala el agua hacia una grieta en la roca.
—Coge la llave de mi bolsillo —le digo.
—¿Por qué?
—Por si tienes que correr.
—No pienso dejarte aquí.
—Por la llave, lo harás.
Obedece a regañadientes. Delante de mí, las gotas siguen cayendo sin perturbar mi concentración, cada gota es un posible enemigo con el que pienso. Puede estar vivo, o puede ser un juguete de Miedo. La figura aparece por fin, y no me sorprende en absoluto. Hecho de metal y plástico, el robot camina sobre una rueda, frente a nosotros, mirando hacia la izquierda, con los brazos metálicos flexionados y aparentemente inarticulables, moviéndolos hacia delante y hacia detrás al ritmo de la rueda. Cuando llega a la pared izquierda del pasillo, se detiene. Está quieto. Poco a poco, gira la cabeza hacia nosotros, muestra a la antorcha una sonrisa amarga de oreja a oreja, con los ojos cerrados y arqueados hacia arriba. Una cara pintada en el metal. Alzo la espada. El muñeco gira hacia nosotros, poco a poco, y cuando ya está encarrilado vuelve a caminar, moviendo los brazos al son de la rueda. Su cabeza está abierta por arriba, y parece hueca. Su cuerpo está hinchado, pero su cuello es muy fino: es un buen punto débil. Según se acerca, se escucha el rumor, la música que emite al caminar, parece la de una caja de música. No parece que vaya armado.
—Razón, vete.
—Espera. Espera, no le ataques.
Me fijo en su cuello fino, en su música antigua de feria. El metal del que está compuesto está oxidado. Su sonrisa. Esos ojos entornados, no sabría decir si es una mueca de risa o una de completo sufrimiento. Su cuello es muy fino. Lo cortaré de un tajo rápido en cuanto se acerque demasiado.
—Luchadora, no le ataques.
—Voy a atacarlo.
—¡Es demasiado obvio! Demasiado vulnerable. Miedo no construiría algo así sin una trampa, podría explotar.
—Podría explotar por control remoto, huye de una vez, viejo.
—Si quisiera explotar, da igual que huya ya. No lo ataques.
El cuello, es demasiado evidente. Sus brazos se mueven despacio mientras su cuerpo hinchado llega hasta nosotros, a metro y medio.
—Tengo que atacarlo.
—Luchadora, por favor, podría ser una trampa.
Su canción infernal resuena más alto a su lado. Llega hasta nuestra izquierda, a menos de un metro de nosotros, a menos de veinte centímetros de mi acero. Comienza a girar, rodeándonos por atrás, girando su cara hacia nosotros. Es demasiado obvio, el cuello, debo atacar.
—Debo atacar.
—Luchadora.
Nos rodea por la espalda, ¿es un gesto de burla? Sigue sin moverse más de lo que le hemos visto moverse, sigue sin atacarnos, solo gira alrededor de nosotros, con esa música desafinada, esos ojos cerrados pintados, esa sonrisa pintada, tan cerca de mi espada, pidiendo que neutralice la amenaza, y nosotros estamos parados, con el cuerpo tieso y solo girando nuestras cabezas al mismo ritmo que él. Sus brazos siguen girando, su rueda avanzando despacio, hasta que deja de girar. Toma una línea recta, y continúa por donde había venido. Al girar por el pasillo y desaparecer, bajo los brazos. Suspiro, me agarro las caderas y me arrodillo poco a poco... el corazón golpea al máximo. Apenas oigo los halagos del viejo. Muy bien, me dice, me felicita. Hay una amenaza y la he dejado escapar. ¿Quién sabe si puede seguirnos, y hacer daño a otra persona cuando yo no esté? Pero si Razón lo ha dicho, ha sido lo más correcto, ¿no? Sea como sea, debemos irnos, podría haber alertado a más. ¡Adiós a la hoguera de fin de misión!, adiós al descanso. Debería haberme quedado más tiempo meditando, como Razón.
O quizá deberíamos haber traído a más compañeros. No hubieran venido mal, y seguro que están en la casa, sentados, sin hacer nada.
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—Ah, Eissen. Mamonazo.
Dante se queja, colocándose el brazo izquierdo en los ojos, tapando la luz con el cuero blanco de su gabardina. Sus pelos castaños siguen de punta y hacia atrás, y nunca he entendido cómo consigue peinárselos tan bien. Ojalá yo pudiera. Me siento en una de las sillas alrededor de la habitación cuadrada, enfrente de la cama de Erudito, que respira quejumbroso por la boca, con los pelos largos y despeinados, y una barba poblada y descuidada. Su piel está repleta de manchas marrones. Junto a él, Servatrix procura hacerle sentir mejor con sus artes sanadoras, con el pelo plateado brillante recogido en una coleta larga que sobrepasa su cintura, y su vestido verde brillante, muy elegante, precioso.
—¿Viene Madurez? —dice Erudito, apenas pronunciando, debido a su escasez de dientes.
—Sí —le contesta Servatrix.
—¿Eh?
—Que ya viene —ella levanta la voz—. La hemos llamado.
—Ah.
Dante se lleva las manos a la cabeza, se echa el pelo hacia atrás, y se despereza. Servatrix continúa con el trabajo, la niebla verde sanadora que sale de sus dedos lleva casi una hora sobre el viejo. Miro el cuadro que hay sobre el techo, lo único que queda de lo que antes era esta habitación. Antes, esto era una selva de libros. Todos los muebles fueron extraídos hace tiempo, casi todos estanterías, y ya solo queda una mesita junto a la cama, y la lámpara del techo que cuelga al lado del cuadro. Cuento las sillas que hay ahora, en las cuatro paredes de la habitación cuadrada,. Doce, quince... diecisiete. Es deprimente. Tratamos de hacerle mejorar, pero convertimos su habitación en un velatorio. Es el sentimiento general, la decadencia, la resignación, saber que tarde o temprano, Erudito morirá. Lo hemos intentado todo, cualquier cosa que hiciera que Mentes retomase su curiosidad, su afán por conocer, pero parece que renunció a ello hace cuatro años.
—¿Viene Madurez? —dice Erudito.
—Que sí —Servatrix alza la voz, y deja de imbuirle con niebla verde—. Ya está. No le puede hacer más bien que el que ya le ha hecho.
—Ven, Servatrix. —Le señalo un sitio a mi lado—. Descansa.
Ella prácticamente se deja caer como una esmeralda inerte, resoplando, con los ojos cerrados y apretando con fuerza los labios rojos. Deshace su coleta, se suelta el pelo, y se inclina hacia mí, despacio. Su piel es blanca y brillante, sin una sola arruga.
—No puedo hacer más —me susurra—. Lo he intentado todo.
Sus ojos verdes brillantes están húmedos, los cierra y hace para sí varias negaciones, bajando la cabeza. Arropo su pequeña espalda con mi brazo y la presiono contra mí, y ella arrima la cabeza a mi hombro. Se escucha un portazo, a lo lejos. Otro, más cerca. Trotes irregulares en el suelo... ya ha llegado, como un auténtico remolino.
—¿Qué queréis? —Madurez grita desde el fondo del pasillo, arrastrando cada sílaba.
Los trotes se escuchan cada vez más fuertes, Servatrix se levanta y pliega las arrugas de su vestido para recibir a la sota de espadas, el vendaval del trueno. Un tarro de metro y medio de hormonas. ¿Qué más? Ayer se me ocurrió una comparación graciosa, no me sale. Cuando entra, lo primero que brilla en ella son los pelos rubios, luego la cara de mal humor. Es la cara que toca hoy, así, con los brazos en la cintura.
—Hola, Madurez, cariño —dice Servatrix—. No alces mucho la voz, que Erudito tiene que des...
—¿Vais a mandarme más deberes por la noche? —su voz parece un rugido y hace que Dante abra los ojos de golpe.
—No cariño, pero baja la voz.
—¿Por qué?
—Porque te han dicho que la bajes —la miro, indignado—. Un respeto.
Ella me hace una mueca de asco, sacándome la lengua. Dante, por el contrario, ríe.
—Cuando sea mayor, será una gran mujer, ¿eh, Madurez? Pero el viejo está enfermo, no grites mucho.
—¿Por qué me llamáis?
—Erudito quiere decirte algo.
—¿Otra vez? —Patalea de forma sutil—. Es la tercera vez hoy, quiero estar en mi cuarto, en paz. ¿Por qué no me dice todo en el mismo viaje?
—Madurez, ven —dice Erudito, apenas pronunciando.
Ella acude con desgana. Su collar dorado se mece con sus pasos. Erudito comienza a decirle cosas, y ella asiente de vez en cuando. La chaqueta color paja que lleva va a juego con su pelo, y con sus ojos. Cuando Erudito señala, temblando, un libro sobre su mesita, Madurez lo coge.
—Vale, lo leeré... —arrastra las palabras, entristecida—. Pero hoy no, a no ser que Dante me deje su espada.
Ella desenvaina la espada del caballero de pelos indespeinables, y él no se lo impide, solo le dice, eh, cuidado, y la chica, con la espada blanca y estilizada en alto, coloca el libro en el haz azulado que sale de arriba hasta abajo de su empuñadura, a modo de guardamanos, y el libro queda suspendido en él. El caballero ríe.
—Las veinte primeras páginas son un rollo, pero a partir de ahí se pone interesante. Aprenderás cosas con este.
—¡No es justo! —grita ella y Servatrix le recuerda bajar el volumen— ¿Si yo soy la que empuña la espada, por qué el conocimiento también te lo llevas tú? ¿Es que está conectada a tu cabeza, o qué pasa?
—Sí —dice riendo.
Madurez se acerca a Servatrix, resoplando, y le dice que está harta de leer, y ella trata de convencerla.
—Pero es que a mí no me gusta leer. Yo quiero viajar, como Dante.
Dante no está prestándola atención. Miro arriba, más allá del techo de color blanco y el cielo, donde Mentes está a punto de irse del trabajo, pero lo está deteniendo su jefe. Le está echando la bronca... ¿por qué?
—¿Por qué le está echando la bronca? He llegado tarde.
—Por colocar mal esas últimas cajas de las narices —dice Dante, suspirando—. Y el compañero de rositas. Nos la tiene jurada.
Erudito ya está empezando a roncar. Observo, por el colgante que hay en el cuello de Madurez, cómo la flecha de su esfera de oro hueca apunta hacia Servatrix, así que ella tiene la palabra.
—No te preocupes. —Las palabras de Mentes surgen a la vez que las de la mujer—. Mañana ordenaremos las cosas que no estén bien.
Noto cómo la flecha gira drásticamente apuntando al pecho de Madurez, pero Madurez no puede estar hablando, es Dante, que se encuentra detrás de ella.
—Pero con todos mis respetos, el encargado debió traerla hace más de tres horas.
El jefe le responde, airado, y no me extraña, porque el encargado es su protegido.
—Debería haber salido hace media hora del trabajo —sigue diciendo Dante.
El jefe no parece contento con la respuesta. Yo también debería haber salido y sigo aquí, dice el jefe. Ya le tenemos suficientemente detrás, si le contestamos cosas como estas solo va a ir a peor, Dante no debió decir eso. El jefe se está calentando, y ahí viene, lo acaba de hacer: ha dado el aviso a un posible despido.
En la habitación, callamos. Nos miramos, mientras Erudito ronca una vez, se despierta, y se vuelve a dormir. Un pequeño temblor se siente en el mundo, y no me gusta.
—¡Problemas! —dice Madurez—. Pues yo me voy, ya lo solucionaréis.
La niña se marcha, da otro portazo que ha despertado al viejo. ¿Será posible? Miro a Servatrix, indignado, ella me pide que me calme, con un gesto. Me calme o no, Erudito está despierto. El viejo carraspea, coge un cuaderno que tenía en la cama. Se coloca las gafas, y empieza a escribir.
—¿Cuándo le vais a hablar a Madurez sobre su madre? —dice, sin dejar de escribir.
Dante y yo intercambiamos miradas.
—Luchadora dijo que quería hacerlo ella —digo—. Al fin y al cabo, la madre de Madurez era su hermana.
—¿Y a qué espera? —dice Dante.
El pasado es caprichoso. En seguida se convierte en una piedra gigante que nos persigue, y no hay manera de ocultarla. Solo... huir.
—No lo sé —digo.
En el fondo la entiendo. El pasado... está lleno de cosas que no puedes deshacer. Un temblor vuelve a agitar la casa. No pasa nada, pero los cristales de las ventanas han hecho ruido al moverse. Suspiro. No quiero problemas mientras Luchadora está lejos.
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—Tenemos que seguir —digo.
—¿Lo dices porque pronto no habrá hoguera, o por el aviso?
—Si afecta de forma negativa al mundo, quiero estar ahí.
—El problema no tiene por qué afectar solo a nuestra casa. Este claro de bosque también pertenece al mundo.
—Ya, Razón, pero si a este claro le sale una grieta no me importa, si sale en nuestra casa, sí.
—No pasa nada, vale? Descansemos un poco. Cuando se acabe la hoguera, iré a por más ramas. Ellos tienen a Defensor en caso de emergencia. Y a Duch. Y a Dante.
Tres grandes guerreros, junto con Stille y Susurro, sí, ellos están cubiertos, casi debería preocuparme por nosotros, si el problema aparece aquí. Aún estoy alterada por la amenaza que dejé escapar en la cueva, tengo que relajarme. Me tumbo y me arropo con la manta, y Razón me imita. Las estrellas casi no se ven con tantas nubes, erráticas, densas... son el escudo contra nuestras miradas. ¿Saben las estrellas que robamos su luz con nuestros ojos, y por eso se protegen con ellas? Tan pequeñas, tan brillantes, ahora tan escasas... parecen piedras preciosas. No puedo evitar suspirar: dentro de mí hay un pensamiento que me gustaría decir a ese cascarrabias.
—Me gusta pasar el rato contigo, Razón.
—Vaya. Viniendo de ti, es un halago monumental. ¿Por qué?
Llevo la mano a mi frente y palpo el tacto duro, suave del rubí incrustado, lo aprieto un poco, hasta que siento dolor. No recuerdo tocar mi frente y que no esté ahí, esperándome. ¿Cuánto hará que vive conmigo? A saber... Detesto este rubí.
—Porque cuando estoy contigo, suelo olvidar lo que más detesto.
—Ah... Vale.
Razón se da la vuelta, dándome la espalda.
—¿Te pasa algo? —No contesta—. ¿Eh?
—Estoy bien.
Ah, bueno, me había preocupado, por momentos. Observo las nubes, tratando de cazar alguna estrella, de tener los ojos sobre ella antes de que aparezca, pero no lo estoy consiguiendo. Ahora que me he sincerado con Razón, recuerdo el odioso rubí. Odioso. Rubí... La joya de mi padre, lo único que quedó de él cuando lo matamos, en mi frente incrustado, el recuerdo de él sobre mi frente. El precio por estar viva ahora.
Pienso en Duch, en Stille, en el resto de guerreros. Sí, la casa está a salvo sin mí. Está a salvo... Está a salvo. Mis piernas son tan pesadas como un par de montañas. El cielo está cada vez más negro, y las estrellas pierden... brillo.
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Es una noche muy fría para salir a pasear. Siento pena por Luchadora y Razón, precisamente viajando al norte, a la intemperie, pero reconozco que ha sido el día más tranquilo para mí en mucho tiempo. Lo siento por Luchadora, pero prefiero no tenerla cerca, su sola presencia me hace daño, en mi culpabilidad. Aún sigo soñando con aquella noche hace veinte años en la que la atravesé con la espada de Razón, en la que la maté. Y lo sueño con todo detalle, viéndome desde fuera... Y no puedo cambiar lo que pasa en el sueño. Nunca puedo.
Pero no es momento de recordar a Luchadora la noche en la que precisamente puedo dormir. Me centro en esos ojitos marrones, en un Mentes que se olvida de cenar por pasar el rato con Julio, hasta que unas voces me desconcentran.
—¿Qué tal? —es la voz de Susurro.
—Hoy no has venido a organizar el inventario, he tenido que engañar a Eissen —dice Dante.
—Ah... Sí. He estado ocupada.
Las voces se escuchan desde lejos, fuera, en el jardín. Me acerco a la terraza, y ahí veo a los dos, la gabardina blanca de Dante, y Susurro, envuelta en su chaqueta de cuero y su bufanda, con su larga melena negra ondeando cuando sopla algo el viento del norte. Una mujer alta y guapa, joven y de rasgos marcados, junto a un hombre alto y guapo, joven y de rasgos marcados.
—¿Ah, sí? —dice él—. ¿Que has hecho? Si no es entrometerme.
—Bueno, no, qué va, no es entrometerse. He ayudado a Stille con un veneno suyo muy importante, que se le había acabado, y hemos estado recogiendo plantas. Y al volver me han dicho todos que ni se me ocurra hablar del aviso del jefe de Mentes con su mujer, así que bueno, no ha sido un día increíble que digamos.
—Claro, Stille no es tan divertida como yo.
Susurro ríe.
—¡Qué malo eres! Stille no puede hablar, es trampa.
Giro la cabeza a mi derecha, hacia la ventana del cuarto de Stille, en la que justamente está asomada. Sin los dos moños que suele peinarse de costumbre, su pelo negro está extraño, suelto hacia abajo. Ella nota que la miro, hace un gesto de estar escuchando tonterías y entra dentro. Con eso, me he perdido parte de la conversación.
—¿Seguro que eso está bien? —dice ella.
—¡Claro! Recoger plantas y organizar el inventario de Erudito para guardar en el almacén es desperdiciar tus cualidades. Te tienen explotada. Dentro de una semana tengo prevista otra salida de exploración, les diré a los demás que vienes conmigo.
—Bueno, si tu crees que está bien...
—Hace frío —dice él—. Vayamos adentro.
El aire, en efecto, comienza a soplar con fuerza. La puerta principal se cierra con ellos.
—¿Qué haces, rubiales?
Su voz tan repentina me pone la carne de gallina. Detrás de mí, en el umbral de la puerta y con la puerta de mi cuarto abierta, Optimismo me está mirando. Joven entrometido...
—Te he dicho que llames antes de entrar, Albino.
—Y yo te he dicho que no andes husmeando por ahí en conversaciones privadas, Eisencito.
—No estaba husmeando.
—Estás en el balcón asomado.
—En mi balcón de mi cuarto, asomado.
Optimismo pasa su mano pálida por la frente pálida, y continúa hacia atrás por su cabeza hasta su nuca, despeinando a su paso sus cabellos blancos como nieve. Sus ojos marrones se fijan en los míos en un contacto que no puedo aguantar tanto tiempo.
—Bueno, bueno. Es que no me gustan los cotillas. Buenas noches, rubiales —noto en él un tono de desdén.
—Buenas noches —e imito el tono—, Albino.
Pero la noche no es buena. Deben de ser las cuatro de la mañana, Mentes lleva horas dormido, pero seguro que puede soñar sin mí. Completamente harto de esperar a dormirme, decido dar un paseo por los pasillos oscuros de la casa. Yendo, volviendo, acabo en el salón principal, con la puerta al jardín al fondo, adornos en las paredes, la gran mesa en el centro, y el gran tubo donde vive Energía entre la mesa y la puerta que da a la cocina, la más cercana a mí.
El tubo de cristal, de metro y medio de diámetro, está hueco, y solo un hilo del grosor de un pulgar de color aguamarina se sostiene en el crentro, vibrando ligeramente cada poco tiempo. Me acerco al cristal para verlo mejor.
—¿Necesitas algo, Eissen?
El hilo aguamarina se convierte en metro y medio de color ondulante que me lanza atrás de un susto. El núcleo de esa explosión de color es blanco, y todo su cuerpo etéreo no deja de fluir, de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, siempre vibrando en una gran onda vertical.
—No, lo siento, Energía, no quería despertarte.
—Tranquilo. Yo nunca duermo del todo.
—¿Ah, no?
—Lo llamo reposo. Pero no llego a dormir, siempre hay un porcentaje de mí pendiente del mundo.
Los tres metros de alto de tubo acaban en un pequeño generador arriba que da luz a la casa, y abajo hay unos controladores que permiten a Energía controlar la instalación en caso de emergencia. Ella llena el tubo entero, y el generador, y su centro de operaciones en el sótano. Siempre está a cientos de cosas a la vez, y ahora, además, resulta que no duerme. Sería siniestro, si no fuera ella.
—¿Puedo ayudarte en algo, Eissen?
—No, tranquila. Supongo que me vendría bien hablar, si no es mucha molestia.
—En absoluto. ¿De qué tema te gustaría hablar?
El color aguamarina de Energía desciende hasta solo ocupar la mitad del tubo, aunque su núcleo sí continúa hasta el final. Sus ondas fluyen lentamente ante mí, como si fueran la superficie marina.
—¿Tema? —Sonrío—. No sabría decirte, así sin más.
—Observo que te has afeitado la barba que llevabas ayer.
—Sí, no sé, no me sentía a gusto con ella. No era yo.
—En realidad, Eissen, sí lo era.
—Sí, pero no estaba a gusto con ella.
—Comprendo.
Recuerdo el momento del aviso en la habitación de Erudito, con Servatrix, con Madurez y Dante. El collar de Madurez. No sé si debería contarle a Energía esto.
—¿Tú crees que Madurez en algún momento tendrá el control de Mentes, aunque sean unos segundos?
—Con total seguridad, Eissen. Eventualmente.
—Pero yo, sin embargo, no lo tendré nunca.
El tamaño de Energía se hace aún más pequeño, según me acerco al cristal.
—Detecto preocupación sobre ello.
—No soy una mente. Soy un extranjero aquí, calentando una cama que no merezco y husmeando en temas ajenos.
—Son palabras duras dirigidas a tu persona, Eissen. No deberías atacarte así.
—¿Por qué? —resoplo.
—Porque entonces todos lo acabarán haciendo. Inviertes negativamente el tiempo atacándote, en lugar de encontrar tu sitio.
—¿Mi sitio?
—Sí.
—No hay nada más allá de la isla en la que vivimos, más allá de esta playa solo hay desiertos y roca yerma. Y Miedo.
—No.
—¿Cómo que no? ¿Estás segura?
—Categóricamente. Tu apreciación es imprecisa. Los territorios inexplorados son, en efecto, inexplorados, y Dante ha diseñado una cartografía, a mi juicio, poco exhaustiva. Sabemos de seres más allá de nuestras playas, como Jil Ehrad, y sus hijos. Y no son mentes.
—¿Y tú crees que allá afuera se encuentra mi sitio?
—Con total seguridad, Eissen.
Yo fui creado por el padre de Luchadora, quien ahora descansa en su frente en forma de rubí. Soy eso, una creación artificial, una mente probeta que nunca será mente, pero la seguridad que hay en ella, el huevo frito verde que baila delante de mí... La miro detenidamente. Más allá de su color, debe de haber algo en ella. Algo profundo, muy humano.
—Crees... ¿Crees que debería buscarlo? ¿Mi sitio?
—Te animo a ello, Eissen.
Un rugido a lo lejos sorprende, proviene del noroeste. Con paso rápido, salgo al jardín por la puerta principal, recorro la fachada de la casa hasta bordearla, y veo cómo por una línea roja, la lava comienza a abrirse paso por una de las montañas, a lo lejos. Dante está ya ahí, parado delante de mí, observando. Ya me extrañaba a mí que no surgieran preocupaciones por lo de esta tarde... estaba tardando.
—No ha erupcionado el volcán del este, el de la isla —me pregunta Dante sin siquiera mirarme, en el momento en el que llego a su lado.
—Ese solo lo hace cuando no se aclara siendo padre. Este problema es nuevo.
—Y cuándo llegará Luchadora?
—Mañana antes del anochecer.
—Vale —le noto tenso—. Entonces iré yo ahora a ver el panorama. Que el resto se reúna cuando haya un plan.
Entona el silbido de Pegaso, yo retrocedo varios pasos mientras el caballo azul brillante, del color de las nebulosas estrelladas, aparece de la nada con un chasquido, Dante se monta sobre él y cabalga al galope hacia la lava que comienza a abrirse paso en la lejana montaña. Mentes duerme. Las mentes deben despertarse para velar por él.
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