6 de enero de 2020

Familiar y personal.


La mañana aquí está siendo fría, pero más allá del cielo hace mucho calor, y Mentes está sudando. Cierro la puerta de su casa con la pierna, y, con cuidado para no romper los huevos, dejo con cuidado las bolsas encima del banco de la cocina. Saco las cosas y las voy guardando en su sitio, menos los productos de limpieza y los que van para el baño, que los dejo en una esquina. Abro con cuidado el cartón de los huevos y, uno por uno, los voy dejando en los huecos que hay para ellos en la nevera, siempre comprobando que no se caigan, porque a Helena le gustan los más grandes y los agujeros son estrechos y están muy juntos. El ruido de la nevera cuando tiene la puerta abierta es excesivo, está colmándome la paciencia. Me está poniendo difícil que esta vez lleguen todos enteros a su sitio.
Escucho que alguien sube por las escaleras de metal que hay justo detrás. Es Iloa, que viene a relevarme la guardia, tal y como dijo. ¿Novedades en el frente?, me pregunta. Qué va. He visto los mismos árboles durante estas dos horas, ni robots ni convertidos, sólo algún pájaro que se dejaba ver, de vez en cuando. ¿Ya han pasado dos horas? Miro el reloj. Limpiar el baño e ir a comprar, qué poco me ha cundido. Pahatu y sus chicos tampoco han vuelto, y eso que su expedición iba a ser rápida. Más allá del cielo, me quedan seis huevos por colocar, me centro en el sonido de los pájaros, que no reconozco ninguno, para no acordarme de que la nevera lleva un rato abierta. Tengo que colocar yo estos huevos. Sé que puedo no romperlos.
—¿Estás controlando a Mentes? —dice Iloa—. ¿Cómo te hace sentir?
—¿A qué te refieres? —digo.
—Supongo que será duro controlar a alguien con una vida mucho más fácil que la tuya.
—No te creas. Miedo no está allí arriba, pero hay gente horrible.
Faltan dos huevos. Iloa se agarra a la barricada e inclina medio cuerpo hacia el bosque.
—Cuando Miedo atacó nuestro pueblo —dice—, Los Creadores no se lo impidieron. Me es difícil pensar que allá arriba hay seres más horribles que aquí.
—¿Sabes algo sobre ellos que nos pueda ser útil?
—Inmortales. —Me mira—. Indestructibles. Con mucha potencia de fuego, y un brazo recubierto de veneno mortal.
Agrieto el último huevo con la forma de la yema del pulgar. Acaricio con el dedo la deformidad, pero no se arreglará. No estaba del todo agrietado, pero he cerrado la nevera y lo he tirado a la basura, con cuidado.
—Conozco el veneno —digo—. Mató a mi amiga. Estuvo días sufriéndolo por dentro, conseguimos una flor especial que podría curarla, y parecía que iba a conseguirlo, pero de pronto, empeoró.
—Así funciona. Cuando era un crío, uno de los nuestros entró en su guarida y le envenenaron, el maestro de Leúa lo intentó todo por salvarle. Estuvo a punto de mandarle a casa, cuando su cuerpo se volvió verde, y falleció pocas horas después.
Un pájaro vuela más allá de los árboles y se da una vuelta cerca de nosotros, lo que parece un colibrí, de color rojo oscuro. Nunca había visto uno de ese color, y eso que Erudito me enseñó unos cuantos. Me gusta mucho más que los loros de colores chillones que hay más adentro.
No pude salvarla. Dudo que me tranquilice saber que hubiera muerto igualmente.
Con la compra por fin guardada, cojo los cacharros que se colocan en el baño. Me concentro mucho para llamar a Helena de un grito que no verbalizo delante de Iloa, porque resultaría muy chocante para todos. Cuando he abierto la puerta del pasillo con el codo, he tirado su bolso al suelo, y, cuando intento abrir la puerta del baño, resulta que está el cerrojo puesto. Mamá, vuelvo a gritar, pensándolo muy fuerte para no decirlo en alto, pero ella sólo dice que me espere un momento. Con un suspiro, que si he soltado en la barricada, vuelvo a la cocina a dejar todos los trastos. Mientras bajo las escaleras de la barricada con el balance que ya he aprendido para hacerme el menor daño posible en pierna y costado, vuelvo hasta el bolso de Helena y le coloco dentro todas las cosas que se han esparcido por el suelo. Hay pastillas que parecen paracetamol, y dos cajitas de medicamentos, Platinol y Vepesid. ¿Qué haré yo, cuando me haga vieja y no tenga tantos medicamentos que me hagan agonizar más años? Vaya nombres que les ponen a algunos.
Helena sale del baño, así que cojo los cacharros otra vez y voy para allá, para colocarlos. Lo malo es que el limpiasuelos no cabe, pero Helena se empeña en que lo compremos antes de que se acabe porque tiene esa obsesión con fregar dos veces al día, así que lo coloco en el suelo, en la esquina que menos molesta. Stille me saluda con una ligera sonrisa, y me llama la atención para enseñarme una cosa. Helena está ahora en la cocina, enjuagándose con un vaso de agua... porque ha vuelto a vomitar, ¿no? ¿Pero cuánto le está durando esta gastroenteritis? Stille ha puesto los dedos para silbar, pero no le sale muy bien, le sale un silbido ensordecido, cuando no sale a trompicones, pero lo sigue intentando. A Helena se le ha caído el vaso de las manos, ha golpeado el suelo una vez, y, antes de que llegue para cogerlo, se deshace en varios trozos cuando roza el suelo la segunda. Stille también para y mira hacia arriba.
Lo siento, se me ha resbalado, dice la madre de Mentes. Quiere agacharse y recogerlo ella, pero le señalo con el dedo y le ordeno que se quede ahí quieta. Cuando aún estoy recogiendo los trozos pequeños, ha ido al baño y ha vuelto a cerrarse... puedo oír sus arcadas desde aquí. Tiro los cristales a la basura, con cuidado, y vuelvo a dirigirme al bolso. Platinol y Vepesid. Abro el teléfono, que casi no le queda batería, y busco en internet los dos nombres, pero no me sale lo que quiero. En lugar de buscar el primer medicamento, ha buscado cisplatino, y en lugar del segundo, ha buscado etopósido. Etopósido... VP-16... podofilina... medicamento para tratar algunos tipos de cáncer.
Stille se ha llevado la mano a la boca. Contengo la respiración.
Cisplatino... diaminodicloro... usado en quimioterapia.
Pero esto no está bien, el móvil no está buscando lo que yo quiero, sino que le ha cambiado el nombre. Madurez toma el control, delante de mí, y gracias a ella Mentes deja de mover la pantalla hacia arriba y abajo de una vez, y empieza a entrar en páginas de información. Duch ha venido, corriendo, y se está haciendo pequeño.
—Luchadora —dice—, lo que has buscado es el principio activo del medicamento.
—No —digo—, no está bien porque el nombre no es el mismo.
—Los dos resultados apuntan a lo mismo. No es casualidad.
El rubí ha empezado a brillar, los ojos húmedos de Duch reflejan la luz roja. Stille niega con la cabeza, mientras camina hacia atrás, despacio. Todo tiene sentido. En lugar de pena, siento rabia, lo sé, porque el rubí come las energías de mi cuerpo y estaría en el suelo si no fuera por el bastón. Madurez sigue quieta, completamente centrada en comprobar que se han escrito bien los dos medicamentos.
—¿Pero por qué no nos ha dicho nada? —grito.
—Chicos, ¿qué ocurre?
Leúa y Nulkama se han acercado, confusos. Yo me voy, antes de contestar algo de lo que me arrepienta luego.
—¡Nos atacan! —gritan desde la barera—. ¡Nos ata...!
Un ruido metálico ahoga los gritos de alarma, un cuerpo salta por encima de la barricada y golpea a dos enanos, que salen despedidos. El robot, que ha caído al suelo, se levanta, fija sus ojos en Madurez, y corre muy rápido hacia ella. No puedo fallar esta acometida. Ya caminaba sin bastón antes de sentir el impulso de la energía roja recorriendo mis venas. Robot alto, dos piernas, cuatro brazos, cuatro filos integrados en los brazos. Hombro contra hombro, empujo a Madurez lejos, pierna derecha delante, muevo a Furia de derecha a izquierda, choco con tres filos, me agacho rápido, esquivo el cuarto. El robot se recompone, yo estoy entre él y Madurez. Duch se lanza a por él, pero es pequeño, el robot de una estocada le empuja de vuelta con un tajo en el brazo. Stille lanza tres estrellas, no hacen nada. No puedo desequilibrarle desde aquí sin recibir herida. Carga contra mí, un espadazo, otro, esquivo, Furia no da abasto, son cuatro a la vez y apenas aguanto. Me agacho, ha destrozado la pared de una choza sólo con su brazo. Su cara no tiene boca, sino un respiradero, y no tiene ojos, sino un visor. Sigue atacando, yo retrocedo como puedo, estocada, corte, a un lado, me agacho, me da una patada, caigo el suelo. Salta sobre mí, me aparto, se estrella contra otra choza, ropa tendida. Mi pie toca una red de pescar, se la lanzo. Los enanos no se atreven a acercarse, los disparos de Social no hacen nada, hasta que uno sí, en el centro. El robot rompe la red, también parte de la choza, y vuelve a cargar contra mí, no tengo forma de llegar a su centro sin sufrir herida, no puedo pasar entre sus piernas, espadazo, estocada, estocada, estocada, y para.
Aprovecho el segundo en el que el robot se retuerce para atravesarle con Furia. Cuando cae, hacia mí, uno de los kunais de Stille está clavado en el centro de su espalda. Levanto a Furia, alerta. No hay más enemigos dentro, los que montan guardia no están atacando a nadie. Estamos solos. Madurez está encargándose de Duch, a salvo. Es fácil seguir el rastro de destrucción del robot, parte de la barricada rota y doblada, dos chozas dañadas, dos enanos en el suelo, cajas rotas y pistolas sin balas desparramadas por el suelo. Menos mal que la caja de explosivos está intacta...

Los enanos han lanzado una bengala a lo alto, dicen que para llamar a los que están pescando, como Jacob, también han recogido los dos cuerpos que han caído de lo alto y los llevan ante Leúa, que ya ha empezado a atender sus heridas. Una enana y un chico joven. Social y Madurez llevan con ellos a Duch, que puede caminar, y Stille, justo después de recoger el kunai clavado en el cristal rojo del núcleo del robot, se preocupa por mí. Otros enanos también me preguntan. ¿Ni una herida?, me dicen, yo me inspecciono la armadura, pero sólo encuentro un tajo en el hombro que no ha llegado a perforarla del todo. Helena sale del baño en este momento, apoyándose en las paredes para mantenerse erguida. Aparto a todos los que me rodean con el brazo, Stille incluida, y camino unos pasos para alejarme de todo. Helena nos está mirando, ¿qué pasa?, nos dice. Alguien ha pensado en enseñarle lo que está escrito en la pantalla del teléfono, pero yo lo guardo en el bolsillo. Duch está herido y Madurez está con él, de Jacob no se sabe nada, así que estamos Social, Stille y yo, y mejor que cualquiera de nosotros tome el control antes de que Miedo conteste por nosotros.
—¿Desde cuándo? —dice Social, y no dice nada más.
Desde cuándo qué, dice la madre de Mentes, yendo hacia el baño, supongo que para beber otro vaso de agua, pero le corto el paso, poniéndome yo en el marco de la puerta. Mamá, merecía saber esto, dice Mentes a través del control de Stille. Helena empieza a enfadarse y pide paso.
—Te estoy preguntando desde cuándo tienes cáncer —digo.
Su cara ha cambiado. Nos mira a los ojos, muy profundo, y corta pronto esta conexión, se cruza de brazos, pone distancia entre nosotros. Desde cuándo tienes cáncer, repito. Ella sigue mirando a ninguna parte, callada y cruzada de brazos. ¡Mírame!, grito en medio del poblado, y ella me mira, sí, con miedo. Nueve meses, dice, casi susurrando... las lágrimas caen por sus ojos. Nueve meses. Muy poco después de que Julio falleciera. Cáncer de pulmón, dice ella. No dice nada más, pero, por lo poco que sé sobre medicina, el cáncer de pulmón es uno bastante grave, o al menos, no es uno ligero, fácil. Quítatela, digo, con los ojos húmedos, al punto en el que sólo veo con claridad lo que ocurre más allá del cielo. ¡Quítate la peluca!, grito, Social y Stille cogen cada uno de un brazo mío, yo tiro y me libro de sus garras, ¡quítatela ya, embustera! Helena, llorando, deja resbalar el falso corte de pelo que se hizo hace tiempo para no revelar nada. Una cabeza calva y con manchas grises, es todo lo que queda de la persona que tanto cuidó de nosotros hasta que conseguimos la independencia, años después de matar a Sever. El rubí me está brillando, muchísimo, y ha vuelto a consumir todas mis energías, hasta el punto en el que me estoy resbalando del bastón y pronto caeré al suelo. Camino como Mentes, y por un segundo se me olvida de que él puede caminar bien, me acerco a Helena y le apunto de cerca con el dedo, me sorprende que su cara no quede iluminada con la luz de mi rubí. Pensé que su enfermedad no era grave porque no estaba delgada, todo lo contrario, había cogido peso en el vientre y las piernas...
—Mentirosa —susurro—. Tienes todo lo que te mereces.
La luz del rubí hace un destello tan brillante que ha llenado mis ojos húmedos de rojo, entonces mis dedos pierden toda la fuerza, el palo cae, y yo caigo en otra dirección, como si pesara toneladas. El poblado entero se ha arremolinado ante mí. Noto cómo me arrastran. Leúa me hace un reconocimiento, me quita la pechera de cuero, palma en mi cuerpo, pero no encuentra nada. Yo ya susurré que estaba bien. Stille y Madurez vuelven a colocarme la armadura, porque yo no puedo, y me sientan junto a Duch, que tiene el brazo vendado y no para de gruñir y temblar. Mientras Mentes llora, encerrado en su cuarto, yo miro al mar esperando que la luz roja acabe por desaparecer, mientras el bote en el que va montado Jacob se hace más grande, muy poco a poco. Escucho a Leúa decir que los dos enanos se pondrán bien, también escucho a varios enanos cuchichear sobre el ataque que hemos sufrido, sobre cómo una sola unidad ha hecho tanto daño, se preguntan cuántos más de estos tiene Miedo en su poder. Duch grita que quiere levantarse, y Leúa le empuja contra la pared de la choza, para que se quede quieto. El robot sigue ahí, tumbado de mala manera, enfrente, con un filo aún clavado en la tierra, casi perpendicular. Ojalá Jacob estuviese ya aquí e hiciera su magia conmigo, esa que él consigue crear, sólo hablándome. Escucho a los enanos murmurar, con un tono más agitado que antes y por algo que están viendo fuera. Intento levantarme, previendo un ataque, pero Leúa vuelve a decirme que me siente. El médico ha vuelto a empujar a Duch contra la pared, y le ha dicho que se calle. Muchos enanos se están congregando en la entrada del pueblo, donde no llego a ver lo que pasa, vuelvo a intentar levantarme, y Leúa empuja mi hombro contra la pared de la choza, que está rota más arriba. ¡Dejadme ver de una vez!, pienso, pero no llego a decirlo, no, por muy poco, porque había abierto la boca, incluso. Duch no para de agitar la pierna derecha y está moviendo mi pierna izquierda.
Pahatu emerge del gentío y camina hacia Volkama, que está junto a su casa. Ya debe de haber vuelto de la misión con sus chicos, entonces, ¿por qué le noto tan alterado? Mentes sigue llorando, sentado sobre su cama, golpeándola muy fuerte, y, por más que golpeo, no siento que nos duela, por eso acabo frustrada y con el puño en alto, porque si golpeamos el escritorio, o el armario, Helena sabrá lo que hemos hecho. El barco de pescadores encalla en medio de la playa, lejos, por la marea, y mientras los enanos arrastran el bote hasta el muelle, Jacob corre directo al poblado. Pregunto a Leúa qué está pasando en el poblado, él ha tenido que enterarse, y se le ve muy preocupado.
—Parece que Pahatu ha logrado volver, pero los tres chicos no.
La luz del rubí desaparece tan rápido que me quedo tocando y repasando la joya con los dedos unos segundos. Aún sigue, en realidad, pero se ha mitigado mucho. La fuerza ha vuelto a mis piernas, al menos a una de ellas, pido a Leúa que me devuelva el bastón, y, por la cara que he puesto, ha tenido la inteligencia suficiente de saber que le convenía hacerlo. Apoyada en el palo me levanto de un salto. Avanzo rápido, todo lo que me permite la resaca de tanta energía roja, la otorgada artificialmente y la arrebatada, camino hacia Pahatu, aparto a todos los enanos que hay en mi camino, hasta que llego junto a Volkama, que parece haberse congelado. Pahatu corre y me abraza, en cuanto me ve, tiene el pañuelo de la cabeza rasgado, está lleno de barro y de heridas, y la cara está mojada de lágrimas.
—¡Luchadora, tienes que ayudarme, por favor!
—¿Qué pasa?
—Mi hijo. —Su voz se ha quebrado y se esfuerza por recuperarla—. Mi hijo y sus dos compañeros de exploración, les tiene Miedo.
—¿Les ha convertido?
—No, podría habernos convertido a todos, pero nos llevaba presos con sus robots, por la ruta que va hacia el poblado.
—Esa ruta también va hacia El Círculo —dice Iloa, a mi lado.
—Dijeron algo de que necesitaban nuestra energía —dice Pahatu—.Yo... yo logré liberarme de los robots. Entonces intentaron convertirme. No pude salvar a nadie.
Empiezo a hacer todas las operaciones y cálculos, tan rápido como puedo, que no es decir mucho. Interrumpo a todos para hablar.
—¿Cuántas horas de camino hay entre el punto en el que te liberaste y este poblado?
—Hora y media a pie, más o menos —dice.
—¿Y cuánto hay de ese punto a El Círculo?
—Bastantes más —dice Iloa—. Puede que les reciba el sol, mañana.
Jacob aparece a mi lado. Con Social, Stille y yo, hacemos cuatro guerreros.
—Si nos acercamos a ellos con vuestras monturas —digo—, podríamos interceptarles.
—No va a ser un camino seguro —dice Iloa—, y mucho menos una vuelta segura.
—Lo sé, por eso iremos Stille, Jacob, Social y yo.
—Luchadora, les hemos perdido.
—¡No! —dice Social—. ¡Por Mentes, son niños! Hay que recuperarles.
Madurez se acerca a nosotros. Parece entre ansiosa y entusiasmada, sé lo que va a decir, y no.
—¡Yo también voy! —dice.
—Esto es peligroso —digo—, tú te quedas aquí.
—¡Quiero arreglar las cosas! —grita—. Quiero hacer algo de una vez. Puedo hacerlo.
—Más adelante.
—¡Sé que puedo!
Madurez realmente parece enfada. Hice demasiado permitiendo que explorara, y casi la perdemos, no, no puede ser. Duch grita, desde la choza, se levanta de un salto y pone toda la mano en la cara de Leúa cuando éste iba a sentarle de nuevo. Yo también voy, dice, y lo repite, aunque Social y yo intentamos decirle que descanse. Somos familia, dice, vamos todos juntos. Duch tiene una venda en el brazo, pero está en condiciones de luchar, no quiero que Madurez venga, pero, ¿y si llegan los robots para cuando estemos lejos del poblado? Miro a Iloa, que está pidiendo a Nulkama su mochila de exploración y su gorro. Las monturas, le digo. Ahora vamos, dice él. Habrá suficientes para todos, dice.
Intento respirar despacio, pero el corazón me pide mucho más oxígeno. La luz del rubí se ha mitigado mucho, pero ahí sigue, no me gusta que esté presente tanto tiempo. Mentes ha dejado de llorar, tiene el móvil en la mano y el contacto de su primo en pantalla, está a punto de llamarle. Yo soy la que retira el dedo de ahí y apaga la pantalla, porque lo último que necesita Mentes es hablar, después de esto, con una persona que nos detesta, y con toda la razón del mundo. Respiro hondo. Iremos, les rescataremos y volveremos. Sencillo... otra cosa es que sea fácil. Miro a Madurez. Estoy tentada de decirle que se quede, pero si el poblado cae en nuestra ausencia, realmente, si cae... Nulkama se acerca a ella y le da una lanza, que coge con sorpresa.

La cascada desciende con tanta fuerza que el agua salpica a los ojos, en el centro del puente. Desde aquí su retronar es intenso y cercano, pero lo que más oigo es el trote de las pezuñas de jabalí sobre la madera húmeda, y, con el golpe de cada pezuña, la vibración sube y se mueve todo mi cuerpo. Por eso las escucho más... porque las escucho también con el cuerpo, y porque ya me he acostumbrado al ritmo constante de su galope, de hecho, las oigo antes de que ocurran, algunas veces. El aire ha parado un momento, y por primera vez en el día siento que el sol calienta a través de la capa de oso. Iloa lidera en solitario varios metros por delante, lleva así desde que salimos, desde que se enfadó cuando le dije que los tres Uut serían útiles para esta misión... quizá esté siendo la hora más larga de mi vida. Creo que la costilla en el pulmón está amenazando seriamente con encharcarlos de sangre otra vez, anoche ya vi que había aparecido un moratón nuevo en el pecho, pero hoy puede que acabe de perforarlo. Si eso pasa, no sé cómo voy a combatir, pero, ¿qué importa? Esto no es una carrera de fondo, esto es un rescate. El trote suena menos en la tierra, y aún así no dejo de escucharlo, sobre todo cuando la cascada está cada vez más lejos.
Relájate, grita Duch, cuando su cuerpo corpulento comienza a decrecer como hizo hace un rato, relájate, dice, tensa los hombros y hace que su jabalí vaya más despacio. Y con él, Mentes también lo dice, en el parque, mientras entrega el dinero a la dueña del quiosco. Ni siquiera le hemos hecho comer, pero es que... yo no tengo hambre, y nadie de nosotros ha querido hacerlo antes de partir. Las mentes convertidas en Miedo tampoco lo han hecho. Relájate, dice Duch, y como Mentes lo ha dicho en alto, la mujer nos pregunta qué nos ocurre.
—¿Y a usted qué le importa, señora? —dice Duch.
Mientras recoge el cambio, mira hacia el suelo y le pide perdón. Luego abre el batido de vainilla y se sienta en el banco de enfrente para bebérselo. Hace calor, pero Duch ha hecho que Mentes se levante el cuello de la chaqueta.
Iloa cierra el puño y lo agita para que nos detengamos inmediatamente, mirando bien que yo frene el animal al mismo tiempo que él y no le atropelle. Algunos puercos gritan, según estiran las patas y los siete acaban por detenerse. Desenfundo a Furia, miro a Madurez a los ojos. Veo desde aquí el brillo azul y rosado de las gemas que custodia. Iloa se ha bajado de la montura, pero yo sólo escucho el rumor de la cascada, y no veo más que enredaderas densas y verdes que trepan por las dos montañas de la cordillera, separadas para formar este camino. Por la zona del río hay un bosque de matorrales diminuto, a donde Iloa se dirige. ¿Qué ocurre?, pregunto, e Iloa señala algo que brilla debajo de las flores que bordean el camino. Brillo rojo, sangre. La raya azul de Furia también refleja el sol en lo alto.
Tardamos poco en encontrar el cuerpo. Está más adentro, oculto entre hierba alta y dos matorrales, un enano. Su postura me traslada en el tiempo a un bosque lejano, los ojos de Afrodita. Mi cuerpo pierde las fuerzas, y no ha sido el rubí. El niño que está desangrándose es Makato. Madurez grita y se pone a su lado, le pide que responda, el chico apenas está consciente. Iloa aparta a Madurez para que no tape la luz. Luego agarra la mano del chico. Makato mira a Iloa, pero en seguida comienza a desenfocar. Afrodita.
—¿Qué ha pasado, chico?
La voz de Iloa suena firme, pero sus manos están temblando, según la sangre gotea de sus dedos. Makato tiene una herida de lanza en el pecho, tiene muy, muy mala pinta, tanta que no sé cómo sigue vivo, cómo su corazón puede seguir latiendo si se ha partido en dos. Las manos me están temblando a mí también. He escuchado a Social decir que tiene que haber algo que podamos hacer, ¿o ha sido Duch? El corazón, dice Madurez. Los enanos no lo tienen ahí, dice. Pero es igual... ¿cómo... cómo va a salir nadie vivo de esa herida, habiendo perdido tanta sangre? Iloa sigue preguntando al chico, le dice que se quede con él. Social se ha arrancado la camisa.
¿Y su padre, que ahora descansa en el campamento? ¿Qué pensará cuando piense cada día que, mientras su hijo no, él aún sigue vivo? Makato intenta recomponerse, pero, cuanto más intenta hablar, su boca más se encharca de sangre, incluso aunque Iloa haya levantado su nuca, para luego escurrirse por las mejillas. También tiene los ojos rojos... Julio.
—Miedo se debilita —dice Makato—. Va a atacar el poblado con todos sus robots... Quiere a los vivos para El Círculo. Dijo que... no era bueno para energizarle.
Puedo apostar la vida que me queda a que ha usado todas sus fuerzas para decirnos eso. Justo cuando sé que ha terminado de hablar, Jacob dice que hay que llevarlo inmediatamente al campamento. Pide a Madurez que le dé la llave de Núbise, y, después de encerrarla en su mano y absorber con dolor los chispazos eléctricos azules que expulsa de su mitad partida, toca al chico cerca de la herida, pero no consigue ningún avance. La energía de la gema ya no es tan pura, dice, no sin su otra mitad. Social, apartándome de un empujón que me hubiera tirado de no ser por el bastón, hace que Iloa levante el cuerpo para vendar la herida con su camisa rota, por los dos lados. Afrodita. Energizar.
—Llévatelo —le dice Social—, al poblado. Sabremos llegar a El Círculo.
—¿Y si no veis al resto? —dice.
Social no contesta. Coge al chico en brazos, y lo coloca en el jabalí de Iloa, el enano se coloca el sombrero y nos mira, su mirada es firme y concisa, pero las manos aún le tiemblan, también las aletas de su nariz. Iloa no dice nada más. Azota al jabalí una vez, y sujeta bien el cuerpo moribundo del chico, a una hora de cualquier asistencia médica, con una herida de medio palmo que ya debería haberle matado, se marcha, quizá se salve, o encuentre ayuda de camino... quizá, si Miedo le controla antes de que muera... si pasara algo... Julio.
Miedo le ha matado. Puedo ver como si hubiera estado aquí cómo uno de sus robots de espada oxidada le atravesaba el pecho y lo lanzaba sin miramiento, a un niño. Se jactaba de no matar, de odiar la muerte, me llamó monstruo por haber muerto, asesina por haber matado, pero ahora por los ojos de ese chico se escapaba la vida, es evidente que va a morir a lomos de la montura. Lisa.
Duch pregunta qué debemos hacer. Madurez, secándose las lágrimas de forma desesperada, nos pide que no perdamos más tiempo y rescatemos al resto. Stille no dice nada, está mirando el charco de sangre que se escurre por la tierra. Jacob toca las frentes de los jabalíes para que ellos también comprendan qué ha pasado. Yo sólo pienso en la última palabra del chico. Energizar.
El cielo está despejado, y el sol brilla de forma radiante, haciendo que la hierba, completamente verde, se vea bella y ajena a la violencia que ha visto. Los robots están diezmando el bosque del sur, la fábrica está desbordada, y no se ve un desborde de unidades nuevas de robots. Los que quedan, van a atacar el poblado en un ataque desesperado, que nos libera el camino hacia él. En El Círculo, ahora está reuniendo a vivos para que le den su energía, menos a un niño, le ha matado. Julio.
—Podemos atacar a Miedo —susurro.
Algunos de mis compañeros, los que me han escuchado, me preguntan por qué lo digo.
—¿Alguna vez ha renunciado voluntariamente a cualquiera de sus posesiones? —digo.
—¿Por qué haría eso? —pregunta Madurez.
—¿Y si Miedo hubiera convertido a su conciencia colectiva más de lo que pudiera abarcar? ¿Y si no puede renunciar a lo que tiene? Ya lo habéis oído, necesita energía. Está débil.
No soy una estratega, como sí lo era Razón, pero puedo recopilar toda la información que tengo y darle un sentido. Así me dijo que hacía las cosas, hace tiempo, y entonces no supe, pero ahora es más fácil. Energizar. Les explico lo que creo, la niebla que cada día es más tenue porque cada vez ocupa más espacio en el mundo, el hecho de que no ataque el poblado con tanta fuerza como nos atacó a nosotros otras veces porque la ha repartido demasiado. El único núcleo denso de niebla que puedo ver está al final del camino que proyectan las dos montañas, el noroeste de la isla, el edificio oculto en oscuridad del que sale un brazo de niebla que se extiende a nuestro continente. Afrodita.
Los susurros del rubí se acentúan hasta el punto en el que no escucho al resto. Social tiene el pecho descubierto, respira frenéticamente con la mandíbula desencajada y los ojos muy abiertos, el bastón en una mano, la ballesta enganchada a su cinta de cuero, en la espalda, llena de virotes. Se tapa la cara con las manos, y ahoga un grito que sale con la mandíbula muy apretada. Stille se encuentra relajada, me está mirando, seria. Jacob niega con la cabeza, despacio, mirándome. Estoy acostumbrada a que el rubí me susurre, cosas ininteligibles, pero, de alguna manera, eso se ha acabado. Tráemelo, escucho, tráemelo. No sé por qué, no me sorprende, como si supiera en el fondo que lleva susurrándome eso desde que mi padre murió. Lisa.
Las manos se vuelven rojas. El rubí brilla, mucho. Siento que podría pelear y correr igual que cuando era joven. Y de pronto, el rubí para de brillar, y todo ese brillo, como un chute gigante de adrenalina, casi inabarcable, se concentra dentro de mi cuerpo. Julio.
—Tía... tus iris —dice Madurez—. Ahora son...
—Rojos —digo—. Lo sé.
Jacob me mira como quien acaba de recibir un golpe, Duch se coge de los pelos y lucha por seguir permaneciendo grande mientras sorbe en el parque los últimos tragos del batido, girando la cabeza cada vez que ve un niño, o un anciano. Stille ha mirado un momento al suelo, pero ha vuelto a mirarme, y ha asentido con la cabeza. Social también me mira, con la mirada de odio que ya vi una vez en la torre, a través de los ojos de Optimismo. Guardo a Furia. Ahora mismo mi cabeza sólo tiene espacio para una palabra, y pienso cumplirla a toda costa. Siento que mi familia irá conmigo allá donde yo vaya, al mismo tiempo que noto cómo retroceden un paso cuando avanzo cerca de donde están. Monto encima del jabalí.
—Vamos a El Círculo —digo—. A matar a ese hijo de puta.
—Yo voy —dice Madurez, mientras se monta—. Yo... ¡yo voy!
—Los Creadores están aliados con Miedo —dice Jacob—. ¿Y si se enfadan?
Stille ya se ha colocado la máscara de boca y anuda la cinta de la frente. Cuando miro al frente, después de empujar un pelo para un lado de la cara por tercera vez, lo he arrancado. Mis dedos son puro rojo brillante.
—Pues que vengan —digo—. Al menos Mal estará muerto.
Los jabalíes gritan cuando los espoleamos para que vayan tan rápido como puedan. Sonidos de pequeñas cascadas bajan para unirse al río que baja con nosotros, que a veces serpentea y se cruza según cabalgamos por puentes de madera donde lo único que escucho, más que el trote del jabalí, son los susurros del rubí. Tráemelo, me susurra. No, no voy a traértelo, voy a matarlo. El camino baja por la ladera, todo recto hacia el edificio de El Círculo, hacia la pinza de rocas. Pasamos junto a un glaciar en lo alto de la montaña de la derecha, al norte está el antiguo pueblo de enanos, y más allá, el islote formado por corrosión, el meteorito del que cayó Mal del cielo. Mentes ha sacado el teléfono de su bolsillo y ha llamado a su profesor de pilates para decir que se desapunta. No lo hemos hecho nosotros, sino las mentes de Miedo, cobarde, desapuntándose como siempre ha hecho cada vez que ha habido una mísera dificultad. Eso va a acabarse pronto. No hay tropas en el camino, ni tentáculos, ni pájaros de Energía, no hay exploradores cautivos. Vía libre hacia ello. La cascada que cae del glaciar parece una cortina blanca que oculta el secreto de la montaña. Julio.
La hierba se convierte en pasto amarilluzco en esta estepa, la tierra está algo seca y hay piedras en el camino. El sol comienza a bajar, una montaña al fondo lo oculta. Duch ha sacado su martillo y lo sujeta con una mano mientras cabalga con la otra. Stille está acuclillada encima de su montura, y de su cinturón brillan los sais, los kunais, las estrellas de metal. El bastón de Social brilla de color rosado, y puedo ver que ha preparado su ballesta para el combate. Madurez tiene en la mano la llave partida de Núbise. Jacob me mira.
Ya casi estamos.

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