27 de diciembre de 2019

Tres ojos.


Algunos animales en la cordillera suroeste son realmente extraños. Éste parece un reptil, se comporta como un tiburón, con la sangre de la liebre muerta a sus pies. Literalmente a sus pies, porque está apoyado sobre las manos y la sujeta con los pies, que los usa como si fueran las manos, raja la piel y mete dentro la boca, y da la impresión de que lo está engullendo todo dentro, todo, incluso escucho los huesos partirse dentro de su boca, o quizá me esté imaginando yo esos ruidos. Está convirtiendo al conejo en una cáscara de piel. Pero acaba de soltarla. Me mira, después de todo este rato, noto cómo su ojo de perfil apunta exactamente a los míos, y se está girando hacia mí, despacio. Vale, hay que moverse, rapidito, hay que moverse... Miro atrás. Según me alejo por la cordillera, el animal se queda. Que siga quieto. Es el segundo de esa especie que veo, y no sé qué me daría más miedo, encontrarme con uno de esos de frente, o con la manada de lobos que lleva aullando un rato por la montaña. Sé que son los ecos lo que oigo, llevo muchos kilómetros recorridos y aún sigo escuchándoles como si estuvieran a uno, quizá sea eso, quizá estén oliendo la sangre del que está agonizando. Mi cabeza va a matarme, y si no lo hace pronto, lo hará el hambre. O cualquiera de las piedras que flotan en el aire y de las cuales caeré, si pierdo el equilibrio entre saltos.
Ha pasado la noche, o, al menos, está a punto de pasar. La aurora rosácea está desapareciendo, se rinde ante la luz inquisidora del sol, que enseguida empezará a emerger. De repente, me invade la curiosidad por saber qué se cuenta Mentes por el mundo real, si mi familia logró que María y él se reconciliaran después de la desgracia de Julio y el golpe de estado de Dante. Sentir cómo es controlar a Mentes, aunque fuera una vez, es todo cuanto pido. No. Un deseo demasiado fuera de lugar, teniendo en cuenta que ni siquiera puedo verle desde que Miedo se metió dentro de mí... así que pediría eso antes de morir, poder verle. O no, qué va, no sería eso. Dadas mis circunstancias, sólo hay tres vías de acción posible. O me rindo ante Miedo y acepto su castigo, que no va a ser, o me muero de cansancio, o encuentro ya Los Creadores, si es que pudieran ayudarme. Es imposible que pueda ver a mi familia antes de que ocurra una de estas opciones, pero pediría eso... verles a todos. Incluida Luchadora.
Perdón, Luchadora, susurro. Por todo. Eso le diría. Pero es que es una disculpa tan débil y simple, que hasta en mis fantasías hace que se caiga a cachos y vuelva peligrosamente a la realidad, que vuelvo a llenar de géiseres y glaciares, no, de torres de fuego inmensas que suben hasta el cielo desde el oscuro precipicio que cruzo levitando, o caminando sobre un cristal que sólo yo conozco, y que me llevará a la otra parte. Todo con tal de que Miedo no sepa dónde estoy, ahora que estoy tan cerca. Hace muchas horas que no escucho los tentáculos escarbar la tierra, pero sí veo a los pájaros de Energía, o al menos, lo parecen. ¿Grandes pájaros negros con aspecto escuálido, desplumado y siniestro que dan vueltas en el cielo? Sí, tienen bastante pinta de ser los de Miedo, y la ilusión que he podido crear no puede caer, o acabarían viéndome. Ni siquiera quiero pensar que le hablo para no romper esto. No le estoy hablando. Le mantengo completamente fuera de cualquier cosa que pueda pensar o sentir, y los paisajes que improviso, de la forma más vívida y concreta posible, palpando las rugosidades de los troncos de mármol que hay en este bosque muerto de tierra negra, estoy seguro de que no va a reconocerlos.
Cuando abro los ojos, estoy en el suelo, y tengo sangre en la palma de la mano. ¿Se puede saber qué me está pasando? Me tengo que haber desmayado, miro arriba deprisa, ningún pájaro que haya podido verme. La cabeza aún me duele muchísimo... pero es el estómago el que está creando un veneno que me impide moverme con normalidad, abrir y cerrar la mano, caminar en línea recta, aunque haya dejado de rugir de hambre desde hace un rato. Sólo un poco más... porque la vi en estas montañas. No muy lejos del gran volcán. ¿Qué había encima de la puerta, más encima incluso del gran tornado que respiraba, o los cientos de tigres blancos que entonaban melodías? Había un glaciar, no como el de hielo morado que dejé atrás hace un par de horas... uno real. Uno que estoy viendo, porque ya estoy a punto de conseguirlo. El sol sale. Mi cuerpo ha vuelto a caerse... levantarme es progresi­vamente más difícil.

Hacía tiempo que veía el glaciar desde este camino improvisado entre las nubes de colores con olor a otoño, pero no sabía lo grande que era hasta que bordeo la última montaña y veo cómo se extiende, desde la ladera apagada del volcán hasta el final de la cordillera, que no puedo ver desde aquí pero puedo imaginarlo, ocupando toda su zona sur. Nunca he sido el que más orientación tenía del grupo, pero, con las coordenadas de la casa del carpintero en mente, y los conocimientos que robé de Miedo, sé que estoy muy cerca del objetivo. La guarida de Los Creadores. ¡Cómo me duele la cabeza cada vez que pienso en ellos! Mantener a Miedo cuesta demasiado. A veces noto cómo intenta controlar mi cuerpo más de lo normal, pero hace mucho que me he acostumbrado a vivir con él... no es ni siquiera un adversario. De hecho, me gusta sentir esa sensación, porque me da la impresión de que todo va bien, de que realmente, por primera vez en mi vida, le estoy desquiciando. Me siento en el suelo, después de haberme vuelto a caer y haberme hecho dos nuevas heridas. Si me sigo fijando en el vaho que sale cuando respiro, voy a volver a caer.
Me asomo hacia abajo en este acantilado que ha aparecido, donde el lago de lava que hay al fondo... un escalofrío me ha recorrido por todo el cuerpo. No sé si quiero pensar en lo que he visto, no, no quiero arriesgarme, oculto en la parte trasera de mi mente, pero yo he visto esos robots que montan guardia, a lo largo de todo el desfiladero que bordea el glaciar justo ahí abajo. Miedo sabía que era posible que quisiera venir, pero claramente no sabe qué conocimientos exactos había robado, porque todos los robots están alrededor de la puerta principal, oculta ante cualquiera que no venga desde el volcán... y no están donde deberían. Quería ir a la guarida de Los Creadores, pero nunca me dije, nunca, que fuera a ser por la puerta principal.
Al lado de la gran puerta hay una ladera de lo que parece tierra... no, no es tierra. Como esta piedra que se parte enseguida y parece polvo, de color marrón rojizo. Eso es. El glaciar se arrastra por encima y la va erosionando, centímetro a centímetro, haciendo que piedras diminutas caigan por las laderas, sobre todo la que está al este, porque es la dirección por la que baja el glaciar y la única ladera que sigue bajando, sin otra montaña cercana que interrumpa la bajada. Allá abajo hay un valle entero lleno de estas piedras de polvo. Yo sigo caminando, al borde del precipicio, derecho hacia el lugar por el que vi caminar a los dos hermanos, lo hago por instinto, porque ni siquiera me atrevo a revelarme a mí mismo esa información. Me pego a la pared de la montaña después de que haya estado a punto de caerme por el precipicio, y así me quedo, aunque vaya más despacio, hasta que la ladera oeste de la guarida de Los Creadores confluye con la que yo recorro, y se forma un desfiladero muy estrecho que pasa debajo del glaciar. Pienso en Aristóteles y me duele, lo siento intenso en el pecho, un arrepentimiento que también tenía guardado y no sé por qué lo he rescatado. Ahí vuelve, bien adentro, en un baúl mental en el que guardo todas las cosas graves de las que, de poder viajar al pasado, cambiaría... y con cuánta fuerza cambiaría.                     
El desfiladero se ha hecho tan estrecho que a veces tengo que caminar de perfil. He llegado al final, el punto que yo quiero, justo cuando el suelo se acaba y la grieta se vuelve profunda hacia abajo y aún más estrecha, negra, porque casi no llega la luz del sol hasta aquí por el glaciar que hay encima.
Me dejo caer entre las piedras pequeñas, me da igual la herida en la rodilla y la sangre que pueda imprimir en el polvo, casi no puedo pensar, y necesito encontrar con urgencia a Los Creadores. Junto las palmas y arrastro hacia el abismo todo lo que puedo, abarco todo lo posible, y aunque las piedras que hay más arriba caen, y todo queda como antes, sigo escarbando. En el límite de lo que existe. No escucho a las piedras que caen en la grieta más allá del segundo rebote en las paredes, y nunca lo haré, porque llegan hasta el núcleo de este planeta, en un universo paralelo al que vive Mentes y el resto de humanos.
Mis dedos se arrastran y siento el metal. Ni siquiera sabía que mis dedos podían sentir después de tanto tiempo escarbando, en el que me he desmayado dos veces. Con fuerzas renovadas, arrastro la mayoría de lo que queda con los dedos, me levanto y termino el trabajo con los pies, casi descalzos. La he encontrado, la puerta trasera en la guarida de Los Creadores, apenas una trampilla de metal que se interna en la montaña. La usaron esos dos hermanos poco antes de que Miedo invadiera toda la isla, hace casi diez años. Precisamente, los dos querían pedirles ayuda. No sabían que Los Creadores estaban aliados con Miedo. Al entrar aquí, siento que estoy renovando un ciclo de insensatez.

Dentro de este pasadizo escucho con eco hasta la respiración. No hay viento ni goteras, y cada paso retumba como un trueno entre estas paredes pulidas que, al apoyar la mano en ellas, siento como si fuera abrasivo, como si, sólo de apoyar la uña en la piedra, se fuera a quedar una capa de ella, polvo, entre la uña y la carne, como si fuera yeso. No hay signos de vida en este sitio, y, durante los últimos años, Los Creadores perfectamente podrían haberse ido. Miro atrás... no he avanzado nada, prácticamente, pero si subo la velocidad, las botas rotas que llevo se escucharían demasiado... aunque puedo descalzarme. Sí. Dejo las botas en el pasillo y camino de puntillas, con los calcetines agujereados por varios sitios, mucho más silencioso, aunque el tacto de las paredes lo siento igual en los dedos de los pies. Ya no llega luz por aquí, mi guía es el borde de una puerta que no está perfectamente cerrada, lo empujo, y descubro que he abierto una puerta secreta, hecha del mismo material que las paredes o el suelo.
La sensación de cansancio, o lo que castañetean los dientes, o los latidos acelerados del corazón... nada de eso existe ahora. Me centro en lo que hay detrás de la pequeña pared que tengo delante, porque una cavidad se abre sobre ella, una cúpula perfecta de por lo menos treinta metros de altura, y, por sus paredes redondeadas, también es bastante amplia. El techo está abierto, y por él pasa el hielo del glaciar, que, justo por la zona que coincide con la cúpula, está tan pulido como las paredes y el suelo, y dibuja el final de la cúpula de forma perfecta. Este hielo es el que da a todo el lugar una iluminación tenue azulada, aún cuando el cielo de la mañana se ve al otro lado teñido de naranjas y amarillos. La luz amarilla no llega al suelo, pero sí a las paredes, reflejadas seguro de los cristales superficiales del glaciar. Y por esa luz me fijo en una especie de venas negras que ascienden por las paredes, sutiles, tienen un mínimo de relieve, pero parecen pinturas, y salen desde la base de las paredes hasta que mueren cuando empieza el hielo. En el pequeño pasillo que veo, dentro de la cúpula, no hay nadie, estoy tentado de gritar, pero algo me lo impide... como una orden impuesta desde arriba, aunque probablemente es que no tenga valor, o que Miedo podría escucharme. Un crujido me hace mirar a todas partes a toda prisa, hasta que caigo en la cuenta que ha tenido que ser el hielo de arriba, al moverse. Ha sido sólo el hielo, me digo, no, el fuego, una capa de lava que se interna por la oquedad del edificio de plástico y se resbala por las paredes hasta cubrirlo todo. Todo, lo que sea, menos lo que es en realidad... la cabeza va a estallarme ahora mismo, y cuanto más pienso en él y en lo que debo ocultarle, más me duele, ¡así que para de una vez! ¡Azucenas! ¡Un cántaro vertido en el desierto!
Si no les encuentro ya, acabará por encontrarme de todos modos, lo noto en el cuerpo, que necesito fuerzas que no tengo para continuar con esta mentira. Intento encontrar el centro de esta sala grande, pero está llena de paredes de algo más de dos metros. Como si fuera un laberinto para ponérmelo más difícil. Empiezo a ver algo distinto, después de sortear una pared para la que había una abertura tan estrecha que me he tenido que poner de perfil para poder pasar. Al fondo se asoma algo más alto que estas paredes que me llevan por diferentes pasillos, de un material diferente, metal, quizá, por el brillo. Como si fuera obsidiana. Es una especie de... tres asientos. Un bloque de metal negro en el que hay tres puestos para sentarse, como si fuera un trono... qué va, es eso exactamente, un trono para cada uno de ellos. La cúpula entera está llena de estas paredes largas y erráticas que se cruzan en varias direcciones, pero frente al trono se abre un pasillo ancho y libre que avanza, más allá de la cúpula, incluso, y sigue por otro pasillo de techo bajo, hasta que deduzco que acaba en la puerta cerrada donde los robots de Miedo montan guardia fuera, pero está muy oscuro como para ver nada allá. La puerta principal está al fondo, sí, cerrada y oscura, pero antes, justo entre el pasillo y la cúpula, veo una gran puerta de madera colgada mediante una cadena a la pared, y, al lado, un mecanismo que la hace bajar, desde dentro. Qué extraño. Lo único que tengo claro es que, de haber entrado por la puerta principal y Los Creadores haber estado sentados en su trono, me hubieran visto desde que hubiese dado el primer paso.
Detrás del bloque de metal no hay nada. Esperaba más paredes erráticas como había hasta ahora, pero es un espacio libre, y lo único que hay es una plataforma elevada un palmo del suelo, con varios círculos concéntricos y un hueco esférico en el centro, parecido al que había en la torre de Dante.
—Eissen, creado por Sever...
Caigo al suelo, no puedo abrir los ojos, extiendo las manos para protegerme. La voz metálica ha seguido hablando, pero no la he entendido después de nombrar a Sever. Poco a poco aparto las manos y abro los ojos. Escucho los latidos del corazón directamente en los tímpanos. Me levanto rápido, me doy la vuelta. Altaír ha hablado, en el centro, Arisa está a mi derecha, y Tubán, el azul, a mi izquierda. Camino hacia atrás, despacio, hasta que mi espalda nota la parte trasera del trono. Ninguno de los tres se mueve, tampoco parece que vayan a atacarme. Deben de medir casi los tres metros, y detrás de sus planchas de metal de color, en el pecho, veo fibras grises que parecen moverse como una respiración. Me parece que han parpadeo con su único ojo de los que sale luz, pero no estoy seguro. Sé que el Creador azul se quedó ciego durante la batalla en la torre de Dante, pero ahora está perfectamente. Están inmóviles y callados, y parece que, hasta que yo no hable, ellos no lo van a hacer. Esos tres seres mataron a casi la mitad de mi familia, y he venido a pedirles favores.
—Hola —digo.
Habiendo invadido el hogar de los seres más poderosos del mundo, donde mis palabras deben estar más acertadas que nunca, lo único que sale de mi boca, el único alegato para que no me acribillen a tiros como han hecho a mil mentes detrás de mí, es un saludo estúpido.
—Por favor, no me hagáis daño —digo.
Conozco sus nombres por los recuerdos vestigiales intercambiados con Miedo, y por las pinturas de los enanos. No se mueven. Ellos mismos parecen pinturas. Arisa, es la que tiene las protecciones más gruesas en los brazos y los hombros. Tubán es el más alto, tiene un cañón guardado en la espalda, y se ha girado para mirar a Altaír, el que parece el balance entre los dos, el único cuyo ojo no es azul, sino verde. Altaír asiente, y Arisa camina hacia mí. No, por favor, les digo, pongo las manos en señal de oración, por favor, les digo, escuchadme, pero Arisa mueve el brazo, y una fuerza inmensa me empuja hacia atrás, contra la pared, luego al suelo. Me retuerzo. No hay sangre. Apenas puedo coger aire. Por favor.
Respiro de forma desesperada, arrastrando con mi nariz las babas que hay en el suelo. Miro el pecho, no hay sangre por ningún lado, me miro las manos, las piernas. La cabeza va a explotarme, como antes, pero la presión se está liberando. Por un momento fue tan insoportable que todo se volvió blanco, el suelo, las paredes, todo de blanco, una mesa y dos sillas. Pero ahora me encuentro mejor, y cada segundo que pasa, mi cabeza me duele menos. Los tres siguen delante de mí, aún más imponentes desde aquí abajo, pero quietos, sin ninguna intención de rematar el trabajo... Lo que me lleva a pensar que no quieren matarme. Aún.
—No te hemos visto llegar —dice Altaír—. ¿Por dónde has entrado?
—Os diré todo lo que queráis —les digo—. Por favor, no hace falta torturarme.
—No te hemos torturado —dice Tubán—. Mi hermana ha retirado tus sentidos del alcance de Miedo.
Miro a Arisa, que ahora sí la he visto parpadear con párpados metálicos en la única linterna que forma su ojo blanquinoso. Debo de estar aturdido, porque creo que no me he enterado de lo que ha querido decir... Me levanto, despacio. Pensaba que el brazo derecho de todos estaba formado por una sola arma, pero desde aquí veo que hay una mano de metal debajo de cada cañón.
—Miedo seguirá intentando controlarte —dice Arisa—. Pero ya no podrá oír más lo que oyes. Ver lo que ves. Percibir lo que piensas.
Me toco la cara. Sigo teniendo la marca de Miedo en el brazo, pero, si eso fuera verdad... La cabeza ya no me duele. En mi cuerpo queda el cansancio por no haber dormido, el estómago vacío, y sensación de ligereza en el pecho. No se ha ido del todo, pero ya puedo pensar, ser sincero conmigo mismo, ir a cualquier parte y recordar todo lo que el cerebro quiera. Es por lo que Aristóteles ha caído. Ahora estoy solo, y eso casi, casi es cierto.
—Gracias —digo—, de todo corazón. Yo tengo información que podría interesaros.
—Vas a decirnos que Miedo quiere rectificar nuestro origen —dice Altaír—. Que quiere que nos matemos entre nosotros.
—¿Qué?
Les miro unos segundos.
—¿Podéis morir? —digo.
—No se trata de morir —dice Altaír—. Sino de trascender.
—Miedo va a por vosotros porque le controla Mal. Por eso lo está conquistando todo, seguramente también quiera vuestro poder.
Altaír se cruza de brazos, y la expresión de su ojo cambia. Nada más cambia en él, en parte porque, más allá de ese ojo, no tiene cara de ningún tipo.
—No —dice—. No puede asimilar nuestro poder. No puede acabar con nosotros. Mal no le controla.
Avanzo un paso. Ni siquiera se inmutan, quizá porque no me consideran una amenaza, o porque de verdad controlan la creación de las cosas y todo lo que ocurre, y por lo tanto previeron lo que haría y lo que haré desde hace tiempo. Entiendo lo que Altaír me ha dicho, pero no lo que ha querido decir.
—¿Mal no está dentro de Miedo? —le digo—. ¿Cómo lo sabes?
—No podemos mentir, sólo reaccionar.
—¿Dónde está Mal, entonces?
No contesta. Pero se mueve. Se da media vuelta y camina hacia el pedestal que hay en el fondo, y los otros se apartan. No sé bien si quieren que le siga, pero lo hago. Altaír extiende la mano en el aire, a la altura del pedestal, y, con una explosión roja sin ningún tipo de sonido, de la nada ha salido una grieta, no, un portal a un lugar que ya he visto antes, el cielo rojo y negro, los colores apagados de una tierra sombría y estéril.
El mundo de los muertos.
Altaír lo cruza, y comienza a caminar por un camino de tierra distinto del que yo vi en la torre de Dante. No sé si Madurez caminó por aquí, pero Altaír ha abierto el portal en un lugar diferente. Sólo de pensar que voy a cruzarlo, el corazón me ha vuelto a latir de forma rápida e irregular, o quizá nunca paró de hacerlo, pero en cuanto he dado por fin el paso, el corazón es lo único que me acompaña. En la cúpula que dejo atrás no había sonidos, pero aquí no existen, el ruido de mis pies descalzos sobre la tierra es plástico, artificial, y parece que es el de una persona que camina lejos. No hay viento, casi no hay luz, ni presión atmosférica que me mantenga en el suelo. Sólo el corazón, y mi respiración, son los sonidos inconfundibles que siguen siendo míos y los traigo del otro mundo, esos, y todos los que hace Altaír, porque sus pasos se escuchan firmes, como si para él este lugar fuera una parte más del mundo, y por cada paso que da, piezas metálicas y tendones crujen como si estuviesen a mi lado, aunque camine varios metros adelantado. Como si rellenara con su presencia todo este mundo.
Estoy en una montaña, desde la que veo un valle extenso con un gran lago. Un árbol plateado a lo lejos. La cumbre está en penumbra, igual que las dos montañas que le siguen. Montañas negras, de las que sale bruma negra, no he visto esas montañas nunca, pero, una vez más, siento que las conozco, hay algo en ellas que me llama, y no sé qué quieren de mí. No oigo nada... pero me reclaman. Aparto la vista, y alcanzo corriendo a la máquina, que ya se había parado.
—Antes de irte —dice—, debes tomar una decisión.
Señala con el brazo a un chico joven acurrucado en la cavidad de la roca, entre matorrales. Parece asustado. No sé qué debería hacer, si tendría que conocerle. Su pelo es algo largo, recogido en una coleta, sus ropas están rotas, y está lleno de tierra. Aunque ese tono oscuro de piel ya lo he visto antes, en el pueblo de los enanos poseídos...
—Su nombre es Orfeo Ehrad —dice Altaír.
Entonces es el hijo superviviente de Jil... Me acuerdo que Madurez lloraba por él cuando logró salir de este mundo, en la torre de Dante.
—Ha estado aquí confinado porque Madurez vive convencida de que es nuestro prisionero —dice Altaír—. Pero ahora que has venido, puedes rescatarle.
¿Que puedo qué? Miro desconfiado a Altaír, no sé si es una clase de trampa, pero todo es demasiado fácil. Extiendo mi mano hacia Orfeo, y le digo que venga conmigo. El chico duda, pero se levanta, y empieza a apartar los setos hacia nosotros. Escucho perfectamente cómo Altaír coge aire.
—Sea —dice—. Ahora, es momento de que os marchéis de este lugar.
Ayudo al chaval raquítico a deshacer el camino. Se le ve muy mareado, o confuso, porque mira a todas partes, pero con los ojos perdidos. Cuando cruzamos el portal, el aire vuelve a ser denso, caliente, vuelvo a sentir con normalidad. Al otro lado, Altaír permanece aún en los matorrales, y estaba quieto, pero acaba de hacer un movimiento brusco. Se ha golpeado la cabeza con el brazo, justo después de haber visto un chispazo saliendo entre las comisuras de metal.
—¡Alto! —grita Altaír, y su palabra en ese reino es la ley—. ¡Debes quedarte!
Hace movimientos bruscos con el cuello, cierra los ojos, y casi vuelve a golpearse. Se contiene. Me quedo inmóvil con el chico, esperando nuevas órdenes, mis piernas han empezado a temblar, estoy empezando a ver borroso. Arisa llama mi atención, aquí en la cúpula, y me hace con el brazo el gesto de que nos vayamos. Tubán no dice nada. ¡Alto!, vuelve a gritar Altaír, pero no se mueve a por nosotros, sólo levanta los brazos y aprieta los puños. Arisa nos dice que nos vayamos. Que lo hagamos rápido. Arrastro al chico hacia la puerta por la que entré. La imagen del Creador, agitándose, golpeándose de esa manera, no es nada en comparación a la presencia oscura que me evocaban esas montañas, y cómo me llamaban. Mal no está dentro de Miedo. Y esas montañas... cómo me llamaban.

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