1 de noviembre de 2019

Oh, capitán, mi capitán...


La Señorita Lorraine hace el gruñido más grave que nunca he escuchado. Acerca el morro hacia mi rodilla, da varios golpes, pero después vuelve a bajar a la cabeza. Me mira, con esos ojos pequeños y negros... juraría que están llorosos. Acaricio su frente, y le devuelvo los pequeños golpes. Pronto nos veremos, le digo, y luego bajo la voz para que sólo ella me escuche, y le pido que se cuide, que cuide de Ánima, y de Fulgor, si le encuentran. Miro a Ánima, que, aunque Jacob la acarició hace poco y le ha debido de comunicar lo que está pasando, mira el bote y el barco como si no acabara de entender lo que hacemos. Ojalá yo lo asimilara como es debido, y no sé si es que no acabo de creerme que de verdad nos vamos, o que la fatiga de estas dos últimas noches sin apenas dormir están empezando a pasar factura. La urraca de Jacob, Ady, me mira desde la popa del bote.
—Muu ni —dice la soldado de Imica—. ¡Crica!
Me hace gestos para que me monte deprisa con ella, dedico una última mirada para la Señorita Lorraine. Adiós, le digo. Me giro, y camino por la arena húmeda, sin mirar atrás, no lo haré. Me mojo los zapatos con una ola, Jacob me hace hueco en el bote, y me monto. La soldado lo empuja sin problemas con nosotros dentro, y se monta en él de un salto, sin hacer ruido ni balancear el bote. No quiero ver a la Señorita Lorraine de lejos, ni a la casa, ni la playa, nada. Da igual. Porque... si lo hago, seguro que me arrepentiré de haberme montado. Ady batea las alas cuando una ola nos zarandea. El mar, aún así, está bastante tranquilo, no parece que vaya a llover, y el sol cada vez se ve más claro, porque la niebla empieza a dispersarse. Tan claro, de hecho, que me hace daño a los ojos incluso tiempo después de haberme acostumbrado. ¿Sería una mala vida la del marinero, lejos de todo? La chica mueve los remos deprisa, frente a nosotros. Tiene el pelo oscuro, recogido en una coleta que se parte y cae por sus hombros. No se cansa, pese a que éste es su tercer viaje... sus brazos, delgados pero de músculos marcados, no aflojan el ritmo ni un sólo momento.
Cuando la madera del bote toca con la del barco, Jacob me ofrece subir primero, pero no es necesario, puedo hacerlo sin ayuda, sólo necesito que suba con mi bastón. No es fácil la subida, no después de ver a Jacob, que, con una mano y cargando un bastón, parecía que caminaba hacia arriba, en vez de escalar. Que yo no pueda empujar con la pierna derecha significa hacer más fuerza con los brazos, y el izquierdo aún me duele... pero es poco, ni siquiera supone un reto. Eso sí, cuando me levanto cojo rápido el bastón, y busco un lugar donde sentarme mientras Duch y la soldado suben el bote con los ganchos. Imica grita instrucciones en su idioma al chico para poner el barco en movimiento. Aunque... ¿soy yo, o se dejaron las velas desple­gadas durante la noche? No sé si fiarme de una capitana que nunca había navegado antes.
—¡Iinenuctaqué! —grita Imica—. ¡Toda lista!
Después de cargar comida, trastos útiles y a Servatrix, Jacob y yo éramos los últimos. Quiero mirar el continente por última vez, pero no quiero hacerlo. No quiero saber si Lorraine y Ánima se han ido, o si aún buscan que me gire para que vuelva a despedirme. Me da un pequeño impulso de saltar e irme con ellas, pero no puedo. Madurez está en la proa, mirando de pie como si fuera la sirena que va en la parte de delante... ¿se llamaba cabezal? ¿O máscara? Algo así, Razón me lo dijo una vez. Como no veo ningún lugar donde sentarme, lo hago en las escaleras entre la cubierta y la parte del timonel, y me hago a un lado para ocupar lo menos posible. El barco ya está en marcha. Imica está cerca, al timón, dando aún órdenes a sus dos soldados. Social está concentrado, agarrado a una de las cuerdas que van al mástil, pensativo. Más allá del cielo, Mentes ha acabado su primera clase de pilates, y observa al hombre a su lado, a las mujeres que conversan y van a tomar un café. Se nota que intenta intervenir, pero no puede. Debe de ser difícil socializar con ellas, igual que lo fue en anteriores grupos, porque llevan mucho tiempo allí, el grupo ya está formado y somos nosotros los nuevos que venimos. Me pongo las manos en la boca, cuando mi cuerpo se retuerce justo antes de toser. Cada vez que lo hago, me duele el costado.
—Tú enferma —dice Imica.
—Sí, tranquila —digo—, llevo así desde anoche. He cogido frío.
Me echo un poco hacia atrás, para poder verla. Si los Uut nunca crearon este barco, es curioso que el tamaño del timón sea perfecto la altura de Imica. La barrera, los escalones... todo es más pequeño de como debería haberse hecho.
—¿Quién os regaló este barco, Imica?
—Banco no regalo, ladronas atacar Uut, cortar árboles, padre Onubagan muerta por batalla.
No sabía que su padre murió a manos de bandidos. Ahora entiendo que los Uut nos recibieran como invasores hostiles.
—¿Hace cuántos años pasó?
—Tisi. —Con las manos, me enseña siete dedos—. Imica niña, pero Imica fuerte de los Uut. Onubagan fuerte grande, conoce a chamana, chamana enseña lengua tuya a padre y a yo.
Jacob habla con el resto de mentes, que están reunidos en la barandilla de babor. Madurez me saluda, tímidamente, y me indica si quiero unirme a ellos, pero le digo que no con los brazos. El barco cruje por el mástil cuando Imica corrige el rumbo.
—Mujer vieja quién es —dice.
Mientras vuelvo a toser, y me abrocho la capa para intentar frenar el aire que llega a la garganta, me centro en su pregunta, visualizo a Servatrix en el bote, y Stille a su cuidado, mientras Jacob y yo esperábamos en la costa.
—Servatrix —digo—. Es la más antigua de las mentes vivas. Cuando matemos a Miedo, ella será quien nos guíe.
Y la tenemos en la bodega, con los ojos, la boca y los oídos tapados. Con las rodillas atadas al pecho, y las manos a la espalda. Como un animal, peor.
—Es Unucba Nachuza —dice.
—Sí, lo es —digo—. Para mí, es como si fuera mi madre.
En la casa, cuando la desatamos de la silla, se mordió un dedo hasta el hueso, y casi se lo arranca... y cuando fuimos a curarlo, ya casi no había herida. De su garganta salieron cien voces, hasta que volvimos a taparla, e incluso con el pañuelo, sus sonidos guturales eran demasiado graves, o demasiado agudos. Intento explicarme cuáles son las palabras que siento al verla así, pero no hay nada. Hay algo, sí, que es la nada. Peor, mucho peor que sentirla muerta.
—Imica... —digo—. ¿Estás triste por tu padre?
—No —dice—. Ror Gaal. Uut decir Ror Gaal cuando vida es grande y muerte grande.
—Pero dijiste que sólo los vivos son grandes.
—Fuerte Onubagan muerta por magia —dice—. Pone pecho delante de soldado. Salva soldado.
Para mí, Susurro es como si hubiera muerto hace años, aunque lo veo como si acabara de suceder. Se puso delante del disparo que iba a matar a Stille. Sólo que aquello fue un disparo, en lugar de magia. No me extrañaría que, en la cabeza de Imica, las dos cosas fueran lo mismo.
—Onubagan fue muy valiente —le digo—. Es verdad.
—Y tú —dice—. Matas bestia gigante.
Se da la vuelta y, con los brazos, señala todo el espacio que ocupa la cubierta trasera. Ella saca los colmillos con una mueca, y señala mi capa... ¡Por Mentes! La corrijo, y le reduzco el tamaño, menos incluso que un cuarto de esta cubierta. Es difícil de medir, la parte de atrás está llena de cuerdas, redes y otros trastos. ¡Bestia mala! Grita Imica, controlando el timón después de que empezara a moverse solo. ¡Bestia muerta por Luchadora!, dice. El viento infla las velas azules, y, muy a lo lejos, se ve un cúmulo de oscuridad en el horizonte, donde, no tengo dudas, está nuestro destino.

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Estoy frente al mar, pero debe estar a más de cien metros de distancia. Mi zapato roza las piedras del borde, que luego caen por todo el acantilado, y cuando se estrellen en el agua, hará tiempo que he dejado de verlas. Me echo para atrás... Con lo fuerte que sopla el viento, tan fuerte que ni siquiera escucho las olas, una ráfaga podría empujarme y yo sería el siguiente, cien metros de caída, en los que me preguntaría cuál ha sido el sentido de mi existencia... tantas cosas vividas, para caer por un muro de roca.
Abajo, dos pájaros enormes vuelan en círculos cerca del agua, vuelan lejos, y ellos son los animales más cercanos que hay. Porque, en cientos y cientos de metros a la redonda, sólo hay hierba en toda la explanada, salvo Aristóteles. No, mentira. En la pared del acantilado, más a la derecha, hay una pequeña playa con piedras blancas, pero las piedras se mueven, y, si me fijo, parecen pingüinos. Pingüinos y aves grandes, abajo. Y aquí arriba, hierba, kilómetros y kilómetros de hierba teñida de morado y acantilados altos, y algunas flores, de morado también, en el extremo sureste de la Isla de Inconsciente. El viento es menos frío que ayer, pero no es suficiente para derretir las últimas capas de nieve que se elevan en la extraña montaña que acaba la isla, que no es más que una roca que sube, que sube, para acabar de pronto cuando aún no ha llegado a lo más alto. Su cima no debe ser de más de un metro de grosor... aunque no es fácil decir, porque es casi tan alta hacia arriba como el acantilado lo es hacia abajo. Cerca de la montaña, varias rocas se levantan en el agua, antiguas partes de la isla que ya no lo son, algunas han caído y tienen menos de la mitad de altura, otras forman arcos, debajo. Y, en la base de la montaña, lo que parece ser un templo, otros restos de una civilización antigua, dentro de los restos de una parte de la isla que ya no es lo que era.
Me acerco hasta Aristóteles, que muerde la hierba, y también ha cagado a un lado, justo en la dirección en la que el viento me sopla. Mierda de caballo servida para mí. Ya he terminado la vista contemplativa, y es hora de que Eissen siga explorando. Cuando me monto en la silla, la manga rota de la chaqueta se hace a un lado, y veo la marca morada en el brazo izquierdo, la tapo rápido. La tapo... pero ahí sigue. Miro a los lados otra vez, ya por curiosidad, porque hace tiempo que asimilé que da igual si alguien me espía o vigila mis pasos. Yo mismo soy Miedo. Arreo a Aristóteles, y se dirige directo hacia donde quiero ir, como si ya me conociera, o él mismo también tuviera curiosidad.
Las ruinas, construidas enfrente de un lago no demasiado grande, no son más que piedras esparcidas a lo largo de la hierba morada, algunas de más altura que otras, pero todas diferentes, aunque redondeadas, por la acción del viento. Pero a mí me interesan las que hay en el centro. En el suelo, según camino, esquivo ciertas zonas donde la hierba morada se ha convertido en fango viscoso, morado también, ya lo he visto más veces, un fango que brilla si la luz del sol ilumina, pero no hay luz, porque el sol está tapado por las nubes... y la niebla lo hace parecer todo mucho más oscuro. Al final, uno se acostumbra la niebla... y, desde la batalla en la torre, la veo bastante más clara y uniforme. Son, además, ocho meses de práctica recorriendo la isla, menos la esquina noreste, esa zona tan enigmática a la que Miedo no me deja ir.

Aristóteles avanza despacio y con paso seguro a medida que llego al centro de las ruinas, donde cada vez hay más piedras, y a veces, para rodear una antigua casa que cayó sobre una zona, debo atravesar las ruinas de otra. Pero no llega a haber paredes completas, no son más que rocas algo más altas con otras piedras enmedio. Llego por fin ante los tres monolitos que hay en el centro, los que vi desde lejos, y son más grandes de lo que pensé, por lo menos diez metros de roca oscura y dura, que permanecen casi como se crearon. A la altura del pecho hay marcas en uno... parecen marcas de bala. De Los Creadores, cuando exterminaron a la familia de mentes que vivía aquí, hace cientos de años. Una ráfaga fría se mete debajo de la chaqueta y me da un escalofrío. Me bajo del caballo, Aristóteles gruñe despacio, dejo en el suelo la antorcha que preparé ayer en sus alforjas, cojo las dos piedras, y empiezo a chocarlas. Cuando por fin prende, me duelen los brazos. Pese al cansancio, la cojo rápido, no vaya a quemar la hierba, la elevo todo lo que el músculo fatigado me permite, y comienzo a analizar los dibujos que hay.
No tienen nada que ver a los que el Albino y yo vimos en esa cueva, hace tanto. Estos están más cuidados, y se nota que no son una simple forma de artesanía, funcional y esquemática, para contar una historia. Lo que tengo delante también lo vi en las iglesias del mundo de Mentes, antes de que la marca de Miedo me arrebata la capacidad de saber lo que Mentes veía. Las figuras de los santos y otras creencias, supersticiones estúpidas, pero poderosas... Sí. El cuidado y la simetría de los dibujos, la perfección de las líneas donde se escribe algo en otro idioma, son obra de la fe, de la devoción. Los mismos Creadores están dibujados en lo más alto del menhir que estaba detrás, sus tres ojos miran hacia la montaña que hoy está partida. Dos metros debajo de ellos, hay muescas de bala, y en el costado, una línea que se come parte de la piedra, que fue, sin duda, obra del cañón láser que El Creador azul lleva en la espalda.
No puedo entender los textos, pero, a través de los dibujos, interpreto que el pueblo que hizo esto veneraba a Los Creadores, los dioses que supuestamente les dieron la vida, y ellos trabajaron en el campo, también domesticaron algunos animales, y estaban construyendo un templo... Miro atrás. El templo estaba construido en la cima de una montaña que no reconozco, que debía ser ésta. Antes de que se hundiera casi toda en el océano. La montaña asciende y asciende hasta que se acaba de pronto, ¿y eso ocurrió por la naturaleza... o también fueron Los Creadores?
Voy a ver el tercer monolito, cuando veo una figura, se me acelera el corazón de pronto, y no debería, ya me tendría que haber acostumbrado a la presencia de Miedo en la isla... y su forma de aparecer, siempre igual, en silencio, con la forma de un animal, un aldeano... o una mente. Optimismo está delante, apoyado en el tercer menhir, chocando las piedras, intentando encender lo que parece ser un cigarro rudimentario. Por más que choca las piedras, sólo escucho el viento. Ha parado y ha dicho algo, pero no le he oído.
—Hola, Albino —digo, cuando me acerco—. Ah, no, espera, que eres Miedo. No me lo esperaba.
El Albino no dice nada, ni siquiera me mira, sigue intentando prender el cigarro. ¿Pero cómo lo va a hacer, si está de cara al viento? Su piel está más blanca de lo normal, sus ojos morados como la hierba, completamente, porque no distingo sus pupilas oscuras. Creo que ha perdido pelo durante estos meses. Finalmente, se rinde en intentar encenderlo, se lo guarda en el bolsillo, y me tira las piedras. Una no he podido cogerla.
—Qué sitio más bonito, ¿verdad? —dice, con varias voces—. Yo vi prosperar esta civilización, hace casi ochocientos años. Mentes tendría un año de edad. Ahora, sólo quedan estas tres piedras.
Miro otra vez a la montaña, las piedras alrededor. Hasta donde la niebla me deja ver, en la explanada sólo hay hierba morada, que desciende poco a poco hacia el centro de la isla. Y antes, aquí, había mucha vida.
—Lo hicieron Los Creadores, ¿verdad? —digo.
—No deberías centrarte tanto en Los Creadores —dice—, ellos no te darán las respuestas que buscas. Quieres saber sobre mí... Eissencito.
Sólo el verdadero Albino me llamaba Eissencito. Pero su marca en su brazo desnudo delata que no es él.
—No puedes decirme qué debo hacer —digo.
—Claro que puedo. ¿Isla de Inconsciente? Inconsciente es mi siervo. Ésta es la Isla de Miedo.
La última frase casi la ha susurrado, he tenido que leerle los labios.
—¿Te crees poderoso? ¿Dueño de todos? —le digo, con claro tono sarcástico—. ¿Es que quieres que te cante oh, capitán, mi capitán?
Miedo ríe, largo y tendido, se encoge y se agarra la tripa con las manos, y, según coge aire o empieza a quedarse sin él, el volumen y el timbre de sus voces cambia. He distinguido un grito sutil, entre todas ellas. Me asomo para ver a Aristóteles, que está donde le dejé, en buen estado, aún dueño de su consciencia.
—No, por favor —dice, y me mira a los ojos—. Sólo los débiles alaban. Mira lo que les pasó a los que tallaron esto... —Acaricia la piedra, despacio—. Tú no eres débil, Eissencito... Eres yo.
—Ya ves que no.
Le respondo mirándole a los ojos, desafiante, como hace meses no me hubiera atrevido a hablarle. Ya estoy harto de él, y he llegado a la conclusión de que ni me quiere muerto, ni quiere hacerme daño. La boca de Optimismo se tuerce un poco, creo que porque pretende una sonrisa.
—Es curioso —dice—. Puedo ver lo que ves, puedo oír lo que oyes, y puedo saber qué es lo que piensas... pero es verdad que no tengo completo control sobre ti. Y eso... bueno. —Ahora sí ha sonreído—. Me intriga.
—¿Por eso no has absorbido a Aristóteles aún? —digo.
Señalo al caballo, los dos le miramos, y el animal nos mira, incluso da un paso atrás. Pero no he terminado.
—¿Por eso me animas a que siga buscando? —sigo hablando—. Quieres saber por qué me escapo de tus garras.
El Albino se saca el cigarro del bolsillo, me pide las piedras que encienden, me agacho para coger la que se me había caído y se las lanzo. Según las coge en el aire, las choca, y del chispazo su cigarro prende, de un solo intento. Pese al viento. Da una calada larga, y luego suelta toda la humareda.
—Quiero que tengas libertad —dice—, ver cómo te desenvuelves... La única condición es que sigas las condiciones. Tú quieres saberlo porque lo necesitas, y yo quiero saberlo para remediarlo. Los dos ganamos. —Vuelve a dar otra calada, que deja al cigarro por la mitad—. ¿Sabes que, como aumento los poderes de regeneración de este cuerpo, el humo ni siquiera se queda en mis pulmones?
Sus ojos morados parecen negros con esta iluminación, como si tuviera cuencas, en lugar de ojos. Y el resto es tan blanco... parece que está muerto. Tira el cigarro, ya acabado, al fango morado que hay metro y medio al frente, y escucho como si una de las dos cosas comenzara a deshacerse.
—Estoy harto de fingir —digo—. Llevo casi un año recorriendo la isla y no he descubierto nada. No puedo ir donde tú dices que no vaya. Pues a lo mejor sí voy al noreste de la isla, y veo en persona cuáles son esas criaturas que me matarán si voy. —Le señalo repetidamente—. Y si descubro cómo deshacerme de tu marca, voy a huir y voy a contar a las mentes todo lo que sé.
Los ojos del Albino casi no se han movido, pero lo han hecho, hacia la sorpresa. Niega con la cabeza.
—No entiendes tu situación —dice—. Si hago así...
Justo después chasquea con los dedos. La tierra vibra un segundo, y después varios tentáculos me agarran, salidos justo del fango morado que brota de vez en cuando en la pradera. Mis brazos y mis piernas están extendidas, en el aire. Aristóteles relincha. Miedo se acerca a mí, despacio.
—No has elegido la mejor zona de la isla para decirme eso, Eissencito.
Los tentáculos tiran de mi cuerpo. Están fríos, y viscosos. Él habla con muchas voces, algunas femeninas.
—¿Quieres que me convierta en Aristóteles y a ti te encierre en una jaula para siempre?
Más tentáculos han surgido de la tierra, y han agarrado el cuerpo de Aristóteles antes de que pudiera salir corriendo. Varios cuervos comienzan a graznar, desde lejos, y pronto comienzan a volar en círculos por encima de nuestras cabezas. El humo morado de Energía sale de sus ojos, y, como vuelan tan rápido, están dibujando una circunferencia morada en el cielo.
—¡Dime! —dice el Albino—. ¿Quieres desafiarme?
—No... no.
Los tentáculos se van tan rápido como aparecieron, también de Aristóteles, que empieza a correr de ellos. Los pájaros vuelan rápido hacia el centro de la isla, desaparecen en la niebla, en silencio. No puedo girar la muñeca hacia dentro sin que me duela... Estoy arrodillado, cogiendo aire, en lo que Optimismo baja y se acuclilla, a mi lado. Me acaricia la nuca.
—Eso es... —dice—. Pórtate bien conmigo, y te prometo que me portaré bien contigo.
Después, se levanta, y comienza a alimentarse de la energía morada que hay dentro de la tierra. Extiende los brazos, y no pasa nada en su cuerpo, pero yo sé lo que está pasando, porque lo he hecho muchas más veces de las que hubiera querido. Cuando las frutas que crecen alrededor son todas venenosas y no hay animales porque Miedo los ha matado a todos, a veces la única opción es alimentarse de la esencia del propio Miedo. Quiero salir de aquí... miro hacia Aristóteles, que ha vuelto, y luego al Albino, que, con los brazos aún extendidos hacia los lados, se marcha.
Algún día pagará por su arrogancia.

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Me despierto. Porque me he dormido, ¿verdad? El chico soldado Uut camina hacia mí, con los brazos agarrados a cualquier parte por la que pasa, hasta que llega hasta la barandilla y, a mi lado, comienza a vomitar al mar. El barco sigue moviéndose mucho y crujiendo, de hecho, me extraña haberme quedado dormida, en primer lugar. Madurez duerme a mi lado, habiendo cogido más manta de la que debería y acumulándola a su lado. Yo toso, me tapo la boca, porque no quiero despertarla. Se ve realmente poco esta noche... las nubes han tapado el cielo pronto, y no hay ninguna luz en todo el barco. Distingo a Imica, que sigue pilotando, y sigue sin moverse de ahí desde esta mañana. No ha soltado el timón ni para comer. Aunque tampoco había mucha comida...
Cuando el chico soldado acaba de vomitar, se queda quieto en el sitio. No hay nadie más en cubierta, salvo Duch, que está sentado en un... en algo. Me acerco a él, le pregunto sobre qué cosa tiene el culo, y cuando lo toco, es tremendamente áspero, y está húmedo.
—Es una red —dice—. La he doblado yo, ¿quieres probar? Está mullida por los lados, pero no te sientes en el centro, o te hundirás.
Si la alternativa es esa, prefiero seguir de pie. Vuelvo a toser, me duelen las costillas cuando lo hago, y, para colmo, el barco se ha zarandeado y casi voy al suelo. Retiro lo que dije sobre la vida en el mar, es un asco.
—Hace un tiempo regular, ¿eh? —dice—. Cuando salía de pesca con Razón, que descanse en paz, en su barco, que está roto, siempre nos íbamos si el tiempo empeoraba. Erudito, que descanse en paz, decía que el cambio de temperatura y otras cosas lo revolvían todo.
—Descansarán todos en paz cuando se haga justicia con Miedo y con Mal —digo.
—O quizá descanses tú. En sentido literal, digo.
No sopla mucho el aire, pero al menos va en la dirección que nos interesa. Cuando me apoyo en el bastón, Duch me señala al horizonte, un poco más arriba, hacia el cielo. Muy a lo lejos, de forma sutil, veo brillos verdes en la noche. Avanzo hasta la proa y me apoyo en la barandilla. Estoy viendo, por primera vez en mi vida, una aurora boreal. No se mueve, aunque lo parece, porque su brillo viene y va, las nubes a veces la tapan, y está tan lejos que casi no la distingo, pero ahí está. Ya me vale. La he visto.
—Bonita, ¿verdad? —dice—. Cuando lleguemos allí veremos más.
Señala más abajo, a la nada, la pura oscuridad. No tapan nubes a la luna, y ahora el mar está más claro, pero allá a lo lejos sigo sin ver nada, una gran nada. La Isla de Inconsciente, dice Duch. Tapada por la niebla, donde aún podemos ver toda esa oscuridad entera de un vistazo... pero ya está muy cerca. Duch se acerca hasta mí, e intenta apoyarse también, pero la barandilla es demasiado baja para él, y no encuentra la posición cómoda. Llega a quedarse completamente encorvado sobre ella, entonces veo su cicatriz en la espalda, que brilla de un tono sutil rosáceo.
—No se te cura tu cicatriz —le digo—. Tenemos que volver a tratártela.
—Esos malditos aulladores eran muy raros. Yo no pude golpearles, pero ellos sí lo hicieron... dos veces. La del pecho no me hizo herida, pero la de la espalda me pilló bien. Y aún me escuece cuando la doblo.
Recuerdo esa noche horrible, en la montaña. Aparecieron de repente, y desde entonces, sus aullidos no dejaron de perseguirnos por todo el continente hasta que rescatamos a Madurez y nos fuimos de allí. A veces, en el palacio, una puerta chirriaba de forma inusual, y mis sentidos ya se ponían en alerta. Esos ojos negros, pequeños, y esas bocas abiertas, tan grandes, y sus gritos... me ha entrado un escalofrío, y vuelvo a toser. Mis costillas... Social, en la cubierta, ha despertado a Madurez y le debe de haber dicho que vaya a las habitaciones. Es el problema de que sólo haya cuatro camas en todo el barco. Adaptadas a la altura Uut, ni más ni menos. Al principio las ocupó el chico soldado, pero ya debe haber cambiado el turno con su compañera.
—Duch —digo—, ¿cómo se llamaban los soldados de Imica? La chica creo que era Nina, pero el chico... Der... no, Gor...
—El que se llama Nina es el chico —dice Social, que acaba de venir—. La chica se llama Roruk. Hay que estar más atenta, mujer.
Le pregunto qué tal ha dormido, a lo que se encoge de hombros. Reconoce la aurora, y nos dice que la veamos, corriendo. También reconoce la Isla de Inconsciente, y nos dice que la veamos también. Sí, Social, sí, le digo. Le doy un toque con el bastón, entonces, el barco se sacude, tan fuerte, que caigo al suelo. Otra sacudida. ¿Quién nos ataca? Me levanto como puedo, miro alrededor, pero no hay nadie. ¿Tentáculos bajo el agua? Una sacudida nueva viene acompañada de una explosión de agua que surge del lado de estribor. Social y Duch miran hacia todas partes, Nina levanta su lanza a ninguna parte, yo corro hacia Imica todo lo rápido que puedo. El barco se zarandea. Y no puedo ir precisamente rápido aquí...
—¡Imica, nos atacan! —digo.
—¡No ataque! ¡Corriente cambia, corriente grande!
Por fuera, el mar parece completamente en calma, pero el barco se ha sacudido otra vez, todos los golpes vienen de estribor, e Imica hace fuerza, pero apenas puede sujetar el timón. Tiro el bastón y la ayudo, e incluso entre las dos, es difícil mantenerlo recto. Otro golpe hace crujir el barco, un crujido realmente serio, lo levanta por la proa, y nos tira al suelo. Me levanto rápido para agarrar el timón y corregir el rumo, pero, cuanto más lo hago, las sacudidas son más fuertes. Noto que la luz cambia, como si hubiera nubes en la luna, pero veo la luna y está en el cielo, perfectamente semicircular. Es la niebla... la niebla de Miedo que rodea la isla, que cada vez es más densa, y cada vez veo menos la otra punta del barco. Otra sacudida, casi me tira al suelo. Jacob ya ha subido a preguntar qué pasa.
—¡Suelta madera, Luchadora! —dice Imica—. Banco roto si tú no suelta.
¿Por qué?, pregunto, pero Imica sólo me mira, seria, y empiezo a aflojar. Cuando mi mano cambia de un palo del timón al otro, la corriente empuja tan rápido que me hago daño. Íbamos hacia el centro de la isla, pero la corriente nos envía irremediablemente al noreste. Y, si sigue siendo tan fuerte, estrellaremos el barco contra la isla. ¡Que alguien repliegue las velas!, grito, Imica grita después en su idioma, y es la chica soldado, Roruk, la que comienza a trepar, corriendo. Luego, Nina la sigue. Conforme cedo en la posición, menos golpes recibimos, pero si cedo mucho más, las corrientes nos harán pasar de largo la isla, así que ahora debo aguantar. El barco comienza a crujir, por momentos... y a todo esto, ¿y tierra? Con esta niebla, ¿cómo sabré cuándo vamos a llegar? El barco vuelve a zarandearse peligrosamente, voy a tener que ceder posición de nuevo... entonces, comienza a decrecer la fuerza, y los crujidos. La niebla tapa casi toda la luz de la luna, pero aún puedo ver bien los quince metros siguientes al barco, una miseria, pero algo. Las corrientes se relajan, cada vez más, hasta el punto en el que suelto el timón con una mano. Cuando miro a los demás, resulta que todos estaban aquí... y Duch se ha hecho pequeño. Los soldados ya están acabando de guardar las velas. Arriba, Mentes está viendo una película, en la que el protagonista está siendo rechazado por la chica que le gusta. Social está agarrado a la barandilla de las escaleras, con una mano en el corazón, y no sé si es por lo de aquí o por la película. Mentes ya tendría que estar en la cama.
Suelto todo el aire, apoyo la cabeza en el timón, y digo en alto que sólo ha sido un susto. Imica vuelve a tomar los mandos, en lo que yo miro detenidamente lo que haya delante... difícil saber. Duch me da entonce algo que se acaba de sacar de un bolsillo, el catalejo desplegable de Erudito. Le doy las gracias. Con ello, sí creo ver formas iluminadas por la luna, pese a la niebla, son sutiles, pero sólo tengo que concentrarme. Veo las rocas gigantes que forman la pinza del noroeste, a lo lejos y desde un ángulo que nunca pensé que las vería. De esa pinza es desde donde Miedo extiende su niebla hacia el continente. Si sigo mirando hacia la izquierda, veo formas indefinidas, pero si no me equivoco, hay un islote entre nosotros y la pinza, así que hemos hecho bien en ceder ante la corriente, porque nos hubiéramos estrellado con él. Al frente, la tierra no está muy lejos. No puedo determinar la distancia, pero es posible que pronto podamos coger el bote y hacer un primer reconocimiento.
Las mentes, menos Servatrix, bajaremos ahí... y después, que Mentes nos aguarde.

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