8 de noviembre de 2019

Las espaldas cubiertas.


Pisar la playa con los dos pies, de pronto, me transmite seguridad, absoluto equilibrio, la sensación de que debajo de donde piso hay metros y metros de tierra firme que sujetan esta arena. El viaje en barco ha durado un día completo, y he tenido suficiente para toda mi vida. El sol se levanta por el este, a la izquierda, pero la bruma, que recorre la playa de forma más concentrada y turbulenta que en nuestra casa, mitiga la luz y la dispersa. Veo la playa, pero ver más allá de la primera fila de palmeras y otras plantas que comienzan a crecer de forma salvaje... es complicado. Roruk termina de encallar el bote en la arena y se apoya en él, quieta y callada, y tiene instrucciones de esperar hasta el mediodía, mientras Nina e Imica esperarán en el barco. Social y Madurez van detrás, conmigo. Miro a Duch, Stille y Jacob, que nos esperan delante. En nuestras mochilas, comida, agua, mantas y antorchas. Madurez arrastra la bota por la arena, y la que se ha acumulado encima la levanta medio metro de una patada. Un momento, ¿es roja? Me agacho con cuidado, apoyando las rodillas, y acerco a los ojos un puñado. La arena que se me escapa entre los dedos es completamente roja. Estamos en la Isla de Inconsciente. A partir de aquí, todo es desconocido.
Mientras los demás miran las plantas, que crecen a partir de aquí de forma salvaje y sin caminos, hacia arriba, aparto el primer aloe con el bastón y comienzo a caminar por la tierra empinada. Apoyo en él casi todo el cuerpo, y elijo con cuidado dónde colocar el pie, a una velocidad con la que los demás pronto me adelantan. Vamos juntos, y nos miramos los unos a los otros cada poco tiempo, y miramos a los alrededores, sobre todo a los alrededores. Lo primero sería encontrar agua corriente, pero es más primordial saber si allá donde vamos nos esperarán ojos morados. Un paso mal dado, y adiós. Estoy segura de que Miedo sabe que hemos utilizado el barco, pero si descubre a dónde... si lo descubre, es el final para nosotros.
Caminamos, apartando helechos y maleza donde podría haber insectos convertidos en Miedo. Caminamos entre árboles altos desde cuya copa nos podrían ver los pájaros. Caminamos en una isla cubierta por la niebla desde hace años. Mi pierna cada vez se carga más, y más. Escucho graznidos, al este, ¿eso significa que no son parte de Miedo? Madurez me mira, me sonríe, tranquila. Prefiero no hacerme demasiadas preguntas... Voy a limitarme a estar extremadamente atenta a cualquier tipo de señal.
Cuando la cuesta termina, pido parar un momento para tomar aire. Me preguntan cómo estoy, yo asiento sin más, estoy bien, pero necesito descansar los brazos y relajar la pierna unos segundos. Un insecto vuela cerca de mi cara, reacciono rápido, intento verle los ojos, pero no he visto nada morado, casi no he visto nada. No es el único insecto que hay. Unos metros hacia arriba, una tela de araña se extiende entre tres árboles, busco la araña, y al final la encuentro, quieta, cerca de uno de los troncos. Amarilla y negra. Sin rastro de ojos morados, aunque tampoco podría verlos. Es tan grande como mi mano. Esta vegetación no es muy diferente a la jungla que hay al norte de nuestra casa, aunque lo nuestro es un bosque húmedo, en comparación. No hay palmeras en nuestro bosque húmedo, ni lianas entre árboles. No sé si es por la niebla constante, pero hace rato que he empezado a sudar, el aire es caliente, y la tierra deja las huellas cuando despego las botas. Esto último es lo que más me preocupa...
Seguimos el trayecto en fila. Stille va varios metros delante, tal y como ella lo ha pedido, apartando y cortando hojas y ramas según va creando el camino. Por cada paso que avanzamos, los sonidos se multiplican. Oímos un graznido encima de nosotros, es Ady, que vuela en círculos unos segundos antes de volar en una dirección torcida hacia la izquierda respecto a la nuestra.
—Sigamos a Ady —dice Jacob—. Ella nos avisará si ve algo peligroso.
Conforme seguimos, las plantas comienzan a crecer en volumen. Después de apartar las hojas gigantes de una planta que me daba en la cabeza con ellas, llegamos a un camino de tierra que cruza nuestra ruta. Social se alegra y dice que sigamos el camino, y Stille, que ya se había adelantado, vuelve, le da un golpe en la cabeza, y vuelve a salirse del camino. Nos mete, además, mucha prisa para que nosotros también lo abandonemos. Miro a Madurez, que camina justo delante, mirando hacia todas partes, seria por fuera, ¿y por dentro? ¿Le latirá el corazón tan rápido como me late a mí? Todo esto es una muy mala idea. Necesitamos un plan, no podemos avanzar sin más, acabarán viéndonos, basta que nos vea uno solo de los convertidos por Miedo, ¿y cómo volvemos al barco, si tendremos que correr y no podremos fijarnos en las huellas que hemos ido haciendo? Comienzo a hiperventilar, algo que puedo ocultar los primeros pasos, pero luego susurro a Madurez que se pare, y ella se lo dice al resto. Un momento... el barco... ¡está a la vista de Miedo! Quiero sentarme, pero no quiero montar ningún espectáculo. ¿Estás bien?, pregunta Madurez, yo niego con la cabeza, pero eso significa no, así que asiento justo después. Ella me acaricia la mejilla con su mano, y me agobia más, por un lado, pero por otro, siento que es justo lo que necesito... Miro alrededor. He tenido los ojos cerrados demasiado tiempo y podría haber pasado algo.
—¡Chicos! —susurra Duch—. ¿Oís eso?
Ady vuelve a sobrevolarnos en círculos, justo para volver a irse hacia la dirección en la que vamos, cuando alguien le pregunta sobre lo que Duch ha oído.
—Agua —dice Duch—. Venid, descansemos.
Madurez me coge la mano izquierda, con la que estaba palpando a Furia, y me lleva despacio con ellos. Todos se adelantan y desaparecen entre ramas, menos Jacob. En las copas de los árboles escucho las canciones de los pájaros y de lo que parecen mamíferos, monos, quizá, pero Ady no ha venido corriendo a avisar a Jacob del peligro, como ha hecho otras veces. ¿Entonces, pese a la niebla y los años, este lugar está limpio... entero, o sólo por donde Ady nos lleva?
El agua fluye por un río enano en el que paramos para beber, recargar las botellas y sentarnos. Duch saca un pergamino que traía guardado en el bolsillo, y un carboncillo, también. Dibuja una línea casi recta, un círculo arriba, y unas líneas discontinuas que deben de ser el camino que hemos recorrido. Ady llega hasta nosotros y se posa junto a Jacob. Tiene algo en la boca, lo que parece un lagarto. Jacob la acaricia, y nos cuenta que la urraca no ha visto presencia de Miedo en el lago que hay más al este, por el que Jacob recomienda ir.
Después, hablamos sobre el plan que debemos seguir. Primero de todo, necesitamos saber dónde se oculta Miedo en la isla. Una opción es establecer una base rudimentaria aquí y enviar un grupo pequeño de exploración para que intente encontrar un sitio elevado, pero podríamos perdernos. Otra opción es volver al barco e intentar rodear la isla, y aunque esa idea me gusta más, nada nos garantiza que eso sea posible con las corrientes que ya hemos sufrido. La tercera es fiarnos de que Ady nos saque de esta jungla, y, a partir de ahí, volver a empezar. No me gusta tentar a la suerte tanto tiempo seguido... pero, si analizamos la situación, lo más lógico sería volver al barco y huir de aquí. Así que nos levantamos. Lo único que pido al grupo es hacerlo todo lo más rápido posible.
El pequeño río es más fácil de seguir mojando las botas en él que permaneciendo cerca de las orillas, por la vegetación constante que crece hasta llegar prácticamente al agua. Incluso dentro de él, tengo que evitar raíces, helechos, troncos de árboles finos que han crecido completamente torcidos. Un mono pequeño ha cruzado de una rama a otra, arriba. Yo apenas he visto una mancha, pero Jacob dice que era parecido a un lémur. Continuamos, y como decía el pájaro, después de una pequeña cascada, el riachuelo pasa a formar parte de un lago bastante grande, en el que hay focas, no, más grandes y más feas que las focas, como morsas sin cuernos varadas en la orilla derecha, y al frente, lejos, un río ancho y caudaloso, algo revuelto, pasa de largo, alimentando de paso el lago. Estamos en una posición perfecta para tomar nota del terreno cercano, aunque entre la niebla y las copas frondosas de los árboles que lo rodean, no está tan bien iluminado como debería. Una mosca ya ha intentado meterse en mi boca tres veces.
—Eso de ahí son manatíes —dice Jacob, señalando el grupo de focas.
—¿Había de eso en el bosque Uut? —digo.
—No. Ni siquiera sé por qué lo sé.
Los dos nos quedamos callados, todos, cuando el agua estalla, se escuchan revolcones y gritos de animal. Algo ha atrapado a uno de los manatíes. El resto de su grupo huye despavorido, se han metido todos en el agua y nadan directos hacia el río, y dejan al que queda solo. Un cocodrilo, no, dos, empiezan a girar alrededor de su cuerpo, y la sangre se esparce por el agua. Cuando el manatí está muerto, entre los dos se lo llevan en el agua turbia hasta la orilla, donde empezarán a comérselo. El resto de los animales ya ha desaparecido río abajo. Pese a los ruidos y el movimiento, la selva prosigue con los mismos sonidos, incluso un pájaro naranja aparece cerca y comienza a hurgar entre la corteza de un árbol, bajo la atenta mirada de Ady, que ya ha acabado de examinarlo. Madurez pregunta si podemos irnos, con los brazos cruzados y mala cara, casi pálida, con los ojos fijos donde aún se nota la sangre en el agua.
Descendemos poco a poco hasta el borde del lago, pero aquí caminamos lejos de la orilla, sabiendo, por suerte, que hay cocodrilos nadando entre el agua algo verdosa. Si hay más cazadores, deberíamos estar el doble de atentos... no todos avisarán. Alguna vez, si permanecemos el tiempo suficiente, la presa seremos nosotros. Sin embargo, seguimos la dirección que Ady marca cada vez que vuelve, y, salvo las moscas y mosquitos cuando vuelan cerca de la oreja, se escuchan ruidos, pero lejos. No hay ojos morados. Los seis seguimos caminando, prácticamente en silencio, a veces vemos serpientes, gruesas y gigantes, enroscadas en las ramas de los árboles. Yo camino con el mango de Furia en la mano, pendiente de Madurez de vez en cuando. Empieza a pesarme mucho la mochila que llevo detrás. Y, después de lo que podrían ser quince minutos, probablemente más, llegamos al río ancho que llevaba tiempo anunciándose con el ruido del caudal. Entre los árboles, que se reflejan en el agua, y la niebla, no puedo ver bien cuánto tiene de profundo, pero no parece poco. Antes de meter el palo dentro, nos damos cuenta de que Ady, que ahora mismo es nuestros ojos, nos ha llevado cerca de un árbol caído, ancho, que cruza de una parte a otra, e incluso ha derribado otros árboles al otro lado. Subir hasta él es lo difícil. No podemos treparlo por la corteza, sólo por sus raíces, pero, por más que Jacob me ayuda y hace fuerza, no se me da muy bien. Es Jacob el primero que lo cruza, sin problema, cuando todos ya estamos arriba. Luego va Stille. Duch parecía que iba a caerse a mitad de camino, el corazón se ha acelerado en un momento, pero se ha agachado, se ha recuperado y sigue así hasta acabar. Madurez directamente lo cruza de rodillas, yo la miro muy pendiente, me coloco en posición por si tuviera que lanzarme al agua... pero nos dirige el pulgar hacia arriba a Social y a mí cuando salta a tierra.
—Yo iré contigo —dice Social—. Dame el bastón.
No hay forma humana de que recorra el tronco resbaladizo de pie y sin el bastón, así que imito el estilo de Madurez. Escucho a Social animándome desde atrás, preguntándome cada dos pasos si me encuentro bien, si quiere que paremos... Al menos, cuando le mando callar, parece que de verdad se calla. Todos me miran, y yo me siento ridícula, como un bebé al que van a aplaudir por llegar gateando hasta ellos. Vale, ya estamos... he mirado al frente todo el rato, no podía mirar el tronco, veía el río por los lados y me estaba entrando vértigo. Social me pone la mano para que la choque, lo hago de mala gana, y me da el bastón. Entonces, noto algo extraño en el cuerpo. Dentro. Una especie de presión que no parece venir de las heridas. Me palpo el pecho, mientras lleno mis pulmones. No es por flato, ni por el corazón, ni por los nervios... y, tal y como viene, desaparece. Nada importante. Pero Duch, tal y como yo acabo, frunce el ceño y se palpa el pecho. Y, cuando Duch deja de hacerlo y empieza Social, nos pregunta qué está sucediendo. Ady vuela encima de nosotros, y poco a poco baja, hasta posarse en el tronco por el que nosotros acabamos de bajar. Cuando Social dice que se encuentra bien, Jacob empieza a encogerse de dolor. Y, si Jacob se encoge de dolor, sólo puede significar una cosa...
Ady comienza a retorcerse. Llega a cantar un graznido aún más desagradable que los que solía hacer. Jacob, que ya está bien, se acerca a ella corriendo y la toca, pero entonces, se quema. Ady se mueve, como si hiciera fuerza contra un gigante invisible que intenta aplastarla. Mueve la cabeza, vuelve a gritar. Al final, se queda quieta. Se relaja. Cuando abre los ojos, de ellos sale el vapor morado de Energía convertida en Miedo.
—¡Ady! —grita Jacob—. ¡No!
La urraca tiene el cuerpo quieto, hace un barrido con la cabeza para mirarnos a todos, pero no podemos ver sus ojos, ahora son bolas de fuego morado. Ruido de hojas, encima de nosotros. Un mono, parecido a un mapache, nos está mirando, también con los ojos de Energía...
—Corred —digo, con tono sorprendentemente tranquilo.
No importa el dolor de las heridas, sólo seguir el ritmo del resto de compañeros para no quedarme sola. Madurez está conmigo, tira de mí y fuerza mi cuerpo, pero también le da un impulso que yo no podría. Jacob, que va delante, ha trepado tres metros de un árbol y acaricia a un mono limpio de Miedo que no ha huido de él, justo cuando le adelanto. Lo siguiente que escucho es el grito del animal y lo que parece ser una pelea en las ramas entre él y el controlado por Energía. Ady nos sobrevuela, justo a la velocidad a la que vamos. Empiezo a escuchar sonidos metálicos. Duch, que abre paso con su martillo delante de Social, comienza a hacerse pequeño, y llega un punto en el que el martillo se parte y de él sólo quedan dos cuchillos. ¿Y Stille? ¡No está delante de Duch! ¡Stille!, grito, pero el sonido parece morir aquí, tapado por el ruido de las máquinas. Detrás no veo nada, pero escucho las ramas romperse. Después de pasar el árbol de hojas enormes, Social sale despedido y desaparece entre un helecho cercano, por un robot de tamaño y forma humana, que le ha empujado. Yo suelto a Madurez, que se ha parado, desenvaino a Furia y le parto el cuello, antes de que pudiera golpearme. Atravieso su cuerpo, y gotas moradas y viscosas caen al suelo. Agarro a Madurez cuando los sonidos de detrás parecen muy cercanos, y sigo corriendo con ella y con Social, que tiene la espalda llena de tierra.
Pero Duch se para. Un gorila robótico, de pelo azul y piel negra, da golpes en el suelo frente a nosotras, y varios robots humanoides, armados, flanquean los lados del pequeño claro. Detrás, Jacob se reúne conmigo caminando hacia atrás, mirando hacia los ruidos de ramas. Los ruidos los hacía un puma, o un jaguar, negro y con los ojos de vapor morado, que nos mira con una mueca evidente de enfado. Rodeados.
El jaguar ruge, hemos venido a su casa, a hacerle daño, y lo sabe. Esto es lo que no quería que pasara por venir aquí. La línea azul que tiene Furia poco a poco desaparece a mis ojos, según la pongo de perfecto perfil dejando los ojos morados del jaguar a cada lado del filo. ¿Cuándo vendrán los tentáculos? El animal avanza un paso, para retroceder dos, con la cara mirando atrás, después de que Social disparara un rayo rosado desde su bastón.
—¡Vamos, venid! —grita Social—. ¡Tengo para todos!
Según lo dice, saca su ballesta con la otra mano y la carga sin esfuerzo, apretándola contra uno de los muchos virotes que tiene en el cinturón. Luego, la apunta a la cabeza del felino, que ha vuelto a rugirle. ¡Cuidado, Social!, grita Jacob, en el momento en el que el gorila, detrás de nosotros, camina para atacarle. Una mancha negra, Stille, aparece desde la copa de un árbol y aterriza sobre el cuello del gorila, y le clava sus puñales. Social dispara al jaguar, pero se ha ocultado entre el resto de robots. Avanzo contra uno de ellos y ataco, pero ni estoy tan rápida como lo estaba antes, ni ese robot es tan ignorante como yo pensaba. Sonidos de metales. El gorila se estrella la espalda contra un árbol. Veo al puma detrás de mí, va a cargar contra Jacob, entonces una flecha desconocida impacta en su cuerpo, un virote de Social en la pata trasera, y se marcha. Activo la fuerza de mi rubí para ganar el pulso al robot y partirle el pecho, justo después de que Jacob rompiera la cabeza del suyo con la energía que había acumulado de sus golpes. Y el gorila, que había conseguido agarrar a Stille, de pronto pierde las fuerzas y cae al suelo, contra un árbol. Le ha golpeado una piedra grande como una cabeza, y la ha lanzado un hombre pequeño, que ha venido a nosotros, ahora se ha subido al gorila y está cortando la piel del pecho con el filo de una lanza. Antes de que el gorila pueda cogerle, ha vuelto a estrellar la piedra sobre su pecho metálico. Después de un cortocircuito, el robot queda muerto. Y después de apuñalar el vientre hasta el centro, el líquido viscoso y morado de Miedo se extiende por la tierra.
—Ayudadme a cargar esto. —El enano se acerca a nosotros y señala al robot—. A cambio, os protegeremos.
Las mentes se arremolinan alrededor del gorila, tan rápido que no he podido procesarlo. Dos enanos van al frente, el que nos ha hablado con la lanza, y un compañero con el arco, el que disparó al jaguar. Detrás, tirando de los brazos o empujando las piernas, el resto cargan con la bestia. Y van todos tan rápido, pese a la fuerza que hacen, que casi me cuesta seguirles el ritmo apoyada en el bastón. Les pregunto si necesitan ayuda, si activo otra vez la fuerza de mi rubí, pero Duch me dice que esté tranquila. Insisto a Madurez si quiere que me cambie por ella, pero no quiere. Los enanos que nos han ayudado son muy parecidos a los que vi en la torre de Dante, sólo que su piel es más clara. Tiran del robot y nos guían por un camino estrecho de tierra blanda, en el que las mentes no caben, se abren paso como pueden entre las plantas, sufriendo más en un momento en el que una roca y un árbol estrechan el camino, único momento donde he podido ayudarles a empujar. Me siento extraña, fuera, desde la posición de espectadora.
Nadie dice una sola palabra. Lo único que puedo oír son, a parte del arrastre pesado del animal metálico, los sonidos de animales vivos. A Jacob se le ha partido una de las correas de su mochila, y se la recoloca en el hombro de vez en cuando, porque, como le falta una mano, es con el hombro con lo que empuja. Ady ya no surca el cielo, y no veo ojos morados por ninguna parte, ni los de Miedo ni los propios de Energía, que es la primera vez que los veía desde hace casi un año. Delante de mí, Stille empuja el robot. Abandonó el grupo durante la huida para emboscar luego a los enemigos. Fue de muchísima ayuda... pero podría haber sido convertida en lo que nos esperaba. ¿La regaño por eso? Bueno, ahora no es momento. No es momento...
El enano de la lanza grita a otro que hay delante haciendo guardia. Ese otro corre también, hasta desaparecer, para gritar algo poco después. Sonido de objetos pesados. Poco después, el camino se ensancha, se convierte en un claro, donde más adelante hay más enanos que corren hacia nosotros, y las puertas abiertas de un fuerte. Un muro de metal y chapa, con barricadas formadas por palos anchos puntiagudos en la base y estrechos y metálicos en la parte de arriba. La pared está agujereada y quemada en algunos puntos, y más allá de la puerta, casas. Enanos y enanas agarran el robot y lo cargan entre ellos, insistiendo en que mis compañeros descansen. Madurez está resoplando, como Duch, que sigue siendo pequeño, y ha tirado su mochila al suelo. El enano que disparó el arco desaparece por la puerta con el resto, pero el de la lanza se acerca a nosotros.
—Vosotros sois las mentes del mundo, ¿verdad? —dice.
—Sí —respondo—. ¿Cómo... lo sabes?
El enano se acerca a mí y me estrecha la mano. Aprieta fuerte, pero no hace daño.
—Soy Iloa, jefe de exploradores de este campamento —dice—. Luego nos presentamos como es debido, pero ahora no estamos a salvo.
Nos indica que pasemos dentro, al fuerte, que por dentro no deja de ser una aldea de pescadores... pescadores en guerra. Al lado de las redes y las cuerdas donde se cuelga el pescado, hay cajas con rifles y pistolas. Las lanzas están apoyadas en las paredes de las chozas, y son acariciadas por la ropa que una mujer tiende con su niño. Distingo a las mujeres por sus pechos y porque son algo más grandes, pero ninguno tiene un solo pelo en todo el cuerpo. Iloa, igual que su compañero del arco, gritan por todo el poblado que un ataque viene de camino. Miro a las mentes, y veo que no soy la única que no entiende lo que ocurre. Me acerco a Iloa, todo lo rápido que puedo.
—¿Un ataque? —pregunto.
Iloa no me mira, está repartiendo un fardo de lanzas que tiene entre los brazos a cada persona que se acerca a él. También a los chicos jóvenes...
—Esas máquinas no estaban ahí por casualidad —dice—. Va a venir otra oleada a por nosotros.
¿Una oleada de máquinas, aquí? Se gira para darme una lanza, entonces mira a mi cintura, a la empuñadura de Furia. Vuelve a girarse para dar esa lanza a una mujer, le susurra algo, y le da un beso en la mejilla.
—Esa arma es excepcional —dice, cuando la mujer se marcha—. De purita, pero no está del todo fundida. ¿Cuál es su nombre?
Furia, le digo. Bonito nombre, me responde. Iloa acaba de repartir las lanzas y le grita a su compañero para que continúe la preparación, luego grita al guardia que hay encima de la puerta que la deje abierta. El guardia, que la estaba cerrando, hace un gesto con la mano que no acabo de comprender, y vuelve a abrirlas de nuevo, en lo que da instrucciones a otros enanos para que le traigan algo. Todos se mueven muy deprisa. El pescado ya ha sido recogido, también la ropa, y en las puertas de las chozas de piedra están colocando tablas de metal. Los que no tienen una lanza en la mano, llevan arco. Cuando varios empiezan a colocar dos artilugios extraños en la puerta, parecidos a catapultas, Iloa se dirige hacia nuestro grupo.
—Hay tres máquinas difíciles —dice—. La primera es un vehículo, una especie de jarrón que hace música. Si veis uno dejadnoslo a nosotros, porque la pólvora que guardan la necesitamos para poder utilizar algún rifle.
Sí he visto un robot que coincide con esa descripción. Con Razón, en la cueva que había bajo el palacio, hace ya mucho.
—La segunda es el gorila —continúa—, que se rompen si se les golpea con algo contundente en el pecho. ¿Alguno de vosotros tiene un arma contundente?
—Hola, Iloa, mucho gusto. —Social le da la mano efusivamente—. Me llamo Social. Nuestro compañero Duch, cuando se hace grande, tiene un martillo.
—¿Le aparece un martillo cuando se hace grande? —dice Iloa.
—Sí, más o menos.
—Entonces, ¿por qué no te haces grande? —pregunta Iloa a Duch.
Duch se queda rígido, mirándonos a todos. No para de mover la cabeza de un lado para otro, hasta que acaba diciendo, casi gritando, que por qué le estamos mirando.
—Duch, hazte grande para golpear a los gorilas —dice Madurez.
—Es que... —dice Duch.
—¿Qué?
—Que no quiero.
Madurez mueve las manos muy deprisa.
—¿Cómo que no quieres? —dice—. ¡Si te haces grande, podrás tú solo contra todos!
—Es que cuando me hago grande, me vuelvo tonto.
—Duch, por favor —dice Jacob.
—No, de verdad, me vuelvo demasiado tonto. No sería de ayuda. ¡Esto es mejor!
Y saca sus dos cuchillos, sonriendo. Iloa le está mirando, con cara muy seria, pero más bien parece que está pensando en otras cosas y no ha estado muy atento a la conversación.
—Muy bien —dice Iloa—, entonces tú y la mujer de negro os encargáis de los escorpiones, el tercer tipo de máquina. La peor de todas.
—Un momento —digo—. ¿Escorpiones?
—Sí, unos cacharros metálicos muy rápidos, hechos con nuestra antigua tecnología. Con su aguijón no pican, pero disparan dardos anestesiantes, no tienen mucha puntería, pero no os confiéis. Les podéis matar de un golpe si...
Se calla, a mitad de frase, y hace como que clava su lanza en una roca, de arriba a abajo. Luego señala a Stille, y dice que hiciera lo mismo que hizo con el gorila, pero con los escorpiones. Un grito del guarda, dice que ya vienen. Yo ni veo, ni oigo nada... Iloa se marcha, pero llama a Social para que vaya con él, y nos indica al resto que nos quedemos ahí y esperemos a que los robots atraviesen las puertas, que aún siguen abiertas. Madurez se acerca a mí, temblando, y me dice que ella no sabe combatir. Voy con ella hasta una choza, una en la que vi entrar gente antes de que bloquearan la puerta, y retiro la chapa de metal. Dentro hay cinco niños, y un bebé que duerme. Los niños me miran. Están asustados. Les pregunto si quieren que esta niña mayor les proteja, y ellos asienten rápido. Vuelvo a bloquear la puerta cuando Madurez ya ha entrado, y me aseguro de que la chapa no va a caerse. Stille se ha colocado su máscara de boca y ha trepado hasta lo alto de una casa próxima a la barrera. Empiezo a escuchar estruendo de máquinas. Duch y Jacob me miran, claramente sin saber qué hacer, y yo la verdad es que tampoco lo sé. No sé el tamaño de su ejército, aunque por ese ruido, deben de ser por lo menos treinta, seguramente más, y tampoco conozco los puntos débiles de la barrera que han construido, que se extiende hacia derecha e izquierda, donde también hay enanos apostados. Al final, le digo a Duch que escale otra choza y se coloque como Stille, y a Jacob le digo que se quede conmigo, detrás de la puerta, pero no a la vista, por si esos robots fueran armados con algo más que dardos.
Pero... ¿y los tentáculos?
El poblado entero está en silencio, mientras las máquinas cada vez se escuchan más cerca. Veo a Social al lado de Iloa, que parece que lleva una especie de explosivo en la mano. Cuento por lo menos quince arqueros, pero ninguno lleva los rifles que hay en la caja que vi antes. Miro también hacia el mar, por si acaso. En el muelle, los botes se mecen con las olas, veo cajas apiladas, pero no hay nada más en la playa, que, si la niebla no me engaña, parece que también es roja. ¿Soy yo, o aquí hay menos niebla que en la jungla? Cerca de la playa, hay un joven que también está atrasado, como nosotros, y que sólo tiene un cuchillo. El joven me está mirando... Un ruido agudo me hace volverme al frente, me asomo. Las máquinas ya se pueden ver entre los árboles.
¡Fuego!, grita Iloa, y los arqueros disparan su primera salva, que no creo que haga mucho. Stille se estira para ganar altura, apunta con dos estrellas de metal en la mano, y las lanza. Eso seguro que son dos bajas para su ejército. Las primeras máquinas acaban de chocar contra la barrera en el flanco izquierdo, metal contra metal, y algunos lanzan esos objetos negros como el de Iloa, que explotan cuando llegan al suelo. Por un lado, quisiera trepar hasta ellos y dar algunas estocadas desde lo alto, pero, por otro lado, la puerta está abierta, custodiada por dos enanos en esas dos catapultas extrañas, verticales, que han colocado. Me asomo otra vez, y veo cómo un gorila, de pelo negro, avanza a toda velocidad hacia nosotros. ¡Cuidado!, grito, pero no hacía falta. Tirando de una palanca, uno de los enanos ha soltado su catapulta extraña, que resulta ser un martillo, propulsado a toda velocidad hacia la puerta, y ha partido el pecho del gorila, que ahora está en el suelo, dificultando el paso a los que quieran entrar. Dos gorilas más van detrás, aprovechando que el martillo aún se está recogiendo, pero el primero que entra sale despedido con el golpe del segundo martillo. El tercer gorila es más listo, agarra el martillo e intenta romperlo, no lo hace, pero lo dobla. Luego entra en el poblado, y ahora me toca a mí combatir. Tiro el bastón, enciendo la energía del rubí y con eso se ilumina todo mi cuerpo de rojo. El gorila embiste, pero me tiro al suelo, ruedo entre sus piernas, y corto el tobillo del robot. Todo piel. Si hubiese sido un ser vivo, le hubiera cortado los tendones, pero no le he hecho nada. Jacob se pone delante de mí, extiende la mano y absorbe, con dificultad, el puñetazo del gorila. El gorila retrocede, y hubiera jurado que ha susurrado algo con la voz de Miedo, pero Jacob es más rápido, toca su pecho, le devuelve toda la energía y el gorila cae entre dos casas. Un disparo me sorprende, es Social, que le ha dado en el pecho con su bastón desde la barricada, pero no lo ha matado. Le miro a los ojos, que son dos cristales negros, y piso con fuerza su pecho con la pierna buena.
Pero no eran los únicos robots que venían. Ahora que miro hacia la playa, veo más robots humanoides que salen del mar. Aún con la fuerza del rubí, camino hasta ellos, sin necesidad de bastón, y encaro a tres de los cinco que tengo al alcance. Uno menos. Dos menos. Me dan un golpe en la cabeza desde atrás, y caigo al suelo. Vuelvo a rodar. Me había golpeado un cuarto que no había visto. Un escorpión ha superado la barrera y se ha abalanzado contra uno de los enanos. Tiro la espada de uno al suelo, destrozo al otro. Queda uno. Jacob es cortado en el hombro por otro robot. Otro escorpión supera la barrera. Son grandes, altos como una persona con el aguijón, y se mueven rápido. Destrozo al robot que queda mientras recogía su arma, el líquido morado se esparce por el suelo. Aparecen cuatro más frente a mí, pero no Jacob y yo no estamos solos, el enano joven del cuchillo ha venido a ayudarme con otro de ellos. Noto dos golpes por la espalda, y el segundo escuece mucho, el escorpión, uno de sus dardos me ha dado en la armadura, pero el otro se ha clavado debajo del hombro. Duch aparece desde arriba de una casa y salta sobre él. Otro golpe al pecho me tira al suelo, pero esta vez no ruedo. Dejo que el robot vaya a ensartarme con su espada, la golpeo con Furia a mitad del viaje, el robot se desequilibra, patada en la pierna, cae. Muerto. Me levanto, corto el cuello de un solo movimiento a los dos robots que estaban asediando a los enanos. Entra otro gorila por la puerta, derriba el martillo que quedó doblado con su embestida, pero Iloa lanza desde arriba una de sus bombas, le derriba, y luego Social golpea su espalda desde arriba, a la altura del pecho, con su bastón. Veo a Stille lanzando otra estrella a un último robot que venía de la costa, que estaba a punto de entrar en la casa de Madurez. Oigo una explosión, atrás. Y luego sólo oigo los llantos de los niños. Mi cuerpo empieza a sentirse pesado...
—¡Frente norte! —grita Iloa—. ¡Confirmad!
Despejado, gritan los enanos de allí, a veinte metros de donde estamos, mientras camino por el poblado. Hay uno que está peinando la costa que he dejado atrás, y otro ya empieza a retirar las chapas de metal para ver que todos estén bien. Yo retiro la única que me interesa de un solo movimiento, veo a Madurez, le pregunto cómo está. Está temblando. Todo bien, dice.
—¡Frente sur! —grita Iloa—. ¿Algo?
Dos enanos jóvenes se están acercando a él, desde el que para mí era el flanco izquierdo, que es el frente sur. Entre los dos cargan a un tercero, uno desde las muñecas, el otro desde los tobillos. Parecen tristes. Noto una punzada en la espalda, es Stille, que me ha quitado los dardos del escorpión, y se los enseña rápido a los enanos que están con nosotras. Estos llaman rápido al enano joven del cuchillo, el de antes, que pide que se esperen, porque está con otro herido. Los enanos llegan hasta Iloa, con varios enanos detrás, la mitad curiosos, la otra mitad, también tristes. Me apoyo en Stille, pero poco a poco empiezo a dejarme caer, hasta sentarme en el suelo. La anestesia ya está haciendo efecto... Iloa, dice uno de los enanos, mientras tumban en el suelo al que cargaban, junto al jefe de exploradores. Desde donde estoy puedo ver que está herido, pero eso es lo de menos... porque en su antebrazo izquierdo brilla la marca morada de Miedo, los tridentes superpuestos que forman un círculo. El enano joven llega hasta mí, resoplando de la carrera, y está preguntando cosas a Stille. Demasiados enanos sin nombre en esta playa, un pueblo entero que ha surgido de pronto, pero bendito pueblo. Ese, que ahora es Miedo... seguro que fue el que cayó de la barricada cuando el escorpión entró. Iloa mira de cerca la marca, pero no la toca. Cierra los ojos, triste.
—No me corresponde a mí matarlo —dice—. Debe hacerlo el jefe.
El enano joven se arrodilla, me dice que es médico, y comienza a chasquear los dedos para atraer mi atención. Yo le aparto con el brazo.
—Espera, Iloa... —digo... me cuesta hablar—. ¿Vais a matarle?
loa se acerca, y también habla cosas con Stille y con el médico, pero me cuesta concentrarme. Repito la pregunta, con la esperanza de haberla dicho bien, entonces Iloa se arrodilla, igual que el médico, y me habla. Le pido que repita. Lo harán más tarde, dice.
Tengo que hablar con el jefe, antes de que sea tarde para ese inocente. Intento levantarme, ¿pero de qué sirve? Busco fuerzas en el rubí, pero Madurez me grita algo, me señala con el dedo, y dejo que el rubí poco a poco pierda brillo. Me levantan, lo están haciendo todas las mentes, las cinco, y me llevan dentro de una de las pocas casas del poblado. Estoy bien, digo. ¡Estoy bien!, repito. Ellos me llevan dentro igualmente.

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