22 de noviembre de 2019

Observan.


Me despierto dentro de la choza, cuando Iloa me toca el hombro y susurra que ya es la hora. Acaricio con cuidado a Madurez, a mi lado, porque sé que tiene malos despertares, pero esta vez abre los ojos como platos y se despereza en seguida, muy en silencio, porque Nulkama y su niño duermen a nuestro lado. Cojo la capa de oso y el bastón y salgo por la puerta despacio, haciendo el mínimo ruido con la cortina y aguantando las ganas de quejarme por el costado. Es noche cerrada aquí fuera... y eso me sorprende. Cuando por fin logré dormir, tarde, después de todo lo que se revolucionó el pueblo con la encarcelación de Imica y el descubrimiento de Servatrix, el sol aún iluminaba algo el cielo. Ahora veo algunas estrellas, las que la niebla y las nubes me dejan ver, y trazas sutiles de una aurora boreal verde. Es preciosa. Imponente. Se ve desde aquí lo ancha, enorme que es, y no se inmuta, permanece en el cielo como una raíz más, como si fuera... sólida, en el cielo.
Madurez se reúne conmigo, tiene frío, por eso le doy mi capa de oso. ¡Ja! Será más alta que yo, pero de hombros le queda enorme... Escucho las cortinas en otra choza, donde Iloa ha entrado para despertar a Stille. Antes de que nos reunamos, camino despacio hacia el final del pueblo, enfrente del estanque de vapor de azufre, donde está la última choza... no, ni eso. Un cobertizo. Aquí sigue oliendo a mil demonios... ¿hacía falta esta tortura? Ni siquiera tiene una cortina que detenga el aire, así que aquí hace el mismo frío que fuera... y los tres Uut no tienen abrigo. Nina dormía hasta que he entrado, Roruk mira hacia el suelo, impasible. Sólo Imica me mira, seria, sin emoción en su cara, con las manos atadas a la pared de la choza, sentada en el suelo, como sus soldados.
—Luchadora —dice.
No tiene energía en su voz. Ha sido tan suave, de hecho, que parece otra persona. Cojo aire y, como no me sale qué decir, lo echo. Ojalá pudiera cortar estas cuerdas ahora, salir de este pueblo en barco y con los Uut. Pero no puedo permitirme ser egoísta. Apoyo mi mano en el hombro de Imica y la miro, preocupada.
—¿Cómo estás? —digo—. ¿Necesitas abrigo? Te lo conseguiré.
—No preocupes —dice—. Fuerte Imica, fuerte Nina, fuerte Roruk.
—Voy a sacarte de aquí. Cuando vuelva de la montaña, hablaré con el jefe.
—¿Jefe?
Imica empieza a reír, con los ojos muy cerrados, enseña los dientes de la boca, apretados. Parece casi el siseo de una serpiente. Luego se gira hacia sus soldados, dice unas palabras en su idioma, y antes de que acabe los soldados ya se han empezado a reír también. Jacob llama a una puerta imaginaria golpeando la piedra con el nudillo, Imica entonces calla, y muy seria, le saluda como Chamana fuerte y vuelve a reír, hasta que se le pasa.
—Das tres lanzas y Uut matar pueblo en rayo cae —dice.
—Estos enanos son nuestros amigos también —dice Jacob—. Les necesitamos para matar a Miedo.
—Enano no amigo —dice Imica—. Matar fuerte Onubagan.
—Imica —digo—. Dijiste que ellos asaltaron tu pueblo. ¿Qué hicieron?
Imica se recoloca el trasero, pero casi no hay nada que pueda cambiar. Estira las piernas. Mueve las muñecas despacio. Ese nudo tiene que estar destrozándoselas.
—Matar animales —dice—. Cortar árboles. Como aquí. Ist ne Uut o cribi nii.
Miro a Jacob.
—Es una expresión Uut —dice—. Viene a significar que ellos preservan los bosques y su equilibrio, y que los enanos ni lo hicieron allí, ni lo hacen aquí. Es decir, aquí talaron árboles para construir este poblado.
—¿Cómo lo sabe? —digo.
—Imica huele, aquí... —dice ella, y señala hacia el sur con la cabeza—. O Nuctaqué. Huele árbol talado, talado grande, bosque muerta. Árboles que vivir, morada. Imica ve.
Iloa nos llama para que nos reunamos con los demás. Agito la mano en el hombro de Imica, y le vuelvo a decir que vamos a sacarla de aquí. Ella sólo dice sí, nada más. Fuera, en la plaza, Madurez y Stille nos esperan con Iloa, Pahatu y un chico joven que tiene que ser su hijo. Iloa tiene colgados de un brazo unos metales extraños que hacen un ruido sutil incómodo, y Pahatu y el chico cargan con una red grande cada uno, que arrastran como un saco. Cuando llegamos, nos conducen por la puerta más allá del muro del poblado, de vuelta al principio de la selva. Ya fuera, reparten los tres cacharros metálicos que les cuelgan del brazo, ruidosos, para Madurez, para Stille y para mí. Nos dicen que nos los coloquemos debajo de la ropa. Son dos planchas finas de metal, que ocupan casi todo el pecho, atadas por una cuerda doble. Iloa hace el gesto de cómo se ponen, pero yo me hago un lío con las cuerdas, no sé cómo hacer para meter la cabeza dentro y hacer que las dos planchas se queden a la altura del esternón. Luego, Stille me ayuda, hace que una caiga en la espalda... y ya le veo el sentido. Como están frías, las pongo entre la ropa y la armadura. Madurez ha tenido que quitarse la capa de oso para ponérselas, entonces Iloa se quita la suya, de tela gruesa, se la da y dice que la había cogido para ella. Le viene un poco pequeña, pero parece que Iloa ha pensado en todo. Aprovecha el momento para presentarnos al hijo de Pahatu, Makato, muy joven, atlético. Parece simpático. Pahatu se coloca el arco en el hombro y empieza a caminar, todos le seguimos, pero Jacob se queda... Me paro para mirarle.
—Deberías ir tú, en mi lugar —digo—. O Social... Estaba muy motivado por venir.
—¿Podrás llegar a esa montaña? —dice.
Simplemente asiento.
—Entonces deberías ir tú —dice—. Eres la más realista de los seis. Cuida de Madurez, ¿vale?
—No quiero que venga —susurro, me giro para comprobar que está lejos—. ¿Y si la cosa se tuerce?
—No pasará.
Eso no lo sabe. De verdad... no lo sabe. Confío en él y los chicos para calmar a Volkama mientras nosotras nos vamos. Después de despedirme procuro recortar la distancia que me han ganado todos, pero no puedo, y tengo que pedirles que me esperen y luego que bajen el ritmo. Tengo que pedirle a Stille que se pare otra vez conmigo para que acabe de atar la capa de oso a la armadura. Cuando sopla aire del norte, se está bien, pero el aire del sur me estaba congelando los huesos. En lugar de adentrarnos en la jungla, Pahatu, Makato e Iloa nos están llevando por un camino que marcha hacia el sur, bordeando la costa. Los árboles de la selva nos rodean, pero puedo escuchar perfectamente las olas por la izquierda, y supongo que podría ver el mar en algunos momentos si hubiera más luz. El aire continúa perfectamente salado.
—Hoy es buen día para salir —dice Pahatu, señalando al cielo—. El fuego verde indica que el dios no está enfadado con nosotros. Si fuera rojo, o morado... Miedo nos cogería.
La aurora, efectivamente, es verde y está en calma, pero no veo relación evidente entre sus colores y la suerte que podamos tener. Iloa ni siquiera mira al cielo, se apoya en el palo de la lanza para caminar. Ninguno de los enanos parece tener frío, aunque vistan ropas ligeras. Mientras seguimos por este camino de tierra húmeda, me doy cuenta de que, cuanto más nos adentramos, más místicos suenan los animales en la noche, quizá porque estamos cerca de amanecer, y se están despertando. Con la mano izquierda agarro a Furia, más por facilidad en caso de ataque, que por estrés o preocupación real. Con Iloa me siento segura caminando por la isla, pero aún así, necesito estar preparada. Como Stille se ha quedado conmigo, a diez metros del grupo, empezamos a hablar sobre cómo se siente, qué impresiones tiene de la isla. Le cuesta explicarse, y lo poco que hace, no aporta demasiado.
El ambiente es muy húmedo, tan sofocante en mi cuello como helado en las manos. Me duele el esternón, por eso sé que va a llover pronto. Iloa puede que se haya dado cuenta también, porque ha empezado a apretar el paso, según la primera aura naranja comienza a aparecer a la derecha, en el cielo... pero no puedo seguir ese ritmo. Así no puedo hablar con él sobre Imica. Sé que anoche fue un poco precipitado, y acabó gritándome que le dejara en paz, pero quizá hoy... No quiero forzar que me pida otra disculpa. No quiero que mi amiga siga presa. Sé lo que es estar agobiado por un pensamiento, obligarte a ti mismo a afrontarlo, no verte capaz, y que luego los demás te empujen a ese pensamiento constantemente. Me hizo no ser yo misma, hacer cosas... malas.
Stille me llama la atención con la mano, cierra los ojos y mueve la cabeza a los lados, y eso significa que el tiempo que llevamos sin hablar ha estado pensando cómo decirme algo. Me dice con gestos que está enfada porque ayer le apuntaron con sus lanzas, por haber encerrado a Imica y porque... por lo de Servatrix, porque Volkama sugirió que deberíamos matarla para no enfadar a su dios. Haber estado allí es lo que hace que haya entendido pronto un mensaje tan complejo. Stille aprovecha que los tres exploradores no pueden escucharla, y se burla de cómo levantaron ayer el pescado, señala el dedo corazón hacia atrás, hacia el pueblo, por aplaudir. Claro, aplaudieron celebrando que uno de nosotros iba a morir, y le doy la razón en todo. Aunque son buena gente, susurro. Ella hace un gesto complejo, que, después de repetirlo por tercera vez, interpreto como que se fía de los enanos... pero no confía en ellos. Quizá yo debiera hacer lo mismo.

Finalmente, los exploradores se paran en una bifurcación del camino. Al parecer, Pahatu y su chaval van a ir a cazar, recto hacia el sur, por eso llevan las redes, y nosotros ahora torcemos hacia la derecha, hacia la cordillera. Iloa nos mete prisa, dice que nuestro destino está lejos, y que yo no puedo ir muy rápido, así que se despide sin más y nosotros vamos detrás de él. El agua llega poco después, como una llovizna fina, poco después como gotas gruesas que llegan a hacer daño cuando caen en las manos. El aire frío ahora corta más la piel. El bastón se resbala cuando lo apoyo en la piedra. El paisaje se ha ido escarpando conforme la lluvia cogía fuerza, y la selva que se inclina hacia nosotros, en la derecha, contrasta con los árboles bajos y el valle de hierba y flores que empieza a la izquierda, iluminadas por el sol, que ya sale. ¿Eso que veo a lo lejos en el valle son ovejas pastando? Cuando el aire nos golpea con una ráfaga fuerte, la capa arrastra mi cuerpo, y las gotas caen de perfil. Iloa nos lleva detrás de un árbol grande, donde nos guarecemos unos segundos y así cojo aliento. De la capa de oso caen ríos cuando la aprieto, y el peso se nota, en la pierna, pero sobre todo en el costado. Madurez intenta hacer lo mismo que yo, pero de su chaqueta empapada por un lado no se escurre ni una gota... todo lo contrario a Stille, que con un movimiento ya tiene la tela seca otra vez. Eso sí, está temblando.
—Este será el último árbol así que veremos —dice Iloa—. Hasta ahora sólo habéis conocido la selva, pero esta isla es muy diferente. Los vientos y las corrientes hacen que detrás de esta cordillera haga más calor... pero ésta es la temperatura habitual en el resto de la isla. —Saca el brazo de la cobertura, y el aire ruge contra él—. Y es verano.
—¿Suele llover así? —dice Madurez.
—No llueve siempre, pero cuando pasa, es así de fuerte.
Se acerca a unos arbustos que hay a nuestro lado. De unos salen bayas verdes, de otro, rojas.
—Las bayas rojas son dulces en invierno —dice Iloa—, pero ahora son muy venenosas. Ni se os ocurra probarlas. Las otras están amargas. —Muestra las verdes—. Y son casi todo hueso... y no sientan muy bien a la tripa... pero no os matarán.
—¿Todo en esta isla mata o qué? —dice Madurez.
—Aquí —dice Iloa—, quien no aprende a la primera, sirve como aprendizaje.
Nos enseña también una hierba, que deja estreñido a quien la come, pero ayuda a que coagule la sangre. Nos enseña a cubrirnos bien del aire con la capa, sacando la barbilla y parte del cuello, al contrario de como estaba haciendo hasta ahora. Todo consejos de supervivencia en caso de quedarnos a vivir aquí, aunque no tengamos previstos un plan así. Ahora que Miedo sabe que hemos venido, cosa que era muy probable, habrá reforzado sus defensas, y seguramente planee un ataque a gran escala contra el pueblo de Iloa. Seguimos caminando cuesta arriba, por una pared a la izquierda que cada vez es más alta, y mientras, pienso en qué podría ser lo mejor para combatir a Miedo. Nuestro gran problema es el número... y si Energía o Dante atacaran con todo su poder, estaríamos perdidos. Tendremos que ser extremadamente listos. Madurez sigue haciendo preguntas a Iloa, sobre la isla, sobre cómo hacer determinadas cosas concretas, mientras que Stille sigue conmigo, también pensando sus cosas. Antes de lo que imaginaba hemos superado las copas de los árboles de la jungla, el sol comienza a calentar, y el viento y la lluvia están más suaves gracias a la protección de la montaña. Madurez me llama la atención, me señala un arcoiris que hay en el fondo, muy difuminado por la niebla morada.
Metros antes de llegar a la cima de la montaña, el viento ya volvía a golpear con fuerza, ahora salvaje y sin que nada pueda frenarlo. La pierna me arde... Desde aquí puedo deducir dónde empieza y dónde termina la selva, también dónde creo que atracamos la primera vez. Atrás puedo ver perfectamente el barco y dónde debería estar el poblado. Madurez se ha parado a respirar en una roca cerca de un estanque donde corre el agua, tiene la chaqueta y el pelo empapados, y yo he empezado a toser. ¿Habré recaído, después de un día bien? Iloa nos anima a seguir y señala nuestro destino, una montaña que hay cerca, la más alta de la cordillera. Para llegar a ella tendremos que bordear otra. Mis ojos se fijan en un brillo blanco enorme, lo que parece ser un gran lago entre dos montañas, ¿y arriba hay un glaciar? El agua del lago baja en cataratas gigantes, hacia el valle que hay en el corazón de la isla. Pero, ¿qué...? He sacado a Furia algunos centímetros de la funda, después de oír un ruido extraño. Luego descubro que venía de un animal, una especie de insecto azul brillante en el borde del estanque, que había confundido con una roca. Madre mía, tiene el tamaño de una cabeza.
—Tizones —dice Iloa—. Están por toda la isla siempre que haya humedad y otros bichos que comer.
Saben fatal, pero a mí una vez me salvaron la vida. Si alguna vez estáis tan desesperados, abridlos por el caparazón, no por el vientre.
Estoy a punto de preguntar qué le pasó en aquella aventura como para comer eso, pero creo que lo haré después, cuando sigamos con el camino. La cabeza es tan pequeña que casi no la veo, y, cuando está quieto, oculta las patas y sólo se ve su cuerpo, una masa azul y viscosa que por arriba, parece crujiente. ¡Menudo escalofrío! Bebo agua del riachuelo, como hacen todos, y prosigo la marcha la última... aún queda mucho camino. Iloa señala un hongo en el camino para decirnos que ni se nos ocurra pisarlo, pero no dice por qué. Miro el cielo. No hay rastro de Energía, ni de Miedo... de momento.

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El enano está a mi lado, sigue tallando esa figura de madera como si no me hubiese metido en su casa sin permiso. Fuera, en el patio, dos niñas juegan... y una mujer, que tiene que estar en el patio con ellas, les dice que no corran tanto, que se van a hacer daño. Más allá, en la calle, el barrendero sigue apartando las hojas que han caído por el viento. Un día normal en una casa normal de este pueblo, salvo que no es normal. Los niños jugan pese a la lluvia y el mal tiempo. El hombre barre y las hojas siguen cayendo tras él. La puerta está abierta y la entrada está empezando a empaparse.
Entre una estatua de madera grande y varios modelos de cabeceros de cama, encuentro la única pintura que tiene que quedar en todo el pueblo. En todas las casas han tirado abajo las partes de pared que estuvieron pintadas y la han sustituido por material que, aunque bien construido, se nota que es nuevo. Hay casas que han sido completamente reconstruidas. Pero esta pared no puede ser venida abajo, porque está integrada en la montaña, y, por las marcas que hay arriba, parece ser que no han podido excavar en la montaña sin más. Así que los dibujos que una vez pintó el antiguo dueño de esta casa, posiblemente el carpintero que tengo cerca, han sido tapados con pintura, únicamente en este trozo de pared. Con la mente en blanco, intento empujar un cabecero que tapa parte del dibujo, pero está bien agarrado. Casi no se distingue nada, pero reconozco el brazo y la pierna de uno de Los Creadores. Abajo hay lo que parece el dibujo de la isla, y una ubicación que marca el suroeste.
—Tienes visita —dice el carpintero, con voz casi natural.
¿Cómo?, pregunto, pero el hombre se limita a lijar madera. ¿Me ha hablado a mí? Mueve la calva brillante por la luz eléctrica hacia la puerta, pero no hay nadie ahí, sólo lluvia. Salgo, aún sin saber si el hombre estaba hablando conmigo o con su mujer en el patio, pero tiene que haber sido conmigo, porque la madre está hablando con una de las hijas, en lo que otra practica a mover un aro con la cadera, pero se le cae enseguida. Voy a entrar dentro otra vez, cuando veo una figura que reconozco. Más allá del barrendero, del cartero que se cruza con él y le saluda, Jil Ehrad está apoyado en su lanza, mirándome. Casi no le veo, las nubes se han comido todo el cielo. Camino hasta él rápido, me coloco el cuello de la chaqueta hacia arriba. La lluvia es fría. Casi me resbalo con uno de los charcos en la calle de adoquines.
—¿No podías hablarme con el carpintero? —digo—. ¿Tenía que venir aquí? —digo.
Jil sonríe, con los ojos morados, y acaricia la lanza. Es nueva, con la punta de metal, y el resto, un mango largo de madera que parece robusto, seguramente tallado por el hombre que acabo de dejar. El pelo le ha crecido, y su cresta ahora se ha convertido en una melena negra de rastas y trenzas que le llega hasta los hombros. Acompáñame, dice. Se va, apoyando la lanza en la piedra y haciendo ruido, yo miro atrás... la familia que vive allí. ¿Vivían igual antes?
Jil me conduce hasta un templete en la plaza del pueblo, a salvo de la lluvia, iluminado por una bombilla que parpadea. Alrededor, los ciudadanos charlan y ríen, un grupo de jóvenes juega con una pelota de piel. La lluvia no parece afectarles en absoluto. Más allá está la puerta principal, una por la que evité entrar precisamente porque había gente rondando la avenida. Jil me dice algo, pero no lo he escuchado bien. El corazón me late muy deprisa, rodeado de esta masa colectiva que finge tener una vida, no, cientos de vidas, necesitar alimento, como el tendero de pasteles que da vueltas a una manivela chirriante para dar más de sí el toldo y que proteja sus dulces. Ojos morados. Jil me ha vuelto a hablar... Me está mirando, chasqueando los dedos.
—Nunca habías venido aquí —dice.
—He reunido valor.
—Conmigo no te hace falta de eso...
Señala hacia la montaña que parte el barrio derecho de la avenida, la primera de una cordillera que se extiende hacia el este. Esta montaña hace un gran escalón, que parece una espada plana, un barco gigante, atravesando el pueblo. Jil vuelve a hablar.
—Yo... velo por ti.
Distingo entre los árboles oscuros, por el brillo blanco de una chaqueta, una figura, un hombre que está de pie, quieto en el borde. Mirando hacia aquí, hacia el pueblo. Mirando hacia mí. Creo que reconozco esa figura imponente, pero no puede ser, no tiene sentido, porque murió, seguro que murió, Luchadora iba a matarle. Pero... cuanto más le miro, la chaqueta blanca, el pelo castaño que distingo cuando entrecierro los párpados, lo tengo más claro. Dante nos vigila, en la montaña. Todo este tiempo he sido incapaz de extraer de él esta información.
—¿Cómo...? —Me giro hacia Jil, sin más palabras.
—Te dije que no lo sabías todo —dice—. Y ésto es sólo el principio.
—¿Desde cuándo?
—Todos en el mismo día, el de la torre. Poco después de que abandonaras a tus compañeros.
Les abandoné, sí... y no me sorprende ver que Jil me mira serio, completamente impasible después de decir eso. Estoy seguro de que Miedo ha sentido lo mismo que yo, lo ha sentido todo, pero no pienso darle la satisfacción.
—Yo les abandoné porque les quiero —digo—, y tú posees todo lo que puedes, sin importarte las vidas que abandonan sus cuerpos.
Jil mira alrededor, toda la vida, el bullicio que hay pese a la lluvia. Dos arroyos rodean el templete y marchan avenida abajo hacia la salida.
—No —dice Jil con varias voces—. Yo busco el bien común y tú te aferras a apegos egoístas. Como este pueblo. ¿Sabes que antes no tenían problema en deforestar y alterar el equilibrio? Vivían apegados a la ciencia, a la lógica, pero sólo la que les convenía.
—Eso es lo que tú dices.
Jil no contesta, y en lugar de eso, señala lugares concretos que creo que ahora ya no existen. Me he dado cuenta de que los enanos del pueblo han dejado de hablar, y se han parado a mirarme. Absolutamente todos...
—Casi podría decirse que profesaban fe a su lógica —dice—, que era su religión. Una religión que les decía que yo no tenía sentido... pero eso no quitó que me colara una noche entre sus sábanas. Entonces... ¿de qué les sirvió tanta tecnología? Los que quedaron por convertir, los que tardaron un poco más en formar parte de mí, desecharon la lógica y creyeron en... —Hace gestos con las manos, pensando la palabra—. ¿Cómo era? La segunda venida de la mente de la pureza, si no me equivoco. ¿No es gracioso? Cambiaron un dios por otro.
Uno de los jóvenes que jugaba tiene la pelota en la mano. El tendero. Las niñas del carpintero también me miran, cogidas de la mano con su madre. No se acercan, pero no paran... ¿Qué planea hacerme con ellos?
—Tu familia, las mentes... —dice Jil, de nuevo con su voz natural—. Costó mucho, pero al final las convertí a todas. Menos a Madurez... que la maté.
Otra vez esa cara seria e impasible, otra mentira. ¡No puede cruzar ciertos límites! Echo a un lado la chaqueta y desenvaino del cinturón la antigua espada de Razón. La luz tenue del templete hace que su filo también sea dorado. Cierro los ojos, pero aún siento la mirada de todo el pueblo, también a mis espaldas, donde podría haber alguno justo a mi espalda. Miro atrás, por si acaso, luego vuelvo a cerrar los ojos, y respiro hondo. Guardo la espada con cuidado.
—No morderé ese anzuelo —digo—. No sé qué pretendes conseguir diciendo esas tonterías.
—Puedo probarlo —dice Miedo—. Social, Duch, Stille, Jacob. Luchadora.
—Demuéstralo.
—Vinieron aquí por mar, atracaron en el norte. Si quieres verles, ahora están en El Círculo.
El Círculo, escucho lejos. Ve a El Círculo, escucho a mi izquierda. Tengo a las mentes allí, dice un enano atrás, murmullos, mezcla de voces que no acabo de entender, El Círculo, vuelvo a escuchar. Cojo aire para gritar basta, justo en el momento en el que se callan todos a una. Miro a Jil, no sé por qué le miro así, si él es parte de ellos. Se acerca a mí y me toca la cabeza con la mano, antes de que pueda apartarme ya me ha hecho verlo, una imagen en mi cabeza. Es ese edificio antiguo que vi en sueños, de tres plantas, en el noroeste de la isla. Ese edificio lleva llamándome mucho tiempo, pero Miedo nunca me había dejado pasar.
—¿Podré verlo? —digo.
—Ahora sí —dice—, ahora está completo.
Las lágrimas comienzan a difuminar lo que veo. La voz sale sin fuerza.
—¿Y Madurez?
—Lo siento.
Necesito verlo. No, me niego. No. Necesito verlo antes de imaginar nada. El camino que lleva a la salida está vacío. Pero Aristóteles está en la entrada de la playa, y el camino que me lleva allí está lleno de ciudadanos quietos en la lluvia, ni siquiera parpadean, parecen normales, pero hay algo mal en ellos, más allá de los ojos y que estén quietos, hay algo que me transmiten. Miro a Jil como quien se despide de alguien al que no va a dejar de ver. Intento que mis pasos parezcan decididos, más o menos convincentes, y cuando comienzo a pasar entre ellos, las manos me tiemblan, como a Mentes cuando salía a la pizarra para hacer una exposición. ¿Y Sever me daba pavor, hace veinte años? Cuando los iris de un enano son claros, puedo ver cómo sus ojos me siguen con la mirada hasta que desaparezco de ellos, pero luego no se giran, se quedan orientados hacia el templete. Las hijas del carpintero.
Hay algo en todo lo que dijo que me resulta demasiado específico. Intento poner la mente en blanco, ¡si ni siquiera sé si eso funciona! Pongo la mente en blanco e intento rememorar de la forma más simple posible lo que dijo sobre la mente de la pureza. Sever siempre fue inmune a cualquier clase de veneno. ¿Podría ser Madurez? El corazón me da un vuelco, casi un ataque. Es imposible que haya muerto, no, necesito verlo y está viva hasta que yo lo diga, ella podría ser la mente de la pureza que Miedo podría estar temiendo.
O quizá no. Las cosas no siempre resultan tan fáciles. Se llama Madurez, no Pureza. ¿Era Sever alguien de corazón puro, si luego se volvió contra sus amigos? La historia demuestra que el concepto de pureza no tiene que ser como lo imaginamos. ¿Y si fuera Dante? Es fuerte, antiguo. Cala a una persona sólo con verla a los ojos. ¡Pero qué tonterías digo! No puedo hacer tanto caso a una superstición que Miedo podría haberse inventado, eso es lo que él quiere. Que llene mi cabeza de tonterías y me distraiga de lo importante.
Los enanos han ocupado la última calle y casi no puedo avanzar sin rozar a alguno. Atrás, en la montaña que ya he pasado, Dante continúa de pie, quieto, observándolo todo.

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Está parado abajo, justo al borde del abismo, de cara al pueblo. Dante parece diminuto desde aquí, pero su gabardina blanca, aún rasgada por atrás, sigue siendo reconocible. Inmóvil. La lluvia ha dispersado gran parte de la niebla, pero allí en el antiguo pueblo de enanos sigue siendo intensa, y como estamos lejos, no veo nada.
—Siempre está ahí de pie —dice Iloa, mirando a Dante—. Sus ojos siempre pendientes de mi pueblo.
—Su ojo —dice Madurez—. Jacob le dejó tuerto.
Agazapados en estos matorrales, en la cima de la montaña, la lluvia cae con menos fuerza, pero nos mojamos igual y nos llenamos de barro la ropa. Mejor eso a que nos vea el cuervo con ojos morados que está sobrevolando el cielo. Da vueltas por lo alto en silencio, a veces sorprendido por una ráfaga de aire. Madurez va a señalar abajo, pero Stille coge en seguida su brazo, lo vuelve a esconder entre las hojas. Mira hacia arriba. Nada. Iloa niega despacio con los ojos muy abiertos, y la verdad es que mi corazón acaba de estallar... Ella pide perdón. Perdón, perdón, perdón, dice.
—¿Por qué vigila el pueblo? —sigue diciendo.
—No creo que lo vigile —dice Iloa—, porque todos ahí dentro fueron... bueno. Doscientos enanos honrados, algunos... niños, por entonces, de los que sólo pudimos huir cuarenta y dos. Hoy quedamos treinta, más los niños que nacieron en el poblado.
Stille palmea en la tierra, y pregunta a Iloa qué pasó. Como Iloa no le ha entendido, Madurez le traduce.
—Por la noche escuchamos gritos. Una pareja de jóvenes, como tú, Madurez, que salvaron las vidas que has podido ver.
Iloa para un momento, creo que para recomponerse. Parece angustiado.
—Nuestro pueblo no era como hoy —dice—, pero fuimos estúpidos. Algunos negaban que Miedo existiera. Otros confiamos en que Los Creadores restaurarían el equilibrio.
—Los Creadores están aliados con Miedo —digo—. Arisa, la de color verde, lo dijo delante de Madurez.
—Y ahora, vuestro jefe quiere matar a vuestro compañero y a Servatrix para satisfacer a Mentes—dice Madurez—. Muy siniestro.
—Volkama y yo tenemos nuestras diferencias —dice Iloa—, pero ha logrado mantener al pueblo unido y con ganas de seguir luchando, oleada tras oleada. Es algo que yo jamás podría. Ojalá pudiésemos irnos en ese barco...
No sólo le entiendo... le comprendo. Le siento. Ojalá el barco pudiera llevarnos a todos a un lugar limpio y fácil, sin muertes. Donde una chica adolescente pueda desarrollarse en paz. Pero esa misma chica corta mi realidad, cuando dice que no hay huida posible. Miedo controla las tres islas, nos dice y en este punto, es o él, o nosotros.
—Y por eso vamos a matarlo —dice Iloa—. ¿Veis ese edificio de allí?
El enano comienza por el noroeste y señala el edificio de El Círculo, oculto entre la niebla. Ese es su escondite, dice, tiene mucho sentido. De ese lugar surgen rocas separadas de la isla, formando en bloques independientes la pinza gigante en el mar... y de esa pinza, surge la gran columna de niebla por la que Miedo accedió a nuestra isla, la columna que Fuego intentó detener durante años. Su luz nos vendría tan bien ahora... nos lo tenemos merecido. Iloa nos sigue enseñando la isla, señalando el oeste, donde una cordillera de montañas de la misma altura que la nuestra cubre por completo la frontera oeste y suroeste de la isla. Iloa nos pide que nos fijemos mejor. Las montañas, su cima, parecen tener forma extraña... caras. Las cimas de la montaña tienen formas de cabezas, algunas de animales. ¿Pero qué...? ¡Deben de ser enormes! A sus pies hay un gran lago que se divide en dos cataratas, que tienen que ser colosales, y esas cataratas se convierten en dos ríos. Entre la niebla y la distancia me cuesta captar todos los detalles que cuenta Iloa.
—Nuestro pueblo tiene un dicho —dice—. No prometas como el Kol’hi, actúa como el Galo’hi. La catarata del Kol’hi es más grande y caudalosa, pero pronto gira hacia el norte y va a morir cerca de nuestro antiguo pueblo. Sin embargo, el Galo’hi, siendo el pequeño, antes de desembocar en el sur da vida a todo el valle.
Ese valle es enorme, de hecho. Kilómetros y kilómetros de explanada que sólo cambia de color, no de altura, menos por unas colinas escarpadas en el centro de la isla, pero nada más entre nuestra cordillera y la del oeste. En el suroeste hay un volcán activo, según Iloa, rodeado por un glaciar de hielo morado que me ha costado distinguir, tan morado como toda la hierba que hay en la mitad sur de la isla. Iloa nos señala una torre que hay en el sur, pero sólo para decir que lleva años abandonada. Donde sí se detiene es en el edificio que hay cerca. La fábrica de robots, dice, y el bosque talado que la rodea debe ser ese al que se refería Imica esta mañana.
—Ahí es donde Miedo produce sus cacharros —digo.
—Los crea El Juguetero —dice—. Es... era nuestro ingeniero más respetado. Se cambió de bando antes de que Miedo atacara.
Así que los robots que tantos dolores de cabeza nos han dado son obra de un hombre de la mitad de nuestro tamaño... algo irónico. Iloa empieza a trazar líneas de rutas por la isla, donde nos cuenta las patrullas comunes de las máquinas. Entre esas patrullas y Mushadef, nos cuenta que no pueden acceder a la mitad izquierda de la isla de forma segura. ¿Mushadef?, pregunta Madurez. Iloa señala al cuervo del cielo. Nos cuenta que Mushadef es la bruja de cuentos, de un folklore que su pueblo perdió hace mucho y Volkama rescató. Madurez le dice su verdadero nombre.
—Antes de que Mushadef... —dice Iloa—, perdón, de que Energía llegara, todo era más fácil para mí. Teníamos vía libre para acceder al centro.
Señala las colinas escarpadas de antes. Yo le pregunto por qué. Luego, el aire frío sacude mi costado empapado por la lluvia.
—Miedo mata a los animales que posee —dice—. Los peces flotan en el agua, los reptiles se retuercen, y los pájaros se lanzan a tierra. Sólo los mamíferos parece que aguantan, y aún así, no todos. Aún veo a veces zorros muertos en mis rutas. Cada vez menos, porque Energía ha sustituido a Miedo con eso. Con eso y... levantando muertos.
Por su cara, sé que los ha visto de cerca, y posiblemente haya tenido que combatirlos. Energía nunca se enorgulleció de su habilidad bizarra, pero acabó salvándole la vida. Iloa nos explica que la placa de metal que nos pusimos al principio de la ruta era, precisamente, para que Energía no pudiera detectarnos, al parecer no puede rastrear nuestro latido así. Ahora entiendo muchas cosas... ahora lo entiendo casi todo. Stille me mira y tirita, pero no me dice nada, mientras Iloa continúa hablándonos de rutas antiguas y actuales, de caminos más o menos seguros, como el que cruza esta cordillera por la mitad, junto al glaciar que hay más al sur, o la ruta de caza por la que van ahora mismo Pahatu y su hijo. También comentamos posibles formas de llegar a El Círculo, una de ellas por mar, pero realmente no sabemos qué nos encontraremos dentro. Cuando lleguemos hasta Miedo, hasta él mismo, en persona... ¿qué pasará? ¿Morirá si le atravieso el corazón?
La lluvia comienza a volverse más ligera. Se han vuelto a abrir las nubes, y ha salido el sol, pero no veo el arcoiris. Me doy cuenta de que justamente los lugares claves que ha comentado Iloa son los más intensos en la niebla de Miedo, los mejor vigilados y en los que más tropas tiene, ya sean robots o convertidos. Si eso es así, tendremos que esperar un gran combate en El Círculo, y no sé si podremos permitirnos perdonar la vida a todos los convertidos que se abalancen contra nosotros. ¿Es posible que Miedo sea más fuerte en aquellos lugares donde hay convertidos? Eso explicaría por qué los enanos no fueron atacados por tentáculos.

Más allá del cielo, la madre de mentes vomita en el baño. Mentes está en el pasillo, con el vaso de agua preparado, y pregunta a su madre qué tal la gastroenteritis. Su madre dice que está bien, que no nos preocupemos por ella... que es mayor y cualquier tontería le revuelve el cuerpo.
—¿Seguro, mamá? —pregunto—. ¿Quieres que vaya a la farmacia, a por algo más fuerte?
Ella dice que no, que tiene el cuerpo perfectamente, simplemente tiene náuseas. Espero como Mentes en el pasillo, hasta que Helena abre la puerta y nos echa la bronca por estar aquí. Dice que busquemos trabajo y dejemos de agobiarla, que ella sabe ponerse un vaso de agua. No sé cómo reaccionar, y ninguna otra mente toma el control. Perdón por ayudarte, estoy a punto de decir... ¿para qué? Iloa, a mi lado, estaba mirándome. Tenéis una doble vida, ¿verdad?, nos dice. A veces tengo demasiado con esta isla, como para encender el teléfono, abrir la aplicación del banco y ver que pronto vamos a gastar los ahorros que prometimos no tocar.
Después de esto, Iloa abre su mochila y saca la comida fría que nos corresponde a cada uno, envuelta en un trapo. ¡Tenía hambre!, pero más hambre debe que tener Madurez, que lleva desde mitad de viaje con la tripa rugiendo. Comer con el barro abajo y la lluvia encima me parece asqueroso, pero no vamos a poder movernos hasta que ese cuervo baje de una vez. Hemos tenido suerte de llegar a la cima antes de que el pájaro subiera... no me hubiera gustado perder otro día repitiendo este camino infernal. Supiro. Echo de menos ser joven.

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