15 de noviembre de 2019

Ítaca.


Acaricio a Aristóteles, que también se ha acercado al fuego. Seguro que tenía frío. Le pregunto cómo está, y él me mira, pero no me contesta, como hace siempre. A veces me pregunto si me entenderá cuando le hablo, aunque sea sólo un poco. Me pregunto si a veces él querría contestarme, pero no lo hace porque no puede. A veces querría que me hablase, me dijera qué opina sobre la isla, sobre Miedo, me dijera lo que se me lleva escapando casi un año. Han sido muchas las aventuras que hemos vivido él y yo, a medida que la barba me iba creciendo, hasta el punto de poder agarrarla, y en todas esas aventuras Miedo estaba allí también. El tercero en discordia. El amigo con el cuchillo en la espalda, que, en todo lo que hago, siento cómo me presiona para hacer otra cosa, una voz irresistible dentro que me dice que no vale la pena, que debería rendirme y someterme a su control. ¡No quiero! Y cuando llegue el momento, si es que va a llegar algún día, veremos quién ha usado a quién.
—Sabes que conozco todo lo que piensas, ¿no?
El robot sigue parado a mi lado, y su transmisor de voz está muy cerca del líquido morado desde donde Miedo les controla. Hay más en las esquinas de la sala, pero lo mejor es olvidarles. El robot que va conmigo tiene un cuchillo guardado en una funda vieja. Acerco el brazo a su cintura, cojo el cuchillo y lo clavo en su cabeza metálica. Del golpe, el robot cae al suelo, y los otros cuatro, los de las esquinas, han desenvainado sus armas.
—¿Se puede saber qué acabas de hacer?
Ha hablado un robot mucho más grande y con cuatro brazos, pero la voz que sale del transmisor es exactamente la misma. Yo levanto las manos, despacio, y me giro hacia ellos, justo cuando el robot que he atacado se estaba levantando y sacando el cuchillo de la frente. Me da por pensar en el chico malo de la clase de Mentes, cuando era adolescente.
—La actitud que tienes últimamente me decepciona —dice—. Quería saber de qué eras capaz, qué te hace especial, pero vas a acabar en una jaula.
—No he querido hacerte daño. Sólo quería demostrar que no sabes todo lo que pienso. Y, ya puestos... yo también sé cosas sobre ti.
Los robots se relajan, y acaban guardando las armas. El grande, de cuatro brazos, tiene unos movimientos más fluidos que el resto... debe ser una de las últimas creaciones de El Juguetero.
—Tampoco conoces todo sobre mí —dice—. Casi nada.
—Sé que quieres absorber a todos.
—Sí.
—Sé que tienes cautivo a Inconsciente aquí.
—Sí.
—Sé cosas.
—Saber cosas —dice—, no te da conocimiento.
Si me concentro, me vienen a la cabeza imágenes, conceptos, de cómo era antes este edificio. Las imágenes se emborronan, y surgen algunas incompatibles, pero entre toda la maraña, puedo saber, sin ninguna duda, de que esta fábrica de robots era antes un templo. Si me alimentara de la esencia de Miedo otra vez, seguramente vería más, pero cuanto más veo, más me acerco al abismo negro, un abismo redondo y profundo, no sé si porque no hay luz, o porque Miedo es la oscuridad misma. Parpadeo varias veces, me doy la vuelta hacia la hoguera, y le pregunto en voz alta por qué no controló a Inconsciente. Él me responde que Inconsciente no puede ser controlado, que es una entidad antigua, como lo es él y como lo son Los Creadores.
—¿Y dónde están Los Creadores? —pregunto.
Pero mi pregunta, después de esperar tres segundos en silencio, entiendo que no será respondida. Me ajusto el abrigo, me aseguro de que los cordones de las botas están bien atados. ¿Quieres que nos vayamos?, le pregunto a Aristóteles. Ya estuvimos aquí hace dos días, y de nada me sirve ver un conjunto de tubos y respiraderos, si Miedo no me deja ver la producción en masa de los robots, ni hablar con El Juguetero, ni con Inconsciente. Es un juego sutil. Cuanto más me prohíbe, más quiero saber a través de su esencia, y más cerca estoy de su control. Ay... no puedo prohibirme pensar, pero intento poner la mente en blanco, todo lo posible. Cojo las riendas de Aristóteles, que parece que aún quería seguir cerca del horno, pero ya está bien, palmeo su cuello. Ya hemos tenido suficiente, y los robots empezaban a ser una mala compañía. Aunque es tonto, ¿verdad? Tanta repulsión hacia todos los ojos con los que Miedo me puede ver, el Gran Hermano, y resulta que tengo una cámara dentro de mí. Absurdo, cómo se me olvida constantemente, hasta que vuelvo a sentir que corrige mi mano para coger mejor el caballo, que pone la espalda recta para no tener contracturas luego. No hay fisioterapeutas en este mundo mental.
Cuando salimos por la puerta principal del edificio, ya estoy montado. El sonido de las herraduras de Aristóteles cambia, por fin, cuando pasa a pisar tierra. Hasta nunca, le digo a un robot que vigila fuera, y me marcho por el camino del bosque muerto. Oigo a lo lejos el sonido de sierras mecánicas, veo a dos gorilas llevando un tronco hacia el edificio. Qué desperdicio, matar la vida para crear metal.
Según Aristóteles continúa el camino hacia el oeste, directo al centro de la isla, es tan común encontrar troncos talados sin arrancar como ver aves y liebres muertas, tiradas por el suelo. Escucho el sonido grave de un árbol cayendo sobre la tierra. Algunos animales, casi todos, son ya esqueleto, piel muerta entre hierba morada. En la playa que hay al sur, los pingüinos de pico naranja y las gaviotas se amontonan, muertos también, en la arena negra, alrededor de bloques de hielo enormes que se deshacen poco a poco. Sólo las babosas azules que crecen en la isla, brillantes, parecen prosperar alimentándose de los cadáveres. A la izquierda, el pequeño bosque de arbustos morados empieza a tapar la playa. En ese bosquecillo vi hace tiempo un símbolo enigmático en la piedra, debajo de un monumento viejo y roto, bien vigilado, rodeado de animales muertos que parecieron morir escarbando la tierra que lo había ensuciado. Eso es este sitio. Muerte. Metal. Incluso Miedo me advirtió de que las aguas de esta costa están contaminadas.
Delante se presenta ante mí, otra vez, la isla entera, lo que la niebla me deja ver hoy, un día más claro que ayer. Distingo el gran volcán del suroeste, pero casi no veo los glaciares que le rodean. Tampoco veo las dos grandes cascadas de la cordillera oeste. Sí que puedo ver, porque brilla con el sol, la gran torre que hay en la costa suroeste. Me recuerda mucho a la de Dante, en Ashotán Óniros, desde lejos, claro. Los robots de Miedo no dejan que me acerque, ni siquiera a una distancia prudencial. Me impiden el paso desde el valle de géiseres. Toda la zona suroeste es el centro de operaciones de Miedo.
Paro a Aristóteles en seco. Mi compañero mueve la cabeza, no puede mirarme, así que es su forma de preguntarme qué pasa. La torre de la isla fue construida con las técnicas enanas, igual que la de Dante. No puedo ir a la torre, pero... puedo ir al antiguo pueblo de los enanos.
Un escalofrío me recorre el cuerpo.
Es una aldea de zombis. No, es peor. Son zombis que piensan y se coordinan, que hacen labores, todo desde una misma mente colmena que las dirige y finge hacer vida con ellos, como uno de los videojuegos que Mentes quería jugar... pero en la vida real. Aristóteles relincha y pisotea, porque quiere saber qué vamos a hacer. Pero... ¿y si voy? Llevo meses investigando las ruinas de antiguas mentes asesinadas, pero, ¿y si las respuestas vinieran de manos de la cultura que aún, en cierto modo, vive? Intento poner la mente en blanco todo lo que puedo. Oculto mis intenciones... Azuzo a Aristóteles, y le indico la dirección, hacia el norte, hacia el pueblo que hay detrás de la cordillera central de la isla. Sólo de pensar que voy a ir empiezo a tener náuseas, y no sé cómo hacer que bajen, aunque lleve días sin llevarme nada a la boca. Aristóteles gruñe. Es su forma de regañarme por ser tan indeciso.

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Me toco las puntas de los dedos. Creo que las siento con normalidad, que la anestesia se está pasando. Hace rato que le dije a Madurez que se fuera, a respirar el aire puro de la playa, y no el salitre acumulado que hay aquí. Apenas puedo ver nada. Tengo la sensación de que una piedra se ha metido dentro de la armadura, que me presiona la espalda en esta camilla rígida. Me palpo el costado y la pierna, toco la herida con la yema del dedo, y casi no siento dolor. La anestesia aún sigue en el cuerpo. Si nos hubiésemos encontrado uno de esos escorpiones antes de que apareciera Iloa con su compañero, ahora seríamos uno más con Miedo. La cortina de conchas se mueve. El médico, que había salido, entra por la puerta, que es casi tan baja como él. Se lava las manos con un cuenco de agua que hay cerca de la cama, hecha de tallos y hojas grandes. Me pregunta cómo estoy, y me da la mano, que está mojada y caliente. Leúa, se llama. Acto seguido, se dirige al cuenco otra vez y vuelve a lavarse las manos.
—Necesito que te quites la armadura —dice—, estás herida.
Yo niego con la cabeza.
—Estas heridas son antiguas —digo—, y el efecto del escorpión ya casi se me ha pasado. Lo que necesito es hablar con el jefe.
—Por la forma en la que caminas, han sido infligidas hace dos semanas, y, además, mal curadas.
Cuento los días con la mente. Podría haber acertado. Jacob y Duch se pasaron días enteros limpiándolas y cambiando vendas. Hicieron lo que pudieron, digo, él insiste en que me la quite. Me siento en la camilla. Cuando me quito las piezas de la armadura, que ahora están sobre la tierra, me pide que me suba el camisón y me vuelva a tumbar. Con una tijera, que también limpia en el cuenco de agua, comienza a cortar la venda. He estado a punto de preguntarle si sabe lo que hace.
Carne rosa, roja en algunos puntos, en el costado y también entre dos costillas dobladas. En los bordes, costra. En la parte trasera de la herida, Leúa pasa el dedo por una zona que parece estar supurando. Frota ese dedo por el pulgar, mira de cerca el poco líquido viscoso que tiene y lo huele. Vuelve a lavarse las manos. Esta vez, con más intensidad. Luego abre el pequeño armario que hay en la casa, donde hay un bote con líquido verde, también viscoso, y otro con insectos que vuelan dentro. Por suerte, coge el líquido verde, y empieza a untarlo por toda la herida. Escuece muchísimo.
—Seguramente notes una sensación efervescente —dice—, o incluso que quema. No te lo toques, porque está curando. Si la infección hubiera sido más intensa, hubiera tenido que soltarte algunas crimidas.
—¿Crimidas?
Con el dedo golpea el tarro de los insectos, y con los golpes, su vuelo se vuelve más caótico. Parecen moscas, pero con las alas más grandes.
—Se comen toda la porquería que encuentran —dice—. Allá por donde pasan, lo dejan reluciente.
Me arremanga el pantalón, corta la venda de la pierna y unta también el líquido verde y viscoso, aquí sí me quema, hasta el punto que cierro los ojos, y me cuesta entregarme al dolor, aceptarlo como mío. Le pregunto de qué está hecha esa sustancia, y comienza a mencionar ingredientes, la mayoría desconocidos para mí, de lo que parecen ser plantas. También hay sal. Fuera, escucho a Social hablar con varios enanos, pero no entiendo del todo lo que dicen. Pero, con unas cuantas palabras fuera de contexto que sí he entendido, juraría que está contando nuestra historia, por qué hemos venido aquí. Cuando el líquido parece haberse secado y queda como una capa sólida encima de la herida, Leúa coge una venda extraña, de tela marrón y cerrada como una pulsera, y la sumerge en el agua, mientras la da de sí, poco a poco. Una, la más grande, la pasa por mis hombros y la ciñe en el costado. Me ha dolido. La segunda entra un poco mejor, en la pierna. Poco a poco, un poco aturdida por el dolor, comienzo a colocarme la armadura. No me quiero imaginar todo lo que me hubiera escocido esta crema de no haberme disparado el escorpión. El médico acaba de limpiar todos los utensilios, lo hace con movimientos rápidos y precisos, observando bien todo lo que acaba de limpiar, antes de guardarlo. ¿Cuántos años debe tener?, pero no parece mucho más mayor que Madurez.
—Pareces muy buen médico, Leúa —digo.
—Gracias. Mi maestro es mucho mejor que yo. Él me enseñó todo lo que sé, hasta que Miedo conquistó nuestro pueblo.
—¿Que Miedo hizo qué?
Las cortinas de la choza se mueven, cuando aún me quedan tres hebillas por atar. Veo dos figuras negras, porque tapan la única luz que entra, y al final, distingo a los dos enanos. Uno es Iloa, que ahora lleva una boina marrón, de corte militar, rota en varios sitios. El otro, a juzgar por su diadema de oro, es el jefe.
—Volkama, jefe de la tribu Mutoragan —dice el de la diadema, y me da la mano, algo endeble—. Me han dicho que te llamas Luchadora.
—Así es.
—Ya he hablado con el resto de mentes... —dice—, ¡qué simpático es tu amigo Social! Pero tenía ganas de hablar con su líder.
Pienso en Servatrix, atada en el barco.
—No, yo no soy su líder, ella... —Señalo hacia un lugar indeterminado—. Está en... Da igual.
—Me han dicho que querías pedirme algo —dice Volkama.
Iloa está callado, quieto junto a la puerta.
—Antes de nada —digo—, lo siento mucho si nuestra presencia aquí trae problemas.
—No —dice Volkama—, Miedo nos lleva acosando nueve años o más.
—Ocho —dice Iloa.
Volkama no mira a Iloa, pero noto que sus ojos, y sobre todo su respiración, cambian. Ocho años bajo asedio, y nosotros nos quejábamos de vivir aislados en el palacio... Cojo aire para hablar, mientras acabo de abrochar la armadura.
—Volkama —digo—, quería hablarle sobre el soldado que esta mañana ha sido convertido en Miedo.
—Nujo, sí. Es una pena que le hayamos perdido.
—Me han dicho que va a matarlo esta tarde.
Volkama se encoge de hombros.
—Bueno, es mi responsabilidad como líder... —dice—. A mí no me gusta, pero la tradición me obliga.
—Perdónele la vida —digo—. Si ha hablado con Social, seguramente le haya dicho que venimos aquí para matar a Miedo. Si muere Miedo, es posible que su soldado vuelva a la normalidad pronto.
Volkama empezó a mover las manos a mitad de mi frase, como si quitara importancia a lo que digo, pero la he terminado igualmente.
—Sí... sí... lo entiendo... —dice—, habéis venido a matar a Miedo, sí... Pero la tradición es la tradición, y yo no me puedo escapar de mis obligaciones, de mis responsabilidades para con mi pueblo.
—Señor —digo—. Enseñadnos todo lo que su pueblo sepa sobre la isla, y en cuanto localicemos a Miedo, estaremos frente a él antes de que sepa que hemos ido, y le mataremos.
—¿Tenéis algún plan? —dice Volkama.
—El plan es salvar la vida de su soldado.
Volkama va a hablar, pero Iloa habla primero.
—Podría funcionar —dice—. Puedo enseñarles todo lo que necesitan saber en tres días. Después, iremos a El Círculo y acabaremos con ese ser de una vez por todas, antes de que pueda enviar a su ejército. Estos soldados dirigen a Mentes personalmente, señor. Tienen mucho poder.
Volkama asiente, con la cabeza torcida, sin llegar a mirar a Iloa. No parece muy convencido.
—Bueno, bueno, si crees que puede funcionar... —dice—. Sois nuevos, a lo mejor si le decís vosotros a mi gente por qué enfadamos al dios dejando vivo a Nujo, a lo mejor os hacen caso. Pero entiende que estaríamos rompiendo la ley.
Iloa mira hacia abajo, y su cara de enfado parece estar siendo contenida. En seguida, de hecho, parece serio otra vez. Me pregunta si ya estoy recuperada del ataque del escorpión, y me pide que le siga, fuera del edificio. Me despido de Volkama y me agacho para salir, despacio. Así, me duele el costado. Junto a la puerta está el bastón, apoyado en la pared, que agarro como agua en el desierto y me estiro, rápido. Y a dos pasos me espera Iloa, que pide que dé un paseo con él por el pueblo. Las mentes hablan con varios aldeanos en el centro, sentados, nosotros vamos en la dirección opuesta, hacia el norte. Los enanos que no barren, o cortan el pescado encima de una tabla, están serrando las extremidades de los robots. Pero cuando pasamos cerca, todos nos miran. Me miran.
—Social y Duch me han contado quiénes sois y por qué estáis aquí —dice—. No esperabais aliados en esta isla, ¿verdad?
Niego despacio, hasta que Iloa me mira.
—¿Cómo supiste que éramos las mentes? —digo—. Ningún otro pueblo nos había reconocido.
—Se lo debemos a El Círculo. ¿Sabes qué es?
—No conozco ese lugar, pero sí a un sabio que vivió allí. Bhimani.
—Le conocí. Un buen hombre, igual que su hermano.
Las chozas se acaban, y lo único que queda del poblado, antes de la barrera donde montan guardia, son hierbajos en tierra blanda y arena roja, cada vez más arena, hasta que empieza la playa. Salen rocas afiladas del mar en este lado, que parten la espuma que llega.
—El Círculo no es un lugar —dice Iloa—, es una familia. Eran los administradores de Inconsciente, hasta que Miedo les poseyó. Teníamos buena comunicación con ellos, y ellos nos hablaron de vosotros. De unas criaturas, altas como ellos, que podían controlar al dios de más allá del cielo.
Unos golpes, gritos ahogados, surgen de repente de la última choza. El enano convertido por Miedo debe de estar ahí, y en mi cabeza aparece Servatrix otra vez, atada y en esa posición denigrante, en la bodega del barco donde todavía se encuentra. Damos media vuelta, deshaciendo el camino, directos hacia el centro del poblado, con las mentes. Con la boca tapada, el enano aún grita otra vez.
—Cuando El Círculo no habló de vosotros —dice—, no creímos en sus cuentos. ¿Un ser divino más allá del cielo...? Pero las cosas han cambiado, después de que Miedo poseyera a dos tercios de nuestro pueblo, hace ocho años. Hace menos de un año, comenzamos a ver seres altos de mucho poder esparcidos en la parte este y central de la isla, y supimos que eran vuestros compañeros.
—¿Entonces hay más? —digo.
Sabía que Energía no estaría sola. Me he parado al lado de dos enanos que transportan una pieza grande de robot, y les estoy entorpeciendo el paso. Me disculpo, y alcanzo pronto a Iloa.
—Hemos avistado a uno de piel oscura y lanza —dice—, a otro de abrigo blanco, y otro de piel blanca. Podría haber más, pero Mushadef no nos permite explorar más allá de la mitad derecha de la isla.
Las mentes hablan junto a varios enanos, donde Volkama se ha unido. Madurez me mira y me saluda, yo le devuelvo el saludo, me pregunta con el gesto de su cara qué estoy haciendo, yo le respondo, también con otro gesto, que siga hablando, que no es nada importante. Iloa se detiene en uno de los enanos que está sentado, y hace que se levante para que me dé la mano.
—Éste es Pahatu, segundo explorador y mi mano derecha —me dice Iloa—. No hay hombre de mayor confianza, ni mejor explorador.
—Hasta que mi hijo nos gane a los dos con los ojos cerrados —dice Pahatu.
Ríe abiertamente, mientras que Iloa sólo sonríe. A tu hijo le queda poco para superarnos, dice, mientras mira hacia abajo. Luego, le pregunta si puede hacerle un favor, a lo que Pahatu acepta sin dudar.
—Después de comer, ¿Podrás conducir a la mente de negro, Stolle, de vuelta al barco en el que vinieron? Lo llevarán a esta costa.
—Stille —digo—. Se llama Stille.
Stille me ha mirado un segundo, desde donde está sentada, por si la estaba llamando.
—Perdón —dice Iloa—. No soy bueno con los nombres.
—Te entiendo.
Luego me lleva hasta una choza, donde una mujer afila varias lanzas fuera con una piedra que gira, unida a un pedal. Es preciosa, incluso sin pelo, con las orejas algo puntiagudas. La he visto en el asalto, ¿no? Al lado del montón de lanzas, un bebé duerme. Se levanta para darme la mano, con una altura similar a la de Imica, y se presenta. Es Nulkama, la esposa de Iloa, y el pequeño es su hijo. Es, además, la hermana del jefe Volkama. Ella sonríe, y me dice que jamás había visto combatir a alguien como yo lo hice en la playa. ¿Combatir? Sonrío, pero niego lo que dice, no puedo llamar a eso combatir, si casi no podía ni caminar. El marido le da un beso en la mejilla, ella se despide, sonriente, y palpa el filo de la lanza antes de seguir apretándolo contra la piedra.
—¿Cuánto tiempo lleváis siendo pareja? —le pregunto.
—Más de veinticinco años.
—Entonces tuvisteis suerte cuando Miedo os atacó.
Desvía la mirada.
—No —dice—. No tanta como crees.
—¿Por qué?
Llegamos entonces al límite sur del pueblo, donde la barrera se cierra de forma más abrupta, y acaba en una última choza que da a un estanque, del que sale vapor y un intenso olor a almendra rancia. Iloa debe de haberme visto tensar la nariz.
—Las fuentes termales son más comunes en el oeste de la isla desde que el volcán cercano quedó inactivo —dice—. Que huela así es muy bueno. Significa que el agua está limpia... pero no la bebas.
Mueve las manos alrededor del vapor que llega, mezclado con la niebla de Miedo. Luego se queda quieto, mirando la playa, donde hay gaviotas revoloteando en la arena, a menos de diez metros. Parece triste.
—Nosotros también vinimos del mar —sigue diciendo—. Llegamos de otro continente a estas playas bajo el mandato de Mutoragan, quien da nombre a nuestro pueblo, y, con el tiempo, perdimos el contacto con los demás. Tu sobrina Madurez me ha contado que Los Creadores les persiguieron y mataron, pero eso no lo sabíamos.
Se agacha y coge una piedra, para lanzarla lejos y que desaparezca en el agua, igual que hice yo poco antes de venir aquí. Me da ganas de hacer lo mismo.
—Cuando Miedo arrasó con nuestro pueblo —dice—, nos planteamos huir. Construimos un barco, mi padre era el capitán, pero... No salió bien.
—Lo siento.
Sigue serio, según me presiona la cadera para indicarme que nos vamos. Mañana os enseñaremos la isla, dice. Iremos a la montaña, dice. Según nos acercamos al centro, comienzo a escuchar el sonido de la carne cocinada, no mucho más allá, y luego del olor a azufre del agua, lo sustituye uno fuerte a pescado, que revoluciona mis tripas, las vuelve locas. Los enanos se sientan en tierra según cogen plato, todos en la zona despejada que hay junto a la puerta, y todos, antes de dar el primer bocado, levantan la pequeña tabla que usan como plato hacia el cielo, así varios segundos, hasta que la bajan y empiezan a comer. Volkama está sentado enfrente, formando otra fila que mira al poblado, con los que parecen ser su mujer y su hija, Iloa y Nulkama, y las cinco mentes. Una especie de mesa presidencial improvisada, en la que Social, que está en un extremo, me mira aliviado y me pide con la mano que venga a su lado corriendo. Duch grande, a su lado, me mira de una forma que me hace entender todo, porque seguro que ha sido tan cabrón de forzar adrede que Social se quedara aislado, y está lamentando que yo le fastidie la jugarreta.
A los que están sentados en la fila de mandatarios les entregan el plato, en lugar de ir a cogerlo. Cuando Iloa lo recibe, Volkama, que está a su lado, le mira. Y, después de respirar, Iloa levanta el plato y lo baja inmediatamente. Social ya lo ha hecho, pero Madurez, Stille y Duch ya están comiendo y no han hecho nada. Jacob tiene el plato entre las piernas, parece que me está esperando. Cuando me dan el mío, inmediatamente después de sentarme, doy las gracias a la joven y pregunto si debo hacerlo también, pero se encoge de hombros.
—¿Por qué levantan la tabla? —susurro a Social.
—Para complacer al gran dios y así librarse de Miedo —también susurra —. Hazlo, les caerás mejor.
Dejo la tabla varios segundos levantada, para complacer a Mentes, que ha acompañado a su madre al médico, y ahora mismo la está esperando. Ella ha insistido en entrar sola. Social y Madurez, sobre todo, son los que más se han estado haciendo cargo de su control. ¿Se sentirá mejor Mentes ahora que su leal servidora muestra con humildad su plato de pescado? La comida hace un sutil olor a hierbas, y rociado con un poco de sal... que me sabe a gloria. Una maravilla. Auténtica comida después de dos días comiendo fruta. Me comería todo el mar.
Los enanos siguen enfrente de nosotros y mirando hacia aquí, como si tuviéramos algo que ofrecerles. Me siento observada, y algo incómoda. Lo que hablan llega como susurros inquietos, salvo una enana, que habla muy fuerte. Duch habla con Iloa, y por las cosas que le cuenta, creo que Iloa le ha preguntado sobre su cambio de forma. Es una bendición, creo que ha dicho Iloa.
—Es más bien una maldición —dice Duch—. Nunca estoy como quiero, no me pongo de acuerdo, y cuando soy pequeño, me vuelvo un niñato inmaduro, como antes, donde siendo grande hubiese sido el doble de útil.
Social juguetea con los últimos bocados de su comida, coge de la cola y arrastra la cabeza del pez de un lado a otro del plato.
—¿En qué piensas? —le digo.
—En las pinturas de sus caras. He descifrado lo que significan.
Miro a los enanos enfrente. Efectivamente, todos tienen un símbolo blanco en el pómulo izquierdo, del que no me había fijado hasta ahora. Me inclino hacia delante, para intentar ver a Volkama y a Iloa, pero no puedo ver los suyos, porque sus símbolos estarían en el otro perfil.
—Qué curioso... —digo—. Luego me lo cuentas, si quieres.
Social deja de jugar con la comida, para dejarla definitivamente sin terminar. Le pregunto si puedo coger lo que le ha sobrado, aunque ya lo había hecho según acababa la pregunta.
—Sólo has hablado con Volkama e Iloa —dice—, pero son todos muy amables. Siempre que conocemos a un nuevo pueblo, nos tratan muy bien, pero en el mundo de Mentes, no lo hacen.
—Porque aquí somos alguien, pero arriba no somos famosos, ni tenemos un talento especial.
—De jóvenes —dice—, la gente era más simpática con Mentes. Les importaba nuestra vida.
—Quizá se hartaron de fingir —digo—. Pero... ¿y qué? Aún importamos a algunas personas.
Y con esa frase, Social se calla. Ha vuelto a jugar, ahora mueve la tabla, dejando que una miga que ha quedado se resbale, hasta casi caer por uno de los lados. Lo hace varias veces. Volkama se levanta, en el extremo de la fila, besa a su mujer y a su hija, y camina al frente hasta posicionarse enfrente de los aldeanos. Levanta las manos y empieza a hablar.
—¡Mi pueblo! —dice—. Sabed que estos guerreros, las mentes, han reconocido por fin que Miedo es una amenaza, después de dejarles sin hogar, ¡y han viajado hasta aquí para matarle!
Parece ser que Social omitió la parte en la que nosotros sabíamos que Miedo estaba ganando poder en la isla y decidimos no hacer nada. En lugar de solucionar el problema cuando aún estábamos a tiempo. Volkama se gira hacia nosotros.
—Nuestro pueblo es fuerte y orgulloso —dice—, así como humilde y servil. Nacimos en el trabajo duro de las minas, y nos alejamos, cada día más, de nuestro origen. ¡Enfadamos al dios Mentes!
Empieza a caminar alrededor del resto de enanos, que miran hacia abajo, conteniendo una expresión de angustia.
—¡Pero nosotros sobrevivimos porque permanecimos humildes, y nos esforzamos para no enfadar a nuestro dios! Tiene un propósito para nosotros... y lo vamos a conocer pronto.
De la angustia, ha hecho que todos sonrían. Se gira otra vez hacia nosotros, casi cuando ha terminado de rodearles, sigue con una mano levantada, que la dirige también hacia nosotros.
—Porque la mente de la pureza ha vuelto para cumplir su destino —dice—. Decidme, poderosas mentes... ¿Quién de vosotros seis es la mente de la pureza?
Social y yo nos miramos. Sólo ha existido una mente de la pureza en la historia que yo conozco, fue mi padre, y sacrificó su esencia por matar el cuerpo físico de Mal. Sever, susurra Social. Después, se volvió loco. ¿Qué está diciendo este hombre? Volkama nos pregunta otra vez, con las cejas arqueadas y expresión menos segura. Voy a contestar, pero él me detiene, para pedirme que me levante, para que todos puedan oírme. Me apoyo en el bastón y hago fuerza. Parezco una gigante, desde esta perspectiva.
—Volkama —digo—, ninguno de nosotros es la mente de la pureza. Sólo mi padre lo fue, y murió combatiendo a un monstruo...
—A Mal, sí —dice Volkama—. Pero la profecía dice que la mente de la pureza volverá para sacrificarse de nuevo, y acabar definitivamente con Miedo y todo lo malo que nos persigue. Entonces, ¿ninguno de vosotros es esa mente?
—No... ya lo he dicho.
—Vaya —dice—. Sin la mente de la pureza, ¿seguro que podéis derrotar a Miedo? ¿Cómo vais a cumplir la profecía?
—Hemos derrotado a muchas amenazas sin esa mente —digo.
Una de esas amenazas, luego, fue esa mente. Volkama niega con la cabeza, con gesto de decepción.
—Me pedís que perdone la vida a Nujo porque Miedo va a morir —dice—, pero si dejamos que viva, enfadaremos al dios, y vosotros no me dais garantías de que podáis acabar con nuestros problemas. Ni siquiera tenéis un plan.
Él mira hacia la última tienda, lejos, yo miro también. Ese hombre es inocente, maldita sea.
—Con todos los respetos hacia tu figura, Volkama —dice Social—, no podemos tener un plan si no conocemos el terreno, y eso se solucionará mañana.
—Ya —dice Volkama—, pero la profecía es ley.
—¿Y si alguna de estas mentes fuera la mente de la pureza aunque no lo sepa? —dice Iloa—. Tenemos que ser prudentes.
Volkama camina hasta Iloa, que sigue sentado. Está tan cerca que le mira a los ojos, prácticamente hacia abajo... pero Iloa ni siquiera pestañea. Luego, Volkama hace algo parecido, con cada uno de nosotros, pero con Social y conmigo, los que estamos de pie, se distancia más y su mirada es más suave.
—La profecía dice que la mente de la pureza se sacrificará por derrotar al mal —dice—. ¿Estaríais dispuestos a morir por vencer a Miedo?
—Sí —digo.
—¿Todos?
Miro a Madurez, que está sentada, mirando a Volkama. Abro la boca, pero no digo nada. Pero, cuando Volkama va a mirar hacia la choza donde está Nujo otra vez, digo que sí, de nuevo. Todos, digo. Los enanos, que han dejado su plato a un lado, se levantan y aplauden. Nos aplauden, cada vez más fuerte. Vítores. La mente de la pureza, he oído por el fondo. No me gusta nada este aplauso.

Después de que se dispersen todos, las horas se pasan más despacio. Volkama se retiró pronto a su choza, con su mujer y su hija, y desde entonces no ha salido. Pahatu ha acompañado a Stille al barco, y, aunque seguro que son más atentos y ágiles de lo que yo seré jamás, siento una molestia en el estómago que sé que tiene que ser por ella. Social debe de estar con los enanos, seguro que ayudando a los que moldean el metal y los dispositivos de los robots. Madurez y Duch llevan hablando toda la tarde, ahora dan un paseo por la parte más al norte de la playa, cerca de Iloa, que después de revisar la barrera y las armas, ahora juega con su hijo donde las olas casi no llegan, mientras su mujer se baña desnuda en el agua fría, y resiste sin problemas los vaivenes violentos de la corriente, que ahora se ha comido quince metros de playa y casi está aquí, en la tierra.
La corriente se estrella contra las rocas cerca de aquí, la barrera sur, donde escucho gritos de lo que parecen monos, no muy lejos. El cielo se ha nublado mucho, espero que no llueva, aunque el olor de la tierra mojada sería infinitamente mejor que el de los vapores de azufre que me llegan a veces de las aguas termales que hay detrás. Bañándose hay tres enanos, uno de ellos joven, al fondo, Jacob, en silencio y con los ojos cerrados. El brazo bueno, fuera, y el del muñón, sumergido. Está desnudo, igual que los enanos y que Nulkama, en la playa. Miro mi armadura, algo manchada por el barro en la cadera. Me lo pienso un momento, pero prefiero no pensar. Bajo la barrera despacio, por la escalera, y, despacio también, camino hasta Jacob, que ha abierto los ojos cuando mi bota llega al borde del estanque, como si conociera el sonido de mis pasos.
—¿Te importa que te acompañe? —le digo.
Su sonrisa es cálida, y me niega con la cabeza, despacio. Me siento en una roca que hay cerca, y me tomo esto con calma. Las botas, fuera. La protección de antebrazos. Las perneras. La pieza principal. Deshago hebillas y nudos despacio, para que no se note que, si pienso demasiado en lo que voy a hacer, me temblarán las manos. Que no se note tampoco lo mal que me huele el agua. Cuando me quedo de pie en la orilla, sólo con la blusa y el pantalón de tela, me los quito más rápido, hasta que el aire me acaricia en el costado, en las piernas, en el pecho. Todas las cicatrices que pudiera tener, quedan a la vista. Y Jacob me mira, sin pestañear ni hacer ningún gesto. Cuando meto el primer pie, quisiera sacarlo, está demasiado caliente comparado con el aire frío que lleva un rato soplando... pero quiero ocultarme del resto de aldeanos cuanto antes. En las heridas duele más, pero también me acostumbro mejor, como si se durmiera el dolor... y, cuando por fin estoy completamente dentro, siendo una agresiva sensación de paz. Donde estoy, puedo sentarme en la tierra caliente sin que mi nariz se moje. Lo peor de esto será salir, luego.
—Se está mucho mejor de lo que se huele, ¿a que sí? —dice Jacob.
Sonrío. Sé que me ha visto desnuda más veces, sobre todo cuando limpió las heridas de oso, pero no sé si debería interpretar su naturalidad como un cumplido. Luego cierra los ojos, y me dice que haga lo mismo, que me pierda en las aguas, y olvide los problemas. Parece completamente evadido. Y caigo en la cuenta de que nunca antes le había visto a él sin ropa. El sol de la tarde se refleja en el agua, y hace más difícil que pueda ver a través, más el vapor, más la niebla... No quiero que me dé vergüenza mirarle. Los enanos, a mi izquierda, están apoyados en el borde, con el cuerpo hacia nosotros, pero sus caras están giradas hacia los lados. Creo que saben que les estoy mirando, pero por sus mandíbulas tensas, sé que están esquivando adrede el contacto, sobre todo el joven. Es normal... no soy de su raza, y tengo cicatrices. Aunque mejor ésto que llamarles la atención por mirar demasiado. Jacob sigue con los ojos cerrados, ahora echa la cabeza hacia delante, y se sumerge del todo, sentado en el fondo, como yo. Apoyo la nuca en el borde de tierra, para ver ese sol que no acaba de bajar del todo, aunque debería estar ya cerca de ocultarse.
Los enanos, al final, se acaban marchando. El joven me ha dirigido una mirada tímida, pero en seguida se ha girado y ha comenzado a vestirse con el resto. No tiemblan, pese al aire frío que rasga mis mejillas. Acabo de caer en la cuenta de que casi toda mi media melena se ha mojado, y eso no se va a secar en toda la noche.
—Les intimidas —dice Jacob.
Sigue con los ojos cerrados, y justo después de hablar, hunde la nariz, y comienza a hacer burbujas pequeñas. No le he entendido.
—Es difícil de explicar —dice—. No están acostumbrados a ver seres tan altos como nosotros, y, casualmente, el guerrero más fiero que han conocido tiene, además, un cuerpo atractivo.
Abro la boca para decir algo, pero no sé si se me ha olvidado, o no he querido decirlo. Le miro, con la boca abierta, mientras él sigue relajado, con los ojos cerrados. Los abre, de pronto, y tengo que hablar, o pareceré estúpida.
—Crees... ¿Crees que tengo un cuerpo atractivo?
—Claro —dice Jacob—. Tus cicatrices sólo reafirman tu carácter fiero.
Paso el dedo por el centro del cuerpo, varias veces, tocando la herida que causó mi muerte durante cinco minutos. Luego está la del esternón, algo más arriba, la que hizo la hija de Jil antes de que me equivocara, y la acabara matando. Y Energía poseyó su cuerpo. También hay cortes en hombros y brazos. Y la del costado y la pierna, aunque la tela de Leúa las tapan, se pueden intuir. Sonrío. Luego miro a Jacob, que estaba mirándome a los ojos. Mi pelo cae entre nosotros, mojado. Lo aparto detrás de la oreja.
—Eso de guerrera fiera... —digo—, ¿te lo han dicho ellos?
—No hace falta. Todo el mundo se gira cuando pasas cerca, ¿no lo has notado? Como si vieran a alguien invencible.
—Pero apenas puedo caminar por mí misma.
Jacob se inclina hacia mí. En esa posición, el sol y el vapor casi no hacen efecto, y es como si el agua fuera transparente.
—¿Y es normal que una persona que casi no puede caminar —dice—, limpie ella sola toda la playa? La picadura del escorpión tiene efecto casi inmediato, y tú seguiste combatiendo. Deja de esconderlo, Luchadora... sigues siendo la mejor. Todos lo saben.
Sonrío, otra vez. Por más que me guste oírlo, no me gusta quedar por encima en la conversación, como si Jacob no fuera más útil, más sabio y más habilidoso que yo.
—Eres muy valioso para el equipo... —digo—. Gracias por estar con nosotros. Por estar conmigo.
Jacob no dice nada. Acerca su cuerpo a mí, palpa mi rodilla, sube la mano por mi pierna, hasta que encuentra mi mano. La agarra, muy firme, y sonríe. Unos gritos nos hacen mirar hacia el poblado. Miro más atrás, porque el barco acaba de llegar, está comenzando a atracar a unos cuarenta metros de la costa. Cuando me doy cuenta, aún estoy sonriendo. Los dos estamos de acuerdo en salir y comenzar a vestirnos. Entonces, separamos las manos. Estoy bien cuando me pongo la blusa, difícil de colocar porque se pega a la piel y se empapa pronto. Cuando me pongo el pantalón, comienza a refrescar el aire frío. Cuando me coloco las partes de la armadura, es un suplicio, en el que debo estar quieta para abrochármela bien, pero a la vez, el frío hace imposible que tenga un pulso firme. Jacob me ayuda como puede con otras hebillas, ya vestido, con el pulso perfectamente pero con sólo una mano, y al final acabamos los dos trabajando juntos, él sujetando un extremo, y yo usando dos manos para colocar el otro donde debe ir. ¡Qué fría está la armadura, y qué fría la ropa, que se pega en la piel!
El bastón en una mano, la otra abrazándome el cuerpo, con un brazo de Jacob en los hombros, avanzamos hacia el bote de Imica, que está a punto de llegar. El aire frío golpea en la nuca mojada por el pelo. Las luces de los enanos alumbran las caras de Stille y Roruk, mientras que los que están de espaldas parecen Imica y Pahatu. Nina debe haberse quedado esperando. Cuando el bote atraca en el muelle, con el resto, Pahatu se baja pronto para atarlo. Imica baja después, seria, mirando a los ojos fijamente a Volkama. Stille va detrás de Roruk, rascándose la cabeza.
Cuando llegan a tierra, las lanzas de los enanos les apuntan, todas a la vez. ¡Eh!, grito, al mismo tiempo que Stille retrocede, pero no puede, porque la lanza de Pahatu ahora le apunta a ella. Roruk prepara su lanza, Stille mira hacia atrás y delante, Imica sigue quieta, mirando a Volkama mientras la lanza de Iloa apunta a su garganta.
—¿Qué estáis haciendo? —digo—. ¡Están con nosotros!
Me abro paso entre los enanos, incluso ocupo el lugar de uno de los armados, hasta colocarme al lado de Imica. Iloa me mira, con cara muy seria, sin que su lanza se mueva ni un milímetro.
—¿Con vosotros? —dice—. ¿Debo consideraros amigos, u os apuntamos a vosotros también?
—¿De qué va todo esto? —dice Duch, que también se ha abierto paso hasta mí.
Los demás hombres de las lanzas me miran a mí, luego a Imica. Están nerviosos.
—Iloa —digo—. Explícame.
El brillo en sus ojos ha cambiado, ha sido sutil, pero hace tiempo que aprendí a diferenciar entre la furia y la ira.
—¿Recuerdas cuando te dije que construimos un barco para poder huir? —dice Iloa—. Mi padre era el capitán. Su misión era encontrar un lugar seguro, volver, y marcharnos con ellos.
De mirarme a mí, ha vuelto a mirar a Imica, que ahora sí le está devolviendo la mirada. La ira del enano crece, hasta el punto en el que la lanza tiembla debajo de la barbilla de la chica. Tranquilo, digo en voz alta. No funciona.
—Resulta que el barco de tu amiga es exactamente el mismo barco que se fue de estas costas y nunca más volvió. —Aprieta la lanza contra la piel de Imica, pero ella sigue quieta y tranquila—. Lo que significa que estos salvajes mataron a mi padre... y a parte de mi escaso pueblo.
Stille se sale despacio del círculo de lanzas, Roruk les mira desafiante, con la suya preparada. Imica le devuelve la mirada agresiva a Iloa. Con un movimiento rápido, coge el filo de la lanza y lo arrastra hacia delante, hasta que deja de tocarla y se queda incluso más lejos que antes. Sólo rompe el contacto visual cuando se gira hacia el suelo para escupir a los pies de Iloa.

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