21 de abril de 2020

Madurez.


Dante cabalga, yo sólo puedo agarrarme a él, y esperar a que esta tormenta pase pronto, a que todo pase, que lo hagamos lo más rápido posible, que salga bien, que podamos volver a casa. La lluvia que se escurre por su pelo cae sobre mí, luego el viento la congela, y luego la arrastra, haciendo otro corte de frío por la mejilla. ¿Puedo repetir el abrazo que le di a Luchadora si no fue suficiente? ¿Cómo detener este caballo, desmontarme a más de cien metros de altura, y correr hasta ella antes de que entren en ese edificio? Debí haberles agarrado más fuerte, a todos. Me tiemblan las piernas, el cuello, el rayo cae, me agarro a Dante tan fuerte como puedo mientras escucho cómo se parten las nubes, el viento se lleva de mí las últimas balas. Es pleno día y parece de noche.
Luchadora, Stille y Optimismo... Lo que me dijo Optimismo, antes, me recuerda a ayer, cuando hablamos en la azotea del edificio.
—¿Tienes un momento? —me dijo.
Me dio el plato de comida, se sentó a mi lado. No me acuerdo de toda la conversación, la mayoría fue intrascendente.
—Pero te dije una frase, al menos una importante —dice Optimismo.
Le veo borroso, porque en realidad casi no le estuve mirando.
—Te pedí disculpas por matar a los enanos —dice—, en la torre de Dante. Por el susto que debí de darte al matar a un amigo tuyo. Estaba solo, desesperado... no me justifica.
—¿Qué pasó para que me dijeras eso? —le digo al recuerdo.
Él se encoge de hombros, tal y como Optimismo lo ha hecho siempre, mirando al suelo. Debí haberle preguntado eso, no se me ocurrió, y ahora es tarde.
—No lo sé —dice.
—Le dijiste a Luchadora que habías cambiado, me lo ha dicho. ¿Por qué?
Optimismo me mira con los ojos borrosos del recuerdo que nunca ha existido.
—El mundo no para de cambiar —me dice—, y habrá algún día en el que deje de estar a la altura.
Sé que yo no puedo responder por él, que dentro de su cabeza podría tener preocupaciones completamente distintas, pero, en lugar de susurrarle al oído lo que dije, debería haberle dicho que yo también me siento fría, como este viento, ante todo lo que el mundo ha cambiado en tan poco tiempo. Ahora es tan grande, tan... complejo. No volveré a vivir los primeros días, he perdido a mucha gente, pero también hemos ganado. Quisiera creer que algún día pueda llegar a igualar para alguien todo lo que Luchadora es para mí ahora mismo. Pienso en mi madre. He imaginado dos rostros. Con este viento, la lluvia, es difícil saber si lo que se escapa de mi cara es una lágrima.
Las alas de Pegaso cada vez hacen más ruido, va a estallarme la cabeza, o quizá sea por la presión, pero Pegaso está subiendo más, y más, la cordillera se ha quedado pequeña para nosotros, cada vez hay más viento y está más húmedo, las nubes negras pronto empezarán a mezclarse con nosotros, las siento densas, me siento contaminada, pero Dante está quieto, sin intenciones de parar pronto, y el caballo sigue elevándonos, con un aleteo firme, pero más exhausto de lo normal. Miro rápido mi muñeca izquierda, la pulsera de cuero, vacía, tiembla con el viento, ya no hay gema. ¡Ah! Me agarro corriendo otra vez a Dante, cuando una sacudida de Pegaso casi me hace resbalar. Madre mía... no escucho palpitar mi corazón, pero me está doliendo el pecho.
—Te veo inquieta, chica —dice Dante—. Todo va a salir bien. Es una misión muy fácil para Pegaso.
—No le hagas volar demasiado, por favor.
Puedo ver toda la isla desde aquí, en penumbra, pero ni siquiera escucho mis quejidos mientras tirito. Veo la torre, como un palo de luz, pero no nos estamos dirigiendo hacia ella, sino al centro de la isla, hacia la cordillera en la que Dante casi me mata, a mí, a Optimismo y a Luchadora. Ahora me es imposible ver desde aquí la extensión final de la nube negra, que ya había rebasado la isla hace horas, y el cielo claro del final se ha convertido en el horizonte. Veo cómo un rayo se ha formado, encima de nosotros, y ha bajado directo a tierra. Ahí es a donde vamos, dentro de la nube, cojo aire, luego nos sacude la verdadera humedad. Es como meterse en un río en el que se puede respirar. Las alas de Pegaso han golpeado mis piernas una vez, sacude más fuerte, quizá por la densidad aumentada del aire, que apesta a azufre con un regusto a madera quemada... o quizá lo haga por pura ansiedad, ante la inmensidad de este negro, la noche más completa, aquí dentro, donde veo mejor el disco del sol, y al mismo tiempo, no puedo ver ni la cabeza del animal, ni la punta de las alas. Dante me avisa de un giro brusco, apenas medio segundo antes de que empiece a hacerlo, noto cómo las piernas se escurren dos centímetros a la izquierda mientras Pegaso gira hacia la derecha y luego vuelve a volar recto, en medio de la oscuridad.
Otro rayo, una línea blanca en mitad del negro. El trueno no es rival para los crujidos que escucho, los vientos fuertes que mueven a Pegaso, lo levantan, luego lo bajan, son golpes fuertes que me han hecho gritar, y él ha relinchado dos veces. Hay momentos en los que no siento humedad en absoluto, otros en los que no puedo abrir los ojos. ¿Qué hacemos aquí? ¡Un rayo podría darnos en cualquier momento!
Intento hablar, pero el olor rancio se me ha metido hasta el estómago, por más que toso. Tengo hasta las entrañas contaminadas de gas negro.
—¿Qué haces? —grito.
—No me fío de Miedo —grita Dante—, ni de sus aves. Vamos a permanecer ocultos hasta que lleguemos, sin teletransportes.
Pego la nariz a su gabardina, para oler mejor, pero hay restos de tierra, de humo rancio y sangre. Casi prefiero las cenizas que Miedo ha vomitado desde el centro de la tierra. Por más que aprieto los brazos sobre Dante, sigo temblando, hace tiempo que dejé de sentir en la piel y se ha convertido en dolor constante, como si un cuchillo sin afilar raspara la piel de cada lugar del cuerpo en el que pienso, lentamente, porque aquí no pasa el tiempo, es todo siempre igual, menos los truenos, y a mí me da la sensación de que hace tiempo que acabamos la isla, y ya estamos viajando más hacia el sur, hasta la frontera límite de este mundo si es que eso pudiera existir, o hasta aparecer en las montañas cercanas al palacio derruido, en nuestro continente.
Después de otra gran turbulencia, Pegaso ha comenzado a descender, tal y como Dante le ha indicado. La niebla está mucho más empapada aquí, el agua se me mete en los ojos, pero de pronto hay algo de luz, puedo ver la isla, y justo debajo de nosotros, la torre. Está construida junto al último lago de un río que desemboca cerca, el mismo río que llena la mitad sur del valle de otros lagos y de géiseres que no puedo distinguir desde aquí. Nos hemos parado cerca de las nubes, en círculos encima de la torre, que sé que está funcionando porque toda ella está iluminada. Dante sigue mirando abajo, tanto rato que está empezando a dolerme la espalda, compensando la inclinación de Pegaso. No quiero que se reabra la herida lejos de Servatrix.
—¿Qué estás haciendo? —digo.
—Ver dónde tiene posicionadas sus tropas.
—¿Desde aquí?
Para mí, la torre es un manchurrón muy pequeño, que tiembla por el vuelo, que está iluminado, del que no soy capaz de distinguir ni cuánto tiene de diámetro. Apenas veo el lago desde esta posición, y ahora que me estaba fijando, he empezado a marearme un poco, al ver sus ondulaciones, tan pequeñas. Un rayo se estrella más adelante, el escalofrío ha venido después, después incluso que el trueno, porque estaba tan cerca que lo he escuchado inmediatamente. Desde esta posición, los rayos se ven muy diferentes, casi como si salieran de la tierra y les viésemos estrellarse en el cielo. Ha caído en un árbol de los pocos que quedaban vivos cerca de la fábrica. Pero no prenderá, es imposible con esta tormenta.
—Arriba hay poca protección, como imaginaba —grita Dante—. Esto es lo que haremos. Descenderemos en picado y nos posaremos en lo alto de la torre.
—¿Por qué en lo alto?
—La torre canaliza la energía desde abajo, pero el único lugar donde la podré absorber es en lo alto. Tendrás que concentrarte en deshacer la sustancia morada que mueve a los robots en lo que estoy listo.
Pero, ¿y si no lo consigo? Luchadora no me enseñó lo suficiente en combate para defenderme si empiezan a atacarme, de hecho, un momento, Luchadora no me mandó a este lugar con intención de entrar en combate.
—¡Eh, espera! —grito—. ¡Sólo tenemos que dañar estructuras!
—¡Esa es la parte graciosa! —dice Dante—. No me tomará más de minuto y medio, y el imbécil de Miedo no cuenta con que le vaya a robar su preciada energía.
—Esperaremos a que sus tropas se movilicen.
—¿No me has oído? —Él se gira hasta mirarme con su ojo blanco—. Además, aunque las tropas marcharan, ¿tú crees que se iría con todos sus pájaros y dejará este lugar absolutamente abandonado?
Le digo que se ciña al plan, pero ya está hablándole a Pegaso. ¡Dante!, grito, ¡Dante!, grito con todas mis fuerzas, pero él sigue hablando a Pegaso, sujétate fuerte, me dice, justo antes de que el caballo comience a descender, a descender, más, más aún, intento gritar pero no puedo, estamos en picado, me despego y comienzo a volar a la deriva, sólo sujeta por las piernas al caballo y a Dante por los brazos, Pegaso entonces cierra las alas, los tres caemos, caída libre, directos a la torre. Caemos, no puedo cerrar los ojos, el viento no para de rugir, Pegaso no abre las alas. Uno de los pájaros de Energía casi nos da en la cabeza, le he oído graznar al quejarse, entonces Dante hace el gesto a Pegaso, éste despliega las alas, se coloca horizontal, del tirón, el golpe en la cadera, mucha fuerza en el cuello, sigue aleteando, el viento de sus alas me da en los ojos, cada vez bajamos más despacio, entonces, chasquido. Dante dispara tres veces, la última ha mantenido el gatillo y he visto cómo caían al suelo dos máquinas. Desmonta y dispara por última vez, cerca de mi cuerpo, a un robot que había justo detrás. Escucho por toda la azotea el ruido de pedazos metálicos.

Estamos en lo alto de la torre. Dante ha aprovechado que todos miraban al cielo, al Pegaso que estaba hace un momento cien metros más arriba, y ha eliminado a toda la guardia de Miedo. Entonces, ¿ya está, lo estamos haciendo, pese a las instrucciones que teníamos? Aquí la lluvia no cae con más fuerza o más fría que arriba. ¡Vamos!, me dice, yo me desmonto de Pegaso, y justo desaparece en cuanto he dejado de tocarle. Es una azotea de piedra, redonda y simple, sin barandillas, con la escalera de caracol en el otro extremo. Las paredes que bajan están brillando, intermitentemente. Aquí está la antena, metálica, construida por Miedo hace relativamente poco. Dante respira hondo, y, después de haber hecho un tajo rapidísimo, la antena cae al suelo, haciendo un ruido escandaloso, ahora sólo queda la base metálica, por nuestra cintura, ésta ha chisporroteado una vez. Una base de metal de la que salen cuatro cables brillantes muy gruesos, casi unidos. Dante sacude la espada, después de que, en su filo, también haya chisporroteado.
Estoy escuchando ruidos metálicos, pasos, abajo, pero muy apagados por culpa de la tormenta. Dante y yo, cada uno a un lado de la plancha de metal, la estamos mirando. No sé qué es lo que él pretende, pero sea lo que sea, lo estamos consiguiendo. Los cables explotan a veces entre chispas, con la lluvia.
—Puedo hundir en estos cables la guarda de mi espada —dice­—, sobrecargarla con el poder de esta instalación, y hacer polvo la montaña.
—Vale, hagámoslo.
Miedo ya sabe que estamos, tenemos que cumplir nuestra tarea sea como sea. De ello dependen todos. Dante, sin embargo, no acerca la espada a la antena, la ha guardado. ¿Qué haces?, le pregunto, pero Dante sigue sonriendo... conozco esa sonrisa. Él saca del bolsillo las dos mitades de la gema azul. Pero, ¿cómo...? No noto nada cuando palpo mi bolsillo. Me la ha robado.
—Se supone que la purita se rompe y repara, dependiendo de la voluntad de su dueño —dice—. En mi torre dudé, pero ahora, por más que junto las mitades... no se arregla.
La lluvia ya no oculta la tormenta de pasos que se empieza a acercar desde abajo.
—Dante... —digo—, esa gema es especial, por eso no funciona. Saca la espada otra vez, por favor.
—¡Exacto! Esta gema es especial, no es de purita, ¡es la purita! —Acentúa mucho sus palabras—. Era poder puro, y puede que necesite esa energía de vuelta para volver a forjarse.
Acerco la mano hacia él, y comienzo a caminar, poco a poco, porque conozco esa sonrisa.
—Esto no va a salir como tú crees... —digo.
Él me señala, tensando los ojos, casi con mirada de furia... un trueno ilumina sólo media cara. Escucho las máquinas a pocos metros.
—¡No me subestimes! —dice—. Soy hijo de las primeras mentes de la historia, el único superviviente de la época que Los Creadores se esforzaron en borrar. Mi padre tenía razón, ¡estoy destinado a hacer grandes cosas! Éste es mi sitio.
Dante junta las dos mitades, y comienza a resistir los chispazos, uno me ha quemado cerca del cuello. ¡No!, grito. ¡Esperad!, he oído gritar a Duch con voz distorsionada, desde un punto de la torre. Luego, Dante ha colocado las dos mitades sobre la fuente de energía.
La luz se había metido dentro, sin hacer un solo sonido. El ruido fue después, cuando la onda expansiva me lanzó al suelo, luego derribó al robot que ya había subido, y se ha quedado así, en el suelo, intacto... pero inerte. Un bramido azul, más fuerte que el del volcán, ¡Dante!, grito, pero Dante está cubierto de azul, de blanco, como una esfera de la que se escapan rayos que se chocan contra las nubes negras, creando una explosión azul en el cielo. Luego, éstas, en medio de una convulsión de energía, contestan con otros rayos, también azules, algunos caen muy cerca de aquí. ¡Dante!, vuelvo a gritar. Otro pulso de luz ha derribado a varios robots, que empiezan a rodar por las escaleras. No puedo levantarme. Le veo retorcerse, en medio de esa luz blanca y azul tan potente, no veo nada más cuando aparto la mirada de él. La torre ya no se ilumina, él es, ahora mismo, la única luz, él es el sol, y todo el resto es pura oscuridad. En medio del bramido de la gema, le he escuchado gritar, ha levantado el brazo, con él, levanta el brillo, y todo eso estalla hacia arriba, el estruendo me acuchilla los oídos, rayos azules, el viento me arrastra, tumbada aún en la piedra, me cubro la cabeza.
Abro los ojos. Despego la cara del suelo. Me levanto, poco a poco. Dante está gimiendo, cada vez que echa el aire, pero no le veo la cara, el brillo de la gema azul tapa la mitad de su cuerpo. Los rayos han chamuscado parte de su ropa, han rasgado aún más la gabardina. Poco a poco, la gema comienza a perder brillo. Ahora hay más luz que antes, porque uno de todos aquellos rayos impactó cerca de donde se encuentra ahora el sol, y eliminó parte de la nube negra. Veo el aura blanca que sale de su cuerpo. Su ojo... brilla, de blanco, y su pelo levita, todo orientado hacia atrás. Coge la gema con una sola mano, la acerca hacia él, la mira bien. Está completa...
Sonido de espadas afiladas, de pies gigantes. Robots de cuatro brazos y varios gorilas se agolpan en las escaleras, corren hacia él, hacia mí también, camino hacia atrás, chillo, cuando el talón no pisa nada y tengo que mover los brazos para no caerme por el barranco. Dante también ha movido su brazo libre, una sola vez, y, con ese movimiento, los robots han salido disparados hacia el vacío. Levanta la gema, y un sonido grave, muy, muy grave, ha colapsado mis oídos por un momento. De pronto, Mentes, arriba, en pleno funeral de su madre, tensa el cuerpo, justo cuando el párroco, que conocía a Helena de todos los domingos, está contando una anécdota sobre una conversación que tuvieron, relativamente divertida. No hables de mi madre, susurra Mentes, tan bajo que Víctor no lo ha oído. No tienes ni idea, dice. Y, mientras escucho a Dante susurrarlo, veo que el colgante apunta hacia él.
Miro alrededor, aquí hay algo que no está correcto. Intento que entre dentro de mí el cosquilleo para controlar a Mentes, intentar disputármelo con Dante, pero no puedo, ni siquiera existe el cosquilleo.
Dante...
—¿A qué esperas para destruir volcán? —le digo—. ¡Suelta eso!
Camino hacia él, con la mano abierta hacia la llave de Núbise, pero las piernas empiezan a fallar, a... ¡mierda, no! El sonido grave ha vuelto, llena mi cabeza. Llena... basta. Comienzo a arrastrarme hacia él, a gatas, noto sus garras azules metiéndose en mi cerebro, controlándome. No... ¡déjame pensar! Él sigue. Igual. Mirándome a los ojos, como si le doliera lo que me está haciendo. ¡Para!, logro decir, temblando y sin aire, y... ah. Cuanto... más me acerco a él, más intenso. Te veo, Dante. Éste no eres tú. Basta. Me sigues mirando, con pena... pero no lo paras, y con un destello fuerte, me estrellas contra el suelo. Puedes pararlo. Aún estás a tiempo. El brilo que sale de su ojo no esconde para mí esa expresión con la que me mira, hasta que de pronto se relaja, mira al frente, detrás de mí, y el sonido grave me da un poco de tregua. Dante abre los brazos, muy, muy alegre.
—¡Al fin! —grita, sonriendo—. ¡Habéis venido!
Mi cuello responde muy despacio. Están quietos los dos, Los Creadores, al otro lado de la azotea, junto a las escaleras. Tubán despliega su cañón y lo apoya en su hombro. Arisa está pisando la cabeza de uno de los robots de Miedo. Los dos reflejan el brillo blanco y azul de la gema con su armadura, pero noto por esos brillos cómo el metal se mueve, cómo, por dentro, las máquinas están vivas.
—¿Dónde está el rojo? —dice Dante, con cara de decepción—. ¡Dónde está Altaír!
Su grito se ha amplificado, por la llave de Núbise. Hago fuerza con los brazos, consigo quedarme arrodillada, a un lado. El aura blanca de Dante se está intensificando, por un segundo parecía que le salía fuego del ojo, con esa mirada de furia. Los dos Creadores no hacen nada, están quietos, pero tienen las armas cargadas. Dante va a hacer que nos maten, y el volcán todavía echa niebla.
Tubán dispara un rayo potente desde su cañón, y Arisa ha empezado a disparar, yo me protejo las cabeza, cierro los ojos, escucho una explosión y luego viene la ráfaga de calor, que aparta la lluvia un segundo. En cuanto se disipa el humo, veo que Dante está bien, detrás de una barrera blancuzca que ha levantado. Todavía sonríe, más que antes, es una sonrisa desquiciada y dada de sí, sus ojos se abren todo lo que pueden, los dientes bien apretados. Coge la gema con las dos manos, y ésta empieza a brillar, a arremolinar energía a su alrededor, cada vez más energía, más, su sonrisa está cambiando a una mueca temblorosa, de ira. Ha empezado a crear una esfera azul entre sus manos, cada vez más gruesa.
—¡Se acabó! —grita—. ¡Yo seré el único dios de este mundo!
Los dos Creadores siguen quietos, sorprendidos, quizá, en lo que interpreto por esos ojos brillantes, y por sus cuerpos, muy estirados, que han retrocedido un paso. Tubán vuelve a disparar... pero nada. No tengo fuerzas, pero si me concentro, si intento liberar de mí estas garras que me aprietan, a lo mejor puedo ponerme de pie, lo intento, pero no, es demasiado. Cualquier grito que pudiera soltar ahora sería engullido por el zumbido estridente de la gema, que ilumina la expresión de Dante desde abajo, en blanco y negro. Él prepara sus piernas, tal y como Luchadora me dijo... está a punto de disparar contra ellos. Podría matarles. Luchadora sigue allí abajo. Todos se jugaban la vida por pasar desapercibidos y ganar sin que nuestros enemigos se enterasen. Por el tono en el que mi tía nos contó su plan, casi no parecían sus enemigos, sólo dos entes solitarios e incomprendidos que necesitaban ser parados a toda costa antes de que lo consumieran todo. Si Dante ataca, Altaír lo sabrá. Dante es una mente, Luchadora es una mente, todas lo somos, y lo que hacemos es velar por Mentes, y por todos los que conocemos... nadie nos dijo que lo hiciéramos. Dante coloca las manos, enfocando la gema de su padre contra Tubán y Arisa, y tensa su cuerpo. Pero... si no lo hacemos, dejaremos a Iloa, a Imica, a Themba, y todos sus pueblos, a su suerte. No somos así.
Ella me enseñó que éste no es el camino.

Mis músculos se mueven despacio, pero hago fuerza, grito, para conseguir, temblando, ponerme de pie, y lo poco que me queda, lo usaré para correr, hasta el centro. Entre Los Creadores y Dante. Basta de violencia. Me detengo frente al brillo, levanto los brazos. No somos violentos. Es sólo mi vida frente a más de mil. Dante libera su disparo. Brilla tanto... No sé cómo, he logrado ver su cara mientras lo hacía, su expresión de rabia que ya no existe.

Luz. Estallido. No siento calor, ni frío, nada. La roca cruje, tiembla, grita. Abro los ojos. La luz desaparece, con ella, el ruido y el sonido grave en la cabeza, ahora el humo sale del suelo, veo roca fundida, hace mucho calor. La torre tiembla y se resquebraja, y Dante cae de rodillas al suelo, completamente chamuscado, sin brillo en el cuerpo, los pelos sobre la cara. La grieta incandescente empieza a mis pies, y sigue hasta los suyos... ha rectificado el disparo. Corro hacia él. La torre comienza a colapsar, la mitad de la azotea se separa de la nuestra y veo caer a Tubán y Arisa, que me miran, completamente quietos en su mitad, inmóviles. Hasta que el pedazo de roca da la vuelta a mitad de caída, y desaparecen.
Otro crujido, éste se ha oído cerca. Pierdo el sentido sobre lo que realmente está abajo, mientras yo estoy pisando el suelo, eso estoy haciendo, pero el cielo ha cambiado, veo la tierra y el brillo del lago, que han comenzado a girar sobre mí, mis botas comienzan a rebalar por la piedra pulida. Se está desplomando igual que la torre de Dante cuando lo hizo sobre la playa, pero donde va a caer no hay playa, no, hay tierra, negra, que el sol no puede iluminar del todo. Con el último deslizamiento, mis botas dejan de tocar la piedra, ahora... vacío. Caída libre. Mis ojos no se llenan de agua, como pasó montada en Pegaso, qué va. Aquí parece que acompaño a la lluvia, que estoy en sintonía con ella, en este lugar vacío, donde la presión que siento en la tripa no es por la caída próxima, sino porque ya está, ya... no habrá más.
Un golpe.
Alguien me ha agarrado, Dante, me ha empujado lejos de la torre, que cada vez veo más pequeña, y nunca la veo acabar de caer. Él me está agarrando fuerte. Ha saltado, hacia el lago, no sé si lo conseguiremos... no sé si será lo suficientemente profundo. Dante me coge exactamente igual que la vez en la que caímos en el edificio de El Círculo. Todo se ve muy oscuro, pero, por una grieta en esas nubes, hay un rayo de sol que ilumina el agua. Cojo aire.
Impacto. Todo negro. Estruendo.
Me muevo, muy rápido. Otro golpe.
No veo nada, no veo, todo está oscuro, no puedo respirar, escucho el estruendo. Tengo en la nuca y los oídos tres cuchillas que pronto me agujerearán la cabeza. Siento las burbujas en mis pies, van hacia mis pies, abajo, abajo es arriba, veo un rayo de luz, veo la luz, veo las burbujas. Una punta de cuchilla en la nuca, otras en los oídos, martillazos en todo el cuerpo. Me escuece la espalda, la herida, y noto calor en esa zona. Cada vez más luz.
Cojo aire en cuanto noto el cambio de presión, trago agua, toso, echo el agua, toso, cojo aire de forma desesperada, vuelvo a toser. Veo lo que parece ser la orilla, no está lejos.
—¿Dante? —grito.
Aún están cayendo escombros al suelo, de la torre, que se está desmoronando aún más después de haberse estrellado. Miro a todos lados, pero sólo veo agua, agua y tierra.
—¡Dante!
El pelo me tapa la cara, me hundo en el agua, todo está negro, todo, es imposible. He visto un brillo, iluminado por la luz. Veo la gabardina de Dante... flotando. Nado a toda prisa, todo lo rápido que puedo, pero mi cuerpo se mueve muy despacio. Palpo el cuerpo que flota, boca abajo, le doy la vuelta, ¡Dante!, grito, pero no dice nada, ni siquiera parece respirar. Mi mano está caliente... de la sangre de su cabeza. Nadar cuesta, con él. No flota apenas, tengo que mantenerle yo en la superficie, a veces me hundo yo, a veces él, estoy tragando agua. La grieta en el cielo se está cerrando, y todo vuelve a ser oscuro. Arrastro a Dante, ahora que hago pie, pero cada vez pesa más. Hacía frío, pero de pronto, el viento se ha congelado aún más, y ha empezado a soplar desde varios lugares al mismo tiempo, a chocar alrededor de nosotros. Sólo calor en la pierna, de la sangre que baja por la herida abierta. Una voz, aguda, empieza a sonar por toda la isla, como un lamento, pero de esa voz salen varias más, una muy grave, y la de una mujer. Una demasiado gutural para ser humana.
—¿Qué habéis hecho?
La voz venía de la tierra, como hace tres días en la jungla, ha retumbado en mis oídos, incluso la he seguido escuchando, después de que Miedo hubiera acabado de hablar. Camino tan rápido como puedo, hasta que dejo a Dante tumbado en la orilla.
—¡Estoy cansado de vosotros! —grita Miedo—. ¡Se acabó!
Me muevo rápido, del susto. El volcán explota, liberando aún más gas negro que antes, veo la niebla del horizonte que... está volviendo. Lo hace tan rápido que el cielo entero ruge. La nube gigante se está compactando, está deshaciendo la tormenta en una espiral, ha cortado los rayos, el último ha iluminado toda la nube, y está viniendo aquí, a la superficie. Dante no respira. Estoy golpeando su pecho con las dos manos, pero no reacciona, ¡no reacciona! Ahora que Miedo no habla, las voces mantienen el lamento.
—¿Dónde está el resto? —dice Miedo—. No están en El Círculo.
El aire húmedo nos ha golpeado, es tan denso, tan frío, de pronto no veo nada que no esté a unos pocos metros. Es mucho más que de noche, como si la luna ni las estrellas existieran, y sólo pudiera intuir las formas. Dante no responde.
Sonidos metálicos.
Miro alrededor, pero no veo nada. Dejo caer todo mi cuerpo cuando golpeo el pecho de Dante, pero sigue sin responder. El lugar de donde vienen los sonidos metálicos... no veo a nadie allí. Oigo graznar a los cuervos.
—Los Creadores... —dice Miedo—. ¡Inconscientes, no era el momento! ¡Vais a estropearlo todo!
Otro graznido arriba, he podido distinguir una luz morada, antes de que desapareciera. Los pasos metálicos, irregulares y extraños, están cada vez más cerca, vienen directos hacia aquí. Saco la espada de Dante, me quedo cerca del cuerpo, con la espada en alto, que tiembla, porque tiemblan mis brazos. Poco a poco, la figura del robot se acerca. Veo su luz, roja, en el pecho, su sombra, tres brazos en lugar de cuatro, camina mal de una pierna y chirría cuando lo hace. Por poco coloco la espada en posición para disparar, pero veo que uno de los brazos lo tiene pegado a él, protegiendo la esfera roja del núcleo. La voz, el lamento, se siguen manteniendo, y sube el volumen.
—Me da igual la conquista, o la colección... —dice Miedo—. ¡Vosotros dos vais a morir hoy! ¡Todos los que se opongan!
Los pájaros empiezan a arremolinarse alrededor, van demasiado deprisa para seguirles. El robot ha acelerado el paso. Yo había levantado la espada, pero... he parado. Oigo las pisadas, ya casi está con nosotros, pero cierro los ojos. Hay un montón de aleteos a mi alrededor, pero me concentro en la respiración. Siento esta espada en mis manos, distinta a la de Luchadora. Mucho más ligera. Con un equilibrio más cerca de la mano, y, por lo tanto, más fácil de girar. Coloco las manos correctamente, la buena tiene que ir arriba.
Grito de dolor, cuando un pájaro ha clavado el pico en mi cabeza, casi me tira al suelo, otro se ha agarrado a mi espalda, y cuando me deshago de él con un corte, me ha dolido aún más. El robot ya está aquí, va hacia Dante, yo le ataco, pero me ha hecho retroceder dos pasos sólo con un espadazo. Los pájaros se arremolinan demasiado cerca, sus aleteos no me dejan ver, otro ha vuelto a bajar en picado, el robot va a matarle. ¡No le toques!, grito. Clavo una estocada en la espalda del robot, en la esfera roja, luego caigo al suelo, he volado por los aires. Me duele la mejilla, me sangra el labio. No he podido romperle el núcleo, y ahora viene a por mí.
Una pelea es un gran engaño.
Ataca de forma coordinada. Apenas me he podido levantar, porque cuando parecía que me daría un respiro y podía parar de rodar, atacaron los pájaros. Corto al aire, pero no acierto a nada, luego chillo. Los golpes del robot van a mi cuello, mi pecho, me cuesta detenerlos y van a matarme de verdad. He intentado esquivar una estocada, me ha cortado el hombro como si fuera mantequilla, por no utilizar mi espada para defenderme. La espada cerca del cuerpo, postura cómoda, ¡cuidado!, posturas simples. Luchadora hacía que pareciera fácil, yo sólo veo una tormenta de metal negro en esta oscuridad, pájaros sobre mi cabeza, ¿siempre ha tenido el robot esa cara de rabia? En cada golpe hay tanta fuerza que juraría que lo está disfrutando. He esquivado una espada de pura suerte, no puedo con él. Me tira al suelo de una patada, que me corta la respiración. El robot se coloca encima de mí, lo tapa todo, levanta los tres brazos para matarme. Entonces, disparo.
Fallé el primero, pero logré acertarle con el segundo, antes de que se cubriera... y las piezas de metal caen a plomo en la tierra negra. Un pájaro ha bajado y ha hundido sus garras en mi pierna. Le pego otro disparo, en la bota ha salpicado sangre. Luego, agarro un puñado de la tierra blanda y algunas flores, con la mano aún mojada, y aprieto fuerte... también me muerdo el labio. Me miro la herida del hombro... sangra, duele cuando me toco, pero no parece grave, ni ha llegado al hueso. El mango de la espada de Dante se acaba de manchar de esa sangre. Los pájaros siguen graznando, alrededor, pero el robot está muerto.
El engaño.

Escucho toser, unos metros más adelante, cojo aire. ¡Imposible! Me levanto tan rápido como puedo, corro, con la espada en la mano, me cuesta respirar, disparo a donde creo ver los pájaros, que siguen aún pero más lejos, hasta que llego junto a Dante, que está vomitando agua. Siento los tentáculos abrirse paso por la tierra blanda y negra, y pronto destrozarán las flores mustias en la oscuridad, si no me concentro y los deshago antes de que lo hagan. Llamo a Dante, que aún está echando agua, le sacudo el hombro, le coloco de perfil. No me mira, coge aire desesperadamente. Más ruidos, fuera. Mientras los tentáculos no paran de querer rodearnos, escucho ruidos que vienen de más allá de la nube de polvo de la torre, que creía que estaba ya vacía. Dos pájaros han bajado a picotearme, a la vez, muevo la espada, uno de ellos intenta volar lejos, pero agita un hueso a la vista, arrastrándose por el barro. Ruidos de pasos que se acercan, tapados por otro tosido de Dante. Baja en picado otro pájaro, me corta cerca de la muñeca antes de que pudiera defenderme. Otro pájaro, pero éste lo he ensartado con la espada, según se acercaba. Me ha llegado a mí su cuerpo muerto, y sus vísceras están colgadas del metal. Cuando agito la espada para desenganchar el trozo de intestino, he oído el balanceo de otra arma enfrente, más allá, un arma grande, sale polvo de la tierra, de un tentáculo que casi logra salir de ella, pasos pesados, la voz que oí antes, en la torre. Duch, un Duch gigante, con escamas más puntiagudas, la piel más oscura, su cara, sombría, balancea el martillo, cuando comienza a correr, directa a por mí.
Chillo.
Para mí ocurrió demasiado rápido, cómo esa masa clara, la gabardina, corrió por mi costado y lanzó a Duch dos metros por el aire de un puñetazo en la cara, los dos en el suelo, Duch se levanta rápido de un salto y prepara su martillo, Dante se incorpora como puede, todavía sin equilibrio, abre la mano, y su espada se me escapa de los dedos, justo para parar el golpe, y otro martillazo le manda la espada lejos, pero el martillo no vuelve para darle en la cara, Dante lo ha parado con las manos, desde el mango. Los dos forcejean, y gruñen, se mueven en círculos, intentando poner al otro el martillo en su contra. Con un grito que ha ido subiendo de volumen, Dante coloca el mango en la tripa de Duch, desde abajo, y lo levanta entero, para estrellarlo contra el suelo. Le lanza el martillo lejos, y cuando abre la mano para recuperar su espada, un golpe le tira al suelo, su espada pasa por donde él estaba, y desaparece, yéndose todavía más lejos. Quiero ayudar, aunque no sé cómo, ¡au!, ese pájaro casi me atraviesa el hombro, yo le he dado un golpe, pero ha vuelto a volar. Ellos siguen forcejeando, sólo con las manos, Dante ha tocado dos puntos en el cuello de Duch, y ahora se está volviendo pequeño, al tiempo que Mentes comienza a mover la pierna muy rápido, mira el reloj, y seguro que no ve el momento de el entierro acabe. Pero Duch pequeño no ha sido tan buena idea. Mientras no consigo agarrar el pájaro que me ataca, más que dos plumas, Duch ha comenzado a golpear a Dante, muchas veces, muy rápido, por todo el cuerpo, se cuela entre sus piernas, le trepa por la espalda y le intenta arrancar la oreja de un mordisco. Dante toca los puntos del cuello otra vez, gritando, y, según Duch se hace grande, Dante lo lanza al suelo y se coloca encima, aguantando sus golpes. Logro agarrar al pájaro por la cabeza, sus alas golpean mi cara, las garras arañan mi brazo y la chaqueta, le parto el cuello, y todo para. Me siento sucia.
—¡Ahora, chica! —dice Dante—. ¡Recupéralo!
En cualquier momento, Dante podría dejar de bloquear los golpes de Duch y podría ir uno de esos a mí, tan grave y contundente en el costado de Dante que basta que me diera en la cabeza para que me matara. Los ojos de Duch no brillan, su lengua es negra, de su costado están empezando a salir tentáculos que comienzan a levantar a Dante, y casi no puedo deshacerlos, porque concentro todas mis energía en expulsarle de un cuerpo tan grande, está tan arraigado, le siento dentro, pero eliminarle está requiriendo todo lo que me queda. Sus tentáculos empiezan a desaparecer de forma natural, el negro de su boca se cuela dentro de su cuerpo, y sólo da la mitad de golpes que antes. Sólo su núcleo, sólo un poco más.
Miro el brazo que acaba de caer al suelo... sin marca. Me siento en la tierra, casi sin visión y con mucho frío. Dante hace lo mismo, se tumba con un gemido. Llama a su espada, y cuando va a guardarla, sus brazos no se levantan lo suficiente. La gabardina está mojada, sucia de la tierra, y la ropa llena de girones. Algunos tentáculos han salido, muy gruesos, lo suficientemente lejos como para que no llegue a deshacerlos, pero ellos tampoco llegan a nosotros. Cada vez me cuesta más retener la potencia de los que se abren paso.
Duch se levanta, poco a poco, se palpa las heridas que los tentáculos le han hecho en el costado, me ve y se acerca. ¿Qué te ha pasado?, dice, pese a todas las preguntas que seguro que tiene, y aunque esté viendo enfrente de él a un enemigo. Fuiste convertido, le digo, y Dante y yo acabamos de recuperarte. Iba a preguntar otra cosa, se lo he visto en la cara, pero se ha quedado callado. Dante intentaba levantarse, pero está luchando por ponerse de rodillas. A mí también me cuesta, pero he logrado ponerme de pie. Camino dos pasos hasta Dante.
—¿Se puede saber en qué estabas pensando? —le grito.
—Iba a destruir la montaña —dice—, después de matar a Tubán y a Arisa. ¡Iba a ayudar a todos!
—¿Ayudar a todos?
No responde. Está de rodillas, con la cara hacia el suelo, y acaba de lograr, con esfuerzo, colocar la espada en la funda.
—¡Tenías una tarea, eras parte de un equipo! —grito, y señalo la montaña—. ¡Has cabreado a Miedo, nos ha descubierto antes de tiempo, y está dirigiendo a la guarida de Los Creadores todas las tropas que Imica y los suyos se esforzaron por atraer consigo, todas contra Orfeo y Jil! ¡La montaña aún funciona, y ha concentrado toda la niebla en esta isla! ¿No lo entiendes? ¡Ya no puedo contenerle! ¡Si no has condenado a Luchadora y los suyos con tu ataque, lo hará Miedo!
Dante sigue sin responder. No deja de mirar abajo.
—¡Mírame a los ojos! —digo.
Cuando me mira, ya no es el hombre que se rió cuando intenté escapar de su torre, que me retó a ver cuántos metros podría huir de él. La cicatriz de su ojo le cubre casi media cara, y el ojo que puede ver, está detrás de los mechones mojados y sucios.
—Yo no tuve padre —le digo—. Mi madre murió virgen, la mató Mal después de quince años estando dentro de su cuerpo, por su debilidad durante el parto. ¡Dime, Dante! ¿Quién crees acaso que me concibió?
Aprieto los puños, pero no merece la pena hacerme daño con las uñas, no por él. No veo su pupila, pero sé que tiembla.
—Y estuve contigo —digo—, en lugar de enfrentándome a él.
—¡Pero yo quería...!
Dentro de mí nacen unas palabras, que, no sé por qué, pensé que nunca las diría, nunca, no yo, y sin embargo, lo que surge de mi garganta nace del núcleo de mi alma.
—¿Y ha valido la pena? ¡Lo que tú quieras no importa! ¡No cuando es a costa del resto!
Dante no responde. Me mira, apretando la boca, moviendo la nariz como si estuviese conteniendo las ganas de llorar. Luego baja la cabeza, y se queda así, de rodillas, la espalda encorvada, los hombros caídos.
El aire cada vez es más denso, más negro, y contener a Miedo, aunque sea aquí cerca, me está costando demasiado. ¿Aún hay tormenta en algunas partes de la isla, o lo que escucho es el avance de todos sus ejércitos, dirigiéndose hacia la cueva en la que está Luchadora? Necesito ir. Necesito ayudarla, más que nunca. Duch me llama, detrás de mí, con la voz de su versión pequeña, justo cuando Mentes ve que el entierro está próximo a acabarse, e intenta ocultar a Víctor su nerviosismo, prácticamente un ataque de ansiedad. ¿En qué estará pensando, exactamente? ¿En las habitaciones vacías de su casa, en que no va a volver a verla? ¿En que quiere que todo acabe de una vez? Todas esas imágenes se entremezclan en él. Y hay otras dos que se mantienen, constantes, debajo de estas tres pero siempre presentes, la de que Víctor le perdona, y la de que su amigo ha volado media Europa para verle. Dante sigue igual, inmóvil. Duch me vuelve a llamar, yo le contesto. Cuando es pequeño, su pelo parece más largo, las escamas se le acentúan más, y también se le notan más los golpes.
—¿Es verdad que los demás están en la casa de Los Creadores? —dice—. Jil y Orfeo necesitarán más ayuda.
—Miedo utilizará gorilas, que se desactivan de un mazazo en el pecho —digo—, y escorpiones, en los que hay que saltar encima y clavarles un cuchillo.
—Les falta golpe y agilidad. —Duch cierra los ojos y tensa cuello y brazos, haciendo que se mueva todo el cuerpo—. Necesitarán de mis dos formas.
—¿Lo harás?
Duch asiente, muy rápido, con los ojos húmedos. Vamos, me dice, nos necesitan. Con pequeñas explosiones de tierra, algunos tentáculos han empezado a salir de la tierra, deshaciéndose por mí, pero son interminables, y ganan más metros de los que les puedo recortar.
—Dejarte allí nos vendrá de paso —dice Dante, que ha vuelto a levantar la cabeza—. Tengo una idea.
—¡No! —digo.
Si le pudiera taladrar con mi mirada, juro que lo haría.
—Estoy harta de tus ideas.
Los tentáculos cada vez son más, se retuercen, pero cada vez ganan más en altura, en grosor, cada vez se mueven con más fluidez pese a mis esfuerzos. Dante saca del bolsillo la gema azul, levanta el brazo, a duras penas, y la hace brillar, con ella, también brilla su cuerpo. Intento pararle, pero no llego a tiempo, y ahora no puedo moverme. De un destello rápido, sale de él una onda expansiva, esférica, que nos ha atravesado, y que ha deshecho, a su paso, todos los tentáculos de Miedo que había en el valle, incluso siento que desaparecen también del subsuelo. La llave de Núbise ha recuperado todo su poder. Poco a poco, recupero la movilidad, también Duch. La gema ha dejado de brillar, Dante también, y ahora ha movido la gema hacia mí. Me la está dando. Tan sólo la he rozado, y ya empiezo a sentir imágenes milenarias, conocimiento antiguo, exactamente igual que hace un año. Cuando sus dedos se despegan de la gema, noto cómo coge aire, de forma entrecortada. Su luz brilla ahora en mis manos, tenue.
—Sé como acabar con Miedo —dice Dante—. Para siempre. Sin trucos.
Duch y yo nos miramos, antes de volverle a mirar a él.
—Si sabías cómo hacerlo —digo—, ¿por qué no lo hemos hecho antes?
—Porque lo que llevas en las manos no estaba completo.
Guardo la gema en el bolsillo, y su brillo azul deja de iluminarle la cara. Dante, ahora, sonreiría, después de decir una frase como ésta. Pero no lo hace. Ni siquiera hay una expresión en su cara, un músculo contraído, y su único ojo, sin pupila, no sabría decir a dónde mira, entre dos mechones que caen por su cara. Diga lo que diga, nada impedirá que primero lleve a Duch a la guarida de Los Creadores, manejando a Pegaso.

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