¿Puede ser la humedad la que haga que la barba me pique tanto durante este paseo? Mientras me esfuerzo por no rascarme más, me centro en todo lo que está ocurriendo en el mundo de Mentes, algo que de pronto ocupa tanto de mí y, al mismo tiempo, parece que tengo que concentrarme para recordar que, después de un año, Mentes ha vuelto, y con él, también he vuelto yo, de las profundidades de una cueva en la que una decena de caras grotescas me llamaban el hombre perfecto. Con cuidado, aparto dos rocas de escombros de una flor milagrosamente intacta, amenazada por sus costados puntiagudos. Ellos me llamaban hermano. Experimentos de Sever, vida artificial, fracasos iniciales de lo que más tarde yo sí logré ser. Decían que yo era su hermano.
Acaricio la piel del brazo con el dedo. Ya no tengo la marca de Miedo, pero el malestar que se ha ido no ha sido por haberme deshecho de ella, sino por haber encontrado este recuerdo, en la cueva, y haber descubierto que, cuando cojo esa foto mental y la agito, desprende un líquido negro y ácido que me escuece. El hombre perfecto, decían, hermano, me llamaban. No sé qué me escuece más, saber que en el fondo tienen razón, que, de una forma no biológica, sino conceptual, sí que son mis hermanos... o no saber qué fue de ellos, cuando quedaron a merced de Miedo en esos túneles. Pero no me preocupa cómo estén. Vivieron a merced de un caudillo, sin cuestionar, sin reflexionar si lo que hacían era correcto, probablemente sin querer saber lo que estaban haciendo. No siento pena por lo que les pasó, sino lástima, doy gracias por ser yo Eissen, en lugar de ser cualquiera de ellos. Pero, ¿acaso no? Yo soy Eissen, y ningún otro podría haberlo sido. Y este toque cruel, algo narcisista, quizá... me hace sentir, sorprendentemente, aliviado. Me miro las manos, sin callos ni cicatrices. Tengo muchas cosas que no me gustan. Como el resto del mundo.
Mentes también las tiene. Y aún así, antiguos amigos del barrio han venido para verle y darle el pésame después de años sin contacto. Éramos jóvenes cuando las mentes tomaban cervezas con ellos, en el bar de siempre donde bajaba quien podía y nadie avisaba porque no había teléfonos móviles. Verles tan mayores se me hace raro, mirar más allá del cielo, también, mientras, en el cielo de este mundo, la ceniza negra del volcán, que cubre la isla, ha empezado a mezclarse con las nubes, a arremolinarse, y por eso aparecen dibujos de espirales grises en medio del cielo negro. Ahora, la luz, como una explosión dentro de la esfera hueca que se ha formado, ha iluminado toda la cavidad de casi todos los colores claros que existen. Después, el trueno. Si fuera ciego, hubiera creído que la tierra se partía. La bruma oscura que distingo al sur no es la niebla clásica de Miedo, porque ahora que existe la del cielo, la niebla normal sobra, y ha comenzado a dispersarse a lo largo del valle. Eso tan oscuro es lluvia, y pronto llegará hasta nosotros, pero nosotros iremos allí antes.
Entonces tendré que actuar.
Sus ojos dorados llegaron a temblar, antes de que él desapareciera. Sever se las apañó para que, incluso habiendo encontrado mi propósito en el mundo, también sintiera sobre mis hombros el peso de lo que sólo yo, al parecer, puedo hacer. Es casi el cuento de siempre, supongo, el de que nunca nadie está absolutamente feliz, yo siempre quise servir para algo, y ahora, sin haber combatido en mi vida, soy el único que tiene oportunidad contra un ser que sometió a Luchadora. ¡A Luchadora...!
Miro otra vez mis manos, porque debo ser realista. Probablemente muera hoy. E, irónicamente, eso no es lo que hace que tiemblen, porque, mientras navego en las posibilidades de que eso suceda, no siento más angustia, ni más temblores. Pero, ¿y si fallo?, y entonces el pulso se desboca, todo mi cuerpo tiembla, siento frío, guardo una mano en el bolsillo y con la otra agarro fuerte la empuñadura de la espada de Razón, para descubrir que está más fría, incluso. Sever decía que mi destino era matar a ese monstruo, pero en vida también habló mucho sobre eso, mi destino es gobernar, decía, y acabó muerto cerca de las montañas del norte.
Yo sólo soy un hombre de sangre roja.
Detengo el paseo en seco, me quedo de pie sobre la ruina, cuando veo a Luchadora y a Dante hablar al lado de un árbol roto sobre el que cayó la mitad del edificio de ayer, en el jardín delantero. Ninguno de los dos chilla, pero parecen estar discutiendo.
—¿El bienestar de Mentes no es suficiente para ti? —he llegado a escuchar de ella.
—No, no es suficiente —dice Dante—. Yo busco el bienestar de Mentes, por supuesto, y también el mío. El de todos.
—Entiendes que si atacamos hoy a Los Creadores, igualmente acabaríamos muertos, ¿no?
—¡Cámbiame de grupo! Yo les mataré con vuestra ayuda.
Aparto la mirada y comienzo a caminar hacia el campamento otra vez. Un pie avanza deprisa, para dejar de escuchar una conversación privada que pertenece a ellos, y el otro pie me ralentiza, porque el que levanta la voz es Dante, y la que le planta cara es Luchadora. Me giro, e intento retomar de nuevo la conversación.
—Si haces eso, Miedo sabrá de nuestras intenciones —dice Luchadora—. No arriesgaré la vida de mis hombres. Lo siento, somos demasiado pocos, y Eissen ha ofrecido un camino demasiado bueno para rechazarlo.
—Lo entiendo, pero a la larga acabarás arrepintiéndote... y me refiero a Los Creadores.
—Mentalízate —dice Luchadora—. Cuando esta tarde acabe, te habrás ganado nuestro perdón y podrás marcharte, a no ser que te quedes para rematar a Miedo. Eres valioso, Dante, y necesito que me comprendas.
Cuando acaba la frase, se da media vuelta y comienza a caminar hacia aquí entre los escombros, apoyada en el bastón que utilizaba Hiego antes de que dejara de razonar. Dante, de brazos cruzados, sigue junto al árbol roto, mirándome. ¿Y qué si me mira? No quiero conocer la fuerza de su brazo, pero sé que lo haré de todos modos si ataca a Luchadora. Ella me pregunta qué hago, yo le digo que he escuchado las últimas frases de su conversación. Iba a opinar sobre ello, sobre Dante... pero nada que ella no sepa. Me ha dicho que sí, un sí no sé a qué, exactamente, y, con el brazo que tiene libre, camina conmigo, empujándome la espalda ligeramente, al principio, luego apoyándose en mi hombro. Se las apaña para caminar entre las salas rotas y torcidas sin mi ayuda, aunque se la haya ofrecido. De pronto, comienza a reír. ¿Qué pasa?, le pregunto, pero sigue riendo. Al final, me río yo también, estoy mirándola. ¡No entiendo nada!, pero no puedo parar. Cuando ella consigue dejar de reír, entre quejidos por su costado, pensé que regresaría otra vez su cara seria, pero no lo hace, sino que sigue sonriendo. Empujo un poco su cuerpo, aunque ella no me lo haya pedido, cuando subimos la roca más alta, desde la que podemos ver a todo el mundo.
Mírala, dice, y señala con la cabeza a un lugar en el que Madurez no está. Vuelvo a seguir su mirada hasta la mesa de cristal, en la que Servatrix y Piath están conversando, y a su lado, en la otra silla libre, Stille está quieta, con los brazos en alto y sus dos kunais en equilibrio sobre sus dedos. Tiene los ojos cerrados, y se ha vuelto a peinar su pelo en dos moños, como solía hacer antes de cualquier batalla. Colgada del cuello, está su máscara de boca, negra, en contraste con sus telas blancas y brillantes. Mírala, repite Luchadora. Verla con esa ropa se me hace raro, absolutamente incompatible. Stille nunca, en su vida, ha llevado el blanco.
—¿Te acuerdas cuando le cayó un edificio encima? —dice—. Ya está meditando, preparada para darlo todo.
—Siempre ha sido una fuera de serie, ella y su compañera.
—¿Susurro? —Para de caminar y me mira, luego vuelve a sonreír—. No era su compañera.
—¿Y qué iba a ser si no, su escudera?
Ella ríe y me dice que me queda mucho por aprender. No entiendo. ¿Ahora a los compañeros no se les llama así? Es la hora, me susurra. Dentro de unos minutos, me dice, llamarán a Pegaso. ¿Cómo puedo hacer que el corazón vaya más despacio? Quisiera coger parte de la energía con la que late y repartirla por todo el cuerpo, por la cabeza sobre todo, que me ayude a asimilar que esto no es otro día más, que llevamos más de veinte años deseando que llegara, en el buen sentido o en el terrible, y que, hagamos lo que hagamos, no va a deshacerse... como siempre, supongo, pero hoy no es lo mismo. Los enanos parecen tranquilos, hablando con los dos Uut mediante gestos, o hablando despacio y fuerte, a veces con ayuda de Jil, que parece comprenderles mejor. Imica está cerca, de pie, muy seria, apoyada en su lanza, que desde aquí, le parte la cara en dos mitades exactas. Tiene los ojos cerrados. Cuando Servatrix y Piath acaban de hablar, se crea en la mesa un ambiente tenso, el ceño arrugado de Servatrix, que abre la boca para decir cualquier frase que pueda continuar la conversación, y, ante el silencio de Piath, mira a un lado y a otro, hasta se fija en el Albino. Y luego, forma un túnel con las manos, y se tapa la cara con ellas. Piath la abraza, pero no hace más, no puede. Stille parecía imperturbable dentro de su propio universo, pero cuando Servatrix la ha rozado, ha apretado los labios y ha empezado a respirar más deprisa. Servatrix se levanta, y se va.
—No quería llegar a este punto —dice Luchadora.
—¿El de poder ganar?
—El de poder perder a alguien.
—No podíamos elegir —le digo.
Apoyo mi mano en su hombro.
—Ya —dice—, la amenaza viene de fuera, lo sé.
—De dentro también. Enfrentarse a una es enfrentarse también a la otra.
Quizá el destino no esté escrito, pero, según Luchadora se mezcla con los demás y me quedo solo, junto a la flor de antes, repaso las acciones más importantes de mi vida, y no me cabe duda de que, en cada situación, con los conocimientos que tenía, hubiera hecho lo mismo, repitiéramos las veces que lo repitiéramos. Y, seguramente, Mentes sienta lo mismo cuando se ponga a reflexionar, él, desde fuera, que pensará que es un único individuo, posiblemente que su interior sea aburrido y falto de riqueza. En su mundo, fuera, los antiguos amigos del barrio conversan con las mentes, ahora que han salido al pasillo a respirar después del ambiente denso que hay dentro. Las mentes hablan, a veces interrumpiendo sus conversaciones aquí, otras veces hablando solas, y otras incluso siguen manteniendo su conversación aquí como si ellas no le controlaran, aunque yo sé que sí. A veces se intranquilizan todos, y todas dedican una mirada corta, a la vez, al volcán activo, cada vez que Miedo ha tomado el control. Mentes mira el reloj. Dentro de poco será el entierro. Y aquí abajo, ni Miedo ni Mal nos hacen olvidar que el cuerpo que vamos a despedir es el de Helena.
En la mesa de El Círculo, Luchadora y los ancianos repasan el plan, para que ellos estén atentos y desvíen la atención de Miedo todo lo posible, haciendo la magia que sólo ellos saben hacer, cambiando la dirección del viento, creando un torbellino cerca, un temblor... como sea. Albino acaba de llegar. Siguen hablando de posibles maneras de hacer que Miedo lleve sus tropas aquí, al norte, antes de que se dé cuenta de que el verdadero peligro estará en el sur, de pronto Hiego ha gritado algo sin sentido, y su mujer le exprime una fruta con un cuenco y una maza de madera. Qué calma me transmiten los ancianos... estas dos familias, desde luego, han vivido muchos siglos en los que han pasado muchas cosas. No es lo mismo para Luchadora y Stille, más serias y concentradas, que de vez en cuando han cruzado miradas. De las nerviosas.
Los enanos y Uut también hablan de banalidades, de costumbres de sus tierras, mediante gestos que no siempre entienden. ¿Comer insectos?, ha llegado a decir Leúa, con la lengua fuera y sacudiendo la cabeza. Estos enanos son muy diferentes a los que conocí en la torre de Dante, pero supongo que el exterminio que sufrieron aquellos a manos de Los Creadores podría haber cambiado a cualquiera. Roruk ha llegado a reír, algo que no había pasado en los pocos días que nos conocemos. Pero Imica, cerca, está seria, quieta. Casi no respira. Cuando me acerco a ella, con miedo de interrumpirla, he notado las miradas de Pahatu y Leúa, más allá del simple saludo... no sabría decir, ¿lo que hay en sus ojos es admiración? Como si fuera más que un hombre.
—Hablar tú, Eisencio —dice Imica.
Si ha abierto los ojos en algún momento, no lo he visto. Hago memoria rápido... Imica tiene la extraña habilidad de hacer que se me olvide lo que le quiero decir.
—Por tu barco estamos hoy aquí —digo—. Quería darte las gracias.
Ella mueve la lanza, casi me da en la cara con ella, y, con un gesto rápido, la ha clavado en la tierra. Camina, despacio, con mirada sospechosa e incómoda, hasta que parece que va a darme un beso. Continúa así, mientras los gestos de la cara son más tensos cada vez.
—Daala rii i nasae —dice—. Cultura Uut dice muerte sólo pequeñas. Padre mí, fuerte Onubagan, no muerta, conmigo cada vez digo nombre su.
No tengo ni idea de si todo lo que ha dicho ha sido para contestar mis agradecimientos. Muy bien, le respondo, retrocedo un paso, sonrío, y le acerco mi mano. Ella se sigue acercando, ignora la mano y extiende los brazos, hasta el punto en el que casi me está rodeando con ellos, pero no llega a tocarme. Yo la imito. Cuando se separa, me asiente, de forma muy marcada, y me revuelve el pelo con la mano. Sacudió dos mechones que estaban enganchados, y diría que ha arrancado uno de ellos. Luego saca la lanza, casi vuelve a darme en la cara con ella, y continúa como estaba antes, esta vez con los ojos abiertos, fijos en la gente del fondo, donde veo, paseando por el borde del acantilado, a Madurez y a Servatrix, con Orfeo. Voy hacia allí, sin prisa.
—Casi no puede caminar, ni con el rubí —dice Madurez—. Tiene que ir otra persona en su lugar.
Madurez susurra, pero, incluso desde varios metros, es como si estuviese susurrando en mi oído.
—Erudito, Razón y yo hemos cometido errores —dice Servatrix—. Hoy los jóvenes van a deshacer lo que nosotros no pudimos.
—¡Pero ella...!
—No intentes luchar contra el río. Ella quiere estar allí. Su esencia pertenece a ese lugar.
Me detengo delante de ellas, justo cuando habían parado de hablar y caminar, y estaban mirándome. Me disculpo por interrumpir. Ellas, por su parte, continúan expectantes, ante una frase mía que arranca con retraso.
—Hoy... bueno, yo... —digo—. Servatrix, por si, ya sabes, yo quería...
Ella viene y estrella un abrazo entre los dos. No lo ha dudado ni un instante, y me aprieta bien fuerte, yo acerco mi cabeza a la suya. Madurez, enfrente, se está secando los ojos y la nariz, en lo que Orfeo está con ella. Es un buen chico... la noche que me desmayé, él cargó conmigo y nos ocultó. Aquello no fue limpio, pero fue astuto... Todos los que me rodean hoy han hecho cosas increíbles. Se me escapa un quejido, un lamento ahogado, más bien, a lo que Servatrix responde duplicando la fuerza de su abrazo hasta un nivel que hubiera pensado imposible para su cuerpo. Casi sin aire que pueda respirar, le doy palmadas, pidiéndole que me suelte un poco, hasta que se separa.
—No hay más que pueda hacer que lo que ya he hecho —le digo.
—Cariño, lo que has hecho no define quien eres —dice—, al menos cuando has hecho otras cosas para cambiarlo.
Supongo. Desde ayer por la noche, durante la guardia, noté que la sangre fluía en mí más rápido de lo normal, o con más presión al menos, y los latidos, también, son más contundentes... y ahora, debido al abrazo de Servatrix, la sangre recorre mi cabeza, mis brazos, los muslos, con tanta fuerza que la siento en mi piel. Y, en realidad, esta presión ya la sentí otras veces, cuando engañé a Miedo, sobre todo, pero nunca como lo hago ahora. Sí... es posible que muera hoy. Pero tengo que estar allí. Servatrix, antes de separarse definitivamente, me ha dado otro abrazo, mucho más corto, y más dulce.
—Oye, Eissen —dice Madurez—, a llorar a la llorería.
—¡Niña! —dice Servatrix.
—¿Qué, qué? —Ella levanta los brazos y los hombros—. ¡Es una broma! Es una frase famosa que... bah, da igual.
Es como si un remolino de viento hubiera comenzado a soplar por aquí y el contacto con Servatrix fuera lo único que impedía que fuera lanzado hacia las nubes negras y grises de tormenta. ¿No podía durar para siempre?
—¡Todos, conmigo! —grita Luchadora, cerca de la mesa de cristal.
Y ahí está el verdadero remolino, luego el de mi cuerpo, que ha comenzado a latir más de lo que puedo asimilar. Todos nos hemos reunido, irónicamente, en un gran círculo, fuera de la mesa, que sólo la mujer de Hiego está utilizando. Están aquí el resto de ancianos, las seis mentes, Dante incluido, los tres enanos, los tres nativos del bosque, Jil y Orfeo, que está a mi lado, y yo. Enfrente de mí está Luchadora, con las dos manos sobre el bastón.
—Ha llegado el momento —dice—. Estamos muy cansados, pero lo que hagamos esta tarde puede aliviar mucho dolor a nuestro mundo. Vamos a acabar con Mal, y vamos a dejar a Miedo tan débil que va a verse obligado a rendirse, sin medios y sin propósito. ¡Imica!
Imica y sus soldados golpean sus lanzas en el suelo dos veces, a la vez. Luchadora se quita la capa de oso y, sin miramientos, la ha plantado en los hombros de Imica, que su cara había quedado enterrada por la del animal.
—Que tú y tus hombres ocupen espacio, que Miedo piense que seguimos aquí —dice Luchadora—. Estoy segura de que va a volver, y con un ejército mayor. Y esta vez Madurez no estará. Aguantad todo lo posible. Si se retira, no les persigáis más allá de nuestros terremos. Y cuídame la capa.
—¡Ic ic! —grita Imica.
Luchadora dirige una mirada rápida a todo el resto. Sus ojos morados brillan más que el rubí.
—Vamos a separarnos —dice Luchadora—, pero seguimos unidos. Algunos de nosotros hemos combatido juntos más de cien batallas, pero ésta, la más importante, necesito que no sea una batalla en lo absoluto. Tocará correr, tocará esconderse. Los míos, nos defenderemos, y Dante y Madurez, sólo quiero que dañéis estructuras. ¿De acuerdo?
—Miedo derribó mi torre y convirtió a mi pueblo —dice Dante—. Me parece poético que seamos nosotros los que le hagamos sentir lo mismo.
Dante parece disgustado, lejos del enfado, o la actitud con la que se rió de mí esta mañana. Luchadora asiente, luego desenfunda su espada y apunta con ella al centro del círculo, pero pronto vuelve a guardarla. Clava el bastón en la tierra, y coge las manos de Madurez y de Albino, los que tiene a su lado. Pronto, Madurez da la mano a Servatrix, y Albino, mirando hacia el cielo con media boca apretada, da la mano a Dante, con el brazo muy tenso, y Dante sonríe. Iloa da la mano a Imica, a su lado, Stille está entre Servatrix y Piath, y, al final, Themba me ofrece la mano por un lado, mientras que Orfeo la extiende por el otro, con una sonrisa. Cuando cojo las dos, todos estamos unidos.
—Estoy muy orgullosa de todos vosotros —dice Luchadora—. Sois los más valientes. Os habéis enfrentado a una isla y seguimos aquí. Ésto no es por orgullo, ni por ganar, ésto es por nuestras familias, para que sean libres, para que tumbar un problema no haga caer sobre nosotros un problema más grande. Vamos a hacer que merezca la pena, ¿a que sí? —Coge aire, y grita—. ¡Por Mentes!
—¡Por Mentes! —gritamos.
—¡Por los que ya no están! —dice.
—¡Por los que ya no están!
—¡Por los que nos esperan! —dice.
—¡Por los que nos esperan!
—¡Por nosotros! —dice.
—¡Por nosotros!
Dante silba discretamente, y Pegaso aparece, directamente en el centro del círculo, se eleva sobre sus patas traseras, y guarda sus alas sin golpear a nadie. Comienza a girar sobre sí mismo, cada vez más nervioso, hasta que Dante le acaricia el cuello y junta la cabeza del animal con la suya. Sólo será un momento, campeón, sólo un momento, dice, lo siento. Noto en sus alas, en su forma de caminar, que el caballo todavía está cansado después de lo que tuvo que moverse hace dos días. Todos los ancianos dan un paso hacia atrás, también los Uut y los Mutoragan, menos Iloa. También Servatrix. El resto de mentes, Orfeo y su padre, y yo, damos un paso al frente y tocamos al caballo, que se ha estremecido. Luchadora está enfrente de mí, puedo ver sus ojos cerrados más allá del lomo de la criatura.
—¡Unucba nachuza! —grita Imica, y sus soldados lo repiten.
Mientras Dante susurra el destino, escucho solamente las respiraciones profundas de todos, yo incluido. Luchadora tenía los ojos cerrados, pero acaba de abrirlos, claramente concentrada.
—Unucba Nachuza —susurra ella.
Justo después, el chasquido, el cielo cambia, la luz, la lluvia, los truenos, y un fortísimo rugido que se oye de la tierra. Las montañas negras. El agua empieza a caer y ya me está calando. El viento arroja ráfagas frías y directas contra los tobillos, me subo el cuello de la chaqueta, que no se sostiene porque está roto. La forma de estas montañas... yo las conozco, yo he estado aquí, conservo el recuerdo vago de cuando apenas observaba y me movía por instinto, de los lagos de lava, los ciclones de hielo. No hace tanto de todas esas invenciones y adornos. La mujer del cántaro de agua. Miro el brazo otra vez, no hay marca de Miedo, se acabó. Ahora puedo mirarlas, fijarme bien en ellas. Entre dos laderas, veo la cumbre lejana de una montaña, esculpida con la cabeza de un toro, gigante, y el toro mira hacia aquí. Por la posición en la que se encuentra el volcán, que desde aquí veo cómo expulsa rocas con violencia entre niebla negra, sé que hemos pasado la guarida de Miedo, y estamos cerca de Los Creadores. Dante está intentando calmar a su caballo.
Toco algo detrás, casi me caigo del susto, de no ser porque me agarré bien de Orfeo, que casi se cae conmigo. La pared de hielo, diez metros o más de glaciar, empieza casi donde tenía la espalda. Joder, podría haber sido cualquier otra presencia. Resoplo, intentando volver a mantener el equilibro en este suelo de musgo húmedo por el hielo. Escucho cómo el glaciar cruje. Distingo cómo, desde lo alto, acaba en sierras parecidas a los dientes de un tiburón.
Un rayo vuelve el día blanco, como una bola de fuego en el cielo que no llega a bajar a tierra. Luego el trueno. No existen sonidos con los que compararlo.
Miro abajo, donde está el camino que yo recorrí hace unas semanas, que lleva a un desnivel que está ahí mismo, y, bordeando a ese desnivel, llegaremos al pasillo en el que encontraremos la entrada secreta. Iloa y Jil han comenzado a deslizarse con cuidado por la pendiente resbaladiza que les llevará al camino, cuando Orfeo acaba de abrazar a Madurez, y amenaza a Dante, por si Miedo volviese a poner la mano encima a la muchacha. Dante, callado, mira hacia otra parte, a Stille, que le ha dado a Madurez un beso en la frente, y luego el Albino le ha dicho algo al oído, ella ha asentido, y le ha correspondido con otro mensaje. Los dos juntan frentes, y cuando él se separa, sólo queda Luchadora. Las dos se han atrapado la una a la otra en un abrazo, diría que desesperado. La tía tiene los ojos muy cerrados, y no parece que vaya a soltarla pronto. Incluso desde aquí, cuando me quedo muy quieto, puedo sentir la vibración de la tierra con la niebla que sale del volcán, además del rugido constante. Con el sonido de otro trueno menor, Luchadora y Madurez se separan. Ojalá estar en sus cabezas ahora mismo. Parecen estar vibrando en sintonía. Con un saludo de cabeza, me despido de Dante y de la chica, agarro la espalda de Luchadora, y la ayudo a bajar, si es que no voy a resbalarme y tirarnos por la pendiente, mitad musgo, mitad piedras rotas que se desprenden enseguida.
Pero ella está ocupada. Está despidiendo arriba a los antiguos amigos de Mentes, que ya se marchan, también de Rubén, que tiene que coger pronto el vuelo para estar en Alemania esta noche. Lamenta no poder quedarse al entierro, pero no pasa nada, dice Luchadora, has hecho mucho. Le da las gracias. Nuestro amigo nos mira, sonríe y da la mano a Mentes, el viejo saludo, que, por la cara de Luchadora, diría que ha perdido el control y es Miedo el que lo está haciendo, probablemente controlando a Duch. Nos promete que en el taxi nos pasará los móviles de los antiguos amigos, para que, si nos apetece, les llamemos y nos despejemos un poco, ahora que él no puede quedarse con nosotros. Eso estaría genial, gracias, dice Mentes, pero no ha sido Luchadora. Seguramente sea Madurez, que ya ha empezado a volar con Pegaso, y en él, Dante y ella viajan solos. Luchadora ha hecho el amago de subir la cabeza, pero no la aparta del suelo. Será que no quiere mirar al caballo.
Abajo, Luchadora da instrucciones a Orfeo y a Jil para que vigilen fuera del edificio, y cuando vean al ejército de Miedo o sientan sus tentáculos, corran rápido dentro y cierren la puerta.
—Hay otra puerta levadiza, dentro —casi grito, para que me oigan entre la tormenta—. Está sujeta por una cadena. Si los dos acabasen convertidos en Miedo, —señalo a Luchadora—, tú podrías bajarla y ganaríais unos treinta segundos.
Stille aparece en el grupo, justo en el momento en el que Jil se está despidiendo de nosotros, también de Luchadora. Orfeo está encogido, con las manos ocultas detrás y mirando al suelo. Ya es la hora, ya es la hora... Jil ha gritado suerte, y Luchadora le ha respondido con el mismo mensaje, ¿o ha empezado Luchadora? Jil y Orfeo comienzan a bajar el desnivel, con cuidado. Nosotros entraremos, por el mismo lugar que hace semanas... pero no seremos bienvenidos.
Arriba, Víctor y Mentes esperan en un sofá a los de la funeraria, para que lo dejen todo preparado. Pronto cogerán el coche. Siento que te pase todo esto, dice Víctor. Primero Julio, luego lo de María, ahora esto... ¿cómo estás?, dice. Luchadora está a mi lado, con cara abatida.
—Oye —dice ella—. Sobre lo que te dije ayer, lo de María...
No estoy enfadado contigo, tío, dice nuestro primo. O sea, sí, agradezco que lo sientas, pero en realidad dejé de estar enfadado desde que me enteré que María estaba embarazada. Ahí fue cuando supe que íbais en serio, que no lo hicisteis por joder. Y parecíais felices, hasta que pasó toda esa mierda.
Por más que buscaba excusas para salir, dice Mentes, nunca estaba satisfecho, pero tampoco tenía ganas de hacer algo muy nuevo.
Luchadora ha mirado a Stille. Ella, con las manos alrededor de su colgante, muy encogida y con cara de angustia, es la que tiene ahora el control.
Y luego quería llamar a alguien, dice Stille, o llamarte a ti, pero nunca lo hacía, nunca, yo... no sé, no creo que haya superado aún la muerte de Julio.
Una lágrima cae sobre Stille, al tiempo que abandona el control, de pronto coge aire, de forma nerviosa, mirando a Luchadora. Stille se coloca la máscara sobre la boca, Luchadora le acaricia el brazó sólo un roce. Optimismo e Iloa vienen, y preguntan si estamos hablando algo importante.
—¿Quieres controlar tú? —dice Luchadora.
Mientras, Víctor nos cuenta que le llamemos, que volverá a la ciudad pronto si lo necesito, que vaya a su pueblo con su mujer y sus dos hijos. Apenas les conocemos. También nos dice que busquemos otro trabajo, que el que tenemos es una mierda. Un hombre bien vestido comienza a retirar la bollería que sobró y los sobres de té.
Cuando Luchadora repite la pregunta, caigo en la cuenta de que me estaba preguntando a mí. ¿El control, yo?
—No lo sé —digo, dándome tiempo a pensar algo—. No, no quiero.
—¿Por qué?
Luchadora abre los ojos y ladea la cabeza, hace gestos con su mano para que lo haga. Mentes está quieto ahora mismo.
—Si lo hiciera, sería perfecto —digo—. Y no quiero ser demasiado feliz. Pero sí hay algo que quisiera decirte.
Luchadora pregunta si quiere que vayamos a un lugar más apartado, pero no lo necesito, no hay nada que los que están aquí no sepan, o no puedan escuchar. Consideré, por un segundo, hacerlo tal y como lo había ensayado tantas veces en mi cabeza, pero no me apetece. Quiero que lo que voy a decir salga de cómo me siento, hoy.
—Nunca te he hablado sobre lo que hice hace veintiún años —digo—, de cuando te traicioné.
—No tienes por qué hacerlo.
—Quiero que sepas que toda mi vida ocurrió antes o después de ese día. —Cojo aire para recomponerme—. Lo siento.
—Por todo —dice.
—Sí.
No dice nada, después de eso, no deja de mirarme, y yo no puedo apartar la vista de sus ojos. Pese a los años, todavía veo en su cara la chica joven que se lanzaba sin paciencia ni miramientos hacia el rival más poderoso de toda la contienda. Ella golpea la tierra con el bastón, da un paso hacia mí, y desenfunda la espada de Razón. La mira... y parece triste.
—Ésta fue la primera espada de acero que empuñé —dice—. Era de noche, en la sala principal. En uno de mis giros, hice una muesca en el marco de la puerta que da al pasillo oeste, y Razón preguntó durante dos días quién había sido, menos a mi hermana y a mí. —Sonríe—. Pensaba que había sido Social.
Luego, la enfunda de nuevo, sin necesidad de apuntar o de guiarse con la otra mano, de un solo movimiento limpio.
—Gánate esta espada —sigue diciendo—, porque es muy especial. Yo volví a la vida, porque algo pensaba que el verdadero Eissen no era así. Me alegro de teneros conmigo hoy, mis hermanos.
Su mano izquierda se ha apoyado en mi hombro, y la otra, en el de Iloa. Él, rápido, ha mirado hacia arriba, hacia ella, sorprendido.
—Vamos a demostrarles a esas máquinas de qué pasta estamos hechos —dice—. Entramos despacio. Si pueden no descubrirnos, ahorraremos sangre.
Dirijo una última mirada a Orfeo y a Jil, que ya están abajo, antes de bordear el desfiladero y meterme por el pasillo entre las dos montañas. Los cuatro me siguen. Encima de nosotros, el glaciar cruje, y tapa la luz casi nula que ya había por la niebla densa, que hace difícil ver dónde está la puerta secreta, y dónde el pasillo se acaba y se convierte en un estrecho barranco. Caminaba con cuidado, pero acabo de pisar la puerta, está aquí, con una capa fina de polvo y piedras cubriéndola. La abro despacio, procurando no hacer ningún ruido, aunque la tormenta lo amortigua todo. Cuando ya ha entrado el resto, me planteo dejar la puerta abierta, para una huida más sencilla, pero no quiero que la descubran, si en una guardia a una de esas máquinas le da por salir y pasarse por aquí. Tardo lo menos un minuto en cerrar, y cuando el metal encaja en la piedra, la oscuridad es total, y no puedo ver ni siquiera la ropa de Stille. Miento, sí hay una luz, ahora que mis ojos se acostumbran, la del rubí de Luchadora, pero es tenue, apenas ilumina su cara, y nada más. Su cuerpo brilla muy poco, también, casi imperceptible.
Todos caminamos despacio, incluso si los truenos y la lluvia se escuchan tanto que creo que podríamos correr y no se nos oiría. Pero sí escucho las respiraciones de los cuatro, detrás de mí, y mis latidos, constantemente. ¿Cómo haces entender a un león que quieres quitarle la estaca que le hace daño... si esa estaca es el motivo por el que quiere matarte? Me imagino a los tres leones, esperándonos detrás de la puerta del final del pasillo, que no está cerrada del todo, encañonándonos y apretando el gatillo sin decir si quiera una sola palabra, sin que nosotros... ¿pero qué estoy diciendo? Al otro lado no habrá nadie. La última vez que entré, caminé hasta el portal y no me habían visto, ellos no contaban con que entraría por la puerta trasera, y no lo contarán ahora, tampoco. Esto va a salir bien. Tiene que salir.
Cuando palpo la falsa pared, demasiado lisa y desagradable, miro atrás, antes de empujarla. Veo el brillo rojo del rubí de Luchadora, detrás de mí. Por la respiración, muy abajo, sé que con ella está Iloa, y el tejido de Stille refleja la poquísima luz que entra de la abertura. El último, entonces, debe ser Albino. Asiento con la cabeza, aunque no sé si me habrán visto. Soplo varias veces, soplo una más, y empujo la puerta, despacio. Meto la cabeza tan pronto como puedo. Despejado. El lugar es el mismo. La gran sala, el hielo que, aunque se ha debido de mover después de varias semanas, sigue pulido y completando la punta de la cúpula de forma perfecta, pero, si la luz antes era azul, ahora es un morado muy oscuro, por el cielo negro. Irónicamente, con menos luz, veo mejor las venas negras que recorren las paredes, desde la base hasta el hielo. El Albino está colocando la puerta con cuidado, tal y como nos la encontramos, y yo mientras les señalo esas venas. Como si fueran una imitación de los dibujos que le dedicaron a Los Creadores todas las civilizaciones que luego murieron bajo su mano.
—Mal —susurro.
—No veo nada —susurra Luchadora.
La sala entera sigue repleta de los tabiques de los que les hablé, que nos servirán como coberturas. No sólo no veo a nadie, no escucho absolutamente nada más allá de la tormenta de fuera, y el crujido constante del glaciar. Señalo a Stille el lugar donde está el portal, ignorando todos los tabiques que hay entremedias, y ella avanza primero, siempre muy despacio, comprobando más de una vez que, cada vez que pasamos de una cobertura a otra, o de un pasillo del laberinto a otro, no haya nadie. Ella nos detiene a todos, se queda completamente quieta, y, varios segundos después, asoma la cabeza varias veces, tan cortas y rápidas que no sé si una máquina la detectaría, pero yo no podría hacerlo. Incluso con ropa blanca, Stille se pega a las paredes, acuclillada, y no es que no haga ruido, es que estoy delante y casi no puedo saber de ella. Su máscara de boca, todavía negra, y su cinturón, hacen parecer que no tiene cuerpo en esas zonas y le dan la apariencia de un fantasma. Pasamos de una cobertura a otra, siempre lo más pegados posible a la pared de piedra excesivamente lisa, y cuanto más nos acercamos al portal, Stille tiene más cuidado. Desde aquí veo lejos la puerta levadiza que le comenté a Luchadora, y la cadena que la sujeta, pero no alcanzo a ver el pasillo que Jil y Orfeo, si todo va bien, no pisarán. Llegamos al final del laberinto, donde, al otro lado de este tabique, está el trono de Los Creadores y el portal, detrás, pegado a la pared. Stille, después de asomarse, me indica que me asome con ella, y yo, concentrando todas mis fuerzas en la firmeza de mis muñecas y tobillos, me agarro al borde y miro donde ella me ha indicado.
El trono está vacío. De pie, en el centro de la sala y mirando hacia la puerta principal, Altaír permanece absolutamente quieto, con los hombros relajados, como si estuviera dormido de pie. Dormido... No está Tubán, tampoco Arisa, ¿una trampa?, miro alrededor, pero Stille ya lo había hecho. Luchadora también se asoma. Supongo que Stille querría saber por mi parte si esto es normal, pero sólo puedo responderle con la incertidumbre de mis gestos. Stille mueve los dedos como si fueran patas caminando, y luego señala el trono, Luchadora asiente. Ellas van primero. Lo hacen de forma limpia y rápida, pese a la leve cojera de Luchadora. Vale, me toca. No, no puedo. Dejo que pase el Albino en lo que mi visión vuelve a la normalidad y los cuadrados negros van desapareciendo. No puedo hacer tanto ruido al respirar. Vale... salgo de la cobertura. Cuando avanzo, siento que Altaír podría girarse en cualquier momento, es como si lo supiera, que va a ser ya, y si no, el segundo después, que no se gire, me cuesta no correr y acabar pronto el último par de metros, pero he resistido... y no se ha girado. Iloa es el último, tan experimentado como Stille, o al menos, igual de decidido. Estamos en la parte trasera del trono. Donde las tres máquinas me sorprendieron, cuando aparecieron de la nada, sin ruido.
Podría ser ahora mismo.
No, ya está bien.
Stille nos avisa, que va a explorar la sala y asegurarse de que no hay nadie más. Claro que no hay nadie más... ¿Por qué el portal iba a situarse detrás del trono, donde éste nos oculta? Luchadora camina despacio hasta el portal, el resto la seguimos, y saca de un bolsillo la gema rosa de Madurez. ¿Por qué iba a tener este portal una ranura en el centro con la forma exacta de esa gema, si no? Luchadora, acuclillada, sostiene la gema a pocos centímetros de su ranura. Su brillo se orienta hacia el portal, y empieza a haber conexiones, de hilos finos y rosas. Vuelve Stille. Dice que no hay nadie más. Luchadora suelta la gema.
Ha encajado de forma perfecta, se ha iluminado, y luego ha proyectado luz hacia arriba, de forma elíptica, negra, idéntica en tamaño y forma a la que desplegó Altaír hace semanas, o como la que se generó en la torre de Dante, pero no es igual. Mientras todos los portales tenían color rojo, con algunas trazas negras y grises, éste es un portal negro, completamente, sin rojo, en el que hay humo gris que a veces atraviesa el umbral y se cuela en esta sala. Es, indudablemente, el portal que lleva a Mal. El corazón late todavía más deprisa, porque estaba en lo cierto.
—Recuerda bien el camino que recorras —me susurra Luchadora—. Voy a apagar el portal un tiempo.
Es lo más correcto. Miro a mis cuatro compañeros, a Luchadora, a Stille, a Iloa, y al Albino. El Albino, aquí. Después de todas las vueltas que hemos dado, Optimismo está conmigo, cubriendo mis espaldas el día más importante.
—Suerte —susurro.
—Suerte —dice Luchadora.
—Adiós, Eissen —dice Optimismo.
Víctor ha encontrado aparcamiento justo enfrente de la iglesia. Bajamos del coche, pronto habrá que entrar, hablar con el párroco, con los de la funeraria, asegurarse de que todo está preparado... Pero yo no estaré. Mentes coge aire y mira el parque que hay enfrente, cuando el sol aún ilumina el cielo y las farolas, y las ventanas de las casas, ya han comenzado a iluminarse. El viento fresco que ilumina las tardes de agosto, las luces de la ciudad, que me iluminan después de un año... y buena compañía. Me giro hacia el portal, cuando Mentes todavía observa el parque y me guardo esa imagen, la llevo dentro cuando cruzo el umbral y todas las luces desaparecen, las del otro mundo y las de este, he dejado de escuchar el glaciar, el roce leve de mis botas en la piedra, los truenos, la respiración de mis compañeros, y sólo me queda este latido, la sangre, que fluye tan rápido que puedo sentir cada gota recorrer mi cuerpo.
Podría ser el mundo de los muertos... pero no lo es, o es otra dimensión dentro de ese mundo, o a lo mejor es que estoy dentro de sus montañas negras, desde las que esa presencia me susurraba. No hay brillos rojos, no hay nada, sólo un camino de piedra vieja y tierra, cuyos detalles comienzo a ver cuando estoy muy cerca. Después de saltar un charco, el paisaje se ha iluminado más, de pronto. Un momento... ¿son los ruidos los que lo iluminan? Doy un paso más fuerte, he visto las piedras del camino, hierba mustia, una valla rota de madera, doy otro, aún más fuerte, he visto un campo negro más allá del camino, y formas extrañas, de color carne, moverse por él. Me paro en seco, me quedo así, esperando cualquier ruido que venga de este mundo vacío. El humo empieza a arremolinarse alrededor de mi cuerpo, es lo único que veo. Algo sutil, a mi derecha, lo he notado. Ha sido una especie de borboteo, a varios metros. Arrastra los pies sobre agua embarrada, sólo que eso no era barro, era la sustancia negra de la que Sever me advirtió. Mal está aquí, está cerca, y no estamos solos en este lugar. Los pies que se arrastran se están acercando aquí, despacio. Yo camino... camino en silencio, apenas iluminando el siguiente paso más allá del mío. Unas cadenas tintinean, colgadas en la valla de madera de la derecha. Puedo verlas, pero cuando chocan entre ellas. Desenvaino la espada de Razón, y durante un segundo, la funda se ilumina más que el sol.
Un paso, luego otro, poco a poco. No hay portal detrás de mí, no hay nadie. Veo pasos, de pies deformes y desnudos, de un cuerpo casi oculto que no parece humano. Dejo que crucen el camino, antes de pasar yo. No miro hacia abajo. No quiero ver mi corazón.
Huelo a alquitrán mezclado con ratas. El humo trae el aroma, un humo caliente que se impregna en la ropa, la siento más húmeda, puedo olerla, pero en mi piel no se queda, aunque me pica, todo el cuerpo, me escuece desde que entré. Mis pasos no iluminan más piedras, no iluminan frente a mí, porque ya no hay más camino. La tierra se hunde en el fango negro y viscoso, que acaba de deshacer mis botas según las he hundido, y a mí también me escuece, mucho, al principio... pero no me deshace. Cada vez que arrastro la pierna es como si la hubiese metido dentro de un cadáver, hasta la rodilla y no ilumina, de pronto todo es negro otra vez, sólo veo el vapor que sale de mi boca cuando suspiro un mínimo.
Ah, no. Las pastosidades de este líquido negro sí iluminaban el camino. Lo sé, ahora que veo frente a mí a varias formas como la de antes, caminando por él, algunas, otras arrastrándose. Sin camino que seguir, este lago negro parece inmenso. No voy a saber volver a casa.
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Ahora sólo queda esperar a que Eissen acabe el trabajo y vuelva. Puede que, tal y como se están desarrollando las cosas, a Madurez y a Dante les cueste más sabotear la torre de Miedo, pero esto ha sido, sin duda, un gran golpe de suerte. Altaír sigue quieto en el centro de la sala, emitiendo ese zumbido grave y constante, no se ha movido todavía... pero sus hermanos... Es posible que hayan ido a ver a Miedo, después de que incendiara el mundo con su volcán. Y si no están allí, sólo pido que estén lejos de cualquiera de los míos. Madurez estaba en la cubierta, tratada por Servatrix, con una herida de cuatro dedos de profundidad. Mientras daba forma a este plan, no hacía más que venirme esa imagen a la cabeza, aunque en realidad supiera que íbamos a ser otros los que tiñéramos de sangre el suelo. Miro a Altaír. Eso podría evitarse. Doy vueltas en mi mano a la gema rosa, mientras me aseguro de que lo que voy a decir tiene sentido. La gema es suave, y está algo caliente, aunque tenga una apariencia tan fría.
Llamo la atención de Iloa y de Optimismo. Luego me asomo y compruebo que Altaír siga en su sitio.
—Quiero que salgáis fuera por el pasadizo por el que hemos entrado —digo—, y que esperéis donde hemos estado hablando antes.
—No —dice Iloa.
—Escuchadme. Si vienen Tubán o Arisa, desde esa posición podréis volver y avisarnos, y si son las tropas de Miedo las que se acercan, podréis apoyar a Jil y a Orfeo.
—El plan es quedarnos juntos —dice Optimismo.
—Seguimos juntos —digo—. Pensadlo de este modo. Traje aquí a cinco personas pensando que nos atacarían tres máquinas, desde el principio. Sólo está Altaír, no nos ha visto, y con todas estas coberturas, Stille se basta ella sola para distraerle, yo estaré para apoyarla, y vosotros apoyaréis al frente que esté en más apuros. Si todo sigue así, ni siquiera habrá combate.
Optimismo niega con la cabeza, mientras me señala. Se nota que le cuesta seguir susurrando.
—Tienes que irte tú con Iloa —dice—. Yo me regenero, es más probable que sobreviva.
—Quiero estar aquí por si hace falta improvisar algo —digo.
—Por favor, déjame hacerlo. Déjame esto.
Le acaricio el pelo claro, por detrás de la oreja. Sonrío. Él no se inmuta.
—Estás aquí —digo—. Y vas a seguir ayudando y combatiendo ahí fuera. No podría pedir más de una mente.
Optimismo cierra los ojos, ha empezado a negar otra vez, pero poco a poco para, según su cuerpo entra en tensión. Luego, se queda cabizbajo y consumido. Yo tengo la experiencia en combate, le susurro al oído. Me mira, luego mira al techo, a Altaír, a todos los presentes, abre la boca para hablar, la cierra y la aprieta bien. Después, se marcha, en silencio, e Iloa se va con él, mientras el enano nos dedica una última mirada expectante. Caminan despacio, para no hacer ruido. Así es como dos guerreras se quedan solas más allá del límite de lo desconocido, en el que sólo una persona viva ha llegado a este lugar y ha vuelto, Themba, que no escatimó detalles a la hora de hablarme de estas máquinas. Stille y yo nos desplazamos a un punto más cercano de la salida, en el que tres filas de tabiques nos separan del zumbido del gigante, las dos sentadas en tierra, con la espalda pegada al tabique que vibra con la fuerza del volcán. La oscuridad está de nuestro lado, ahora aún más, desde que el rubí ya no brilla, y tampoco susurra. Hace dos días que no lo hace, desde que Eissen lo tocó, tráemelo, dijo, y luego nada. ¿Cuánto tiempo le costará volver? Quizá media hora sea demasiado optimista, pero si vuelve herido, quiero atenderle cuanto antes, y si no es media hora, una hora. Y así. Todo cuanto necesite.
Fácilmente podrían haber pasado ya diez minutos, o quince. Stille y yo esperamos pacientes, sin hacernos un solo gesto entre nosotras, con el zumbido de la máquina siempre en el mismo sitio, con el corazón, al menos el mío, taladrando el pecho desde antes de entrar en este lugar sombrío. Me dan ganas de levantarme ya mismo y activar el portal por si Eissen necesitara ayuda, por si ya hubiera terminado y estuviera esperándonos, y pudiéramos marcharnos de aquí. En lugar de eso, le pregunto a Stille, moviendo las manos, si ella está conforme con la decisión que he tomado, aunque no opinar antes ya fue, en sí, su contestación. Ella se encoge de hombros. Tú eres inteligente, me dice, pero también... no, pero tú no eres la más ágil, mueve con sus dedos. Soy consciente de que tiene más sentido que sea Optimismo el que se quede aquí, en mi lugar, y que sea yo la que coordine fuera, manejando toda la información. Cuando Razón y Erudito jugaban al ajedrez, las veces que Razón ganaba, la gran mayoría, sabía qué iba a pasar veinte o treinta movimientos antes de que ocurriera. Yo vi venir esta posibilidad y sabía que Optimismo cedería, y sé que Optimismo dará la talla allí fuera. Stille me mira con cara de sospecha, y me pregunta qué me estoy guardando. De todos, ella es la que más merece saberlo. Preví este momento. Que, de ser descubiertas, lo mismo iba a dar si Optimismo o yo guardamos el portal. Que no dejaré que hagan daño a la que, para mí, es mi hermana. Pero lo último no se lo cuento.
Un zumbido se añade al grave que ya nos acompañaba, pero éste es distinto, éste viene de fuera, y cambia, de grave a agudo, inestable, y con él, una mayor cantidad de luz en el cielo. Las dos nos levantamos. Encima del glaciar parece que hubiera una tormenta eléctrica azul. Ese zumbido... ya lo he escuchado antes, aunque era algo diferente. Altaír ha comenzado a moverse, he oído sus pasos, pum, pum. Stille se asoma, yo me quedo detrás, esperando para correr en cualquier momento que me lo diga.
Diga... di... ella... me diga. Luz azul. Yo... no puedo. ¿No?... no puedo.
Stille me mira. Me está mirando. No veo su boca, máscara, pero me mira, no... veo su boca. Ella resbala por la pared, poco a poco. Tumbada.
Yo caigo. Quiero caer hacia delante, parar... con los brazos.
Pero... Caigo hacia atrás. Despacio.
Golpe... Ruido. Eco en la sala.
No hay más... no... hay más rayos.
Pasos. Pum. Pum. Pum. Pasos. Me... ¿ha oído?
Intento... yo... intento moverme, pero no puedo. No me sentía así desde la torre de Dante.
Pum. Pum. Pum. Se acerca.
Viene. Él viene, me va a ver. Levanta. No puedo. Levanta. No puedo.
No veo, no... a Stille. Cuerpo enorme, cerca. Ojo. Ojo de Altaír. Me está mirando. Me ha visto.
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