21 de febrero de 2020

Sobre la técnica del descenso.


He soñado con Dante. Ha sido un sueño intenso y real, de los que ahora mismo puedo acordarme de todo, de que estábamos en su torre, y él estaba absorbiendo poder de la llave de Núbise, pero no tenía los ojos blancos. Me decía que era tarde para él, que debía quedarme y quizá así lo consiguiera, y yo le decía que no iba a dejarle tirado, pero no podía arrastrarle porque pesaba mucho. Si Dante podía caminar, no quería. Le dije que aún podíamos hacer muchas cosas, y él me dijo que sí, y nada más. Luego ocurrieron explosiones abajo. Eran explosiones de verdad, así que había peligro, pero... por otro lado, esos colores entre el rosa y el naranja, los fuegos artificiales que subían en forma de círculo como el humo del tabaco... no quería irme, aunque tenía que hacerlo. Dante no paraba de llamarme... Chica, me decía, chica, y aunque le preguntaba qué era lo que quería, él seguía llamándome, como si pasara algo. Pero no pasaba nada. Ha sido el primer sueño vívido que tengo en mucho tiempo, y, por fin, no tenía nada que ver con Miedo, ni con ansiedad, ni tristeza, ni peligro. Estoy tumbada en unos tablones de madera, pero estoy muy agusto.
Me doy cuenta de que el sol va a salir muy pronto, y de que ya hay algunos que están despiertos, porque les oigo susurrar en la segunda cubierta. Dante y Luchadora. Me levanto y doblo en el brazo la capa de oso que Luchadora ha debido de extenderme en mitad de la noche, o cuando se levantó. Me acerco despacio a ellos, sorteando por la cubierta al resto de personas que aún duermen. Hace un poco de frío, y los músculos me responden más lento y más torpes de lo normal, es decir, aún más torpes... pero no hago ruido. Orfeo tiembla mientras duerme, en una postura que parece ser muy incómoda, por eso extiendo la capa de oso, y la coloco poco a poco encima de él. Luego sigo caminando sin hacer ruido, me subo en el primer peldaño de las escaleras y puedo verles desde aquí.
—Entonces sabrás por qué es tan importante para mí —Luchadora habla bajito—. ¿Estamos de acuerdo, entonces?
—La mitad de Ashotán Óniros y el perdón de tu gente a cambio de mi lealtad temporal —dice Dante—. Debes de estar realmente deses­perada por que te ayude... Quizá debería negociar agresivamente.
—No lo fuerces.
Los dos están apoyados en la barandilla de más atrás del barco, mirando el amanecer que está a punto de salir. Parecen tranquilos, como si fueran colegas, y es una imagen que me cuesta creer, ¿son ellos de verdad?, porque están al contraluz y veo mal algunos colores. Pero son ellos. Quizá para Optimismo sólo haya pasado un día, pero tanto para Luchadora como para Dante, de aquella vez que él la intentó matar ha pasado casi un año. Quizá sea eso. Aún así, hace pocas horas habían discutido muy fuerte.
—Felicidades por tu espada —dice Dante—. Pude comprobar que ahora es de auténtica purita azul.
—En la montaña —dice Luchadora—, Miedo estuvo a punto de matarme, controlándote.
—Así es.
—Y cuando iba a hacerlo, se quedó parado. —Luchadora mira a Dante—. ¿Fuiste tú, desde lo profundo de tu alma?
Dante baja la mirada, luego echa todo el aire. Se gira hacia el lado contrario a Luchadora, y orienta el cuerpo hacia mí. Me he ocultado deprisa detrás de la escalera.
—Te he visto, chica —dice Dante, bastante alto—. Tocada y hundida.
Me asomo, saludo y sonrío, como si no pasara nada, incluso pregunto de qué estaban hablando. En la cubierta, todos han empezado a despertarse, y con ellos, también Mentes está despierto, mirando las rayas de luz de la persiana en las paredes. Es su día de descanso, pero Mentes se ha despertado igualmente. Él también ha tenido sueños... y ahora se queda recordándolos, quieto, mirando hacia arriba, igual que todos en la cubierta, a los que les pesa el cuerpo como si ayer hubiésemos rodeado la isla entera corriendo. Más o menos sí. Luchadora se separa de Dante ayudada por su bastón gancho predilecto, y anima a todos a levantarse para empezar a planificar el movimiento de hoy. ¡Estamos en guerra!, grita Luchadora, ¡vamos a ganarla! ¡Lo estamos haciendo muy bien!, sigue gritando. Sigue diciendo frases de ánimo, en lo que Eissen se suena los mocos, y Orfeo mira alrededor, tocando la capa de oso que tiene encima. Se la da a Luchadora y le da las gracias, a lo que ella responde rascándole la nuca. Dante sigue en su sitio. Mentes se levanta y lo primero que hace, antes de ventilar la habitación, es ir a ver cómo está su madre.
La cosa es que no se encuentra muy bien. No me duele nada, nos dice Helena, pero me noto débil. Probablemente no sea nada, pero lo mejor será comprobarlo en la clínica nueva para que lo descarten. Mientras Luchadora llama al teléfono, yo comienzo a vestirle, haciendo malabares con la ropa mientras Mentes sujeta el teléfono con el cuello. Mi plan para Mentes en su día de descanso era, sorpresa, descansar, pero si tiene que llevar a su madre al médico, mejor que sea hoy a que falte en un trabajo que, igual que casi todos, miran a sus empleados como un número y hacen contratos precisamente para despedir al primero que les da el mínimo problema en la producción. Asquerosos buitres venenosos. Al menos los jefazos tienen dinero que compense sus problemas en la vida, ¿no? Pero el coordinador de Mentes, que es tan pobre como él y sirve como el chivato de los jefazos, ese está vacío por dentro. Mentes, después de todo lo que ha vivido, tiene a muchas mentes convertidas en Miedo, pero seguimos en la pelea. Ayer se compró, antes de llegar a casa, la miniatura de una casa que debe construir, ladrillo por ladrillo, en un local que estaba en liquidación. Yo tenía pensado desempaquetarla después de comer, y si las pruebas son rápidas, quizá pueda hacerlo por la tarde.
Ahora que pienso en comida, me sentía bastante cansada, pero no es cansancio, sino hambre. Justo en el momento en el que Iloa destapa el barril de pescado. Mientras él prepara la comida y el resto de enanos y Uut le ayudan a cocinar, Dante insiste en ser él el que conduzca a la clínica, dice que es su derecho después de meses enteros sin controlarle por sí mismo. Puso la radio de camino y sintonizó la cadena de rock aunque a su madre no le gusta. Cuando estamos a punto de llegar, suena Fear of the Dark, una canción bastante buena que ya he escuchado otras veces. Dante ríe con una carcajada. ¡Miedo!, grita en alto en el coche, y su madre le pide bajar el volumen. ¡Miedo, hola, buenos días!, grita Dante. Le pido que ni se le ocurra competir por el control de Mentes si una mente de Miedo intenta quitárselo. Y, casi como si fuera adivina, pasa eso mismo, y Dante, de un puñetazo, ha hecho una señal en la madera de la barandilla. Helena nos mira y dice que no con la cabeza como si estuviésemos locos.

Desayunamos todos, mientras escuchamos a Luchadora repasar el plan de ataque, el que propuso Dante ayer. Nos separaremos en tres equipos, y tenemos que estar muy coordinados, dice. Si una parte falla, es muy posible que todos nos convirtamos en Miedo, y se acabó. Nada de hacer las cosas por nuestra cuenta. Si tenéis que improvisar, le dice a Imica y a Dante, se hace pensando en el equipo y su situación. No os expongáis si no tenéis claro que vais a salir bien parados, y si todo sale mal, proteged a Madurez a toda costa. Ha seguido hablando, ha dicho que, mientras yo siga viva, siempre habrá una segunda oportunidad... no sé por qué, eso me ha emocionado, también me ha asustado. Mientras Luchadora repasa el plan, se me ha ocurrido una idea, una parada que hacer antes del pueblo que creo que ayudará a Dante. Le pregunto a mi tía si Dante y yo podremos irnos antes de lo previsto, y, aunque ha mirado a Dante dos veces antes de volver a mirarme, ha dicho que sí. Que estemos pendientes de que todo sigue saliendo como corresponde. Dante bromea sobre que ahora la que voy a secuestrarle y encerrarle en alguna jaula soy yo. Optimismo golpea la cubierta, Servatrix se ha tapado la boca, y Eissen pregunta a Luchadora si realmente quiere dejar a Dante a solas conmigo.
—Todo lo que le tenía que decir —responde—, ya se lo he dicho.
—Pero, ¿estás de acuerdo? —sigue preguntando.
—No. Pero no soy yo quien tiene que estar de acuerdo, —me señala—, sino ella.
Nina y Roruk retiran el ancla, mientras Imica maneja el barco, y Orfeo, que ya ha sido copiloto, despliega las velas tal y como a ella le gusta. No lo hace a la primera, de hecho, tarda un par de intentos en atar las cuerdas de una forma que no tiene mucho sentido pero que a Imica le gusta. Dante llama a Pegaso, que vuelve a aterrizar en la segunda cubierta, agita las alas justo al lado de Imica, que ni siquiera se gira a mirar. Luchadora me coge de las manos y me pide que tenga cuidado, que no confíe en él. Ya lo sé. La veo preocupada. Suelta mis manos, y me dice que entremos en el pueblo cuando el barco esté a la altura de las rocas que está señalando, cerca del propio pueblo. Una hora para llegar, más o menos. Y cuando entremos, tendremos que aguantar allí todo lo que Dante aguante, en realidad, pero más de media hora, por lo menos, lo justo para que el barco se acerque a la costa que está más allá. Intento tranquilizar a mi tía, pero no sirve de nada, ¿y por qué iba a servir? Lo que yo diga no cambiará con quién me voy. Dante ya se ha montado en Pegaso, ha puesto las piernas delante de las alas, y me hace el gesto de que me siente detrás con él. Primero me acerco al caballo. Hola, le susurro, y acerco las manos, poco a poco. El corazón me está latiendo deprisa... Me ha dejado. Estoy tocando su morro, lo acaricio, suave, y le doy las gracias. Le pregunto cómo está, aunque no me vaya a contestar, mientras acaricio de la frente hasta casi el hocico. Dante me ha visto hacer todo esto, está serio, y siento que la energía de su respiración ha bajado. Ha colocado las piernas por detrás de las alas ahora, y ha vuelto a hacerme el gesto de sentarme detrás de él, sin sonreír. ¡Arriba!, grita después de que me haya montado. Todos nos están mirando. Pegaso comienza a levantarnos del barco, siento la presión que sube, y escucho el golpe grave después de cada aleteo.
Chasquido.
El aire ha comenzado a congelarme los brazos, que están agarrados a Dante, y el sonido... ¡El sonido! Ahora mismo estamos a muchísima altura. Parece que estamos en la parte de fuera de un avión de los que hay en el mundo de Mentes, mientras Mentes está conduciendo de vuelta a casa, seguramente calentito, después de que le hayan dicho que su madre pasará el día en observación. Esperaba que Mentes pudiera empezar la maqueta y pasar el día con su madre, el único día en el que los dos podrían verse bien, pero, si todo este plan no me mantiene demasiado ocupada, querría poder visitar a Helena esta tarde, si alguien me ayuda conduciendo ese coche. Yo lo estrellaría. O no arrancaría.
Dante me pregunta por el lugar al que vamos, creo que lo ha hecho ya dos o tres veces, y yo, que miro la isla por primera vez, busco la montaña artificial de la segunda exploración. Es difícil con tanta niebla, pero si volamos sobre la cordillera en la que estuvimos anoche, si... por Mentes, qué vértigo al mirar atrás. ¡A dónde vamos!, grita Dante. Si atrás está el barco, la montaña debería quedar a la izquierda, señalo con el brazo el lugar aproximado y cuando Dante también señala para que le vea Pegaso, el caballo vira y comienza a bajar, a bajar, ¡eh! Me agarro a Dante cuando el culo se me despega del caballo, quiero gritar, pero no me sale la voz. Lo único que me sujeta de la muerte son los brazos que tengo helados, no sé si agarran fuerte o se están soltando porque los tengo dormidos, pero me agarro lo más fuerte que puedo. Ahora que estamos más abajo, veo mejor la tierra y distingo la montaña artificial, con la parte de arriba llena de verde y ramas, claro, porque son las copas de los árboles. Señalo otra vez, muy rápido para no soltarme, Dante se lo enseña al caballo, y Pegaso vuelve a corregir la dirección.
—¡Vamos a hacer algo muy guay! —grita Dante—. ¡Confía en mí!
Pegaso se teletransporta, justo encima de esa montaña, hasta el punto en el que sus pezuñas están rozando el final de las ramas según las recorre a toda velocidad. Dante pasa a sentarse de lado, me agarra y salta del caballo.
No me ha dado tiempo a gritar.
Siento el gran vacío que se come todo mi pecho, me caigo, nos caemos, las hojas me cubren y me raspan por todos lados, un golpe, estoy pegada al pecho de Dante, rodeada por sus brazos, no veo nada, necesito gritar hasta que con un último golpe, todo acaba, de pronto. Me duele la cabeza, y me siento muy mareada. Dante me suelta, yo caigo al suelo, me arrastro. Primero, la arcada. Luego el retortijón. Vomito. Disculpa, chica, dice Dante. Que no sabía que fuéramos a caer tanto. Cuando acabo de echarlo todo, cuando acabo de toser y la tripa me duele menos, me tumbo boca arriba. Ahí iba el desayuno... Me duelen los brazos y el cuello, y creo que me he hecho una herida en la espalda con una de las ramas. Dante arrastra el vómito con la bota hasta el pequeño lago de los cangrejos gamba, que está muy cerca. Me levanto, tocándome el cuello, y camino hasta el otro lado del lago, donde seguro no haya llegado mi vómito, a beber un poco. Puedo verme reflejada. No veo mis pupilas.
—¿Estás bien? —me dice—. ¿Puedes caminar?
—Bueno.
—Tengo que perfeccionar esa técnica. A lo mejor, si no te pego tanto a mi cuerpo...
Más allá de los árboles decrépitos... No sé cuántos metros puede haber hasta lo más alto, por lo menos tres. No. Si una persona normal mide casi dos metros, tiene que haber entre cinco y veinticinco. Hemos bajado toda esa altura a pulso, y seguimos vivos, Dante está como si nada, girando sobre sí mismo con la espada preparada para disparar. Una de las gambas ha tocado con sus bigotes mis dedos, después de que los tuviera un rato metidos en el agua.
Aquí no hay nadie. Igual que la otra vez, la luz entra como rayos rectos de luz, algo menos, quizás, por la niebla, para alumbrar árboles sucios y medio muertos, todo muy morado, todo... miro el lago. El agua también está más oscura. Cojo un puñado y la acerco a la luz. También está algo morada. La suelto rápido, y me salpica en las botas. Buej... ¡hasta el agua!
Dante ha acabado de mirar alrededor. Baja la espada.
—Yo... yo he estado aquí —dice.
—Sí.
—Pero estas paredes no estaban.
—No.
Da vueltas sobre sí mismo. Parece asustado.
—Busqué este lugar hace casi veinticinco años —dice—. No lo encontré... luego, entendí que era mejor así, que era... el pasado...
Se para, y aunque se le ve nervioso, clava su ojo en los míos y no lo mueve.
—¿Qué has venido a enseñarme? —dice.
Le conduzco hacia la casa, yo voy delante, y tengo que esperarle continuamente. Al final me adapto a su ritmo, pero descubro que, si yo camino despacio, él camina aún más despacio. Cerca de la casa, un pájaro trina y vuela hasta la rama de un arbolillo que está creciendo junto a nosotros. He sacado la gema y la apunto contra él. El pájaro me mira. La gema chisporrotea entre los dos, y yo sigo comprobando que Miedo no nos haya vuelto a descubrir. Con un chispazo más fuerte, el pájaro se asusta y sale volando. Me queman los dedos, y la muñeca.
—No hagas eso —dice Dante.
—¿El qué?
—Una mitad es demasiado inestable.
—Me ayudó a recuperarte.
—No deberías usarla nunca —dice—, ni siquiera cuando esté reparada y completa.
—¿Entonces se puede reparar? ¡Pensaba que esta purita era especial!
Dante suspira, luego dice que no con la cabeza. Sigue caminando despacio hacia la casa.
—Cuanto más la uses —dice—, más la necesitarás usar. —Hace el gesto con la cabeza para que le siga—. Enséñame lo que querías y acabemos de una vez.
La puerta se queda tal cual yo la dejé. En el suelo están marcadas las huellas de mis pasos, las de mis dedos en la mesa, y el diario sobre ésta, le da la luz por el boquete del techo. Miedo no tocó nada de este lugar, supongo que tenía muy seguro que, aunque yo descubriera su pequeño secreto, moriría igualmente y todas las mentes acabarían convertidas como para que alguien le sacara provecho. ¿Cómo un grupo tan pequeño y de los que Miedo tenía más o menos constancia de sus pasos, iban a recuperar a Dante? Ahí es donde entra en el plan Servatrix, cuando apareció en nuestra casa. Seguro que quería experimentar si era capaz de hacerlo o no, y supongo que nos ayudó mucho que en aquel momento no estuviera preparada.
Después de que Dante haya mirado varias veces la casa, y suspirado varias veces también, se dirige hacia el diario. Lo toca primero, mientras yo le pregunto si vivía aquí. No contesta. Lo abre desde lejos, moviendo las hojas con el dedo para ver cuántas hay, mientras le pregunto que si recuerda algo de su anterior vida. No contesta. Coge las hojas, suspira de nuevo, esta vez con el ojo cerrado, y luego lo abre para leer. Su cara no cambia mientras mueve el ojo. Tiene las manos lejos, el brazo que sujeta el papel está completamente recto y en alto, lejos de su cuerpo. Sólo sé por dónde va cuando cambia de hoja. Que su padre vino hasta aquí, que le echaba de menos, que fue Dante el que cruzó el portal por voluntad propia... que su padre escribía para reunir fuerzas y encarar la muerte que le esperaba fuera. La cara de Dante sigue igual de seria cuando llega a la tercera página. No sabría decir si ya ha llegado al momento que me hizo llorar, porque hace mucho que no lo leo. Dante deja las tres hojas sobre la mesa. No dice nada, tampoco veo ninguna reacción.
Sale fuera de la casa, yo le sigo, le pregunto qué le ha parecido, qué... cualquier cosa. Dante no contesta. Junto a la entrada de la casa, silba para llamar a Pegaso, él aparece de un chasquido, coge mi mano, susurra algo en su oído, y otro chasquido.

Hay niebla morada, pero a lo lejos, mucho menos densa que la que hay en la isla. El aire es algo más cálido, también. Es una montaña, no en lo alto, pero es un lugar bastante alto desde el que se ve el mar, bastante mar, un valle y varias montañas que lo encierran. Me ha entrado un escalofrío, y no sé si es porque reconozco este lugar o por el mal cuerpo que me ha dejado la caída de antes. Dante se sienta en una roca a mi lado, desde donde se ve todo el valle, la base rota de la torre que un día fue suya, las ruinas sobre ella, y se ven parte de las ruinas que aún hay sobre la playa. Gaviotas a lo lejos. Los árboles que cayeron en esa batalla por los múltiples disparos de las cañoneras rotas y esparcidas alrededor de la torre, siguen caídos. No hay rastros de fuego, pero aún están los socavones, de los que empieza a salir verde de ellos. Más bien amarillo, porque al ser verano, el valle está algo seco.
En esa torre viví un mes, pero... parece que fueron muchos años. La jaula en la que yo estaba es un punto imaginario en el aire que no puedo visitar, sólo recordarlo, y es difícil, porque un año después, este valle parece otro.
Tenía malos recuerdos de este lugar. Ahora me hace sentir sola.
—Algunos viajes en los que me viste marchar... —dice Dante—, a veces me quedaba aquí. Pensando. Me quedaba mirando la torre, el bosque, la playa... todo. Me decía a mí mismo que yo había conseguido todo esto, todas las veces en las que me planteaba tirar la toalla.
—¿Te lo planteaste?
—Debería haberla tirado. No lo planifiqué bien. Y no pude salvar a un pueblo de enanos que confiaba en mí.
Las manos le tapan la nariz y la boca, pero su ojo me cuenta qué siente. Desde aquí, el sol destaca mucho la sangre que ha manchado el hombro de su gabardina.
—Sabía que Miedo no habría llegado a este lugar —dice—. Habrá visto mis viajes, me habrá visto a mí aquí, pensativo, pero no sabe por qué. No podría sentir toda la importancia que tiene para mí ni aunque lo intentara. Si aquí mismo hubiese un incendio, la hierba volvería a crecer. Si la tierra partiera la montaña en dos, podría construir un puente. La niebla sólo emborronará las vistas.
Ha bajado la cabeza, y el pelo ha caído sobre su cara, no puedo verle. Pegaso sigue con él, detrás, y ahora me está mirando a mí. El sol pega fuerte, pero el aire templado lo compensa, es agradable. La luz del sol también se refleja en el río, más o menos por el centro del valle, en una zona en la que no le tapan los árboles. Hay sangre en la tela, pero apoyo mi mano en su hombro, igualmente.
—Éste es el único lugar que nadie me ha podido quitar, nunca —dice.
No sé bien qué decir. Sé que me ha llevado hasta aquí para que lo vea, para escucharle. Dante exploró Ashotán Óniros, las famosas Tierras Inexploradas, y descubrió mucho sobre Los Creadores y el asesinato a su familia, mientras en casa todos nos creíamos sus mentiras sobre que, más allá de nuestro continente, sólo había yermos, nada interesante. También nos creímos que tardaba tanto porque Pegaso no podía teletransportar humanos. Irradió a Erudito con algo de su espada y aceleró su muerte, para robarle un cacharro que le pudiera servir de tutorial, de trampa, para poder controlar esa gema. Me secuestró. Por su culpa murieron siete miembros de mi familia. Dante vuelve a suspirar, mirando aún hacia la torre en ruinas. En esa torre, se encerró en sus convicciones justo en el momento en el que podría haberlo solucionado todo, haber evitado que Miedo tomara el lugar y a los enanos inocentes, haber impedido que Optimismo matara a Epón, haber rechazado a Los Creadores con las mentes, o haberse entregado a ellos y acabar toda la pesadilla...
No hubiera impedido nada de lo que Miedo ya nos había hecho, pero hubiesemos estado mejor. Cuando le veo así, no siento pena por él, siento... siento algo más intenso. Siento pena.
—Oye —le digo—. Por más que nos quiten lo que tenemos, o nuestra voluntad, nuestro nombre o todo lo que nos gusta, nunca nos lo podrán quitar todo. Aunque sea nuestra identidad.
Dante bufa, mitad serio, mitad riéndose de lo que acabo de decir.
—Mi identidad era acabar con los asesinos de mi familia —dice—, antes de cagarla.
—No. Tu identidad es ser lo que tú definas, no lo que definan otros.
—Entonces no tengo identidad.
—Por eso fallaste.
Clava el ojo en mí, algo mosqueado, pero luego baja la mirada. No sé por qué lo sé, por qué veo su mirada tan clara cuando no tiene iris ni pupilas. Coge unas cuantas piedras pequeñas del suelo que tenía debajo, y empieza a dejarlas caer, una a una.
—Mi padre pensaba que yo estaba destinado a hacer grandes cosas —dice—. Es posible que tuviera razón.
—Por supuesto.
—Es posible que me haya rodeado de excusas e inseguridades hacia lo que puedo o no puedo hacer, por miedo a cumplir mi destino. Mi sitio en el universo.
Me sonríe, me da él las palmas en el hombro, se levanta, y da la espalda al valle y a la torre. Ahora a quien mira es a Pegaso, con las manos en las caderas, y la cadera echada hacia delante. El caballo reacciona a su mirada, se mueve, pero siempre desde el mismo sitio.
—Así que Pegaso ya deja que le acaricies, ¿eh? —dice.
—Dejó que le montara una vez, pero porque me perdí.
—Y una mierda. Si Pegaso te deja que le montes, te deja que lo hagas siempre. Confía en ti. ¿Y cómo le invocas?
—¿Invocarle? —digo—. No sé hacer eso. No sé silbar como lo haces.
Dante ríe fuerte y hacia el cielo. Pegaso me está mirando.
—¡No necesitas silbar como yo! Basta con que le llames siempre de la misma manera, y él te entenderá. ¡Vamos! —grita—. ¡Llámale como le vas a llamar siempre a partir de ahora!
No se me da bien silbar. ¿Una nota sostenida, un código de palmas? No sé qué hacer.
—¡Pegaso! —grito.
El caballo levanta las patas delanteras, juguetón, y se acerca despacio hacia mí.
—Bueno —dice Dante—, no es una llamada muy original, pero la va a entender seguro.
Yo le acaricio la crin y las orejas, Pegaso me da un toque suave en la barbilla. Dante me dice que detesta que le acaricien las orejas. Luego, Dante me monta en él, me ha cogido como si fuera de juguete, y me da varios trucos para cogerme mejor cuando va muy deprisa o cuando baja altura, y son difíciles de seguir, pero él me dice que los recuerde y poco a poco me iré acostumbrando. Luego se monta él, detrás de mí, y me dice que le lleve. ¿Cómo voy a hacer eso? Me dice que basta de esa actitud, que ahora tengo el control, que lo tengo porque sabe que puedo hacerlo, y ahora tengo que golpear a Pegaso suave con mis piernas, y dejar que vuele, no, dirigir yo su vuelo. Al principio siento estar manejando una nave espacial que se mueve más deprisa de lo que yo puedo asimilar. Gira a la izquierda, me dice Dante, y yo le hago caso, luego me golpea con el dedo en la oreja, por hacerle caso. Dice que tengo que llevar yo a Pegaso, e ir a donde yo quiero ir, no donde él quiere.
Tiene razón. Giro hacia la derecha. Quiero sobrevolar Ashotán Óniros. Quiero ver, aunque sea de muy lejos, la casa del anciano de El Círculo que enseñó a Luchadora a controlar su rubí. Quiero saber todo lo que caminaron por rescatarme, quiero ver toda la línea de niebla que controla la zona costera del continente, de la que estuvieron huyendo durante todo el viaje. Hemos empezado a sobrevolar esta cordillera, y ya veo muy lejos las montañas oscuras tan peligrosas en las que se encontraron a esos bichos feos con los que a veces tengo pesadillas.
Después de un rato sobrevolando el valle, le digo a Pegaso que se teletransporte pasadas esas montañas oscuras, y en una zona llena de ríos, puedo ver el bosque Uut al fondo, cubierto de niebla. Muy a lo lejos, nuestro continente, y seguro que si Pegaso se siguiera teletransportando, podría ver nuestra casa y el palacio en el norte destruido. Seguimos volando, hago pruebas, miro a ver cuánto puedo virar con el caballo sin que pueda caerme. Me doy cuenta de que tengo frío, pero estoy relajada. Sé que no me voy a caer.
—Creo que es hora de ir al pueblo de los enanos —digo.
—¡Dale las órdenes, entonces!
Grito porque no sé si el caballo podrá oírme bien, pero en seguida bajo el volumen, porque es un caballo y tiene mejor oído que Dante y yo juntos. Con un primer chasquido, pasamos a sobrevolar la isla de Inconsciente, exactamente a la misma altura, y luego, cuando me ubico y señalo el lugar, Pegaso comienza a descender. ¡Baja al suelo!, dice Dante, y aparecemos en el suelo de verdad, y Pegaso empieza a frenar hasta quedarnos parados entre los matorrales. Pegaso lo ha hecho de maravilla, por eso le acaricio la crin, y el cuello. Le señalé la montaña donde Dante solía quedarse quieto, observando al pueblo, y ha aparecido exactamente en ese sitio. Dante, con la espada ya preparada, salta del caballo, le acaricia el cuello también, le da las gracias, camina dando vueltas preparado para disparar. Ningún enemigo. Hay pájaros de Energía en el cielo, pero no está claro que nos hayan visto. Tampoco importa mucho. En el mar, el barco está a punto de llegar a la referencia que nos ha dado Luchadora, ahora lo único que queda es repasar lo que debemos hacer y que Dante aguante todo lo posible, siempre pudiendo huir. Escucho desde aquí las voces de algunos niños que juegan, y el motor de una casa que hay cerca, el día a día de los habitantes del pueblo, si los habitantes fueran máquinas. No es normal que la gente camine en línea recta, y juraría que, los que se encuentran y conversan, les veo continuar la conversación cuando ya llevan un rato distanciados.
—No sé cuántos meses he pasado mirando esto —dice Dante—. Pero la gran mayoría de mi tiempo convertido.
Cuando repasamos el plan, agachados y escondidos, sólo le insisto en dos cosas, que no mate a nadie, y que no huyamos mediante Pegaso. Él difiere en las dos. Dice que si utilizáramos a Pegaso podríamos apurar y distraer mucho más tiempo, y que matando a los aldeanos destrozaríamos aún más las fuerzas de Miedo. Un sinsentido, porque dentro de los cuerpos de Miedo hay vidas y él es prueba de ello, no, no es negociable. Dante insiste en que Luchadora no está aquí y no tengo que copiarla ni complacerla, yo le doy un bofetón.
—¿En serio? —dice—. Pensé que si iba a recibir órdenes de ti al menos sabrías pegar como Mentes aprendió en clase de kárate.
—Mentes nunca fue a kárate.
—Y por eso pegas como una nena.
Pronto será el momento de bajar y exponernos, sabemos lo que tenemos que hacer, no, sabemos cómo lo tenemos que hacer. Muy agresivo, que parezca un ataque genuino. Venga, puedo hacerlo. He hecho cosas mucho más peligrosas, no está Luchadora, pero está Dante. Puedo hacerlo. Esperar a que el barco llegue se ha vuelto bastante agónico, pero en seguida será el momento. Dante se levanta, a toda prisa.
¡Eh! En mi cuerpo. Está... muy frío. Duele...
Escucho un golpe de metal, y los pedazos del robot caen al suelo. No puedo tocarme la herida. Está en mi espalda, y aún la siento fría, aunque... el metal se ha ido. ¿Se ha ido?
—Chica —me llama—. ¿Estás bien? Chica, contéstame.
Sin embargo, la sangre la noto caliente. Me levanto, despacio, intento no derramar demasiada sangre... aunque sigue saliendo igual. Dante pide que me tumbe otra vez. En el suelo está el robot roto, es la versión más simple, y su espada oxidada tiene cuatro dedos rojos en la punta, las gotas manchan la hierba. No le hemos oído... Me ha dado. Está frío, tengo frío, pero en el centro de todo me arde. Dante me llama, me sacude. Grita. Él me levanta por los hombros, me sienta en Pegaso. Sigue gritando, gritándole al caballo, al robot deshecho. Al pueblo.
De pronto, ya no estoy en la montaña, sino en el barco, al lado de Imica, que se gira, extrañada. Me ha dicho algo. Alguien más me está llamando. Oh, no... hay sangre en el caballo. Voy a bajar de Pegaso, voy a limpiarle, pero caigo al suelo. Oigo preguntas, más preguntas, preguntas, Luchadora les dice a todos que se callen. Creo que les he dicho algo. Lo siguiente son los gritos. Me quitan la chaqueta tan rápido que casi no lo noto. Servatrix me ha empezado a curar con la bruma, ¡mi niña!, grita. Estoy apoyada en el barril vacío de los peces, en la cubierta normal, arrodillada, pero, ¿cuándo he bajado las escaleras? El barco sigue navegando fuerte, los Uut se encargan de eso, mientras Servatrix y Luchadora están conmigo. Estoy mirando el pueblo de los enanos, a lo lejos. Luchadora me pregunta si ha sido Dante. Digo no, con la cabeza. Me retuerzo, porque la bruma de Servatrix es como cien pellizcos que han entrado dentro de mi cuerpo. Enseguida se pasa, me dice, y entre Luchadora y Orfeo me cogen para que me quede bien pegada al barril. Apoyo la cabeza. ¡El calor era el dolor, todo este tiempo! ¿Cuánto?, intento preguntar, pero no me sale, ¿cuánto de profunda? Nada. Poco a poco, una capa fresca cubre toda la herida por dentro, como si hubiera excavado dentro de mi espalda, y luego, la noto hormiguear, hasta que dejo de sentir nada. ¿Es normal?, le pregunto a Servatrix. Dice que sí. Orfeo me mira muy preocupado, tiene un trapo en una mano, lo mueve para que no lo vea, pero lo he visto de reojo, estaba lleno de sangre. Luchadora me pregunta cómo estoy. Me dice que cuando pueda, le diga qué ha pasado. Miedo me hirió, le digo a Luchadora, y Dante...
Una explosión, es lo que se ha escuchado desde aquí. Todas las mentes miramos al pueblo, justo cuando una lengua de fuego gigante ha desaparecido. Mezclados con el humo negro, parecen trozos grises que han saltado por los aires, y después, otra explosión. Junto a Imica todavía sigue Pegaso, me está mirando, con en cuello apoyado en la barandilla. Dante está en el pueblo. Donde la explosión. Todos están muy quietos, se están mirando entre ellos.
—¿Qué ha sido eso? —dice Iloa.
Lo estoy diciendo... es Dante. Toso, ay... escuece mucho, cada vez más. Se escucha otra explosión desde aquí, según Imica gira el timón y el barco empieza a acercarse a la isla. Él lo está destrozándolo todo. La corriente se está volviendo más violenta. Está matando gente. Es Dante, intento decir en alto, pero no me sale. Lo que susurro se pierde con todas las olas que ahora mismo se están estrellando en el barco, pero Luchadora me ha oído.
—¡Pero ahí hay inocentes! —grita Iloa—. ¡Mi hija está en el pueblo! ¡Puede que Nulkama y mi pequeño también!
Está muriendo gente ahora mismo. No se escucha nada más, y no sé qué sentir sobre eso. Es difícil ver nada cuando el barco no para de subir y bajar, las olas se estrellan y la espuma cae sobre nosotros. Servatrix se queja, dice que no puede coserme los puntos con este movimiento. Están muriendo inocentes ahora mismo.  A izquierda y derecha, a veces el agua entra por la barandilla, Imica está gritando mientras sujeta el timón, y Eissen corre a ayudarla. Luchadora me pregunta cómo estoy. ¡Da igual cómo esté! Están muriendo, y yo estoy aquí.
Pasa otro minuto largo, en lo que pasamos el pueblo, la última ola rompe, empezamos a acercarnos a la costa, el agua sigue muy alterada. Noto las puntadas de Servatrix, detrás. Aguanta, niña, me dice. En el pueblo, silencio.
Un tentáculo gigante aparece, mucho más grande que los edificios, y antes de que empiece a moverse, se estremece, para, y comienza a caer. Juraría que he escuchado cómo se caía contra algo. ¡Dante! Cojo todo el aire que puedo, y concentro toda mi energía en la garganta.
—¡Servatrix! —grito—. ¡Cuánto te queda!
—Es una herida profunda, cariño, aún me queda un rato.
—Pues abrevia. En un minuto me voy.
Luchadora me mira. No parece contenta. Cómo quema...
—¡Tú no te marchas de aquí! —me dice.
—Me voy —digo.
—¡No puedes volver allí! ¡Si no te mata Miedo, lo hará Dante!
—Están muriendo inocentes, tía. No... no me voy a quedar aquí. ¡Abrevia, Servatrix!
—Luchadora —dice Servatrix—, prohíbele volver.
—Si Miedo vuelve a convertir a Dante —contesto—, no habremos avanzado nada. A mí me hará caso.
Pataleo en el suelo, pero eso no calma el dolor. Cada vez sale menos sangre de mi cuerpo, eso lo noto, ahora lo noto todo, pero eso no quita el líquido que ya está frío y ha bajado por mi pierna izquierda hasta el talón. Cierro los ojos, aprieto los dientes, escuchamos otro estruendo. Hay niños en ese lugar, familias. Yo las he visto. Es gente que va a ser llorada. Iloa está gritando. Lleva gritando un rato, con las manos en la cabeza, los tres enanos lo hacen. La niebla se ha hecho más oscura alrededor de ese lugar, ya deben de haber llegado más tentáculos gigantes, los pájaros, algunas mentes, todo. ¡No queda mucho para desembarcar!, le grita Orfeo a Luchadora. ¿Qué haremos con Madurez?, le pregunta.
¿Que qué harán? Ya les he dicho lo que pienso hacer. Pegaso no se ha ido pese a todas las turbulencias, sólo me mira. Él también lo sabe.
Suficiente. Me levanto y hago fuerza para hacerlo, pese a que Orfeo, Luchadora y Servatrix me presionan contra el barril. De un tirón me deshago de ellas y de todas las manos, me duele mucho la espalda, pero eso no es nada, es un corte, allá están muriendo personas. Me pongo la chaqueta. Más allá del cielo, Mentes, en su casa, maldice a la clínica y lanza la caja de la miniatura contra el sofá, pero rebota y cae al suelo, abierta, y muchas piezas se esparcen. Camino hasta la segunda cubierta aunque me digan que me pare ahora mismo, Imica me ve, pero no parece tener intención de detenerme. Yo acaricio a Pegaso, le pido perdón, le digo que tenemos que salvar ese pueblo, que tengo que parar a Dante. Junto mi frente con la del caballo. Pegaso sabe que me hará caso.
—¡Espera! —grita Luchadora—. Déjame ir contigo.
—Debo hacerlo sola, tía.
Sus ojos están brillantes. Me duele dejarla aquí, me quema la herida, no importa. No cuando hay cosas mucho más grandes. De un chasquido, la madera se convierte en piedra, el mar, en edificios. Suelto a Pegaso, y de otro chasquido desaparece. Desde aquí se escuchan muchos más ruidos, más golpes, veo enanos que corren, pero ni un chillido. Estoy cerca de la plaza principal, o eso parece. Hay fuego en algunas casas, las calles están llenas de rocas quemadas, hay sangre entre las piedras del suelo. Cadáveres cerca. Dante está muy cerca, disparaba a las ventanas de un edificio, estaba gritando, pero ha parado para cortar un tentáculo gigante que acaba de salir, el tentáculo cae contra el tejado de otra casa, y arrastra todas las tejas hasta que se estrella contra el suelo, luego caen todos los ladrillos, muy cerca de donde estoy. Ventanas y puertas rotas, olor a azufre de la última explosión, en el edificio de al lado. Dante me ha visto, con la espada levantada hacia tres enanos, y se ha quedado muy quieto, hasta que esos enanos y dos más se le han tirado encima.
—¡Dante! —grito—. ¡No mates a nadie más! ¡Por favor!
Los enanos agarran y muerden, uno le clava un cuchillo. De dos movimientos de brazo, los enanos salen disparados contra la pared. Dante vuelve a mirarme, y de un espasmo de rabia en su cara, regula su espada y dispara con ella a las cabezas de los enanos, un disparo mucho más pequeño, como un golpe fuerte. Ha intentado hablar, pero no le ha salido. Camino hacia él, despacio, con las manos en alto, y con cuidado de no pisar los cuerpos llenos de sangre que hay entre los dos, pareciera que están dormidos aún, si no fuera por los cortes. Por las heridas negras de quemadura. Dante tiene en la gabardina, y en la cara, restos de carbón. Me mira a los ojos, y cuando llego hasta él, palpa mi espalda, con cuidado. Me conduce, despacio, hacia los cuerpos de los cinco enanos inconscientes, para que les recupere. Él no tiene buena cara. Está hiperventilando.
Miedo se va de sus cuerpos a una velocidad más lenta de lo normal. Quizá es que esté herida, o que sepa que toda la energía que gaste ahora va a ser para nada, aunque, cuanto más gaste, más se creerá Miedo que vamos en serio. Quizá es que quiera ahorrar a estas personas el trauma de volver en sí después de ocho años, para volver a ser convertidas minutos después. O el olor del humo, los disparos de Dante a los edificios. ¡Miedo!, grita Dante con toda su garganta, y continúa con diversos insultos, mientras corta según aparecen los tentáculos que rompen las piedras del suelo. Una legión de robots ha aparecido detrás, y algunos de esos robots se han desviado por mi calle y corren a por mí. Cuando llamo a Dante y se gira, grita otra vez, no dice nada, sólo grita de rabia, y cuando llegan, los rompe, con puños y patadas. Cuando usa la espada, a veces se destrozan en cien piezas, otras se parten en dos como si fueran de cartón. Los escorpiones le disparan, pero los dardos caen al suelo. Los gorilas ni siquiera le tocan. Los enanos en el suelo, entre ellos, dos enanas muy jóvenes, me están preguntando qué está pasando, yo sólo puedo decir, lo siento. Lo siento mucho. Lo siento. Dante limpia la zona, pero cada vez se está volviendo más difícil, y todos los agujeros donde había un tentáculo roto, se ha ido y ha aparecido otro entero en su lugar. Cuando tiene un respiro, sigue rompiendo las casas vacías, dentro de una ha ocurrido otra explosión, y estoy de rodillas con las manos en la nuca, mientras los cascotes caen en otro lado de la calle. Los enanos huyen, corren, gritan. Lo siento, les susurro. Estiro los brazos, para deshacer todos los tentáculos que acaban de aparecer. Un hilo de sangre se arrastra hasta mí entre las piedras, yo me levanto. Que no me toque.
Dante ha visto algo. Por aquí, me dice, me coge con un brazo y me carga en su hombro, le noto palpar mi ropa húmeda de sangre, después empieza a correr. Dante destruye todo lo que aparece delante de él, sin parar de correr. Mientras yo, con la cabeza hacia atrás, veo toda la ruina que deja a su paso, trozos de robot, enanos inconscientes, tentáculos que caen a plomo contra el suelo mientras se deshacen, rompiendo ventanas y rasgando paredes a su paso. Las casas rotas de más allá. Cadáveres. Había cadáveres en el suelo. Ni rastro de los enanos que hemos recuperado.
Los habitantes empiezan a responder lanzando lanzas y disparando. Dante entra en una de las casas rompiendo la pared. Corre por ella. Y entra en otra, rompiendo sus dos paredes juntas. Más disparos, que entran por las ventanas. Dante también dispara por ellas, luego sube por la escalera al primer piso, sigue rompiendo paredes, de casa en casa. No hay nadie en ellas ya.
—¿A dónde vas? —le digo.
Dante no contesta. A los enanos que le esperaban al otro lado les ha disparado antes de que ellos pudieran hacerlo. De los tentáculos que rompen las paredes me encargo yo. Los enanos siguen disparando desde fuera... una de esas balas podría ir a mi cabeza. Cuando Dante rompe la última pared de la calle, cae al suelo, el golpe lo he sentido en mi tripa, luego corre muy, muy rápido, las balas fallan, empezamos a salir del pueblo, sólo hay bosque después de esta última casa que pasamos. Cuatro disparos suyos, uno de vuelta, que parece que le ha dado, lo he sentido, muy cerca de mi cuerpo. Me baja al suelo, tan rápido que me he mareado. Me señala a los cuatro que acaba de dejar inconscientes. Uno de ellos es Jil, ¡el padre de Orfeo! Dante está jadeando. Me pide mi mitad de la gema... y cuando encaja las dos mitades, la gema chisporrotea en el centro, y él crea otra onda expansiva que deshace todo el Miedo que hay cerca, y de la raja de su núcleo salen un montón de chispas que nos queman. He protegido los cuerpos inconscientes con el mío.
—Vamos —dice Dante, casi sin aliento—. Éste es el que perseguía. Ha empezado a huir cuando has aparecido, lo que significa que joderemos a Miedo si le recuperamos.
Más adelante aparecen muchos más robots, una barbaridad de enanos que nos han comenzado a disparar, Dante crea una pared invisible con la gema, pero, por lo que tiembla y por cómo aprieta los dientes, le tiene que estar costando muchísimo. Tentáculos por todos lados. Aquí aún huele a humo. La marca de Jil está empezando a desaparecer, también me estoy empezando a cansar. Si Miedo huía con Jil, significa que a partir de ahora va a retirar a las mentes que tiene para conservarlas...
Los disparos rebotan en la pared invisible que ha levantado Dante, pero algunos logran pasar y se estrellan contra la tierra, muy cerca. En el momento en el que noto cómo Miedo abandona el cuerpo de Jil, Dante salta alto, y aterriza en medio de todos ellos. Los enanos aterrizan contra el suelo, metros después del golpe, y algunos trozos de metal no les he visto caer. Intento ver el barco de Luchadora... no le veo. ¡Sí! Se está alejando, las mentes ya han saltado. ¡Dante!, grito, ¡vámonos, nos van a matar! Aparecen muchos tentáculos, pero deshago a todos los que se acercan demasiado, y al resto les amenazo enseñándoles las manos, como si pudieran verme. Arrastro el cuerpo de Jil, para llegar a deshacer los tentáculos que casi agarran a Dante. Varios disparos, muchos golpes. Casi todos se abrazan a Dante para inmovilizarle, algunos corren hacia mí. Tengo el kunai de Stille preparado, ¿para qué?, son demasiados... ¡Pegaso!, grito, el caballo aparece a mi lado, entonces de Dante surge una explosión azul llena de chispas, todos le sueltan, él corre hacia mí, destroza todos los robots que venían a matarme y lanza lejos al enano de la lanza, que ha fallado el lanzamiento porque me he movido. Cuando llega, tiene el pelo levantado, pero está lleno de chispas azules. Jadea muy fuerte. Se monta en Pegaso cuando vuelven a dispararnos, casi dan al caballo, coge a Jil con un brazo y a mí con el otro, ¡eh!, me ha levantado a pulso... con un chasquido aparecemos en el aire.
Mis pies están a muchísima altura, abajo las formas se distorsionan, sólo agarrada por Dante. Me agarro a su muñeca. Dante, con el cuchillo aún clavado cerca del hombro, se baja del caballo.
Vacío.
No puedo respirar. Caigo muy deprisa. Estamos cayendo los tres.
Dante me aprieta contra Jil, que está inconsciente, y me dice que le abrace. Nos rodea con los brazos. ¿Es que no va a hacer nada más? El suelo cada vez está más cerca... ¡Cierro los ojos! ¡Pegaso, ayúdame!
Lo he sentido en la fuerza en la que nos agarraba, he notado el cambio de presión, repentino. Mis pies están a pocos centímetros del suelo, no lo tocan, sigo flotando. Dante, de pie, con las piernas dobladas, y los ojos cerrados, ha absorbido todo el golpe. Ha tenido que hacerlo. Nos suelta, Jil cae al suelo, yo caigo después, la cabeza me da muchas vueltas. Dante me hace el gesto de que me quede callada, mientras lucha para no hacer ruido con sus jadeos. Aún salen de él chispas azules, aún sigue hiperventilando. ¿Cómo estás?, susurra, menos que eso, con el cuchillo aún en el hombro. Mira a lo alto, con la espada preparada, por si Miedo nos hubiera visto. ¿Pero eso de qué sirve? Antes también hizo ese reconocimiento, y no sirvió de nada.
¿Qué pasa?, me susurra. No sé a qué se refiere, pero posiblemente sea cómo le estoy mirando. Esa espada blanca aún está manchada. Incluso de su gabardina puedo distinguir gotas de sangre que antes no estaban. Dante me susurra que no hay tiempo para eso, que tenemos que ocultarnos en seguida, o nos verán. Coge a Jil y carga con él en el hombro.
Robots, balas, tentáculos. Ruinas. Muertos.
La sangre estaba entre las piedras y me centro en ella para no recordar los inocentes a los que tuve cuidado para no pisar.
Me ha entrado una arcada.
Iloa y Leúa gritaban por su pueblo. Pahatu ya ha perdido a su hijo.
Dante ha visto una puerta de metal en una esquina de la azotea, ¿pero qué azotea es? Desde aquí veo la pinza de rocas, y justo más abajo, he llegado a ver el principio de la mesa que vimos. La de los ojos brillantes. Estamos en El Círculo. Los tambores, el carbón, las mentes que convirtió, los enanos muertos, ya basta. Llego a vomitar un poco, pero no lo suelto, vuelvo a tragarlo, basta. Me arde la espalda... Dante ha acabado de forzar la trampilla, y comienza a bajar por una escalera de metal. Cargando con Jil, casi no cabe.

Más allá del cielo, Mentes llega a la consulta a falta de veinte minutos para que se acabe el horario de visitas, y se dirige, casi corriendo, hacia la habitación de su madre. Yo no he sido la que le ha conducido hasta allí, yo no... no he podido. Toso un poco, casi en silencio, y luego me palpo la boca, por si hubiera escupido sangre. Dante ha vuelto a subir la escalera para decirme que vaya con él. Él, desde luego, no ha sido el que ha llevado a Mentes a la clínica, ha tenido que ser Luchadora. El médico Juan le dice a Mentes que su madre ha contraido neumonía, una enfermedad grave para su edad, fácil de contraer debido a los meses de quimioterapia y la terapia actual, pero que ha sido detectada en una fase temprana y, por lo tanto, será fácil de controlar.
Neumonía...
Mentes responde tan preocupado como aliviado. Cuando Mentes acaba de hablar con el doctor y sonríe a su madre, y le dice que se va a poner bien porque la ingresaron a tiempo, sé que es Luchadora la que tiene el control.
Comienzo a bajar las escaleras de este edificio oscuro y ruinoso, y cuando acabo, me siento, apoyada en la pared. Me estoy mareando. Estoy mareada en el lugar que acabó con nosotros, a pocos metros de un montón de viejos convertidos, por lo menos una mente convertida, y desde aquí escucho cómo la niebla sale de dentro de la tierra para salir hacia nuestro continente por la pinza. Esta vez, los viejos no cantan, y ya es algo. Dante cierra la trampilla, con cuidado, y se sienta también. Se quita el cuchillo, mueve el brazo, y me pregunta qué tal estoy yo. No le contesto. Los dos olemos a sangre. Al menos, yo estoy manchada de la mía. Las explosiones, los golpes, las balas... ¿soy consciente de lo que acabo de hacer? ¿Cuándo pensé que éste sería un buen plan, que podría hacerlo? ¡No puedo! ¡He fallado a muchísima gente sólo por no escuchar unos pasos, por no mirar hacia atrás un minuto entero! Los ojos se me humedecen. Sentada sobre este pequeño trono viejo lleno de suciedad, miro la sala, prácticamente vacía, sin cielo, sin mar, aunque pueda escuchar las olas y a los pájaros desde aquí. Dante es el único que me acompaña, y eso casi me hace vomitar otra vez. Jil inconsciente, Dante y yo, heridos. Una sala muy estrecha como para que pueda aparecer Pegaso, aunque ya está bien, la última vez que apareció daba señales de estar muy cansado. Quizá me merezca esto. Todo puede romperse en cualquier momento.

Intento ver con la poca luz que hacen las dos mitades de la llave de Núbise, en el suelo, y la gema de mi muñeca. Dentro de mi colgante, la flecha que hay dentro baila entre las diferentes mentes que tienen el control. Normalmente enfoca hacia el oeste de la isla, pero unas pocas veces se gira hacia un lugar un poco más al este, justo donde están Luchadora y compañía, que pronto estarán en posición, y ya tendremos que haber explorado este edificio para entonces. Es como si ella estuviese intentando rascar a Miedo los únicos segundos en los que se relajara para actuar. Sonrío. Sonrío aún más al recordar que éste era el colgante de mi madre, Dante me pregunta por qué lo hago, y no le digo nada.
¿Puedo sentirme reflejada en algo que no es mío? Es como si este instante de Mentes hablando con su madre, aunque no lo he provocado yo, aunque no esté hablando yo, fuera más mío que el reflejo en el charco con los pelos levantados, o todo el olor a sal y pescado crudo con el que he soñado toda la noche.

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