27 de enero de 2013

Mentes.


La energía fluía de manera incandescente por todo mi ser encogiéndolo, empequeñeciendo mi cuerpo a medida que se hacía más grande, más fuerte.
Porque solo ellos serían admitidos en mi reino, y debía cumplir con el ejemplo. Solo los grandes. Solo los fuertes.

-Necesito abrir de nuevo el cofre.
-Yo me esperaría... Ha pasado poco tiempo desde la última vez y tu cuerpo ahora está cansado.
-Ábrelo.


Ella calló, los dos sabíamos que cada vez el contenido del cofre resultaría más doloroso y cada vez necesitaría exponerme más tiempo a él para lograr una repercusión directa en la visibilidad de mi mundo. Los dos sabíamos que no tenía argumentos para combatir las tesis de Religión y que las buscaría incrementando mis poderes.
Sonrió, porque acataba el dolor sin vacilación.

-La solución no siempre será aumentar tu potencial base. Es preferible un espíritu íntegro a un espíritu enorme pero inestable -me decía mientras soportaba la energía incandescente del cofre.

Apenas podía concentrarme en sus palabras por el dolor, pero debía hacerlo. Debía acostumbrarme a él, ser capaz de mantener la cabeza fría en todo momento, ocurriera lo que ocurriera. Porque Religión poseía un intelecto superior al mío, y Sever una estruendosa capacidad de posesión de mi cuerpo.
Aquel traidor también caería, cuando descubriera quién era. Qué era. Por qué era... Caería... algún día.

El dolor abrasante finalmente terminó. Apenas unas horas, pero en mi mente parecieron años. Arrodillado, resoplando con fuerza mientras una maraña de datos comenzaba a extenderse y a integrarse en mi cabeza, me di cuenta de lo débil que en realidad era. Conseguí una espada y aprendí a usarla y me creía el campeón del mundo, pero realmente me faltaba lo más importante.
Coherencia interior.

-La recuperarás, tranquilo -sonrió mientras me tendía la mano -. Si todo marcha bien, solo te falta una última apertura para que el cofre de la personalidad antigua que encerraste quede vacío.
-Mi antigua y original personalidad es todo dolor -decía mientras colocaba las mangas de mi camiseta -. Dolor inmerecido. No sé por qué recuperarla...

No pude decir más, porque instantáneamente me desplomé en el suelo, inconsciente.

Dos días encerrado. Con miedo a salir del templo, y con falta de energía para entrar en mi mundo. Antes no, pero cada día notaba las paredes de ese lugar como una prisión.
Porque desde que descubrí mi mundo, nada me confortaba salvo ello. No todo el mundo había descubierto su mundo haciendo introspección. No todo el mundo sabía manejar una espada con la que afrontar los problemas.
Antes no los veía, pero los monstruos campaban a sus anchas por las colinas verdes. Acababa con cada problema diario de una manera fácil con el espadón que obtuve de mi cofre, pero realmente era débil. Me vine arriba, y era cuando me venía arriba cuando me confiaba y me daba cuenta de lo que era de la manera más ruda: un batacazo.
La más ruda, pero no la más violenta. Pues al menos te das cuenta tú mismo. Y torcí por un camino que jamás había explorado del templo.

¿Por qué llamarse Templo de las Mentes Carmesí? ¿Qué eran las Mentes Carmesí?
Todo se oscureció y por menos de un segundo mis ojos solo vieron una sombra negra perdida en una infinidad gris, una niebla parecida a la de mi mundo. Un cuerpo oculto del que brotaba una energía roja como la sangre.
Mi vista se normalizó al instante, y la luz recobró su poder. Parado, sacudí mi cabeza y me froté los ojos mientras caminaba hacia delante e ignoraba lo recién sucedido.
Continué caminando, cuando llegué al final de la primera prueba, cuyas estatuas ya se encontraban más que petrificadas... pero no había caminado por la segunda.
De pronto, un susurro casi inaudible comenzó a trepar desde mis oídos hacia mi cabeza, lentamente, como el cuchillo que se clava, se clava... hasta el centro de mi cerebro. Y comenzó a hacerse más fuerte.

"Por ahí no..."
"Vuelve..."
"... deseas..."
"El camino de ahí"

Miraba asustado el lugar que la voz me señalaba secretamente y era el pasillo que dirigía hacia la segunda prueba.

-Pero el camino de al lado te conduce directo al final...

"No..."
"... huye..."
"No estás solo"
"¿Dolor?"
"Cuidado..."

Tenía miedo, ¡tenía miedo! Y cuando eso sucedía, Luchadora me enseñó a combatirlo...
Una pequeña onda de energía envolvió mi cuerpo liberándolo de las cadenas que me ataban a la voz. En su expansión, golpearon a un ser oscuro que oculto se metió en mi cabeza.
La mujer de aquel día. Con la piel negra como el ónice, hermosa, de cabello blanco y ojos de zafiro... con aquellos labios carnosos que se convertían de pronto en una horrible mueca, una sonrisa de oreja a oreja en la más literal realidad... con aquel cuerpo extremadamente delgado...
Era ella la joven que gritaba las primeras veces que estuve aquí. Y era la que ahora susurraba en mi cabeza. Frágil, en el suelo.

-¿Quién eres? ¿Y qué estás haciendo?

Ella no habló más. Sonrió, mostrando aquella mueca grotecta tan desfigurante. Lentamente se incorporó, y alzándose erguida por primera vez pude comprobar su alta estatura. Sin dejar de sonreír, quieta... se abalanzó como un rayo hacia mí.
¡Mierda!
Dos cuchillos brotaron de mis manos desnudas en un momento en el que no tenía tiempo para coger mi arma. No entendí muy bien cómo aparecieron ni por qué, pero supe lo que hacer.
Un humo negro golpeó mi cara cuando las dos armas cortaron su cuello de manera rápida. Y dejé de notar su presencia, mientras abrumado apoyaba la espalda en la pared.

-Al fin escuchaste su voz que durante tanto tiempo te controlaba cuando caminabas por aquí.
-¿Qué?

Luchadora se encontraba junto a mí, apoyado su costado en la piedra, el brazo extendido sensualmente hacia arriba, acariciándola.

-Se llama Prejuicios. Es bella, es bonita... pero por dentro no es más que una arpía llena de miedo, que te succiona y te domina, que te agrede al impedir que seas libre intentando hacer de una vida compleja algo simple. Etiquetas, comportamientos... los prejuicios influyen en la manera de ver la realidad y te impiden conocerte.
-¿Ha muerto?
-Nunca muere, es inmortal. Pero es fácil dejarla fuera de combate una vez has averiguado desde dónde te susurra. Cuando tengas miedo, cuando intentes simplificar esta vida... estate atento.
-¿Y por qué no me lo dijiste antes?

Ella se irguió, y desviando la mirada y llevándola al horizonte, comenzó a andar hacia la sala del cofre.

-Porque aunque sea parte de tu personalidad, no puedo decirte algo si tú realmente no estás preparado para aceptarlo.
-Entiendo... -dije, siguiéndola hasta la sala dorada -. Por cierto, gracias por los cuchillos...

Ella se llevó los brazos a los laterales de sus muslos, ocultando dos fundas de cuero.

-¿Qué cuchillos? -me miró, sonriendo -. No estás solo en esto, Mentes.
-¿Qué me has llamado? -me paré frente al cofre, mirándola.
-Mentes. Es tu nombre, ¿no?
-No... no, mi nombre es...

Y ella puso el dedo índice sobre sus labios, poniendo el otro sobre los míos.
Realmente había cambiado, como tras cada apertura del cofre. Su pelo morado intenso, que dejaba caer hasta poco más abajo de sus hombros, con aquellas coletas que caían formando largos tirabuzones. Sus ojos intensos o más aún del color de su cabello. Su piel blanca, suave pero recia, y aquella vestidura que poco tenía que ver respecto a la primera vez que la vi. Sus antebrazos eran prácticamente tapados por brazales de cuero. Sus zapatillas con plataforma ahora eran botas de cuero resistentes, sus antiguos vaqueros eran ahora unos más oscuros y duros, acabando de manera ancha igualmente, y tapados por una falda de tela rígida que llegaba a sus rodillas.
Dejó de presionarme con su dedo índice y lo llevó a sus caderas, cuyo ombligo ya no se veía y era tapado por una armadura ligera de cuero negro ceñido por pequeños cinturones de la cual salía la falda de antes. Sin embargo, su escote seguía siendo igualmente sugerente, como ella. Y su chaqueta de tela ahora era una capa corta que se ceñía a ella por unas mangas que solo cubrían hasta sus hombros.

-Ven. Veamos tu mundo ahora. Estás preparado.

No pasó nada, y allí estaba en aquel bosque de tierra húmeda, en aquel bosque... pero ya no existía la niebla.
Mis pupilas se agrandaron sin límites al contemplar mi mundo. Sin límites, sin misterios.
Un bosque repleto de pinos y abetos y de tierra húmeda era sostenido por una isla gigante que nadaba. Nadaba... en el aire. Y junto a ella otras rocas pequeñas, perdidas, giraban lentamente a su alrededor. Algunas a su lado, otras por encima.
En un grito de júbilo corrí hasta el extremo de aquella isla enorme, hasta el lugar en el que la hierba se convertía en roca escarpada que comenzaba a desaparecer y formar el cascarón de la isla, que se perdía a mis ojos, se perdía, pero yo la veía, porque como un todo, de pronto tenía una concepción total de lo que sucedía en aquel lugar. Qué había... qué... no había...

No me paré a ver el horizonte, ni el cielo ni qué había por debajo de la isla, pues la niebla lo cubría. Sin embargo, me había percatado de un detalle.
Y corriendo llegué hasta el corazón de aquel bosque, al lado de un extraño edificio de piedra pulida.

-¿Pero cómo te atreves a decir eso? -gritaba Luchadora a un chico que retrocediendo lentamente y con las manos en lo alto sonreía divertido.
-Vamos, Luchadora, es normal... a más armadura, más grosor en tu cuerpo...

Luchadora sacó su espada metálica, aún íntegra, y mirándome le señaló con ella, enfatizando cada sílaba.

-Ahora voy a hablar con Mentes, pero como te pille luego...

Él siguió sonriendo, mirándome, mirándola a ella, sacando su lengua burlón y marchándose ágilmente de allí trepando hasta las ramas de los árboles y saltando por ellas.

-¿Quién era? -pregunté preocupado.
-Dah -dijo con una mueca de asco indiferente -, es Humilde. Bufón debería llamarse. No te preocupes, vive aquí.
-¿Es como tú?
-Sí, más o menos... ya le conocerás y te lo explicaré otro día.

Miré a mi alrededor con detenimiento. Un hombre con vestimenta extrafalaria de colores secos meditaba en una piedra no muy lejana. Quieto, en silencio, con las piernas cruzadas. A lo lejos pude ver lo que parecía ser una figura femenina caminando cerca del lago.

-Luchadora... -me encogí de miedo, porque era extraño -. ¿Quienes son?
-Tranquilo, no te van a hacer absolutamente nada. De hecho, te ignorarán. Lo que debes hacer tú -me miró a los ojos -. Es no hablar con ellos.
-Se suponía que mi mundo era el lugar más seguro -crucé los brazos, mientras contemplaba el bello paisaje molestado un poco por aquellas personas.

Ella sonrió, tranquila, invitándome a entrar en aquel edificio extraño de piedra pulida.

-Y gracias a ellos, lo es.

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