6 de febrero de 2013

Confesiones hacia mi persona.


Me balanceaba lento pero intranquilo como un metrónomo sobre la silla del escritorio, viendo la pantalla del ordenador sin saber qué hacer, pensativo.
Ten una carrera. Destaca en la carrera.
Métete en una asociación voluntaria.
Destruye el mal de tu interior y ayuda a gente con tus descubrimientos. Ellos no te comprenderán, te tacharán de dogmático, te negarán, te dejarán.
Te juzgarán, por los actos pasados que ahora intentas resolver y por los que ahora no controlas.
Ten un motivo para sufrir y un objetivo inalcanzable que te sirva para fantasear cuando duermas y la realidad no pueda molestarte.
Ten una vida. Escoge tu vida. Ten libertad para escoger qué clase de peón ser.

Tiré los dados y salió que tocaba sufrir, tocaba buscar el bien propio en el bien ajeno, aunque sabía que eso era imposible.
Es una pena eso de ser uno mismo... porque debes aguantar que otros te juzguen y te lastren creyendo que te conocen, creyendo porque no eres capaz de explicar tu personalidad con palabras.

Me balanceaba, giraba, me obligaba a jugar a juegos. Quería pensar en la realidad, pero no podía, porque tenía miedo.
Miré mis manos recordando que si había llegado hasta ahí era a base de luchas. Contra Religión, contra Sever. Evité que las islas flotantes se desmenuzaran cuando se precipitaron contra el vacío, y arranqué el palacio de aquel moribundo acantilado y lo llevé a territorio seguro...
Siempre peleando. Y sabía que todo acabaría ya cuando muriese Sever. Y sabía que tenía que hacer un último esfuerzo pero aquel jabalí gigante en forma de recuerdos que fue derrotado en la Sala de las Ocho Antorchas no quería aparecer.

Tenía miedo de que las estatuas blancas estáticas, ahora entre los escombros del Templo de las Mentes Carmesí, volviesen a la vida y me asesinasen mientras dormía.
¿Por qué desapareció el jabalí pero continuaron las estatuas?

Pensativo en mi habitación; y oculto en la oscuridad de una inexistencia en mi cabeza, en mi mundo, pero fuera de él. Abrazaba mis piernas, nervioso. No quería entrar en mi mente, que había quedado congelada.
Los pastos verdes ahora se estrellaban contra el gélido viento helado, abandonados, fríos y distantes.
Miraba absorto el agua que besaba la roca escarpada de una de las islas flotantes que había aterrizado en el mar, ladeada, mientras mis mentes discutían en otra isla entre seguir la razón y el sentimiento; y entre darme a mí o a los demás, en un doble debate que no llegaría a ningún sitio... y Luchadora contemplando pálida, de pie y anonadada una lápida en la que ponía un nombre, sin atender a la contienda.
Comenzaba a desvanecerme con un fulgor dorado mientras caía lentamente al suelo inundado de las ruinas de mi palacio, roto en un segundo nivel, donde Eissen dictaba quién debía o no morir, y los pobres peones dirigían su acero contra sus compañeros.
Entre la niebla del tercer nivel, recuperado en mi pecho, comenzaba a incorporarme a la vez que varias decenas de ojos de bestias ocultas me obligaban a pegarme a la pared de aquella extraña sala derruída en medio de la nada, con los cuchillos de Luchadora en ambas manos, y mi espadón en la espalda.
En todos el tiempo no transcurría. En todos una lágrima sufridora recorría sus pálidas mejillas.

Y entonces miraba a los lados en la oscuridad mientras abrazaba mis piernas, acurrucado en un lugar que no era mi mundo. Porque ahora no estaba en él.
No había luces, porque era ciego para ver la verdad.
¿Para qué levantarse, si no van a comprenderte jamás?
¿Para qué comprender y escuchar a los demás? ¿Qué me aportaría eso? ¿Más herramientas? ¿Más armas, más mentes?
¿Para qué quería herramientas que serían contaminadas por Sever en el instante en el que llegasen a mi conocimiento?
¿Por qué más armas si no podrán impedir que continúe luchando día tras día?
¿Más mentes para que se maten entre ellos?

Y Sever sonreía tranquilo, solo entre aquellas colinas verdes, mirando aquella cruz de madera rota apoyado sobre una de las paredes de piedra. Dueño y señor de mis colinas sonreía por orgullo, pues jamás podría resucitar a Religión y ponerla a su servicio pues no la mató él.

Vibró el móvil, un mensaje que leí y me devolvió la tranquilidad. Y me recordó que algunos trataban de comprenderme y me miraban con buena cara. ¿No conocían o habían aceptado mis defectos? Me recordó que había personas que me seguirían aunque no me comprendiesen del todo. ¿Era necesidad de atención por mi parte, o verdadera confianza en que sus vidas mejorarían? ¿Mejorarían? ¿Y quién era yo...?

Aparecieron en mis colinas ellos, buscándome, gritando mi nombre. No era Sombra, que decidió vivir la vida por su cuenta. No era Oscuridad, que tras eliminar el veneno que sentía hacia ella, extrañamente desapareció de mi vida.
Pero allí estaban Escarcha, Polar, Gueko y Calíope, personales reales, personas que al llamarme molestaron al solitario Sever, que fingiendo indiferencia se retiró de aquellas colinas.
Aunque no estaba allí, no en mi mundo.

Y con un ruido sordo y estruendoso unas luces gigantes me cegaron, y extendiendo una mano hacia delante y cubriéndome el rostro con el otro brazo, me incorporé lentamente.
Solo oscuridad había en aquella sala de límites indefinidos. Solo oscuridad, salvo aquellos focos de luz que cegaban pero no iluminaban.
¿Qué eran? ¿Pantallas?

Mis pupilas contraídas se atrevieron a enfrentar el resplandor.
Eran recuerdos. De los buenos, de los malos, de los presentes y los olvidados...

Recuerdos.

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