27 de diciembre de 2019

Tres ojos.


Algunos animales en la cordillera suroeste son realmente extraños. Éste parece un reptil, se comporta como un tiburón, con la sangre de la liebre muerta a sus pies. Literalmente a sus pies, porque está apoyado sobre las manos y la sujeta con los pies, que los usa como si fueran las manos, raja la piel y mete dentro la boca, y da la impresión de que lo está engullendo todo dentro, todo, incluso escucho los huesos partirse dentro de su boca, o quizá me esté imaginando yo esos ruidos. Está convirtiendo al conejo en una cáscara de piel. Pero acaba de soltarla. Me mira, después de todo este rato, noto cómo su ojo de perfil apunta exactamente a los míos, y se está girando hacia mí, despacio. Vale, hay que moverse, rapidito, hay que moverse... Miro atrás. Según me alejo por la cordillera, el animal se queda. Que siga quieto. Es el segundo de esa especie que veo, y no sé qué me daría más miedo, encontrarme con uno de esos de frente, o con la manada de lobos que lleva aullando un rato por la montaña. Sé que son los ecos lo que oigo, llevo muchos kilómetros recorridos y aún sigo escuchándoles como si estuvieran a uno, quizá sea eso, quizá estén oliendo la sangre del que está agonizando. Mi cabeza va a matarme, y si no lo hace pronto, lo hará el hambre. O cualquiera de las piedras que flotan en el aire y de las cuales caeré, si pierdo el equilibrio entre saltos.

20 de diciembre de 2019

Calma, no calma.



Nada más suena el chasquido, Pegaso se ha separado de todos, claramente incómodo, y, con él, también me separo yo. Estamos en el pueblo... nos ha traído en un segundo, exactamente al lugar que le habíamos pedido. Las alas recogen mis piernas de forma tan firme que no podría caerme de él ni aunque lo intentase. Ahora no tengo dudas de que Pegaso no es un animal corriente. Cuando ya ha caminado lo suficiente, lejos de todos, se para y se gira para mirarles. Luchadora ha hecho el gesto de haber estado a punto de vomitar, e Iloa se toca los dedos de las manos, como si aún conservase en las yemas algún tipo de magia imposible. Sólo Stille está bien, erguida, mirándome. ¡Falsa alarma!, grita el guardia de la puerta del poblado, y un enano se ha vuelto a guardar el arco.

16 de diciembre de 2019

Mentiras imperfectas.


Puede que el aullido de los perros acentúe esto, pero siento que las ventanas del edificio de El Círculo me miran como si fueran sus ojos. Que, si tuviera manos, las usaría para arrastrarse por el jardín y más allá del pequeño muro, llegaría hasta mí y me pediría piedad, que acabase con su vida alargada y agónica de una vez por todas... porque, aunque se ve frío y acartonado, también le siento vivo. De alguna manera, este edificio tiene alma aún, porque me ha estado llamando durante muchas noches, antes de venir a esta isla, desde que tengo en el brazo la marca de Miedo. Cada vez que me alimentaba de su esencia, en cualquier lugar de la isla, me surgían imágenes antiguas del lugar en el que estuviese, pero siempre había alguna de este edificio, siempre. Y me miraba. Bueno... pues aquí estoy, otra vez. Las enredaderas que se ven detrás de los árboles mustios del jardín parecen dos cataratas de lágrimas, y cada grieta, una arruga. Cuatro pisos con siglos de historia sobre las losas del suelo. Cada vez que el viento que viene del norte sopla otra ráfaga, la verja de metal golpea su tope antes de chirriar otra vez cuando se separa.

6 de diciembre de 2019

Jotunheim hellar.


Iloa se queda tumbado detrás de una raíz, mientras se echa hojas moradas que acaban de camuflar su capa de color tierra. Lejos del camino y tan caracterizado, es imposible que los robots que marchan puedan verle. Pero las ropas de Stille son negras, las mías también son oscuras, y la capa que llevo es la de un animal, uno de pelaje grueso, que destaca un poco en el entorno, sobre todo detrás de algunos tramos de hierba que aún son verdes o amarillos. Los troncos son demasiado delgados para que nos cubran, y si nos levantamos, definitivamente van a vernos.