Abrí los ojos. Sorprendido, miré atrás, viendo la sala detrás de mí, desde el otro lado.
Estaba vivo. Dejarme llevar por los sentimientos casi me mata.
Menos mal que fue la objetividad más absoluta la que me salvó y me sacó de allí. La objetividad en forma de sombra.
Envuelto en aquella mentira que creí por entonces avancé. Hacia la oscuridad del pasillo, avancé. No importaban las pruebas. Debía continuar. No importaba el dolor, ni el sacrificio. Solo la victoria. Solo explotar un sentimiento que no comprendía demasiado, nuevo en mí, me gustaba...
Aquel alarido proveniente de la desgarrada garganta de aquella mujer sonó más cerca que nunca. ¡Ya casi había llegado!
Corrí envuelto en la oscuridad, no importaba el camino, solo el destino. Como un necio olvidé la calidad por la rapidez, y en un paso en falso me vi cayendo al vacío.
-¡Uf! -grité como pude cuando mis brazos y barbilla colisionaron contra algo que me podía agarrar.
Y allí me quedé colgando, con las piernas muertas en el aire y una gran incógnita en mi mente.
¿Qué debía hacer ahora? ¿Soltarme y caer, arriesgándome? ¿O tratar de subir, dado que por lo visto parecía que se podía?
¡Quería luz! Maldita sea, ¿no era este mi mundo? ¿No eran mis reglas? ¿No era mi templo?
-¡Luz! -bramé mirando al vacío bajo mis pies al mismo tiempo que un destello ardiente salía de mi corazón en todas direcciones, iluminando el camino, perdiéndose en el absoluto vacío bajo mis pies.
¡Había estado a punto de morir! El abismo no acababa, me encontraba agarrado a un agujero en el camino.
¡Siempre me ocurrían accidentes siempre que aquella mujer chillaba! ¿Qué podía significar?
Pensativo me incorporé, observando un pasillo ante mí que había perdido toda forma recta, siendo piedra desnuda la que me recibía sin cariño ni ternura.
A veces, tanteando necesitaba agacharme para avanzar. Otras veces arrastrarme, siempre con cuidado. Con gusto hubiera vuelto a invocar aquella ráfaga lumínica, pero estaba agotado y resoplando desde entonces.
Arrastrándome por la húmeda roca, agarrado a las pequeñas plantas que me servían como apoyo seguro, llegué por fin a la última de las salas. Un sonido seco encendió las antorchas y un óvalo de piedra absolutamente natural me recibió. No había más que unos pequeños tabiques de piedra, estrechos y adheridos a las paredes que apenas sobresalían quince centímetros de esta.
Bajé al suelo, decidido, buscando aquel mensaje en la roca desnuda. No tardé en encontrarlo, pues era grande, vistoso y brillante:
"Si quieres alcanzar el tesoro, deberás destruir los propios males que con lo que has aprendido se han formado ante ti. Rabiosos, pues se ven amenazados a la muerte en tu propia cabeza".
-Destruir... -susurré. ¿Qué ganaba destruyendo cosas de mi interior? ¿No eran mías? ¿Por qué destruir mi personalidad?
No pude seguir reflexionando, porque un sonido seco detecté a mis espaldas.
Al otro lado de la sala, ocho estatuas aparecieron. Parecían reales, pero no dudaba en que eran las de la primera prueba.
¿Qué rayos? ¿Debía acaso enfrentarme a esas ocho personas, culpables de mi pasado traumático?
¿Tuve realmente un pasado traumático?
Sentir que en tu casa estás seguro y cuando sales a la calle pueden llover balas hacia ti...
¡Debía abandonar esos pensamientos! ¿Qué eran? ¿Por qué aparecían? ¡Mi único objetivo era llegar al cofre y no dejarme contaminar por los pensamientos impuros que esas malditas estatuas generaban en mi cabeza!
De pronto, apareció de la nada una esfera eléctrica frente a mí. Sin ojos me miró directa a ellos, me miró abajo, arriba, evaluándome. ¿Qué era?
Un suspiro reprimido salió de mi corazón cuando la esfera se dirigía hacia las otras estatuas y, en el centro de la sala, todas ellas eran atraídas. Perdiendo la forma original, aquellas personas que nublaron mi infancia comenzaron a unirse alrededor de la esfera.
Y ante el desagrado de mis pupilas, cuernos salieron de aquella mezcla, dos ojos amarillos penetrantes, enormes, y cuatro patas robustas unidas por un cuerpo fornido, musculoso. Un cuadrípedo de piel blanca con aquellos ojos mirándome con furia, mientras enseñaba sus dientes afilados y dirigía sus colmillos convertidos en enormes puntas de lanza hacia mi cuerpo.
¿Qué pasaba?
No soportaba la visión de aquellos ojos ámbar, que penetraban en mis escudos mentales y llegaban a mis pensamientos, a mis pulsaciones, a mis sentimientos. Mi cabeza dejó de pensar, como si aquel monstruo se comunicara mentalmente conmigo en un intento de dejarme inconsciente... ¡y yo peleaba por no perder lo único que tenía!
¿Qué era esa presión? ¿Cómo combatirla? ¿Cómo lo estaba haciendo?
En carrera embistió la bestia, y un golpe seco destrozó mi estómago a la vez que una de las ocho antorchas de la sala se apagaba, y me dirigió hacia arriba, hacia el techo, donde luego caí por fuerza de la gravedad en el centro de la sala, dolorido y maltrecho.
No comprendía por qué no podía moverme... ¿Qué sentimiento era? ¿Qué debía descubrir?
Sus cuernos me recogieron cual palé, levantándome de nuevo con un rugido de furia. Golpeé el techo y bajé a plomo, cuando la segunda de las antorchas se apagó. Sangre era lo que salía de la comisura de mis labios.
Seguí lentamente el recorrido del líquido carmesí, cuando caí en la cuenta de que poco más adelante un pequeño texto se encontraba escrito con sangre.
-Debo... leer...
Pero otra fuerte embestida que hirió mi pierna derecha me lanzó contra la pared opuesta, apagando la tercera antorcha.
¿Qué sentimiento era? ¿Acaso era... miedo?
"¿Miedo a qué?" pensaba mientras por vez primera me incorporaba en pie, reclinado hacia delante por el dolor de mi estómago y cojo.
Aquel monstruo me miró con furia. Y yo me sentí realmente intimidado, tenía miedo. ¡Pero este era mi mundo y la única fuerza que aquí contaba era la espiritual!
Comenzó la carrera y yo avancé hacia él, decidido. A punto estuve de recibir un golpe, pero mi determinación fue más clara que la suya, y rodé hacia mi izquierda, esquivándolo y continuando hacia el texto que había dejado desprotegido.
Ahí volvía.
No había fuerza mayor que la de la voluntad. No había fuerza mayor que la del que sabe que está en lo correcto. ¡Ningún escollo es lo suficientemente grande! ¡Y no iba a dejarme ganar por los fantasmas de mi pasado!
Un golpe hizo retroceder dos metros al bicho, que se quedó parado, quieto. Con ira, levantó poco a poco la mirada, con más ansias de matar que nunca. Y con su frente golpeó la mía, que trastabillando, acabé medio inconsciente en el suelo. Cuatro antorchas quedaban en la sala.
Abrí los ojos. El texto se encontraba frente a mí, como si todo hubiese estado preparado. Apenas podía leerse con la poca iluminación que había...
"El odio que albergas no es por tu culpa, pero no debes dejar que permanezca. Sin piedad, haz lo que sabes hacer: ..."
Y aquel monstruo dirigió con fuerza su pezuña hacia mi espalda, golpeando el suelo con mi cara, llena de magulladuras. Tres antorchas quedaban y ya nada podía leerse de aquel texto. ¡No! ¡No! ¿Qué necesitaba? ¡¿Qué sabía hacer?!
Otro golpe en mi columna sumió en la oscuridad a los dos monstruos de la sala. Escupiendo sangre, admitía mi derrota. ¡La voluntad no fue suficiente!
¿Tanto dolor por recuperar un cofre? ¿Tanto dolor para recuperar una personalidad? ¿Tanto dolor albergaba... tanto... miedo?
¡No podía destruírlo! ¡Sería destruírme a mí mismo!
Otro pisotón retumbó en la sala y solo una llama lánguida vivía en la sala. Yo ya estaba muerto, casi tanto como aquel monstruo... Como aquel... monstruo...
Mis ojos se abrieron cuando el monstruo levantaba su blanca pezuña. ¡Aquella bestia ya estaba muerta! ¿De qué me servía conservar tanto dolor? Entonces lo recordé... aquellas mañanas de dolor en la soledad de mi pupitre... una lluvia de insultos incesante promovida por ocho personas... y la electricidad que suponía el odio hacia mi propia personalidad... ¿Tanto dolor albergaba?
La pezuña comenzó a caer con fuerza abrumadora, pero su destino no sería destruirme. Rodé, en un movimiento ágil extraído de mis últimas fuerzas.
No necesitaba leer más textos de sangre, porque sabía qué debía hacer.
Me levanté, mientras le miraba a los ojos que aún brillaban.
El odio no era parte de mi personalidad.
-¡Luz! -bramé con las últimas fuerzas de mi corazón.
No necesitaba iluminación para ver, no necesitaba leer. Pero aquel monstruo oscuro cerró los ojos, cegado, retrocediendo unos pasos.
Y yo observé sus mayores armas y de pronto, supe por qué no las había utilizado...
La última antorcha cayó cuando mi cuerpo fue atravesado por el derecho de sus cuernos. La oscuridad sumió a ambos, que nos mirábamos, decididos.
La sangré no brotó más aquel día.
Mirando con sorpresa mi herida voluntaria, el monstruo comenzó a derretirse a medida que las antorchas volvían a la vida.
Mi herida se cerraba al mismo tiempo que unas escaleras aparecían frente a mí.
Y sin mirar atras, sin necesidad de correr, con el triunfo entre mis recuerdos subí cada peldaño, donde en una sala completamente iluminada, un cofre grande de madera me esperaba, radiante.
No miré alrededor, simplemente lo abrí, dispuesto a aceptar mi destino y recuperar finalmente la personalidad.
Y nada más abrirlo, mi mente se nubló, se cegó mi vista, y un dolor abrasador comenzó a recorrerme por el cuerpo, dejándome débil e indefenso.
"¿Dios mío, qué es este dolor?" me preguntaba, sorprendido.
¡Se suponía que ese cofre iba a devolverme una vida, no a robarme el alma!
De pronto, el dolor incesante paró, y dejé de retorcerme en el suelo.
Con una mano sobre la tapa del cofre recién cerrado, una figura femenina me miró, medio sonriente.
-Hola, guapo.
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