-No puedo avanzar más, Carlos.
Miré atrás, dubitativo. Sombra se había parado, y me miraba con una cara que me pedía conformismo.
-¿Por qué? ¿Te da miedo entrar en ese templo?
-No. Es solo que... no puedo avanzar. Ese lugar se encuentra en un nivel mental al que no puedo acceder.
-Se encuentra en mi mundo...
-Sí.
Alcé la vista al cielo azulado manchado con nubes blancas y redondeadas. Un cielo precioso que, si mi estancia en el Templo se complicara, tornaría en rayos y lluvias torrenciales.
-¿Estarás bien aquí arriba mientras... hago lo que tengo que hacer?
-Sí -me dió un abrazo -. Recuerda, la lluvia es necesaria para que las plantas de tus praderas se encuentren sanas y fuertes. No necesitas una vida de felicidad. Sino de victorias ante tus adversidades.
La dejé atrás. Miré el camino que me faltaba por recorrer, solo. Las colinas redondeadas se habían escarpado un poco últimamente, aunque siguieran verdes. Un camino, estrecho y bien cuidado, se había tornado en pocos metros un amasijo de adoquines, sin un límite definido. Observé cómo colinas y camino convergían en un punto. Una puerta de mediano tamaño custodiada por una torre de reloj encima de ella.
Los detalles de la puerta se volvían detallados conforme me acercaba.
Dos cabezas de plata aguardaban en cada una de las maderas de la puerta doble. Un león a la izquierda, un dragón a la derecha. Me miraban, con furia.
Empujé lentamente una puerta que solo obedecía mis órdenes.
Y una cueva oscura, estrecha y sinuosa se apareció ante mí.
Avancé sin miedo. Yo tenía la razón, nada podría tirarme del camino. Apareciera el monstruo que apareciese, yo lo combatiría, decidido y seguro de mi victoria.
Debía recuperar lo que una vez fui y había olvidado. Coger el cofre que reposaba en la sala más oculta de un templo que yo había creado.
Pero los metros pasaban y la cueva no se acababa. No había luz alguna, y palpando las paredes trataba de avanzar.
Un grito desgarrador recorrió cada metro de la cueva, contrajo mis pupilas y volcó mi corazón.
Todo quedó en silencio, acurrucado, aturdido por lo que acababa de oír.
Y otro alarido del dolor más sincero sacudió mi cuerpo.
-¡Aguanta! -grité, avanzando con rapidez, con el pulso acelerado, temblándome el cuerpo.
No iba a permitir que ninguna mujer fuera castigada en mi templo. ¿Quién podría ser?
De pronto, dejé de pisar el suelo, e inmerso en la oscuridad, noté como de pronto, todo había desaparecido y me encontraba en la inmensidad de la nada, flotando.
-¡Ah! -grité de dolor cuando mi espalda y nuca chocaron con brusquedad contra un suelo liso.
Me había caído a una sala.
Un sonido seco y potente se escuchó por todo el lugar, y de pronto decenas de antorchas se encendieron en llamas, iluminándolo.
Miré a mi alrededor, asustado. La cueva en efecto, desembocaba en la parte más alta de la sala, a unos cinco metros de altura. Unas escaleras de mano me hubieran hecho bajar correctamente, si aquel grito doloroso no me hubiera alterado.
La sala, de una piedra marrón terriblemente bien pulida, hemicircular, no poseía nada más que las escaleras y las antorchas. Pero cuatro caminos, del mismo material, rectos pero estrechos y no muy altos partían de ella.
Cuatro caminos. ¿Cuál escoger?
El desgarro de aquella mujer, el sonido agudo que se clavaba en mis pulmones vino como un torrente de aire que echó mi peinado hacia atrás desde el segundo camino más a la derecha.
¡Debía ir por ahí!
Corrí lo menos un minuto por aquel camino que jamás cambiaba.
Me pregunté entonces por qué Sombra no pudo entrar, pero sí pudo aquella mujer que sin duda alguna estaba sufriendo las trampas del templo que yo había colocado.
Unas trampas, un lugar que, habiendo sido contruídos por mí... no me acordaba nada de ellos.
Al fin, aparecí en una sala nueva. El pasillo desembocaba en una pequeña plataforma, donde la sala se encontraba más abajo. Una niebla blanquecina impedía que pudiera ver el suelo. Estatuas que parecían humanas se encontraban a mi altura, apoyadas en columnas aparentemente altas que emergían de la niebla.
El mismo sonido seco de antes hizo que las antorchas, esta vez azuladas, iluminaran algo la zona.
Mis pupilas se contrajeron al ver sangre en la pared.
Un mensaje carmesí rezaba en los ladrillos: "Si quieres el tesoro, pasarás por la primera prueba".
Aterrado, retrocedí hasta la otra pared de aquel pasillo que ya terminaba, pero noté algo raro en ella...
Me giré y vi otro mensaje de sangre. "Conocerte a ti mismo requiere objetividad. Usa a tus agresores para salvarte y demuestra que la tienes".
"¿Agresores?" pensaba mientras observé con detenimiento las estatuas de la sala. Aquella luz fue suficiente para reconocer los rostros de las personas reales que habían atormentado mi pasado.
Miré a lo lejos. Un pasillo me sacaría de aquella sala. Pero al parecer debía agarrarme a las estatuas para llegar allí.
Observé la primera figura enfrente de mí. Un hombre alto, pelirrojo y sonriente me miraba. Miré a la niebla, luego a la puerta, y no dudé al saltar y abrazarle para no caerme.
El tacto con aquella estatua me robaba la energía. Cuán doloroso era abrazar a un enemigo para sobrevivir...
La bordeé, miré hacia la siguiente de todas las posibles. No me hizo nada de gracia ver que aquel hombre, amenazador para mí, era la estatua más próxima. Pero salté hacia él, y me agarré.
Miraba al horizonte, con cara serena, a centímetros de la mía.
Y entonces su ojo giró hasta encontrarse con el mío, e hizo una mueca de sonrisa.
-¡Ah! -grité aterrado mientras me separaba de él y caía al vacío. Me agarré de la cabeza de la columna, a los pies de aquel monstruo.
"Cuidado con la niebla..." rezaba con sangre el mal iluminado techo encima de mí.
-Maldita sea... -dije con el corazón palpitándome al ver que la estatua no se había vuelto a mover.
Le escalé de nuevo, le miré a los ojos, pero no volvió a moverse. Salté hacia el siguiente, muy familiar para mí por desgracia. Desgracias, eso era todo lo que había en la habitación.
Un mensaje se leía en el cuello de la camisa de este... "Acepta con objetividad cuál fue tu destino". ¿Qué querría decir?
Una sonrisa se dibujaba en la estatua que giró su cabeza para mirarme, mientras extendía sus manos hacia mí.
-¡No! -gritaba mientras me agarraba a las rodillas de una demasiado distante.
No tuve que esforzarme mucho, pues aquella me agarró por los hombros y me alzó hasta su altura.
La estatua a su lado le hizo un gesto, y la que me sostenía me lanzó hacia ella. Me miró esta con furia, una persona que yo bien conocía, la culpable de gran parte de mis males, ¡aquella maldita...!
Me agarró de la camiseta y con placer iba a lanzarme contra la niebla.
¿Por qué eran tan crueles conmigo? ¿Por qué el odio que poseían decidieron enfocarlo hacía mí? ¿Por qué debía ser su papelera, la papelera de aquel colegio podrido?
La respuesta vino a mi mente sola, aunque estuviera a punto de morir:
Por azar.
Ellos me condenaron por puro azar. Podría haber sido otro, pero fui yo porque ese era mi destino.
Y ahora esas estatuas me ayudarían a cruzar la sala. No entendí el propósito de la prueba hasta ahora.
Antes que odio, antes que abusones, eran personas. Con una vida tan mala como la mía, que me condenaron por no ser lo suficientemente fuertes. Y ahora serían mi vehículo para lograr mi personalidad.
Ninguna risa ni gesto de furia se dibujaron ya en aquel hombre, que me soltó y no volvió a moverse más.
La niebla no me tocaría aquel día. Y miré la sala que dejaba atrás y perdía la luz de sus antorchas mientras recorría por mi cuerpo la satisfacción de haber superado la primera prueba.
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