Las llanuras nunca estuvieron tan verdes. El cielo nunca estuvo tan azul.
Pensaba eso, mientras me dirigía tranquilamente a aquel lugar, dando pequeñas patadas a una piedra.
Mi pasado fue duro, mi recuperación retorcida, pero parecía que al fin todo iba a dejar de dar vueltas y comenzaba una enorme línea recta.
La piedra rodaba lentamente pues mis patadas eran suaves.
La creación de un mundo que me definiera, esa era la idea. Un mundo que fuera mi personalidad, donde las partes de mi pensamiento se vieran reflejadas mediante imágenes.
Y allí, viviendo conmigo, mi espada. La espada con la que cortaría los problemas, que representaría mi yo en estado puro, más allá de las leyes físicas y las preferencias sociales.
Con otra patada la piedra se desviaba ligeramente hacia la izquierda.
Pues, ¿qué era el vivir si no un duelo constante?
Los problemas cotidianos serían nuestros adversarios, y vencerlos o ser derrotados sería decidido por nuestra voluntad y nuestro talento.
La espada poseería dos formas. Siendo la pasiva, podría verse como un ente de forma humana representando de la manera más pura los ideales propios.
Otra patada.
Siendo la activa, poseería la forma de el arma que mejor definiera el modo de afrontar los problemas de uno. Estaba todo tan claro... la vida comenzaba a volverse nítida.
Quise continuar con mi pequeño juego, pero pisé la piedra pues ya había llegado.
Las puertas pesadas de aquel templo rechinaban al hacer fuerza sobre ellas. Eran pesadas, hacían ruido, costaba abrirlas. Me gustaban. Antes, en el pasado hubieran sido leves cortinas, pero los chicos fuertes debían ganarse su pan, y yo derrochaba energía.
-¿Hola? -grité, pero solo me contestaba el eco.
¿Cómo era que nadie me contestaba? El templo no era muy grande, y su habitante no podía salir de ahí.
Me acerqué a los candelabros, que expirando humo delataban que habían sido apagados hace poco.
Me fijé en las paredes y ventanas, que pretendían ser de un estilo gótico pero no eran más que muros gordos y sin detalles y vidrios sin color ni tamaño.
Debía hacer reformas en aquel lugar.
-¿Estás o no estás? ¿Eh?
Las puertas pesadas y chirriantes se cerraron con fuerza, dejándome abandonado en la oscuridad. ¿Qué estaba pasando?
Corrí algo atemorizado hacia ellas, tiré con fuerza, era un chico que rebosaba vitalidad. Pero las puertas no se abrían.
Miré atrás: las ventanas dejaban pasar pequeños haces de luz que bastaban para entrever si algo se movía. Me fijé detrás de los candelabros tan gordos. A los lados del altar. En las aristas que conectaban la sala principal con los dos pasillos que conducían a las dos capillas.
En la enorme cruz. Vacía.
-Lo siento, amo. Debo hacer esto por tu bien.
-¡Religión, ¿qué se supone que estás haciendo?!
Su voz grave y enorme hizo vibrar el metal de los candelabros, y rechinar la madera vieja de las estanterías.
-Últimamente esto se ha ido demasiado de las manos. No voy a permitir que me despidas.
-¿Y qué piensas hacer, encerrarme aquí para siempre?
-Me parece algo razonable y justificado hasta que consideres tu decisión.
¿Quién se había creído aquel ser? Su voz retronaba por encima de la Iglesia, pero tapaba también la puerta. ¿Quién lo había hecho tan grande?
-¡No puedes obligarme a encerrarme aquí!
-¡Yo existía ya antes que tú, y he visto cómo torcías tu camino por sendas que no son buenas!
Miré al techo, cogiendo aire en los pulmones lentamente. Tenía razón, lo sabía.
Poco a poco fui perdiendo fe y rindiéndome ante las evidencias de la ciencia, igual que un perro miraba indeciso a los dos amos que le llamaban en cada uno de los caminos. ¿Quién coger? ¿Quién me explicaría la realidad?
¡¿Cómo osaba la religión pecar en lo que a mí me culpabilizaba?!
-¿A eso te dedicas cuando estás solo? Venga, no vivas de las rentas, trata de crear algo nuevo -dijo ella, mirándome, sin que la oyese llegar.
-Bueno... -le respondía, observando el templo derruido -, si esa aventura que dices es tan grande, ¿por qué no viene a mí y nos ponemos a prueba?
Ella se acercó con aquel paso tan característico, y como de costumbre se acercó a mí. Me cogía del brazo, notaba su calor, se sentía bien.
Era real.
Mientras, observaba con inexpresividad las piedras destrozadas de aquel lugar donde meses atrás un dios me había declarado la guerra. Él se encontraba vencido, yo victorioso. No había nada que mirar realmente, pero me recreaba recordando cómo ocurrió todo.
-Venga, vámonos de aquí -me decía.
Le hice caso sin mediar palabra, agachando levemente la cabeza al desviar la mirada de aquella cruz, rota sobre el altar.
Un dios derrotado. ¿Podría realmente pararme algo?
Entonces, dejando atrás el templo, recordé sumergido en mis pensamientos de nuevo cómo la conocí...
...
La sangre manchaba la hierba de aquel carmesí brillante que reflejaba los rayos de la Luna. Una lágrima en el valle. Era preciosa, pero a mí no me gustaba, porque ya no estaba limpio.
Avanzar con los codos era más duro de lo que había imaginado, y me preocupaba no llegar a aquella parte que no existía pues había dejado de notar las piernas hace un tiempo...
"Un poco más. Un poco más" repetía en mi interior, convencido de que sobreviviría porque ninguna persona me asistiría.
¿No era cierto que quien tiene razón gana siempre? ¿Por qué no me mató y se limitó a partirme las piernas? ¿No era la Religión la malvada de la historia? ¿Qué hicimos bien y qué hicimos mal?
Mi mente no lo comprendía, pues tanto dato me mareaba.
"Un poco más. Un poco más..."
Antes de desmayarme noté como alguien se acercaba. ¿Era el camino del destino que volvía a mí para traerme a la victoria...?
Desperté como si hubiera estado durmiendo unas horas.
-No has tardado tanto como creí en recuperarte.
Miré a mi alrededor: reconocí rápidamente los árboles de la Casa de Campo. A mi derecha, paciente y serena, se encontraba la mujer que había decidido ayudarme.
La misma que se ofreció hacía tiempo, y yo le rechacé su ayuda. "Puedo solo", le dije.
-Gracias por la ayuda. A partir de ahora voy a poder solo. Tengo las claves para vencerla.
Traté de levantarme, pero mis piernas seguían recuperándose.
-¿Pero cómo vas a vencerla si te acaba de dejar las piernas destrozadas? Deja de hacer el memo y descansa.
-Ahora me ha pillado desprevenido. Pero te juro que aquel poder que recorrió por unos segundos mi cuerpo fue el más grande que había sentido nunca.
-Bueno -se echó hacia delante, desde donde me miró a los ojos -, y luego dejaste que te partiera las piernas.
No recordaba bien qué ocurrió en aquella pelea. Sentí estar a punto de vencerla, pero me faltaba algo, lo sabía. Aunque me dolieran las piernas debía fingir estar perfectamente, pues ahora era el profeta de una nueva forma de vida.
Y mi primera aprendiz debía creer que no tenía debilidades.
-Es en serio, mujer. Pronto alcanzaré mi máximo potencial. El Bankai...
-Déjate de idioteces -me incriminó ante mi cara atónita -. Hace muy poco que has empezado esta nueva teoría tuya. Lo que tienes es un bebé de lo que será, y a ti te queda mucho por dar aún. No te insultes diciendo que estás a punto de llegar a tu tope.
Y aunque fuera mi primera aprendiz, aprendí de ella la lección más importante de mi filosofía.
Había contagiado al mundo mi nueva manera de ver la vida. Y esta comenzaba a sonreírme. El bachillerato lo empecé con un pie estupendo, y parecía que la vida no me recordaría jamás mi pasado social.
Mi pasado solitario.
Además, ahora podía enseñar cómo salí de mi remolino de maldad a otra persona que necesitaba salir. Mientras, combatiría con la religión, que después de rebelarse, escapó.
Metí la mano inconscientemente en mi bolsillo. Y de él apareció súbitamente en mi mano un objeto muy preciado.
Una llave. La llave de mi cofre, el viejo cofre donde guardé mi personalidad y mis recuerdos.
Era hora al fin de abrirlo, ¿verdad?
-Yo... voy a abrir el cofre, amiga mía.
Ella me miró extrañada.
-¿Qué cofre, Carlos?
-Aquel donde en el pasado escondí todo mi ser.
Y la Casa de Campo desapareció, y todo volvieron a ser llanuras verdes.
-¿Y dónde está ese cofre?
Miré abajo, tratando de reunir voluntad para recordar. Las trazas de acuarela, las sombras de carboncillo y el brillo de las témperas no eran ya suficiente para mí.
Una mujer me enseñó que crear un mundo propio era posible. Otra mujer me recondujo al camino cuando estuve a punto de perderme.
Una me dio la llave, y ahora había aparecido un papel en mi mano con un nombre.
-En el Templo de las Mentes Carmesí.
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