3 de mayo de 2020

Luchadora.


Altaír agita el brazo en el aire. Mis brazos y piernas pendulan, mis heridas chillan de dolor, pero están dormidas. El cuello no resiste la fuerza, y mi frente ha golpeado una vez el acero de su cañón, que apunta directamente a mi cabeza. A metro y medio del suelo, colgando de su mano. ¡Contesta!, se escucha en toda la sala, los ecos rebotan, yo muevo los labios, pero no puedo hablar. Algo me controla. Me está mirando. Relámpagos azules atraviesan el glaciar que hace de techo, intento invocar todas las fuerzas del rubí, pero ni siquiera se enciende. No siento las yemas de mis dedos. Peor incluso que la vez en la que todos nos sometimos al poder de Dante, en su torre.
Sé que ha sido él. Y que Madurez estaba a su cargo.
Altaír acerca su cabeza a la mía. Entrecierra las láminas de metal que hacen de pestañas, así, el brillo verde de su ojo es algo más tenue. Debajo de sus placas rojas le escucho respirar, grave, y echa el aire caliente por unos orificios a los laterales de la cabeza con forma de reptil.
—Por última vez —dice, con voz metálica—. ¿A qué habéis venido?
Su mano me aprieta cerca de la nuez. Quiero decirle que no queremos hacerle daño, que hemos venido a salvarle de Miedo, pero no sale aire suficiente, ni un suspiro. Altaír me acerca aún más hacia él, tanto que he dejado de ver a Stille, tumbada en el suelo, incapaz, como yo. Hay menos rayos azules en el cielo, pero todavía me aprisionan, y, mientras tanto, noto cómo la respiración de él cambia, se vuelve pesada, impaciente. En nuestra casa brillaba el sol. Las flores del jardín se mancharon de sangre, cuando Altaír apuntó a la cabeza de Defensor con el cañón que hoy me apunta a mí, y apretó el gatillo. Defensor sólo tenía que contestar a su pregunta. Si las historias son ciertas, me sostiene en el aire uno de los dioses de este mundo, adorado durante generaciones, y lo único que recibe de mí es el silencio. Levanta su otro brazo y lo mantiene cerca de mi cara, dedos de metal, de un brillo aceitoso, verde. El veneno que mató a Afrodita. ¡Contesta!, vuelve a gritar, me agita dos veces, y a la tercera, siento la pared del edificio contra la espalda. Comienzo a sentir más el dolor del costado, la fuerza de la mano de Altaír, sosteniéndome, el crujir metálico de las articulaciones en sus brazos, y el fluir de líquido, dentro. Mis dedos empiezan a reconocer la textura de la pared, pero no puedo levantarlos para protegerme de la mano venenosa que se acerca peligrosamente, hasta casi arañar mi mejilla.
Las respiraciones de Altaír eran aceleradas, pero han comenzado a disminuir repentinamente, me arrastra varios centímetros hacia abajo en la pared, relaja los hombros. La luz del ojo pierde brillo, sus músculos pierden volumen. También cambia la forma en la que me mira.
—Necesitas algo más que estas coberturas si deseas que logre la trascendencia —dice.
Tal y como le he escuchado, por un momento, esa figura mítica, el dios, parecía que estuviera vivo, pisando el mismo suelo que el resto, respirando. Alguien mortal. Quiero responderle, pero de mí se escapa un quejido. Cierro los puños, pero apenas flexiono los dedos. Los rayos cruzan el cielo. Altaír respira, grave, pero su pecho se infla y desinfla cada vez más rápido y con más intensidad, cierra los ojos, y cada vez que lo abre, el brillo verde sube, y sube, un chispazo salta del centro de su cabeza, y se queja. Y se tensa. Aprieta más mi armadura, se mueve haciendo aspavientos, y la mano envenenada pasa muy cerca de mi cabeza. Debo hablar. Antes de que acabe con las dos. Junto toda la fuerza en los pulmones, como Servatrix me enseñó una vez, cojo aire, y lo echo poco a poco. Mis hombros se relajan. El Creador está cada vez más fuera de sí. Concentro todo en el diafragma.
—No... somos... —Se me corta la frase, y debo coger aire otra vez—. Tus enemigas.
Altaír abre el ojo por completo, un brillo blanco, intenso, redondo. Vuelve a arrastrar mi espalda contra la pared, alejándome del suelo. Toda la presencia humana que había sentido antes, ya no está. Ahora es una máquina, inmóvil, pero llena de ira.
—Sólo una enemiga entraría en mi casa —dice.
La voz, ahora suena en mi cabeza, más presente que nunca, hasta el punto en el que, si también ha salido de su cuerpo, no he podido oírla.
—La guerrera —dice—. ¿Has venido a matarme?
Hay algo deliberadamente distinto en el tono de su voz. Detrás del brillo del ojo, lo noto como en el palacio, un cuerpo negro, los cuernos, un ojo que penetra dentro. Escucho los gritos. Es Mal. Aprieto los dientes, cierro los puños tan fuerte como puedo. Primero uno, luego otro, subo los brazos y los apoyo en el cañón que apunta a mi cabeza.
Papá. Hermana.
Fue él.
—¿Sólo... controlas a Altaír? —digo.
—No. Yo soy ellos. Yo soy todos.
Fui tu padre, escucho en mi cabeza... fui tu padre. y de esa voz ya no queda prácticamente nada de Altaír. Fui tu hermana, dice después. Aprieto los puños, que jamás deformarán el metal. Comienzo a mover los tobillos, empiezo a recuperar la fuerza en las piernas. Quisiera decirle que Eissen avanza hacia él, que ya ha perdido, que por fin se habrá hecho justifica a todas las mentes que ha matado. No lo sabíamos, pero Mal estuvo en nuestra casa, la vez que la destruyó, partió en dos a Susurro, acertó a Razón en pecho, a mi lado. Podría desenvainar a Furia ahora mismo. Un disparo por su parte, un roce con el brazo metálico, y estaría muerta, pero, si lo hiciera lo suficientemente rápido, desde aquí podría ensartar la espada en el pecho, en el corazón mecánico que escucho desde aquí, y seríamos libres, esperaríamos la vuelta de Eissen, y volveríamos a casa.
Debo aflojar mis puños. No puedo permitirme cruzar la línea que he querido cruzar durante toda mi vida. Por un momento, se me habían humedecido los ojos. Esto no era por mi hermana o mi padre, era por mí. Veo su ojo, mirándome, dañándome, pero... no. Lo niego todo.
—Yo soy la responsable de todo esto —digo.
—Lo sé.
El brillo del ojo disminuye, justo cuando un rayo blanco de sol entra por el glaciar y llena la sala de destellos azulados. Altaír se palpa la cabeza, justo donde salían chispas, y resopla, pero hace un esfuerzo para recomponerse. Escucho cómo prepara el martillo del arma de fuego, desde dentro del brazo. Las flores, la sangre, veneno, los ojos de los vivos me miran, y pierden brillo. En mis brazos.
Ya viví el vértigo de saber que era el final, pero vino de pronto, por la espalda. Por más que haya pasado tantos años mentalizándome... ahora le estoy mirando al ojo verde, él me mira a mí. Vale pues. Muy bien. Estoy lista. Hago un esfuerzo con el cuello, para ver a Stille una última vez... pero no hay nadie.
Se escucha un estruendo, difuso, pero grande, de muy lejos, y Altaír mira hacia arriba, como si él también supiera que Dante y Madurez lo han conseguido, y la torre de Miedo ya no existe. ¿No ha habido estruendo, que viniera del volcán?
Otro sonido, agudo, acelerante, yo me tapo los oídos, Altaír se gira, tela blanca y resplandeciente, es Stille, subida a uno de los tabiques, que ha silbado como le enseñó Iloa, ¿pero qué pretende? Saca una estrella de metal, capta el sol con ella, un destello directo a los ojos de la máquina, que afloja los dedos. Ya no me aprisiona contra la pared. Toco con los pies su pecho, invoco el brillo del rubí, y hago fuerza, al vacío, hasta liberarme de él y caer hacia el suelo, despacio, como una pluma. El tiempo se ralentiza, y yo, sólo veo el suelo. Utilizo los brazos para girar el cuerpo, y, justo donde estaba hace un instante, siento la fuerza del disparo, el calor, luz amarilla del arma láser de Altaír, hasta que mi cuerpo, rodando en el suelo liso, se cuela entre dos coberturas. El corazón se agita, tan grande como mis pulmones. Parte de una cobertura estalla, una piedra me da en el hombro. Restos de mi armadura, cerca del cuello, han sido arrancados por los dedos del Creador.
Stille salta y se esconde. Luz, explosiones. El rayo de sol se marcha, y deja la sala a oscuras, según yo retrocedía entre las coberturas erráticas. Pum. Pum. Pum. Los pasos de Altaír no parecen venir de un lugar exacto, pero pude ver la luz de su ojo, antes de desaparecer por otro pasillo estrello, sin que me haya visto, por poco. Me tapo la boca para no hacer ruido. Pum. Pum. Altaír camina por la sala, sin una dirección concreta. Palpo las paredes, sigo moviéndome, lo más lejos posible de él. Pum. Pum. Pum. No veo a Stille. En realidad, no me veo ni a mí, ni manos ni pies, estamos en una oscuridad total. Altaír sigue avanzando, y yo, a veces por muy poco, esquivo su luz cuando cruza la sala de lado a lado. Cada minuto así, es tiempo que le damos a Eissen para terminar el trabajo.
¿Y el sonido? ¿Y la luz? Altaír ha cerrado el ojo y ya no escucho sus pisadas, sólo a veces, metros más allá de la última. Ahora va más despacio, pero no podemos verle, ni un brillo, pese a que debería sobresalir entre los tabiques. No me importaba el dolor, cuando yo avanzaba a gatas para hacer también un ruido mínimo, pero sentía la costilla arañando el pulmón. Pura oscuridad. Ni rastro de Stille. A veces escucho a Altaír cuando sólo nos separa una cobertura.

Un ruido empieza a enmascarar sus pasos, una especie de enjambre. Miro alrededor, pero no sirve de nada, todo es demasiado oscuro. Altaír ha abierto su ojo, para iluminar la parte trasera del trono. El ejambre... no son insectos, sé que no, porque vienen de fuera, y sería algo demasiado inmenso. ¿Inmenso? Altaír mira a los lados, y luego, se fija en el portal, lo activa con la mano, y mira dentro, con curiosidad. Cierro los ojos. El enjambre es un ejército, es el ejército de Miedo, ha venido, y eso significa que no podremos volver a casa, no de la forma sencilla. Tampoco puedo seguir ocultándome de Altaír más tiempo.
Levanto la pierna izquierda y piso tan fuerte como no sabía que podía, hasta el punto de hacerme daño, el ruido, más el eco. No necesito asomarme para saber que se ha girado hacia mí, que ha abandonado el portal y que se está dirigiendo hacia aquí, pum, pum, pum, muy deprisa, pero, antes de llegar a mí, cuando no podía seguir caminando sin hacer ruido, otro golpe, al otro lado de la sala, y Altaír gruñe, y camina hacia allí, pum, pum, pum, se aleja, rápido. Stille... gracias. Estamos en la jaula del tiburón, y en el momento en el que dejemos de llamarle, descubrirá a una de nosotras. Antes de que llegue al lugar, golpeo en la nueva posición a la que he podido llegar, ¡cuidado!, el disparo. Parte de una cobertura, a mi lado, ha salido volando y ha hecho ruido metálico cuando se ha estrellado contra la cadena que sujeta el portón levadizo. Los pasos del ejército de Miedo amortiguan todo sonido. Otro disparo, con un grito reprimido por su parte. Otro disparo más, restos pesados de piedras caen al suelo. El enjambre ya no es un enjambre en absoluto, y puedo distinguir los pasos caóticos de los robots que se acercan.
Un disparo más, y la mitad de la cobertura que había más adelante ha salido volando. Disparo. Más disparos. Luz. Entre disparos, la noche. Se hace de día por un segundo, una luz blanca que ha apagado la sala a la oscuridad más absoluta, un rayo. El trueno rasga el cielo como una sierra que se atasca y se ensaña con él... el trueno más grande que he escuchado, que ha apagado disparos y ejércitos. No vamos a salir de aquí con vida, y Altaír ha hecho lo propio, está destruyendo su casa, disparo a disparo, eliminando las coberturas, encerrándonos entre las que quedan, convirtiendo este lugar en una ruina. Me oculto entre tres paredes, cerca del trono. Al ruido de los pasos del ejército, se les une el característico de los tentáculos escarbando la tierra alrededor de toda la guarida. ¡Se nos acaba el tiempo! Todo lo de afuera contra los que guardan la puerta, y un Creador, sin esquina en la que ocultarse, contra nosotras dos. Lo que tienen que hacer los que siguen en la puerta es irse. Correr. ¿Qué más da si Miedo entra, ataca a Los Creadores, y acabamos todos asesinados por los otros? Sus tentáculos acaban de tirar abajo la puerta principal, y Altaír ignora todo esto, él no para de mover la cabeza, de gesticular sus ojos con pestañas de metal como si estuviese sufriendo un dolor terrible, apenas le veo sacudir cabeza y brazos, golpeando a cosas que no existen. Ruidos en el pasillo. Veo cómo Stille se desliza a una de las pocas coberturas que todavía quedan en pie, y en cualquier momento, la mía, la última que me queda, podría romperse y caer. Ella debería irse también, llevarse al resto. Sobrevivir.
Y ahora... silencio. Sólo la pelea en el pasillo, un tentáculo golpea las paredes. Me incorporo, despacio. Desde el agujero de mi cobertura veo, por la luz de su ojo, cómo Altaír está de rodillas. Ya no dispara, sino que se está mirando las manos. Su expresión es, increíblemente, humana. Toda la sala en ruinas. Altaír ha gritado, de pura agonía.

Un crujido intenso.

La sala entera se ha estremecido. Por el sonido, dudo que lo haya producido Miedo. Se ha escuchado en toda la sala, en sus cimientos, en cada metro, a la vez. Toda la pared, en todas partes, ha empezado a agrietarse, con la forma que parecen ser venas, por lo que ilumina la luz del Creador. En esos puntos, la roca parece que se aplasta, sin ninguna razón, y así ha avanzado, hasta llegar al glaciar. Venas rotas en la pared. Altaír se mira las manos. El portal... Lo que me dijo Eissen, aquello que yo no podía ver. Las venas negras de las paredes. Mal.
Mal ha muerto. Eissen lo ha conseguido.
Yo... Me llevo las manos a la boca. Sonrío. Las paredes se agrietan, cada vez más, mientras Altaír sigue inmóvil, mirándose las manos, sin rastro de ese brillo enfermizo, los cuernos, las masa negra, el dolor. Mal llegó hace treinta y cinco años, infectó el mundo, como un parásito imposible de matar, alimentándose de nuestro dolor, año tras año, tras año... y ahora, ido, muerto, desaparecido, lo que queda en mí es el hueco que deja y que empezará a cicatrizar, tan pronto como me vaya de aquí y ayude a mi gente en el pasillo. ¿Altaír también puede escuchar esta melodía? ¿Qué sentirá él, que el hueco que debe haber dejado ese monstruo en su mente es real?
Cuando Valerie dio a luz, debilitada, pareció que estuviese poseída, empezó a liberar energía, imposible de ver, que nos empujaba lejos, que amenazaba con dañar al bebé. Ella me lo pidió. No quería. Clavé mi espada en su vientre, de todos, tuve que ser yo, porque fui la única que pudo llegar hasta mi hermana. Y la vida se le fue, rápido. Su pecho, mitad sangre, mitad lágrimas, mientras sus ojos se apagaron, mirándome. En mis brazos. La peor hermana que nadie ha tenido. La tía que deja huérfana a su sobrina. Lloro, pero me limpio la cara, me impido hacerlo, necesito ver bien el camino, mientras Mentes conduce el féretro de su madre, con su primo, y lo empuja hacia la despedida definitiva. Cuando salga de aquí, pienso recuperar la tumba de Valerie y enterrarla de nuevo allí donde vivamos, como hizo Madurez en la casa destrozada con ese padre y ese hijo, y, si ella quiere, voy a pedirle la foto que Madurez tiene de ella, y la voy a enmarcar en un lugar donde la veamos todos.
En el pasillo, los gritos y ruidos todavía resuenan, pausados por el cuello de botella, pero a veces los tentáculos golpean las paredes de este lugar, el polvo cae entre las roturas, y el techo, el glaciar, ha cedido un metro abajo. Altaír se ha levantado, aún mirándose las manos y con evidente cara de sufrimiento, mientras partes pequeñas de pared caen al suelo, y una, no tan pequeña, ha abierto un boquete al exterior después de otro golpe de tentáculo, por donde comienza a entrar la niebla. Altaír vuelve a gritar. El brillo de su ojo, por un momento, fue demasiado intenso, y le tiemblan los brazos. ¡Altaír!, digo en alto, pero poco puedo hacer para ayudarle. Stille todavía sigue escondida. Mientras la busco, saco del bolsillo la gema rosa, luego salto con la pierna buena hasta la base del portal, la gema brilla, el portal se abre, negro, sin bruma. El silencio que desprende ese lugar contrasta con el caos que lo está deshaciendo todo. A Eissen no le queda mucho tiempo para poder volver. Veo algo, al fondo, pero no es Eissen, sino... ¿luz? No, no parece. Más bien, parece polvo dorado, no, ceniza. Se levanta del suelo, y brilla, sin ninguna luz que la haga brillar. Estiro el brazo hacia el portal, pero me ha quemado los dedos que lo habían cruzado. ¿Hay algo mal? Alrededor del portal no hay una grieta, y el edificio sigue igual de entero que antes, ahora que Miedo ha dejado de dar golpes. La ceniza sigue extendiéndose, no veo a Eissen por ninguna parte, sólo el océano dorado que se levanta, que llega hasta aquí, casi puedo tocarlo, retrocedo por instinto, y entonces, el portal desaparece. Toco la base. Toco la gema, que no brilla. Stille se acerca a mí, igual de extrañada que yo. Esa ceniza.
Un disparo me pone en guardia. Stille y yo nos separamos, en lo que nuevos disparos acaban por deformar el trono por su centro, todavía más, el metal candente, naranja, hasta que el láser de Altaír se abre paso y resquebraja la pared más allá. Más disparos impactan en la base del portal, y la mitad de ella ha saltado por los aires. He gritado. Altaír me está enfocando, ahora. De su cabeza sale un chispazo.
—¿Por qué has hecho eso? —digo.
—¿Qué será de nosotros ahora? —grita, con rabia.
—¡Os hemos librado de él!
El trono, cerca de donde está, ha sido dividido completamente en dos.
—¿Y qué vamos a hacer sin él? —grita.
—Miedo quiere invadiros, ayudános a expulsarle. Y después, arregla el portal que has roto.
Camina un par de pasos, hacia nosotras. Aprieta el puño envenenado cuando, lo que parecen ser dolores, le retuercen el cuerpo. No debería estar así, porque Mal ya no le controla, y de hecho, no escucho más su voz dentro de mi cabeza. Altaír no va hacia el pasillo, pese a que Miedo va a acabar tirando abajo este lugar. Su comportamiento es absurdo... a no ser que sufriera una herida, un último intento de Mal por controlarle, antes de morir, que le distorsione la realidad como quien despierta de un mal sueño. No camina hacia el pasillo, no. Ni caminará.
—Tú eres la responsable de todo esto —dice.
—¿Y qué piensas hacer al respecto?
—Haceros pagar —dice—. A ti, y a todos los tuyos.
Altaír me encañona, y, de no haberme tirado al suelo, me hubiera partido en dos. Corre hacia aquí, en lo que reúno las fuerzas del rubí para lograr levantarme. ¡Ha perdido la cabeza! Me encañona de nuevo, demasiado rápido, su disparo es mucho menor que el de antes, es un golpe, fuerte, que me corta la respiración. Me quedo paralizada hasta que llega hasta mí, y me agarra del cuello. No puedo respirar. Su cañón no me deja ver nada. Intento abrir su mano, pero es imposible. Una parte de metal en el lateral de su cara se ha roto, y las gotas de su sangre gris caen por lo que debería ser su barbilla. Los nudillos están manchados de ese líquido. No puedo respirar. Altaír comienza a caminar hasta el centro. Me agarro a su brazo para que el cuello no lo soporte todo. Stille silba, más que antes. No funciona. Tengo que usar a Furia. Entonces me agarra de los hombros, con las dos manos, y me lanza, lejos. Me protejo la cabeza. Golpe, contra la pared, luego contra el suelo. El dolor llega después. Mi costado. El aire frío entra por las roturas de mi armadura, y refresca las heridas. Escucho gritos y sonidos metálicos, golpes, en el pasillo, los oigo muy cerca. Agarro piedras de pared rota, me arrastro, hasta que consigo una mejor postura. Apenas hay luz, la niebla me envuelve. Estoy junto al boquete que da al exterior, y, por los escombros que se escurren de mi hombro, creo que he contribuido a hacerlo más grande. La sangre sale densa de mi boca, mezclada con el polvo.
Escucho bufar a Altaír, en el centro de la sala, con un ojo de inconfundible ira. Intento levantarme. No puedo, me cuesta mucho mover el brazo derecho, y me duele de una forma que no debería, no es entumecimiento, ni un corte. Es fuego. Me llevo la otra mano, y toco un líquido espeso, en la armadura, que me escuece en las yemas. Acerco los dedos, intento distinguir los detalles. Fluido verde. Palpo rápido el pecho, que también me escuece, y noto, en esa zonas, un roto en mi armadura, de la que rezuma veneno sin inocular. Las heridas hierven peor que la lava. Hay otra grieta en el hombro, de la que rezuma sangre y verde, y restos viscosos, flotando en el cuero negro, en los puntos en los que el metal no alcanzó mi piel.
La verdad golpea como un mazazo en las sienes.
El vacío, por la pregunta que no puede ser respondida. Vértigo, más bien. Altaír ha atravesado mi armadura y, pese a ella, ha logrado introducir con éxito, en dos puntos de mi cuerpo, el veneno que mató a Afrodita. No puedo volver atrás y deshacerlo. Ha ocurrido.
Siento frío, pese al fuego que hay dentro. Desprotegida, desnuda en la nieve. ¿Y Madurez? Stille corre hacia mí, pese a Altaír, que apunta hacia nosotras. Ella esquiva un disparo, que ha pasado, caliente, por encima de mi cuerpo. Me palpa la cara, para que responda. Ofrece su mano, que cojo inmediatamente. Golpes en el pasillo, a pocos metros. De pie, las dos. Altaír nos sigue apuntando. Todo se ralentiza, y sólo puedo ver, de pronto, las cosas importantes. ¿Por qué yo iba a volver a casa? ¿Querría que los míos vieran agonizar un cuerpo que ya está roto? Stille tira de mí porque no se ha dado cuenta, y yo, no me muevo.
Mis manos cubren los hombros de Stille, que, aun con su máscara de boca, puedo distinguir perfectamente su expresión desesperada. Le dedico una sonrisa. No hay palabras que igualen lo que hemos vivido y lo que significa para mí, por eso no le digo nada. Ella todavía tiene un futuro. Lo ve desde mis ojos.
Stille.
Cuida de mi niña.
Uso toda mi fuerza disponible para lanzarla lejos, por el boquete, por la pendiente de grava suelta por la que su cuerpo rueda y resbala, y ningún sai puede frenar, ni siquiera clavándolo hasta el fondo. Por poco le alcanza el disparo, cuya onda expansiva, tan cerca, me ha empujado y el aire caliente se ha metido en mis ojos. Los de ella son de sorpresa, durante su descenso. No le será fácil volver a este lugar, ni hace falta. Me recompongo, despacio, dejo que el rubí dote a mi cuerpo de energías para seguir caminando, y miro a mi oponente, preparada para esquivar cualquier disparo. Y Altaír sigue apuntándome, pero no acaba el trabajo. Fuera, los tentáculos siguen sacudiendo el lugar, y los ruidos que hacen las máquinas, en el pasillo, son insoportables. Escucho gritar a Orfeo. Altaír, desde el centro, reprime las ganas de golpearse.
Haceros pagar, dijo, a ti, y a todos los tuyos.
Tengo muy en mente las palabras de Madurez sobre la violencia.
Camino despacio hacia la puerta levadiza al final del pasillo, en el que las mentes ya casi han retrocedido hasta la sala. Los tentáculos agrietan más y más las paredes castigadas, y las toneladas del glaciar están cediendo, poco a poco. En dos minutos este lugar será piedra y polvo de hielo. Sé lo que tengo que hacer.
Altaír sigue encañonándome, pero no dispara, como si se deleitara de la presa que ya es suya. Ya puedo tocar la cadena que controla la puerta levadiza.
—¿Es que pretendes huir? —dice Altaír—. No caminarás ni un paso por el pasillo. Pedir ayuda tampoco te salvará.
Justo antes de que pueda asomarme, escucho un ruido masivo. Los robots, los tentáculos, los enanos convertidos, todos, apretados, acaban de caer. Los tentáculos comienzan a evaporarse. Los robots continúan inertes. Juraría que la marca de los enanos convertidos ha desaparecido. Duch, Iloa y Optimismo siguen en pie. Jil está sentado, apoyado en la pared, con una herida profunda. Desde un boquete que se ha abierto junto a Jil, puedo escuchar a su hijo gritando por su padre. Duch me está mirando. Optimismo se gira, también. ¿Acaso Miedo ha caído? Mi alivio no se transforma en sonrisa. Pueden huir por el boquete, y eso me basta.
Las paredes aúllan, de forma cristalina. Me hierve el hombro derecho, y quisiera dejar de sentirlo, pero al mismo tiempo, tanto fuego me mantiene despierta, y me hace asimilar la información mucho más rápido. Detrás de mí hay un ser que ninguna arma podría matar, ni los cuchillos de Duch, ni la maza de Optimismo, ni lanzas. Tampoco Furia, que desenvaino rápido, la hago sonar en el aire, y dibujo un único trazo horizontal contra la cadena. Optimismo ha llegado a gritar, con las manos hacia mí, antes de que la puerta pesada que colgaba arriba se desplomara entre nosotros, con un ruido mucho más fuerte que cualquier roca del techo.

Me giro hacia Altaír, que veo sorprendido, y guardo a Furia en su sitio. Dos minutos, tres como mucho, antes de que este lugar se desplome, toneladas de piedras y hielo sobre los dos. Golpes en la puerta, amortiguados, que sé que pararán pronto. Las piedras caen tan despacio que me daría tiempo a cogerlas en el aire. Miro a su ojo verde... Al final, todo se reduce a esto. La historia y asesinato de mil mentes me llevan aquí. Puede que este día sea minúsculo dentro de cincuenta años, en el lecho de muerte de Mentes, pero para mí es el día en el que descubro por qué he seguido viva todo este tiempo. Ésto es lo que los demás heredarán de mí, la supervivencia de los míos... a cambio del combate de mi vida.
—No es suficiente —dice Altaír—. ¡Cuando acabe contigo, iré a por ellos!
—El daño que te ha hecho Mal no durará mucho —digo, mientras coloco el cuerpo en posición—. Cuando yo caiga, mis amigos ya estarán lejos.
—¡Tú no caerás! ¡Yo te aplastaré!
Razón dijo que seguir viviendo es la rebeldía más pura que existe. Mis tiempos de rebelde ya pasaron.
Altaír dispara, yo me agacho hacia la derecha, y sé que el próximo disparo será hacia aquí, por eso pivoto sobre mí misma, para girar y no perder velocidad. Cuando estoy cerca de él, prepara los puños para destrozar el suelo, pero yo, pese al frío, la ebullición del veneno y las heridas, he cogido suficiente impulso para deslizarme entre sus piernas. Procuro seguir manteniéndome cerca de él, pese a golpes y disparos, utilizo las coberturas que hay cerca, lo poco que queda, Altaír me persigue, y destroza todo lo que se cruza en su camino. Podría haberle atravesado el costado, pero en lugar de eso, doy un paso atrás. Él grita. Dispara. Planifico cinco segundos antes de que ocurran las cosas. Él es inmenso, es rápido... es el oso más grande y fiero del bosque, y éste es el momento de usar toda mi energía. Ya no escucho golpes en la puerta.
Al final, me alcanza el puñetazo. La patada en el pecho.
Me deslizo, hasta que me detiene la roca. Algo se mueve entre la lengua. Escupo un diente, y siento inmediatamente después el sabor amargo en su agujero. Me levanto lo más rápido posible. No me esperaba otro golpe de revés, en la cabeza, con el brazo del cañón. Mi cuerpo se ha arrastrado hasta el centro de la sala.
—No te levantes —dice.
Por tres segundos largos, no podía ver nada. Palpo la frente, donde tengo la herida, y noto que el rubí, siempre incrustado, ahora está parcialmente caído. Suspiro. Cojo la gema con dos dedos, manchados en sangre, y tiro rápido. De entre todos los dolores, éste es el más difícil de ignorar. El rubí resbala en el suelo, de la nariz y la barbilla empieza a gotear rojo. Con los puños apretados, comienzo a empujar mi cuerpo hacia arriba. Un disparo pequeño de su cañón vuelve a estrellarme en el suelo.
—¡He dicho que no te levantes!
Aprieto los dientes, me limpio la sangre que cae en los ojos. Clavo la mirada en el suyo, y así, gruñendo mis últimas fuerzas, logro arrodillarme, a duras penas. Sin el rubí, todo el dolor se amplifica. Las paredes cada vez se agrietan más, y uno de los lados empieza a dejar caer hielo afilado. No puedo levantarme, y sin embargo, decido seguir adelante, grito, los dientes me resbalan y chirrían, pero yo no dejo aparto la mirada, y, sosteniéndome primero sobre la pierna izquierda, apenas viendo nada, logro ponerme en pie, frente a él, y aprieto mi pecho a su cañón. El ojo de odio de Altaír se intensifica, se golpea la cabeza, se arranca otro pedazo de armadura. Grita. Me agarra de nuevo, me pone de espaldas a él, calor. Fuego intenso, esta vez en mi espalda, y he vuelto a caer. Del glaciar se filtra una luz preciosa que los crujidos de la sala no pueden ocultar. No puedo fallarles. Reúno, de nuevo, todas mis fuerzas.
Pero algo no funciona.
¿Puede ser lo que creo que está pasando? Giro sobre mí misma, hasta quedar boca arriba junto a Altaír, las piernas no me responden. No giran conmigo. No se flexionan cuando se lo digo, ni siquiera hacen el amago. Me toco el cuello, el pecho, el vientre, la cadera. Cierro los ojos. Altaír no quería matarme de pie, y lo decía en serio. Río, una sola vez. Me ha lacerado la columna, y, más allá de la cadera, no siento nada, como si no hubiera nada, aunque pueda verlo. Él se coloca encima de mí. Me golpea. Al siguiente, me cubro con los brazos. Casi destroza el hueso. Otra vez. Otra. Coge impulso, para golpearme con sus dos brazos a la vez, desenfundo a Furia, chocan contra la purita, el golpe lo absorben las muñecas y los codos. Vuelve a hacerlo, y Furia, firme, temblorosa en mis manos, detiene el metal. Altaír, ahogando otro grito, me arrebata a Furia, y comienza a hacer fuerza contra la espada, con todo lo que tiene. El brillo de su ojo varía demasiado. La golpea contra su rodilla, gira la muñeca, dispara contra ella. No lo entiendo. Sigue disparando. Déjala. Déjala tranquila. No llego a decirlo en voz alta. Se ha llegado a doblar, por un instante. Por favor. Se parte en dos, poco después.
Cierro los ojos, un momento. Una lágrima empaña uno cuando vuelvo a ver a Altaír con los brazos en alto, triunfales, cada uno con la mitad de mi compañera. Respirando entrecortadamente, los tira al suelo, y yo estiro el brazo, para alcanzar el final de la empuñadura. La lágrima resbala ahora por la mejilla, diluyendo la sangre que encuentre. Altaír vuelve a mi lado, y, con el pulso muy poco firme, me apunta a la cabeza.
Echaré de menos las noches en las que me acostumbré a acariciarle el pelo mientras dormía. Seguro que ella no sabe que, en realidad, me moría de ganas por besar su cabeza, tanto que iba a acabar despertándola. No pude darle ese cariño cuando tenía que ser la mujer dura, escondida detrás de los ojos de mi hermana, y ella no tiene sus ojos, pero tiene todo lo demás. Hice todo lo que pude. El agujero del cañón de Altaír se ilumina, pero yo sonrío. Ni él, ni yo, igualaríamos nunca la luz que ella desprende.
Ha estado muy bien, y ha sido suficiente. Sea.

Disparos, más de uno. Altaír se encoge de dolor. Tubán y Arisa están detrás de él, disparándole con todas las armas que tienen. Me cubro la cabeza cuando un fragmento de la armadura roja cae sobre mí. Su cuerpo se despedaza, como una máquina, pero, como un ser vivo, también sangra, y algunas gotas se esparcen por todo el lugar, grises. Altaír llega a darse la vuelta, un disparo le destroza la cara, rompe su luz. Cae de rodillas, un segundo, antes de desplomarse sobre el suelo, destrozado, humeante. Tubán y Arisa bajan las armas. Todavía le siguen mirando.
—No es un enemigo —dice Arisa.
Altaír está muerto. Lo que para mí iba a ser un suspiro, es el principio de un llanto. Tubán y Arisa me están mirando, no se mueven, con las armas bajadas, ajenos a las paredes, a los trozos de hielo que empiezan a caer sobre nosotros. No se golpean ni se revuelven, ni parecen haber tenido ningún signo de violencia. Mi gente está a salvo. Comienzo a toser. Todos los dolores se agolpan encima de mí, salvo en las piernas. Y ahí siguen ellos, como si nunca hubiran asesinado a parte de mi familia, y no hubiera levantado la espada contra ellos. Agarro fuerte la mitad de Furia, miro arriba, donde el hielo se queja y se está partiendo del glaciar original, con una melodía frágil y desgarradora. La otra mitad de la sala es toda nieve.
Oigo algo. Como si un herrero golpeara el martillo contra el metal muy lejos de aquí. Stille, poco después, aparece en la abertura por la que la lancé, visiblemente cansada. Con ella, un aleteo, más fuerte que el de cualquier ave, empieza a hacerse cada vez más presente. Con un quejido, Pegaso aterriza por la abertura, resbalando un poco con las rocas de fuera, lo cabalga Madurez, y, tanto ella como Stille, se han detenido al ver a Tubán y a Arisa, pero pronto han retomado la carrera. Han venido. Han venido por mí. Stille se arrodilla, a mi lado. Madurez ve la espada, agarra las dos mitades, las empuja dentro de la funda, y me ofrece la mano. Parte de la pared por la que han venido acaba de venirse abajo, ha caído el hielo y se ha creado una abertura en el cielo todavía más grande.
—¡Vamos, tía, tenemos que irnos! —dice mi sobrina.
—Id sin mí —digo—. Por favor.
El agujero en el trono, el asiento que debería ocupar Altaír, muestra los restos del portal por el que Eissen no ha vuelto.
—Levántate —dice Madurez—. Te vienes con nosotros.
—Ya no puedo caminar, cariño.
Ella mira las piernas, mis heridas, mi frente. El hombro, el veneno que aún rezuma de la armadura.
—No voy a sobrevivir de todos modos —digo—. Dejadme aquí.
Noto en Madurez los ojos de la duda, yo sé que es difícil, pero debe aceptar que mi destino ya se ha cumplido. Mi niña se recompone, poco a poco. Yo le acaricio la mejilla por última vez, sonriendo. Ésto ha sido... todo un regalo. Lo superará. Madurez asiente a Stille, y, de pronto, las dos han hecho fuerza, y me han levantado del suelo.
—¡Parad! —grito.
Pero no lo hacen. Cerca de Pegaso, Stille me sujeta por las axilas, en lo que Madurez sube al caballo y me recibe desde arriba. Entre las dos, han logrado montarme.
—Pegaso, necesito que me hagas un último favor —dice—. Tenemos que salvar a mi tía, es urgente, es el último esfuerzo. Te necesita.
No ha podido fingir que se le ha quebrado la voz en esa última frase. ¡Agárrate!, me grita, yo me cojo a Madurez, Stille se monta detrás de mí, apenas sin espacio, y el caballo comienza a correr, esquivando los cascotes de roca y hielo que están cayendo. Detrás, el cuerpo de Altaír ha comenzado a moverse. Veo cómo se levanta, con armadura brillante, sin una sola cicatriz, con la luz de su ojo completamente restaurada, de color azul, como la de sus hermanos, y en lugar de un cañón, de su brazo sale una espada que ha guardado dentro. Los tres nos miran, y lo último que veo de ellos es una luz verde, surgida de Arisa, que les envuelve, antes de que roca y hielo se desplomen sobre ellos.
Pegaso vuela por la isla. Había cerrado los ojos, pero Stille me agita para que no lo haga. Estoy encima del caballo, pero no siento nada, como si estuviera flotando, las piernas se desplazan hacia atrás, y me es difícil no resbalar. Pegaso resopla, claramente agotado, y, por momentos, su vuelo se ladea peligrosamente hacia la izquierda, casi nos estrellamos contra una pared montañosa que había cerca. Poco a poco, el caballo está perdiendo altura. Cada vez están más cerca de su vientre las copas de los árboles cercanos al gran lago helado, cuyas cascadas se comen ahora todo sonido. Una de las copas ha pasado peligrosamente cerca de su ala derecha, entonces, lo he sentido. Stille ha saltado del caballo, y se ha agarrado a una de las ramas del árbol. Con el otro brazo, me hace indicaciones para que continuemos. Para que, con la diferencia pequeña de su peso, quizá Pegaso pueda volar hasta El Círculo. ¿Todo esto, por mí?
Me agarro fuerte a mi sobrina, siempre manteniendo la herida del veneno lejos de su cuerpo. Las gotas de sangre que caían a mi nariz resbalan por la mejilla, y las que se escurren de mis labios, se perderán en mi cuello. Aún así, mancho el hombro de su chaqueta con la barbilla. Apoyo mi cabeza a la suya, y sonrío lento.
El paisaje cambia tanto de una vez a otra... Tengo que permanecer despierta. No puedo caer, o el esfuerzo de las dos será para nada. Aguanta, la oigo decir. Aguanta.

Me han tumbado sobre el Cristal de Rocío. Escucho a Themba dirigiendo a los suyos, en lo que Imica y Leúa me inspeccionan la herida, e Imica me agita, preocupada, pero le han dicho que deje de hacerlo. Me han quitado la armadura... ¿cuándo lo han hecho? Servatrix esparce su bruma verde por todo mi cuerpo. Leúa da instrucciones a Piath para que recoja unas hierbas concretas de su bolsa.
—¡Tiene que ir a nuestro pueblo! —dice Pahatu—. Si Miedo ha perdido su influencia, entre tu maestro y tú podríais contener el veneno.
—¡Necesita flor mybna! —dice Imica—. Mata veneno mala.
—¿Esa flor es potente? —dice Leúa.
—¡Potente grande!
Muchas manos a mi alrededor. Algunas me sujetan. No noto la aguja, ni el tacto del hilo.
—Pegaso está muy cansado —dice Madurez—. No os puedo teletransportar a ningún sitio.
Apenas la veo, me tapan todos a mi alrededor. Está con el caballo, que se ha tumbado en el suelo. Se han ganado de sobra el descanso.
—Usemos el barco —dice Leúa.
—¿Cómo? —dice Pahatu—. Está en medio del mar.
—El Círculo lo traerá —dice Themba—. Dirigiremos la marea, y haremos un esfuerzo por calmar la corriente anillo de la isla.
Leúa está echando las hierbas en un sitio que no puedo ver. No paran de moverse de un lado a otro. Mueven las manos más rápido, cuando toso sangre.
—El barco está anclado y con las velas recogidas —dice Servatrix.
—Yo me encargaré de eso, Servatrix.
A mis pies, en un valle en el que no hay gente entre nosotras dos, veo dos ojos de vapor aguamarina. Energía sigue en el cuerpo de Lisa. Hacía mucho que no veía su brillo aguamarina... extiendo la mano. Ella se acerca, la coge, y apoya su otra mano en la rodilla. No la siento. A través del humo, veo que sus ojos evitan mirarme, pese a que la estoy llamando. Está aguantando las ganas de llorar, noto cómo, durante dos segundos, aprieta mi mano algo más de lo normal.
—Voy a arreglar las cosas —dice—, no sé qué he hecho, pero voy a compensarlo. Estoy controlando a muchos peces de gran tamaño para soltar el ancla, y haré lo que pueda para guardarla dentro otra vez. Mis aves dirigirán el barco a través de la marea.
—Ady te ayudará.
Jacob ha hablado, muy cerca de mí, a mi lado, está aquí, tocándome. Jacob, le digo, pero no sé si me ha oído. Está cosiéndome una herida. Me dice que reserve mis fuerzas. El aura de Energía se ha escapado en parte de su cuerpo, sale de su espalda una línea verdosa, para volver después, como una erupción solar. Está aquí, conmigo. Y Jacob también.

Me llevan por un camino que lleva a la costa. Madurez está conmigo, y me mira muy preocupada. ¿Qué pasa?, le digo.
—Vas a ir con los Mutoragan —dice—, y de ahí te llevarán corriendo al pueblo Uut.
Cuando abro los ojos, estamos en la playa. Hay tanta luz que no la reconozco.
—Voy a ir a visitarte, con Pegaso —dice—. En cuanto reúna a todos.
—¿Y perderte la sensación de volvernos a ver después de un viaje?
Diría que se ha sorprendido con mi respuesta. Ella se queda en la costa, con el agua bañándole los tobillos, mientras los dos soldados Uut y Energía me están levantando del agua, que está muy calmada. Energía lo hace desde la distancia, se ha quedado con Madurez, mi niña se está despidiendo con la mano. Mejor así. No quiero que vea cómo mi piel se vuelve más verde, más viscosa. No quiero que nadie vea eso.
En el barco, Servatrix me habla mientras sigue envolviéndome en su bruma, pero no entiendo bien lo que me dice. Uno de los pájaros de Energía también observa, me cuesta acostumbrarme a sus ojos aguamarina de siempre.
—Energía —digo—. Quiero que Madurez no vaya a verme al bosque. Le ahorraremos estos días, para que sólo esté en mi lecho de muerte.
No lo he notado, pero sé que Servatrix me ha dado un pellizco.
—¡Ni se te ocurra! —grita, luego señala a Energía—. Y a ti ni se te ocurra avisarla por nada.
No me esperaba una reacción así por su parte.
—Estoy siendo realista —digo.
—Realista el guantazo que te voy a dar como vuelvas a decir eso. Ya casi hemos llegado al pueblo de los enanos. Vas a superar este veneno, aunque sea por volver a ver a Madurez.
Pero este veneno es imposible. Lo intentaron los Mutoragan hace tiempo, y fracasaron igualmente. Afrodita también mereció este trato, y sólo recibió decenas de kilómetros anclada a una montura, sufriendo por el veneno, por su cadera rota, sin tratamiento ni descanso, vagando sin rumbo con un grupo deshecho. En el barco, enanos y Uut trabajan codo con codo, se comunican como pueden para llegar lo más pronto posible. Nos acompañan los vientos de El Círculo, los animales de Energía. Saben que tengo dentro un veneno del que nadie ha sobrevivido, y aún así, no veo un rastro de duda en ninguno de ellos. Imica grita mi nombre desde el timón.
No puedo dudar si ellos no lo hacen. Voy a vivir, para poder ver a Madurez cuando me haya recuperado. Esa condición puedo aceptarla. Razón no esperaría menos.
Voy a vivir.

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