Cuando salí del bosque Uut, el olor de la brisa marina, y la humedad, tocaron mi piel. Puede que ya me haya acostumbrado, pero no huelo la sal, como si las aguas, revueltas desde que salió el sol, hubieran dejado de golpear el casco del barco para que tengamos un último tramo de viaje agradable. Con el aire, mi túnica se mueve, sin estar sujeta a ninguna armadura, y los pelos de mi capa cambian de dirección, pero Furia sigue fija a mi lado. Desde aquí no veo bien ni las aguas ni mi tierra. Arrastro muy poco a poco las ruedas de la silla, intento llegar al borde de babor de esta segunda cubierta que está a un par de metros. Atrás queda Ashotán Óniros, que desde aquí es un gran acantilado que empequeñece. No distingo desde aquí el desierto que hay al norte del bosque Uut, mucho menos el bosque. Si me estiro bien y gano unos centímetros haciendo fuerza con los brazos, el cielo está tan claro que se puede ver desde aquí la Isla de Inconsciente, diminuta. No existe la niebla en ella. Parece una isla normal, amistosa, que invita a ser explorada. Resulta que ahora es cierto.
Algo no me deja seguir avanzando hacia el borde, delante de la rueda izquierda de la silla, parece el cabo suelto de un manojo de cuerda grueso. ¿Cómo tenía que empujar las ruedas para cambiar mi ruta? Imica ha hecho un giro brusco desde el timón, la silla ha comenzado a ir hacia atrás, y me he agarrado a la barandilla de popa. Coger las ruedas, tengo que agarrar las ruedas si quiero frenar, y por no hacerlo, casi voy al suelo. Servatrix llega hasta mí, y con ayuda de Iloa, que sujeta ahora la silla, empuja de mis rodillas para estar otra vez bien sentada. Luego coge los asideros, y me lleva, en medio de otra turbulencia, hasta la esquina de la segunda cubierta, al lado de las escaleras, donde ella está de pie ahora. A mi izquierda está todo el océano, y enfrente, debajo de las velas, todavía diminuta, pero está ahí nuestra costa, donde nos espera toda nuestra familia. Agarro los reposabrazos de la silla. Hace mes y medio que no escucho la voz de Madurez, salvo en sueños, y en el caso de Repar, hace un año que no sé nada de él. A Social y a Jacob no les veo desde que peleé contra ellos, pude sentir sus almas, las de todos, cuando controlaba a Mentes y ellos, tan lejos, pero acompañándome, se iluminaban para reclamarlo. Ahora que Miedo no está presente... resulta agradable. Saber dónde estamos, igual que Razón encontró a nuestra familia cuando comenzaron a despertar sus poderes, vuelve a calentarme por dentro. Para ellos seguro que no ha pasado el tiempo, pero los días que pasé en el bosque se mezclan entre sí, todos fueron eternos. Un mal sueño que no terminaba nunca. Me contaron que estuvieron dos veces a punto de perderme cuando ya no había peligro. Energía ya había empezado a comunicarse con Pegaso para que mi niña me viera antes de morir. Durante ese tiempo soñé mucho con ellos, y con volver a verles. Soñé, más de una vez, que habían venido al bosque para estar conmigo.
—¿Qué te ocurre, cariño? —dice Servatrix—. Estás temblando.
Empiezo a aflojar los dedos de los reposabrazos de madera, del que noto las marcas de sus aristas sin necesidad de verlas. Intento atrapar cualquiera de las sensaciones que ahora pasan por mi cabeza, varias, muy diferentes, pero vuelan demasiado rápido. Servatrix se acuclilla a mi lado, tapando las escaleras por las que iba a subir Leúa, pero, antes de que yo la avisara, él se ha girado y camina hacia las otras. Tal y como está, no necesito levantar el cuello para mirarla, pero aún así se me hace difícil, lo tenía acostumbrado a estar girado hacia la otra dirección.
—¿Estás preparada para la avalancha de comentarios? —dice.
—Habrá tiempo para ponernos al día.
—Me refería a tu corte de pelo.
Encima del ojo derecho se asoma el mechón más largo, el de mi flequillo. Es muy liberador cada vez que el aire fresco sopla y acaricia las orejas, y se sigue deslizando hasta la nuca. Nada que caiga sobre mis hombros. No apartaré más la melena de la cara. ¿Cómo no hice esto mucho antes? Desde el mundo de Mentes oí, varias veces, que una experiencia cercana a la muerte nos cambia, pero cuando de verdad morí, hace tantos años, no sentí nada diferente. Las gaviotas ya se oyen, vuelan no muy lejos de nuestra playa. Servatrix dice que así se me notan más las canas, yo miro su melena gris, y ella no reacciona, como si no me hubiera entendido. ¿Y qué si se notan? Ella coge mi mano, que, otra vez, estaba apretando el reposabrazos, y me vuelve a preguntar qué me pasa. Pero es difícil de explicar.
—Como Valerie no era muy enérgica —digo—, me obligué a mí misma a ser la fuerte de las dos. Cada vez que estaba molesta, o triste, lo afrontaba sola, por ella. —Miro la playa—. Si ahora pudiese ser un pájaro, como Energía, para volar rápido hasta ellos... Necesito su compañía.
—Pero no has estado sola —dice.
Señala a la punta de la proa, más allá de Roruk, que está asegurando unos nudos. Ady no echa a volar, pese a las olas y los movimientos del barco, sino que mueve patas y cuello para que su cabeza esté siempre en la misma posición. Desde que llegó al bosque Uut, Ady no se ha separado de nosotras. Arriba, volando, es difícil encontrar el águila de Energía, casi una línea negra al lado del sol. Imica canturrea una canción popular Uut, con la mirada siempre fija en el rumbo del barco, y las plumas de su cabeza se doblan ante el viento, casi al mismo ritmo. No veo a Themba, seguramente haya entrado a los camarotes, me acuerdo que dijo que navegar le revolvía el estómago, y, aún así, me acompañó. Guió a los suyos, a través de gestos, que seguro que vieron a través del Cristal de Rocío, y con esos gestos, llegamos al bosque Uut antes del final del día. Allí me contó historias, tan pronto como pude escucharlas, el fuego en el bosque, el momento en el que Sever supo que debía crear a Eissen. Suspiro. Iloa ríe por un comentario de Leúa, a plena voz, e Imica, a su lado, sigue concentrada en pilotar el barco. Iloa pudo enterrar a su padre según las costumbres Mutoragan, y todos los Uut le acompañaron. Pudo haberse quedado en su isla. Vino corriendo a lomos de un animal de Energía, dejó a Jil, herido, a manos del maestro de Leúa, y subió a bordo segundos antes de que zarpáramos.
Jil...
Las dos únicas flores mybna de este año frenaron el avance del veneno, con la técnica del curandero Uut. Servatrix estuvo todos los días, a todas horas, esparciendo su bruma sobre mi cuerpo. El maestro de Leúa, pese a su confusión, después de ocho años controlado por Miedo, realizó una operación de urgencia que eliminó la mayoría del veneno, aún por filtrarse desde la carne. Y en el centro de todo, Leúa. Ayudó a su maestro, ayudó a Servatrix, ayudó al curandero Uut, escuchó a todos, e integró todas las voces en un tratamiento único. Soy, que se sepa, la primera que sobrevive al veneno, y el Mutoragan que lo hizo posible ni siquiera pidió las gracias. Menos a Furia, le hubiera dado cualquier cosa. Ahora mismo lleva la bolsa y el cuchillo, tal y como le conocí en el asedio de las máquinas de Miedo al poblado. Hace el gesto a Iloa de que se calle, con los ojos muy abiertos, después de que hiciera una broma sobre el pueblo Uut, que Imica no ha escuchado.
Servatrix coge mi mano izquierda, también, porque estaba volviendo a apretar el reposabrazos, según la costa se hace más y más grande, y empiezo a distinguir las gaviotas que caminan por la arena. En el bosque, ella aguantó el tirón, de forma sorprendente, la escuché llorar una noche, pero todas las mañanas me dedicó una sonrisa que no podía darme sino fuerzas para seguir. Igual que yo hice en la sala de Los Creadores, Servatrix cerró la puerta a Madurez y Pegaso, y cargó conmigo a sus espaldas. No le pregunté por qué, ni siquiera le eché la bronca. Ella pertenece a una época en la que no se jugaba en equipo, y entiendo que necesite acostumbrarse... pero de verdad agradezco que Madurez no viniera. Prefiero contarle los detalles cuando todo se asiente. Imica ha empezado a girar el timón, para orientar el barco correctamente antes de anclar. De apretar, se me habían dormido los dedos, y ahora entran en calor. Servatrix, como yo, estaba mirando la playa.
—Gracias —digo—. Ha sido un mes y medio muy duro. Me has apoyado mucho.
Me acaricia la nuca. Sus uñas redondas sobre la piel han hecho que cierre los ojos y que suelte el aire.
—Y tú has cumplido la promesa de recuperarte —dice.
—No podía perderme el cumpleaños de Mentes.
—Tienes el pelo como el perro de la antigua vecina, el negro.
—¿Suave? —digo.
—No, el mío es suave. El tuyo es como el de ese perro.
Con el ojo que acabo de abrir, les he visto. Sombras en movimiento, sólo distingo a Duch entre ellos, pero ahí están. Estoy empezando a respirar muchísimo. Una costa y treinta olas entre nosotros.
Logran subirme al bote con una cuerda. Después, ya en el mar, Servatrix y Themba se colocan cerca de mí, mientras que Nina y Roruk ocupan los remos. Cuando Imica da la orden de partir, el bote comienza a moverse, sin prisa, con cada movimiento de agua, que pronto se topará con la costa y romperá en olas que bañen la arena. Veo sus siluetas, negras y diminutas. El aire arrastra gotas saladas que alivian el malestar de mi frente, por la que paso los dedos... no hay aristas ni durezas, ni susurros, ni luz roja, sino un agujero en el que hay más carne que la última vez que lo toqué. ¿Me siento diferente, desde que el rubí se perdiera en el edificio que se desmoronó? Debería ser así, pero la brisa marina me sigue nutriendo el alma, y sigo necesitando, más que nunca, tierra firme en la que reposar mis ruedas, y que haga que se calmen los duendes que bailan en el vientre. Había aprendido a ignorar los susurros, desde hace mucho, pero ahora que no están, siento que puedo pensar en más cosas al mismo tiempo. Coger la empuñadura de Furia no es suficiente. En cada palada de los remos, entre cada elevación y depresión de la corriente en el bote, necesito que las aristas de los reposabrazos marquen mis dedos, y relajen mi respiración. No me importa que la capa del oso se haya descuadrado un poco de los hombros. Estamos a punto de llegar. Volver. Themba tampoco tiene buen color, le pregunto cómo está, y él hace un gesto incierto. Menciona, también, que ha visto muchas veces nuestra casa, pero tiene ganas de verla con sus ojos. Le entiendo. Llevo deseando que llegue este momento desde que abrí los ojos en la choza de Imica. Ella se acercó, juntó tanto su cara a la mía que notaba su aliento, y luego gritó fuerte, pero Servatrix, que estaba dormida, se lo devolvió, multiplicado. Las sombras se mueven, cada vez más reconocibles. He visto a mi niña. Ojalá Nina y Roruk fuesen tan fuertes que deslizasen el bote de cresta en cresta de las olas, incluso estaría dispuesta a que Pegaso viniese para hacernos su chasquido.
Están sonriendo donde la arena termina, y yo no puedo evitar sonreír. Antes de que el bote encalle, Imica ha saltado, y, según camina por la costa, las olas que mueren en espuma no llegan a rozar sus pies. Sigue caminando, en lo que Nina y Roruk acaban por clavar los remos, y, ayudados por Themba y Servatrix, entre los cuatro han levantado mi silla de la arena. Pegaso estaba estirándose junto a la casa, pero ahora me está mirando, yo le saludo, y él se me queda mirando. Se ve en las caras de los demás que todos quieren caminar hasta mí, y es Madurez la que les contiene, donde empieza la tierra. ¡Su peinado! Lo ha dejado crecer, y ahora me recuerda todavía más a su madre. Optimismo está detrás, su palidez contrasta mucho con la piel de Orfeo, a su lado. Social lleva su bastón, y Repar se apoya en él, con su pierna mecánica sometida a un apaño. Duch está llorando, y encima de su hombro está posado un pájaro con ojos aguamarina, un avioncillo, ¡no!, una golondrina. Cómo sonríen. Buscaba a Jacob y Stille, pero están al otro lado, los dos vienen del jardín trasero, Jacob estira el brazo al cielo, y Ady se posa en él. Stille aún viste el blanco. Miro a mi niña, grito que me bajen, incluso cuando todavía hay arena, me limpio los ojos, pero la vista se vuelve a nublar pronto. Tal y como las ruedas tocan el suelo, Madurez se ha echado sobre mí, junta su cabeza a la mía, me aprieta tan fuerte que me cuesta respirar. Y qué bien. Mis dedos descansan sobre su espalda. Se relajan junto a ella. Y también todo mi cuerpo.
—¡Quiero ver a la tullida! —grita Duch—. ¡Dejad que la salude primero!
Ya no sé en qué mejilla arrastro mis lágrimas, tampoco sé si son todas mías. Incluso Optimismo me ha abrazado, y me da la bienvenida a nuestra casa. Por fin. Mes y medio, han valido la pena los dolores. Ya está, me quedo aquí, con ellos, nadie que nos persiga ni nos quiera muertos. Stille se arrodilla, enfrente de mí, y estira el brazo para acariciarme. Sé que su mueca de tristeza es por mis piernas. Lo siento, Stille. Preferí que me pasara a mí, lo sé, no te gusta, pero si hubieras estado en mi situación, hubieras hecho lo mismo. No se lo digo. Con mis ojos basta. Ella sonríe, con un toque de amargura y los ojos húmedos, pero asiente, y me señala el pelo. ¿Te gusta?, le digo. Ella lo revuelve.
—A mí sí —dice Madurez—. Te brilla más.
—¿Viene Pegaso a menudo? —digo.
—Todos los días a esta hora. Le diré que jugaremos luego.
Después de hablar con Servatrix, Repar también me saluda.
—Desde que Pegaso nos trajo —dice—, hace dos semanas, hemos trabajado duro para adaptar la casa a tu silla. Hemos construido un elevador rudimentario en el hueco de la escalera.
—El objetivo a largo plazo, Luchadora —dice Energía desde un dispositivo en el hombro de Repar—, es procurar una optimización teconológica que permita tu independencia móvil durante tu estancia.
—Y construirte una nueva silla —dice Jacob.
Después de haber saludado a Imica, él se acerca hasta mí, inspecciona las juntas de la madera, las ruedas, me mira, de reojo, y levanta una ceja. ¡Qué estúpido! Le golpeo el hombro, y le digo que me salude como es debido. Echaba de menos sentirle a mi lado. Me hizo mucha falta cuando todo se vino abajo. Una lágrima empapa la tela en su hombro, cuando yo me aprieto a él. Su mano acaricia mi nuca, y me susurra que es suave. Él sí que lo entiende. Las mentes están comentando algo. El segundo viaje del bote, con Leúa e Iloa, navega ya hacia la costa. Algunos van a saludarles. Los que se quedan conmigo, es como si necesitaran mi aprobación para despegarse de mí dos segundos, ¡no me voy a mover!, les digo. Sólo Jacob y Orfeo se quedan conmigo. Jacob hace pruebas con mi silla, moviéndola adelante y atrás, mientras que Orfeo nos mira.
—¿Sigues soñando con las estrellas? —digo.
Jacob asiente.
—Es un fondo dorado —dice—, en el que veo a una mujer blanca, en el firmamento. Hace tiempo que ya no llora por su hijo. Ahora parece moderadamente feliz.
—No pude recuperarte —digo—, aunque sabía que estabas sufriendo.
—Sí que lo hiciste. Estoy aquí, ¿no?
—Supongo.
—Además, ya casi no noto los dolores por la horrible posesión me quemaba por dentro.
Hasta Orfeo ha levantado las cejas, y eso que él mira hacia el resto. Madurez les está dando un buen abrazo, a los dos enanos.
—Tenías razón —dice Jacob, y me enseña el muñón—. He aprendido a apretar nudos con sólo una mano, y puedo absorber y devolver la energía desde cualquier parte de mi cuerpo.
—Podrías darme un buen masaje con ese poder tuyo —digo.
Jacob vuelve a asentir. Acaricia a Ady, mientras tanto.
—A cambio —dice—, seguro que podrás hacer algo con mis dolores.
Suena bien. Sonrío, le ofrezco la mano, y, cuando nos tocamos, sé que ha desprendido, sobre mi brazo, una batería de vibraciones sutiles. Los demás vuelven con nosotros. Servatrix no, ha enterrado los pies en la arena, mirando algo, parece que hubiera perdido la fuerza en los brazos, y, lentamente, camina hacia el patio lateral de la casa. Sé a dónde va. Le pido a Madurez que me lleve con ella, en medio del júbilo. Callan más con cada vuelta de las ruedas.
Enfrente de Servatrix surgen lápidas, de la hierba. Ella está llorando, se tapa la cara con las manos, enfrente de ella, Razón y Erudito, pone en las piedras. El cuerpo de Defensor manchó de rojo la tierra del camino, y yo, todavía puedo escuchar el grito de Servatrix, como si aún estuviese allí, justo antes de que Arisa disparase hacia su cuerpo y desapareciera dentro de la casa. ¿Qué haría yo, en un futuro alternativo en el que me mantuviese en pie, como ella, delante de las tumbas de Stille, Optimismo y Social? Pensé que mis dos padres murieron ese mismo día, pero ahora que la siento temblar a mi lado, sola, también pienso que todavía podemos crear recuerdos juntas, honrando cada día lo que Razón hubiera querido para nosotras, él, y el resto. Erudito. Defensor. Narciso. Relativismo. Afrodita. Stille acaricia la lápida de Susurro. Yo la de Razón, Servatrix arropa mi mano, y la aprieta contra la piedra. Pero, cuando Stille se aparta, muestra un lugar que quería tardar en descubrir todo lo posible. Las lápidas nuevas. Fuego, dice la primera. Miedo siempre fue condescendiente con los amigos que perdimos, pero nunca honró al que había matado él. Le encarcelamos injustamente, le obligamos a ser una herramienta que nos defendiera de Miedo, y todavía salvó a Optimismo y a Eissen, después de todo eso. Más allá, leo en las placas los nombres, Yod, Lisa, y... Jil. Orfeo, ahora mismo, me recuerda a Razón, cuando fingía no estar triste.
—Ese pasillo fue un infierno —dice Duch—. Después de una sacudida, parte de la pared cayó, y, antes de que Orfeo fuera herido, su padre le empujó por el hueco, y recibió la herida en su lugar.
—Hizo todo por proteger a sus hijos, hasta el final —dice Servatrix—. Fue todo un padre.
La tumba de Jil es tan reciente como la de sus dos hijos. Empiezo a respirar con la boca, para aliviar la presión de mis lágrimas. Cuando le vi, herido, estaba demasiado preocupada por Altaír, de que todos huyeran y que le atendiese un médico. No le dije unas últimas palabras, pero todavía escucho las suyas en El Círculo, cuando me dijo que me perdonaba por las dos tumbas que hay a su lado. Siento las manos de Madurez sobre la capa, mientras lo suelto todo, ahora soy yo la que tiembla. No se merecía esto. Desde aquí, su perdón es más chocante y meritorio, porque mi error es, por definición, imperdonable, va más allá de la mirada de horror de un niño inocente. Aquí hay dos tumbas. Sólo espero que, con los esfuerzos que he hecho, que haré, pueda evitar las tumbas de todos los niños que pueda, en los tres continentes. Es mi único consuelo. Ese, y el de que Jil pueda ver desde algún lugar el futuro que creó para su hijo.
El hombro de Repar se ilumina de ondas aguamarina.
—Quisiera ser humana —dice Energía—, y estar ligada a un cuerpo durante toda mi mortal existencia. Pero yo no soy Lisa. Ella tenía que descansar, y yo, entender que vivir lo mejor de dos mundos no es balance. Rescatamos todos los cuerpos de estas lápidas, Luchadora. Salvo uno.
Hay dos lápidas más. Eissen, puedo leer en la primera. Themba vio, en el Cristal de Rocío, el día en el que Sever decidió que necesitaba crear a alguien, lo suficientemente imperfecto para que le aceptáramos. Una bomba de relojería destinada, si Sever fracasaba, para detener al monstruo que le volvió loco. Un plan perfecto. Acaricio su lápida. Pero Eissen era mucho más que un plan. Nunca supe cuánto se arrepentía de haberme clavado la espada, hasta que le llamé hermano, y su cara cambió, sus ojos se abrieron. Es verdad, como dijo Themba, que cuando cruzó ese portal tenía que saber qué pasaría, en el fondo. Pero yo fui la que debía traerlo de vuelta, y a la que se le rompió el generador de portales.
—A veces sueño que todavía camina por allí, esperando a que le rescatemos —digo.
—¿Qué te dice realmente el corazón? —dice Themba.
Ya hice ese ejercicio con el anciano. Cojo aire, y me viene a la cabeza la vez que Razón y yo bajamos a las cuevas del palacio para buscar la llave de Núbise. No corté en dos el robot que apareció delante de nosotros, y eso me atormentó durante dos días. Pero, en mi corazón, sabía que Razón estaba en lo correcto. Tenía el mismo pálpito que él, sólo que yo era Luchadora, la guerrera de las mentes, y mi cabeza me empujaba a hacer otra cosa. ¿Qué me dice realmente mi corazón, cuando toco esta lápida? Llego a un lugar para siempre remoto, rodeada de verde y de azul.
—Que está bien —digo—, con el resto de mentes, y con...
La última lápida de todas, para Valerie. Valerie... Ella tenía su tumba, en el palacio donde ya no vivíamos, ahora destruido. Si vamos a vivir aquí, ella merece estar cerca de nosotros, con el resto. Ella es muy importante. Mi hermana. La madre de mi niña. Sonrío, mientras me seco las lágrimas de la cara.
—El precio por la paz ha sido caro —dice Repar.
—Siempre lo es —digo.
—He creado las lápidas iguales a las que Miedo construyó. Me parecieron bonitas.
—Así están bien. Pero falta la de Dante.
Nadie me responde a eso. Leúa ha suspirado, parece algo sorprendido, pero el resto miran hacia abajo. Todos están aquí. Imica está mirando la tumba de Eissen, pero no parece triste, más bien todo lo contrario. Aún siento las manos de Madurez sobre la capa.
—En realidad... —dice ella—, no quiero que Dante tenga una lápida. Él no está muerto. Vela por nosotros, cada día que pasa.
Una manera bonita de verlo. Es un gran guerrero que peleó hasta el final todas sus batallas, menos una. Vivo o no, no va a poder volver a hacernos daño, o a imponer sus deseos por encima del resto, pero también es innegable que él tenía poder para mover el mundo. No ha vuelto a intervenir en el control de Mentes, y dudo que lo haga. Mientras él contiene a Miedo, a saber dónde, Mentes corta una porción de tarta que hizo ayer, según una receta de internet. Me alegro de que Social haya retomado su gusto por la repostería. Rubén nos llamó desde Alemania mientras la hacíamos, se equivocó de día, y seguro que hoy se le olvida llamar. Su primo también se ha acordado de nosotros, y quiere que vayamos pronto con él a ver a su familia... a ver si encontramos un buen momento. Este nuevo trabajo es genial, pero a veces libramos los lunes, en lugar de los sábados.
Miro atrás, al resto, que, igual que yo, estaban mirando las lápidas. Algunos todavía miran las de los que se fueron hace tiempo, mientras que otros sólo miran las nuevas. Imica, delante de la de Eissen, todavía sonríe. Parece orgullosa.
—La fuerza de todos los que están aquí sigue con nosotros —digo—, aunque sus almas ahora son parte del viento y las estrellas.
—Parte del viento y las estrellas.
Lo han dicho todos. Iloa, Imica y Leúa, lo dicen un segundo después. Se ha formado aquí una burbuja en la que el sol calienta menos y el aire de otoño se filtra en la ropa. Duch habla alto y con tono alegre, junta las palmas, se ofrece a cocinar algo antes de que Imica y el resto se marchen. Repar se une a él, y Social se presta voluntario para enseñarles la casa y los alrededores, que luego rectifica, porque, según dice, los alrededores siguen destruidos. Todos se van, mientras enfatizan en el hambre que tienen. Orfeo es el único que se queda mirando las tumbas. Le pido a Madurez que dé media vuelta. El dolor de cabeza ha remitido. De hecho, hace tiempo que no siento que la costilla amenace el pulmón, y no me acuerdo de la última vez que sentí la cicatriz del pecho.
—Joven —digo, y Orfeo se gira, pronto—. Siento lo de tu padre, lo siento por todo.
Orfeo cierra los ojos, y asiente, despacio. Finge que todo está bien, ¿pero cómo va a ser verdad?
—Da igual —dice—. Si habéis podido superar la muerte del hijo de Mentes, yo podré superarlo.
—Estamos en ello, sí —dice Madurez.
—Lo que quería decir —digo—, es que, por mí, ésta también puede ser tu familia, si quieres. Me gustaría que vivieras con nosotros.
Orfeo sonríe, y la forma en la que mueve los hombros, me recuerda mucho a las pocas veces que logré apartar de Valerie las voces de su cabeza. Madurez ha empezado a aplaudir, también se lo pide, insistentemente.
—Gracias por vuestra hospitalidad —dice—. Intentaré ser todo lo útil que pueda.
—Entonces serás muy útil.
Los chicos y yo vamos a un ritmo diferente que el resto. De hecho, Madurez está tomando otro camino. Se salta el recibidor con la gran mesa, la cocina, el nuevo ascensor rudimentario del que escucho a Social hablar desde aquí, y vamos directamente detrás de todo, a las dos puertas grandes del establo que ahora están abiertas. ¡Hay monturas dentro! Veo desde aquí a Cessabit y a Ánima, que parece que están teniendo una conversación. Delfos bebe agua en una esquina, y Madurez me señala unas figuras que corren por la pradera, una es Fulgor, seguro, y me dice que el otro caballo es Ninfa. No hay barreras, han abierto la puerta para que entren y salgan a placer, y sólo la cerrarán cuando bajen las temperaturas. ¡Aristóteles!, grito, cuando veo al caballo tumbado junto a la Señorita Lorraine, que, por supuesto, ni se ha inmutado ante mi grito. El caballo se levanta pronto, y acerca su cabeza a la mía. No le circula ni una mosca, pego bien la nariz a su cabeza, y huele estupendamente. Madurez despierta a Lorraine, que, por supuesto, ha empezado a agitar su colmillo en todas direcciones. A Orfeo le cuesta acercarme a ella, porque no quiere empujar a Aristóteles, que todavía sigue conmigo. La jabata llega hasta nosotros y empuja al caballo sin miramientos, gruñe agudo, restriega la humedad de su nariz por mi pecho. Orfeo me explica que el establo sin amarres fue idea de Miedo, pero cuando vinieron, les pareció bien dejarlo así. Orfeo me explica que el establo sin amarres fue idea de Miedo, pero cuando vinieron, les pareció bien dejarlo así. Pues claro que está bien. A ver quién iba a encerrar a mi jabata favorita en una jaula de sólo tres metros, sin que pueda moverse. Así mejor, ¿verdad?, le digo a Lorraine, la rasco cerca del hocico, mientras que la jabata sigue gruñendo y pone más difícil al chico mantener la silla en el suelo. Madurez está detrás de nosotros, con Pegaso, que ha abierto las alas a pocos pasos de la puerta.
Comer en la cocina, todos juntos, hablando de las anécdotas graciosas que ocurrieron recientemente, es algo que, cuando lo tuve, no le di la suficiente importancia. Razón me dijo que celebrar e intentar ser feliz era rebelde, porque la vida siempre nos acaba hundiendo. Bien, pues si ha de ser así, éste es uno de esos momentos en los que nosotros estamos ganando. ¡Ic ic!, gritaron los Uut, y no sé por qué, todos hemos respondido, también Themba y los enanos. No se parece en nada a lo que yo me esperaba, sin hoguera, ni caza previa, e incluso ha sobrado un poco en el centro. No sé por qué, las comidas en el pueblo Uut eran muy tranquilas y agradables, pero esto es otra cosa, estoy en mi cocina, las mismas paredes, y no somos los mismos, pero la familia no ha cambiado. Es tan cálido como aterrador sentir lo frágiles que son los momentos como éste. Tenemos todas las piezas, y lo único que nos falta es saber hacer algo con ellas. Entre las risas y las caras de desconcierto de Nina y Roruk, Iloa sólo mira el plato que casi no ha tocado. Así, hasta que llega la hora del adiós. Salimos fuera, todos menos Optimismo, les acompañamos hasta el borde de la playa, donde a Servatrix se le ha hundido una rueda en la arena. El primero en girarse hacia mí es Themba. No se parece mucho a su hermano, pero estos últimos días he tenido tiempo para encontrar algunos rasgos comunes.
—Comienza una nueva vida para ti —dice—. ¿Qué harás?
—No lo sé —digo—. Intentaré centrarme en el presente, pero es inevitable hacer planes.
—Bhimani estaría orgulloso. Ahora que su cuerpo descansa en el que siempre fue su hogar, hay una excusa más para que vengáis a visitarnos pronto.
Su hermano apostó la vida por mí. Presentarle mis respetos será lo mínimo. Después de despedirse de Servatrix, Themba saluda a Social, más serio que hace un rato, y los que se acercan ahora son los enanos, después de hablar con Stille. A Leúa le vuelvo a agradecer lo que ya le he dicho algunas veces, y a Iloa le digo que, si visitamos a El Círculo, también querré visitar su pueblo.
—Eso será si yo no me adelanto —dice Iloa, sacando músculo—. Voy a convencer a los Mutoragan de que hagan un nuevo barco, y seré su capitán.
—Serían tontos si te dijesen que no —digo.
—Quiero encontrar a esa tribu enana, perdida en la antigua torre de Dante, y a los experimentos fallidos de Sever. Tendrían hueco en nuestro pueblo.
Iloa se coloca el gorro de explorador. Se dejó la lanza en el barco, pero tal y como se enfrentó a Miedo, fue con lo puesto al bosque Uut. Noto una mirada distinta en él, la misma de la comida, como si, de estar en mi posición, agarraría fuerte los reposabrazos, o quizá incluso los agitaría.
—Esta noche voy a ver a Nulkama y a mi niño, por fin —dice—. Y a mi hija, después de no saber nada de ella en ocho años. —Su cara es casi de pavor—. ¿Crees que se acordará de mí?
—Por supuesto —dice Servatrix—. Seguro que se muere por verte de nuevo. Podrás decirle, orgulloso, que fuiste uno de los directos responsables de su recuperación.
Iloa abre el bolso de Leúa y nos enseña, como un secreto, una rosa de nuestro jardín.
—Prefiero darle esta flor, en su lugar —dice Iloa—. Le encantan.
No es capaz de ocultarme el terror vivo que debe de estar sintiendo. ¿Habrá crecido demasiado para que le sigan gustando las flores?, ¿qué pensará después de, posiblemente, haberse sentido abandonada por él, hace ocho años? O quizá se esté haciendo otras preguntas. Un último abrazo, también con Leúa, antes de volverles a ver. Imica esperaba su turno. Abrazo también, me dice, y me da otro, justo cuando se separaban los enanos. Nina y Roruk están detrás, y, esta vez sin máscaras ni lanzas, porque las han dejado en el barco, hacen su reverencia tradicional, dedicada sólo a los huéspedes más respetados por su pueblo.
—Tamé Luchadora, —dice Imica—, sasama unuba coí. Fuerte Luchadora y fuerte guías de Gran Cham, parte de Uut.
La pulsera de Imica ha llegado a rozar y arrastrar la pulsera que los suyos me dieron. De las dos cuelga la misma pluma roja. Un regalo de amor. Las otras pulseras de Imica se escurren por mis brazos mientras nos separamos, y restos de polvo azul de su pintura facial han manchado mi camisa.
Detrás se escucha otra vez el ruido de la puerta al abrirse, porque de ella está saliendo Optimismo. Pensé que no saldría, que a él no le irían esas cosas. Tiene un aire distinto, casi como si fuese transparente, y lleva una bolsa bandolera al hombro. Se toma su tiempo para caminar hasta nosotros, pasa de largo, hasta Themba, y apoya la mano en su hombro, pero no se despide, sino que se gira hacia nosotros. Social sigue serio, con la mirada perdida en la arena.
—Vosotros ya lo sabéis —dice Optimismo, y mira a Servatrix—, y a ti... no he podido decírtelo antes. No he podido. No me atreví.
Servatrix, a mi lado, le está mirando, con la boca algo abierta. Una sorpresa fría. Así me siento yo, pero sólo en lo frío.
—Ya he hablado con El Círculo sobre esto —dice—. Voy a irme a vivir con ellos. No tengo pensado volver.
Los demás profesan sus sensaciones, sin abrir la boca. ¿Pero cómo te vas a ir?, dice Servatrix. Convéncele, dice Duch, pero Repar le manda callar. Stille ha cogido un kunai y lo aprieta con las dos manos, mirándome. El que no dice nada, absolutamente, es Social, que sigue con la mirada abajo. Servatrix vuelve a repetir su pregunta. Yo no abro la boca. Como sus ojos no tiemblan, y los gestos que hace son decididos, sé que aunque yo hablase no serviría de nada, porque hace tiempo que tomó su decisión.
—Tengo deudas de sangre —dice—, y arcones que limpiar. Necesito aprender a valorar lo que es teneros, no teniéndoos. Sabes que Hiego no va a mejorar, y el resto de personas en El Círculo son muy viejos. Necesitan sangre nueva, alguien que se pueda mover por ellos, ayude a los Mutoragan a terminar su nueva casa, y también pueda ver el Cristal de Rocío.
—Pero cariño... —dice Servatrix.
—Lo siento, madre. Quiero hacerlo.
Ella se desprende de mi silla, y comienza a caminar hacia él, despacio. Él completa los dos últimos pasos, y se dan un abrazo. Su primer abrazo, después de que la guerra contra Sever nos afectara a todos. Respeto su decisión, igual que respeté a Eissen por marcharse a la isla de Inconsciente, pese a no estar de acuerdo. Después de Servatrix, va Madurez. ¿Cuidarás de ellos?, le pregunta Optimismo, y ella ríe, de forma nerviosa, en seguida convertida en una risa amarga. Los enanos, que tampoco lo sabían, nos están mirando, serios. Hay deudas de sangre que pagar. Arcones que limpiar. Parece que Optimismo ya controla su respiración. Ha caminado hasta Social, que permanece igual. Ni siquiera sé qué le ha dicho Optimismo, porque no puedo dejar de mirarle. Tan estático.
—¿Volveremos a vernos, al menos? —dice Social, al fin.
—Sabes que sí, amigo mío.
El último abrazo es el de ellos. Duch coloca la mano sobre sus hombros, después se une Repar, Madurez, Servatrix, y Jacob me acerca a ellos, para que también pueda tocarles. Hasta Stille se ha unido. Así permanecemos. Imica ya ha preparado el bote con Nina y Roruk, y llama al resto para que suban. Ahora mismo, Optimismo parece un joven que ha vivido mil vidas, igual que su madre, de pelo claro, piel blanca, mitad triste, mitad deseoso de cruzar el océano. Así le veo. Le saludo con la cabeza, según se marcha, y él hace lo mismo, mientras se despide con la mano del resto. Todavía lleva la pulsera de cuentas, seguramente por decisión de Social. Su mirada es la misma que en la sala de Los Creadores.
—¡Va a salir bien! —grita, todavía mirándome.
Y con él, Mentes lo susurra a su reflejo en la ventanilla del autobús, el mismo que cogía todas las tardes que podía y que le ha llevado al mismo parque del último año. Directo a su antigua casa. Según el vehículo comienza a alejarse del barrio en el que Mentes creció, directo hacia el barrio en el que prosperó, también se marcha el bote, en el que todos mueven la mano, y Leúa lanza besos. Optimismo es el más contenido de todos, pero su aura, desde aquí, se ve reluciente. Sólo Imica mira hacia el horizonte, quieta, con un pie apoyado en la proa. Las cabezas cada vez son menos reconocibles. No por ello las mentes dejan de mover las manos desde la playa, menos Social. Palpo el brazo de Servatrix hasta que encuentro su mano, y le susurro que todo va a salir bien. Ella suspira. Va a salir bien, termina diciéndome, ya cuando el bote estaba a punto de alcanzar el barco. Social, por su parte, sigue estático, aunque, por un momento, me ha parecido ver el principio de una sonrisa. Es suficiente. Llamo a Madurez, para que dé un paseo conmigo, y así pueda hablar con ella a solas.
Más allá de la casa, el resto de edificios siguen en ruinas. El pequeño huerto de Repar, el corral de Duch, el muelle, en el que todavía se ven las puntas de los mástiles del balandro hundido. Realmente, ese día se socavó nuestro mundo, pero aquí estamos. No hay niebla ni nubes en el cielo, y los pájaros que vuelan, si están controlados por Energía, ya no es algo que me importe. Mientras Madurez me cuenta todo lo que hicieron durante el tiempo que no estuve, cierro los ojos, a veces, y puedo sentir su luz, y la de muchos de mis compañeros, mientras Mentes hace pequeñas acciones automáticas, como intentar superar su récord en un juego de móvil. Siento el brillo de Jacob, cada vez que parece que va a dejar de jugar, y el de Duch, cada vez que piensa que quiere hacer un último intento. Momentos como éste, hace meses, no ocurrían de la misma forma.
—Stille consiguió cabalgar a Fulgor el primer día que le vimos —dice—, y pronto encontró a todas las monturas, que estaban juntas como una familia, menos Delfos, que lo encontramos dos días después, a su aire. Duch sigue cuidando de Ánima, y Servatrix tendrá a Cessabit otra vez. Como Aristóteles ya conocía a Jacob, y se llevaban bien, han hecho algunos viajes juntos. Social y Ninfa no se entendían mucho al principio, pero yo creo que ahora sí. Y bueno, Repar utiliza a Delfos, pero ese caballo pasa un poco de todo.
—Yo creo que es tonto —digo.
—Bueno, también decías eso de Lorraine.
—Me alegro de que Jacob y Aristóteles se lleven bien. Es un gran caballo.
Seguimos paseando por una pradera que llevaba demasiado sin recorrer, no así. ¿Cuándo fue la última vez que di un paseo con Hércules? Muchos recuerdos se mezclan antes de Los Creadores, pero sí me acuerdo de nuestra última misión en la nieve, con Razón, en el antiguo palacio. Quizá sea demasiado pedir una lápida para las monturas muertas, pero me gustaría que Repar me hiciera un dibujo de Hércules, para guardarlo cerca de mi cama. Sí. Eso estaría muy bien. Las ruedas de la silla vuelven a engancharse entre las piedras, y Madurez tiene que hacer más fuerza de lo normal, sin que pueda hacer apenas nada por ayudarla. Esto va a ser así, ¿verdad? Me olvidaré de dar largos paseos yo sola, ya no podré levantarme para traer del fregadero la cuchara que a Madurez se le ha vuelto a olvidar. Ya había renunciado a correr, incluso a caminar con normalidad, pero esto es una nueva frontera, y si veo que mis piernas están ahí, que están bien, no puedo evitar intentar ponerlas en funcionamiento. Y, conforme pasen los años, las veré hacerse más delgadas, más débiles, y no podré hacer nada al respecto. En la sala de Los Creadores, el fuego en mi columna, y también cómo Altaír, pudiendo lanzar a Furia lejos, decidió romper la espada irrompible, tan sólo porque podía. Madurez dijo que la purita lee el alma de quien la utiliza, y puede partirse si su alma es lo suficientemente frágil. Miro la empuñadura de Furia, detrás de la rueda izquierda, atada a mi cintura, donde el resto de la armadura hace tiempo que se fue. No quiero verla rota. En el pasado, me hubiera obligado a hacerlo, lo hubiera afrontado porque sé que podría, pero quiero ahorrarme el mal trago. Puedo permitírmelo, hasta que lo haga ella.
—¿Qué te pasa, tía? —dice.
—Estoy bien.
—Puede ser, pero te pasa algo.
Cierro los ojos. En mi cabeza, he disminuido el paso hasta detenerme de pie para suspirar con calma, pero Madurez sigue empujando la silla.
—Mal está muerto —digo.
—Sí.
—Miedo ha sido contenido, y Los Creadores no tienen motivos para volver a atacarnos.
—Así es.
—No podemos confiarnos.
—¿A qué te refieres?
—Habrá nuevos problemas, nuevas crisis, un volcán allí, un tornado allá... Podrían haber futuros disgustos, así que tendremos que transmitir todo el conocimiento que hemos aprendido. Impedir, con nuestra gestión, que algo como Mal vuelva a estrellarse en nuestro mundo.
Madurez está de acuerdo conmigo.
—Deberías enseñarnos a combatir —dice—, a todos, tan bien como pudiéramos aprender de ti.
No es lo que yo quería, pero ya lo hicimos a mi modo y no funcionó. ¿Y si le enseñara bien? ¿Si le doy todos mis consejos? Le pido a Madurez que se pare, y se coloque enfrente de mí. Ella creía que tenía que ayudarme con algo, al principio, pero luego ve la correa de Furia, que está deslizándose por mi cadera. Sostengo la funda, algo en diagonal, por si la empuñadura fuera a caerse. Poco a poco, la alejo de mi cuerpo... mi aliento la acompaña. Estoy segura de que Orfeo podrá reforjarla. Madurez, mientras tanto, no sabe si necesito que me la sujete, y extiende las manos, con dudas.
—Es hora de que la mejor espada tenga un nuevo mejor dueño —digo.
Los ojos de mi niña se vuelven enormes. Abre la boca, pero no dice nada. No se ha movido, pero ha comenzado a temblar. Estiro el brazo por completo, y la espada hace un ruido metálico, con esta última sacudida. Su forma particular de decirme adiós... o de darle la bienvenida. Yo tenía su misma edad cuando Jil me la regaló. Cuando Madurez la arropa con sus manos, abre otra vez la boca, para no decir nada, para, finalmente, coger algo de aire. Sus ojos no saben si fijarse en mí o en la espada. Acaricia la funda. Agarra la empuñadura, y cuando lo hace, respira, tal y como le dije. Siente la espada como si fuera una extensión más de su cuerpo. Parte de mi alma, desde bien joven, la acompañará siempre que la lleve consigo.
—Seré digna de ella —dice.
—Por eso es tuya, mi niña.
Comienza a tirar de la empuñadura, yo me lleno de aire, pero ella, con una mueca de sorpresa, vuelve a intentarlo, ¡el gran azul!, sacando de la funda la espada entera, de una pieza. Creo que las dos tenemos los mismos ojos. Ella me mira, ríe, con voz trémula, luego empieza a balancearla en el aire. Ni rastro de rotura, como si hubiera ocurrido algo mágico en el instante en el que las dos parpadeamos, o como si lo que hizo Altaír hubiera sido en un sueño. Estoy por levantarme de la silla.
—¡Furia se ha reforjado!
Grita de emoción, mientras sigue balanceándola, y el aire silba con ella. Destellos azules, sobre esos ojos amarillos. Todos los años que he vivido están concentrados en este momento, el aura brillante de la emoción, cuando la persona que la instruyó, que no fue su madre, la reconoció como adulta. No éramos guerreros ni salvadores del mundo, éramos granjeros que, cuando surgía un problema, íbamos hasta allí, porque nuestro corazón nos lo ordenaba. Dirigíamos a un niño, y no entendíamos por qué. Aunque todavía sigo sin entenderlo. Cierro los ojos, aíslo el aire fresco, la luz que todavía ilumina mis párpados y el olor verde de la pradera, para quedarme sólo con el silbido de la espada, igual que Mentes aísla los pitidos de los otros coches y se queda con el motor del autobús. Madurez y yo nos estamos moviendo. Continuamente. Si antes éramos granjeros, podríamos volver, si quisiéramos. Delante de Mentes, según abre los ojos, aparece el portal de la que fue su casa durante algún tiempo, con María y Julio. Es inevitable que recuerde. Lleno mis pulmones por completo, y no siento fuego.
Estoy contemplando el futuro, tiene nombre, y es mi sangre.
—Es posible que aparezcan nuevas mentes, en los próximos años —digo—. Nuevos niños, en el poblado Uut, o en el Mutoragan, que hayan despertado un poder que no comprenden, y necesiten guía.
—Tú eres la mejor guía. Yo seré la mejor espadachina de este mundo.
—¿Y qué nombre tendrá tu espada?
Madurez la coloca apuntando hacia el cielo, pero poco a poco la baja hasta que cruza su espalda. Otro día le enseñaré a que no haga esas posturas tan extrañas.
—¿Qué nombre va a tener? —dice—. Si ya tiene uno.
—Cuando una espada se reforja después de romperse, suele cambiar de nombre. Sobre todo cuando cambia de dueño.
Ella sigue moviéndola, hasta detenerla delante de sus ojos. Mira de cerca los brillos azulados de la purita, que, desde aquí, se nota que siempre fue una sola pieza. Ella me dice que pensará un nombre, y yo le digo que, por el contrario, no lo haga. Los verdaderos nombres nacen del corazón, y no hay dudas cuando se encuentra el correcto.
—Como no lo piense la voy a llamar Azul —dice—, y no creo que sea el más digno.
Sonrío. Que haga lo que considere, entonces, siempre que no se ande arrepintiendo luego. Al fin y al cabo, yo no le puse nombre a la mía hasta hace un año. En el fondo, me siento desnuda sin Furia, sé que me falta algo, pero, ¿qué uso le podría dar? Me miro las manos. Llenas de callos y cicatrices, hay una que corta de lado a lado la palma izquierda, ¿y ahora? No habrá nuevas cicatrices, y los callos seguramente acaben desapareciendo. Sobreviví a ese veneno por la promesa autoimpuesta de poder volver a verles... pero, ahora que he sobrevivido, yo, Luchadora, ya no puedo luchar.
—¿Qué será de mí? —digo.
—¿Cómo?
—No tengo espada que pueda responder al enemigo —digo—. ¿Qué voy a hacer sin mi único talento?
Madurez comienza a reír, una carcajada sonora, se toca el vientre con las manos, y arquea la espalda para orientar la cabeza al cielo. No sé a qué vienen esas formas, cuando estaba intentando abrirme a ella.
—¿Tu único talento? —dice.
Y se sigue riendo. ¿Cómo que...? Me enfadaría, si pudiese comprenderla. Está claro que no me ha entendido, que yo, que lo único que he hecho en la vida ha sido combatir con mi espada, ahora ya no pueda. Ahora... O puede que no. Madurez guarda la espada en la funda, y, mientras intenta extinguir la risa, se está abrochando el cinto. Razón me dijo que no todas las luchas se hacen con los puños. ¿Y cuando mis piernas encojan, y mis manos pierdan parte de su fuerza? Estoy viva, así que puedo seguir en movimiento.
Más allá del cielo, Mentes acaba de bajarse del autobús, y comienza a caminar hacia el parque de siempre, despacio, porque ha llegado con bastante margen de tiempo, pero quizá las mentes nos estén esperando. Deberíamos volver, le digo a Madurez, que ha mirado también, y me ha dicho que sí, y deprisa.
Mentes ya ha llegado al parque, y lleva apoyado dos minutos en el árbol de siempre, lejos de María, que está sentada en el mismo banco, mirando al único niño que juega hoy, uno joven, acompañado por su padre y también por su madre, a unos metros. El padre le acompaña hasta el tobogán, y señala las escaleras de madera forrada, el niño llega a tocarla, pero su corazón está con la arena. Coge la pala que había en el suelo, y golpea la tierra con ella, como si fuera un pico. Julio pasó por una fase parecida, él quería ser bombero, y se subía a todos los obstáculos que podía. Incluso una vez intentó escalar una pared de ladrillo, y cayó de culo al suelo. El tiempo ha acabado barriendo el recuerdo estridente de su llanto, y ha elevado ese momento a la categoría de tesoro. Las dos llegamos a la casa, con el aliento de Madurez a medio punto entre el normal y el acelerado. Los demás están en la primera sala, de pie, alrededor de la mesa principal, mientras que Social, Duch y Orfeo están apoyados en la pared. Las ropas blancas de Stille nos dan la bienvenida. Energía ha vuelto a su gran contenedor de cristal, y ahora es una onda aguamarina que copa el recinto y parece que respire. Las mentes, reunidas. En nuestra mesa. Veo una foto colgada en la pared, la que Madurez guardó durante todo nuestro viaje, en la que salen Valerie, Servatrix y yo. Así, en momentos como éste, Valerie podrá mirarnos. Mientras Madurez nos busca un hueco, me fijo en Duch, y veo que está hiperventilando. Le está costando empezar a hablar.
—Chicos —dice—, para una situación así es normal estar nervioso, ¿no?
Poco a poco, su cuerpo empieza a desinflarse, y mientras lo hace, empieza a mover los músculos cada vez más rápido. No ha sido un cambio brusco de una personalidad a otra, sino que veo su versión pequeña y ahora me parece una extensión natural de su forma tranquila. Energía, dentro de su recinto, ha cambiado su forma, a una que le hace parecer aceite dentro de un tanque de agua. He dado un paso adelante con Mentes, pero me lo pienso mejor. Me aclaro la garganta.
—¿Estamos de acuerdo en que queremos hacer esto? —digo.
—Mentes ha venido a este lugar muchas veces —dice Social—. Como si le gustara abrirse la herida y no curársela nunca. Ya va siendo hora de cambiar las cosas.
Stille no se inmuta, así conozco su opinión. Repar, Duch y Jacob asienten en silencio. Servatrix ha dado la razón a Social, y Madurez se cruje los dedos y el cuello. No hace falta alargarlo más, entonces. Jacob se arrodilla, a mi lado, en lo que retomo el control de Mentes y doy los primeros pasos. En esta sala se concentra la luz, los colores vivos de las almas, brillantes y a mi lado, que, aunque sea yo la que más ilumine ahora, aún conservan influencia. Lejos, hay un alma de color pardo que la siento también conmigo, en el mar, aquí mismo. Conforme sigo avanzando, el alma de Duch emite destellos, justo en el momento en el que, de los nervios, nuestra vista se ha distorsionado por los bordes. La última vez que hablamos con ella dejó muy claro que no quería saber nada de nosotros, o interpondría una orden de alejamiento. ¿Será buena la idea de Social? Buena es, pero no depende sólo de nosotros.
María nos ha visto, metros antes de que lleguemos hasta ella. Su primera reacción ha sido acercarse el bolso, pero ahora parece haber relajado los brazos. Aún así, Social se cruza y se dirige al otro lado, para alejarse del bolso todo lo posible. Cuando nos sentamos, el banco está duro, y su silencio es una pompa de energía a punto de estallar, aunque no parece enfadada... al menos.
Hola, dice María. Lo dice de un modo intranquilo, pero lejos de lo hostil. Debería haber hablado primero, ya que tengo el control, pero, al tenerla cerca, después de tanto tiempo, me había quedado en blanco.
—Hola —dice Social—. Me alegro de verte.
—Antes que nada —dice Duch—, quiero que sepas que estoy muy nervioso, y podría trabarme. No pienso con claridad.
María asiente, con los ojos cerrados por un momento.
Ahora yo también estoy nerviosa, dice. Feliz cumpleaños.
—Gracias —digo.
Y lo siento mucho por Helena, dice. Para cuando me enteré ya era bastante tarde, y no quería meter el dedo en la llaga. Hace poco fui a decírtelo, pero...
—Borraste mi número y lo habías olvidado —dice Social, sonriendo.
Sí, dice. Y ella también sonríe. Me han dicho que fue por cáncer, dice. De verdad, lo siento. Era una mujer increíble.
El cuerpo de Duch está empezando a cambiar, de nuevo a su forma corpulenta. Con él, los bordes de la vista se vuelven a ser nítidos, y el ambiente entre los dos, la distancia entre sus almas, es más cálida. Sin amenazas, ni malos gestos. Dos personas que han sufrido quieren hablar.
—Entiendo que me culpes —dice Jacob, a mi lado—. Tienes razón, te traté muy mal, y lo último que quiero es incomodarte.
Tengo la sensación de que la densidad del aire en esta sala ha cambiado. Todo el control pasa al alma gris de Stille, que está vibrando, repleta de interferencias, y ella vuelve a tensarse, a tener la mueca de angustia. Ella respira. Vuelve a respirar. Mentes la acompaña con su respiración. Y así, de forma suave, la densidad vuelve a la normalidad, la distancia entre nosotros vuelve a parecer la misma, y el control lo sigue teniendo Stille. María, que iba a hablar, ha preferido que acabemos lo que tenemos que decir.
Aún intento superarlo, día tras día, dice Stille, más allá de las nubes. Aunque no esté, todavía le amo, eso es lo que más me duele. Mereces saber que todavía le amo, y que esa pieza de mi alma me va a faltar siempre... pero tenemos que seguir adelante.
Oye, nos dice María, no puedes culparte por todo, no fue sólo cosa tuya, estabas en la casa, pero podría haberme pasado a mí, y yo hubiera reaccionado igual que tú en tu lugar.
Pero fui yo, dice Stille.
Tendría que haberte impedido que te quedaras en silencio, dice María.
Ella había puesto su mano sobre nuestra rodilla, pero, cuando me he dado cuenta, la estaba retirando. Sus ojos están húmedos y reflejan el sol pálido que ya está bajando. Me basta controlar un parpadeo, para saber que nosotros estamos cerca de ese estado.
—Después del divorcio intenté rehacer mi vida con otras —dice Social—, pero me fue imposible. Creía que me había vuelto un inútil con las mujeres, pero, pensándolo bien, es porque no podía dejar de pensar en ti.
Ella no responde. Se ha quedado congelada, mirándonos con los ojos muy abiertos. Ha llegado a susurrar nuestro nombre. Percibo el destello que surge de mi alma, según el naranja de Social me cede su fuerza. Madurez, una imagen amarilla y nítida, está al otro lado de Jacob. Creo que es mejor no pensar demasiado cómo quiero decirlo, así que cojo aire, y lo suelto pronto.
—María —digo—. Me gustaría volver a empezar contigo, y, quién sabe...
El alma esmeralda toma mi relevo.
—Quizá reunamos fuerzas para tener otro niño —dice Servatrix.
—Pero no quiero presionarte —dice Repar—. Entiendo que necesites tiempo para sanar, y quisiera ir paso por paso.
María tiene la boca abierta, pero le cuesta hablar. Realmente no quiero presionarla, porque ni siquiera yo sé si estoy preparada, si estamos preparados para toda esa nueva aventura, pero con ella sería tan fácil... Ojalá poderle comunicar todo esto, con una sola imagen.
¿Crees que funcionaría?, nos dice ella.
El alma de color pardo ha emitido el destello. Su control lo siento a kilómetros de distancia, a nuestro lado.
Sabes que sí, dice Optimismo.
Pero he cambiado... nos responde. Ya no soy la María que conociste.
Veo a Madurez sonreír desde aquí. Sus ojos, cómo deslumbran.
—Yo también he cambiado —dice, con el alma brillante—. Y quiero volver a intentarlo.
Mi niña levanta la mano, y con ella, también lo hago yo, lo hacemos todos, como un resorte mágico, al mismo tiempo, los colores destelleantes, conectados. Le ofrecemos la mano a María, y María la mira, nos mira. Se queda sin aliento.
Después de esta conexión, todos nos sentimos exhaustos, pero, al menos por mi parte, me siento completa con esta compañía. Frente a todos nosotros, en medio del corrillo, la mesa de ébano permanece. Algunos han ido a sentarse, pero han dejado de hacerlo. En el lado ancho de la mesa, mirando hacia la puerta, se encuentra la silla más grande, la que una vez ocupó Razón, hace tanto, y luego ocupó Defensor en su lugar. El líder de las mentes. Un cargo que se aferra a los hombros y nunca se escapa, hasta que la cabeza se quiebra, o hasta la muerte. El legado de los antiguos que llega ahora hasta nosotros, que nunca nos habíamos visto en esta situación, otra vez en esta sala, todos, a salvo, y yo sé que van a querer que sea yo la que ocupe ese lugar. Incluso si no ocupo físicamente esa silla, seguiré ocupando esa posición, y esta vez, como la silla es ahora una extensión de mí, nunca me libraré de ella, e incluso cuando duerma, me estará mirando. La silla más grande.
Madurez hace un esfuerzo. Algunos querían pararla, pero no lo hacen, tampoco preguntan qué está haciendo. Ha cogido la silla más grande, la ha levantado sobre ella, y, en completo silencio, un paso detrás del otro, ha cruzado el umbral hacia el jardín. El sol en este mundo también ha empezado a descender, pero todavía sigue brillando. Madurez suelta la silla, en medio del jardín, e incluso la orienta hacia donde ella considera, mira a la playa desde ese ángulo, y, cuando parece que se siente satisfecha, vuelve a nosotros, pero recibe interrogantes en los rostros de todos. Luego, coge la silla del lateral, mi sitio favorito, la levanta, también, y la coloca de espaldas a la puerta, en un hueco amplio que había entre otras dos. Le ha dado un sitio a Orfeo. Ahora podré ocupar el lugar que más me gusta, y, en el gran hueco que ha dejado la silla del liderazgo, Energía se ve mejor desde los asientos, y así tendrá más presencia y voz dentro de la mesa. La gran silla está en el jardín, a merced de la luz del sol.
Ese sol entra, a través de la puerta abierta y las ventanas. Mi niña se gira hacia ellas, para contemplar mejor su obra, mientras todos seguimos pendientes. El sol ilumina su sonrisa.
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