Eissen sigue tumbado en la hierba, completamente inconsciente. Supongo que, en otras circunstancias, unas que hubiesen mantenido en pie el edificio junto al que estamos, ahora estaría ocupando una de las camas, que ahora están, todas ellas, enterradas entre piedra y ladrillo, junto a piezas rotas de robot y cientos de objetos, personales y valiosos, que habrá que desenterrar cuando la guerra termine. El cuerpo de Eissen, custodiado por Leúa, es lo último que veo antes de entrar dentro del edificio. Imica, arriba, que está haciendo guardia con Optimismo voluntariamente, habla fuerte y no para de preguntar a Optimismo el significado de ciertas palabras, y la última la he escuchado completamente vacía, entendiendo lo que ha dicho pero como si las paredes hubiesen robado toda la fuerza de su garganta. Lo que más se escucha ahora es el resonar de mi bastón en el suelo. La reverberación de cada uno de mis pasos. Optimismo ríe, Imica también, pero para mí, ríen desde la montaña lejana que abre la cordillera del oeste, la que me roba el sol moribundo entre las tablas de la ventana de esta habitación oscura. A veces crujen las paredes, pero no parece nada preocupante. No era la primera vez que Optimismo ríe hoy. Cuando Madurez iba a bajar de la primera guardia de la mañana y Optimismo subía con su plato de comida para hacer la suya de ahora, estuvieron unos minutos hablando, de forma cordial. Casi parece otro.