25 de septiembre de 2019

Madre.


Duch sujeta mi cabeza, limpia la sangre de mi boca mientras me promete que es la última vez que usará este trapo sucio, que va a traer uno nuevo. Es la tercera vez que me pasa esta noche... no. Miro la pared blanca detrás de Duch, las líneas de luz que se filtran de las persianas viejas al otro lado. Ya es por la mañana. Cuando acabo de escupir el último grumo de sangre, le pido a Duch que abra las persianas.
Entre todos los dolores que me invaden cuando me concentro, el más intenso es el del costado. Es casi efervescente. Carraspeo, para descubrir que aún faltaba un último escupitajo de sangre por echar, y me quedo tumbada, mirando las grietas del techo blanco, según Duch las ilumina. Escucho el crujir de la puerta. No veo a nadie detrás, pero oigo la voz de Jacob, que le dice a Duch que ahora se quedará conmigo. También le pregunta si quiere que le haga el desayuno, pero Duch responde que piensa ir directo a la cama ahora mismo. Cuando la puerta se cierra, le doy las gracias por cuidar de mí. Él se acerca, sonriendo.
—¿Recuerdas cuando vivíamos aquí? —dice.
—Le pediste a Jil —carraspeo—, que te hiciera una armadura metálica para pelear.
Él ríe. Aquellos eran tiempos mejores. Seguro que si escarbamos bien entre todas las salas llenas de objetos apilados, encontraremos esa armadura que nunca llegó a amortizar. El otro día Stille encontró su equipamiento de armas antiguo, que aún funciona bien.
—¿Por qué nos fuimos? —dice.
—Cada año hacía más frío —digo.
—Podíamos soportar el frío.
—Entonces serían los recuerdos —digo.
Él asiente, justo antes de bostezar. Sus colmillos son enormes.
—Después de lo de tu padre —dice—, quisimos cambiar de aires, supongo. A la playa. No me quejo...
Me llevo la mano al rubí de mi frente. Lo único que queda de mi padre. Por ser su hija morí. Por ser su hija volví a vivir.
—Y ahora nos refugiamos aquí —dice mientras sonríe, pero no hay felicidad.
—Menuda mierda de lugar —digo—. No hay agua corriente, ni electricidad, hace frío y se desmorona poco a poco.
—No está tan mal —dice—. Es cierto que no hay muchos lujos, pero la dificultad fortalece el carácter. Teniendo en cuenta que vivimos ocultos de Miedo, podría haber sido peor.
Duch vuelve a bostezar, le digo que se vaya, que estaré bien, pero niega con la cabeza. De los seis que quedamos, yo soy la única que llegó a ver este lugar en más ocasiones, durante estos veinte años. Presencié cómo el techo de uno de los edificios se desplomaba, de un año para otro. Madurez ni siquiera estuvo aquí nunca, hasta el pasado invierno, cuando nos refugiamos aquí. Y Jacob… ¿lo recordará? ¿Cómo íbamos a pensar que esta roca fría y llena de grietas iba a ser nuestro hogar durante ocho meses?
La puerta chirría otra vez, esta vez sí veo a Jacob con dos platos de frutas cogidos con la misma mano, y con él entra corriente de aire fría. Ofrece uno a Duch, pero lo rechaza mientras se levanta, y después de eso, se despide de los dos, a mí me guiña el ojo, y se va. Cuando la puerta cruje hasta cerrarse, Jacob deja un plato en mi mesita. Son las que te gustan, me dice, pero yo niego con la cabeza. No me apetece vomitar sangre con cerezas. Coge la silla con su mano, la mueve sin hacer un solo ruido, y se sienta a mi lado. Mientras se acaricia la enorme barba, me pregunta cómo estoy. Y, cuando me encojo de hombros, me duele el izquierdo.
—Vino la Señorita Lorraine, sin ti —dice—. Estaba muy alterada. Stille se montó y Lorraine la condujo hasta ti. Si no hubiera galopado con todas sus fuerzas los tres viajes, no lo hubieras contado.
Pienso llevarla todos los días que pueda a ese claro lleno de bellotas y raíces.
—¿Cómo está Madurez? —digo.
—Bien, durmiendo aún. Ella siempre dijo que te recuperarías. No dudó ni una vez. Comenzó a sacarse sangre antes de que te lleváramos a tu habitación.
Cuando apoya los dos brazos sobre las mantas, veo la cicatriz donde debería estar su mano izquierda. Él me ve mirándosela, así que le pregunto por la herida, ladeando la cabeza hacia su muñeca. Al mover la cabeza, he notado todos los mocos mezclados con sangre que taponan la mitad de la nariz y hacen aún más difícil que respire. Quizá sean sólo sangre. Jacob levanta el muñón que, aunque ya cicatrizó hace tiempo, aún parece que siga en carne viva.
—Aún me duele —dice—. No hay mucho más que contar.
—Pero... tus poderes. ¿Has aprendido a hablar con los animales, o a absorber energía con el muñón?
Qué soez, dice Jacob, mientras se frota la herida con cuidado. Dice que no con la cabeza, y se esconde la muñeca entre los trapos que usa como ropa. ¿Cómo puede soportar el frío? Desde la ventana rota sigue entrando corriente de cuando en cuando, y sólo de verle se me pone fría la garganta. Pero sigue con la muñeca escondida, y pese a la barba, el pelo revuelto y la piel oscura y sucia, puedo distinguir que no está cómodo.
—Jacob, sabes que puedes contarme lo que necesites.
—No hay nada que contar, de verdad.
Poco a poco se relaja, hasta que pasa a acariciar mi hombro con el dedo. No me duele. El aire frío viene y va, la luz poco a poco se hace más intensa y la luz directa del sol acaba entrando en una parte de la habitación. Quisiera estar en esa esquina, sentir el calor directamente en la cara. O estar fuera, haciendo cualquier cosa. Más allá del cielo, Mentes todavía duerme, como Madurez, así que sólo veo el fondo negro, noto en ese fondo diferentes matices de luz, como si su madre estuviera en su habitación, moviéndose, o él estuviera moviendo los ojos. ¿En qué estará soñando? Quizá nunca lo sepamos, si, cuando se despierta, Mentes no lo recuerda. Tardé muchos años en entender que Mentes soñaba, y por qué no accedía a sus sueños, si yo sí podía acceder a los míos. Durante un tiempo creí que él y yo soñábamos lo mismo. Hay tanto que no sabemos de él, aunque nosotros seamos él...
Jacob se aclara la voz, y sigue acariciándome. No es como Duch. No necesita rellenar cada segundo con una conversación, le basta con estar, yo le entiendo, él está en muchas reuniones y no dice nada, y tanto Social como Duch le piden que dé cualquier opinión, pero, como siempre, le basta con estar. Por fin ha expuesto de nuevo su muñeca, y recuerdo cuando Dante le cortó la mano, en la torre. Repaso ese momento, los anteriores. ¿Y si hubiese sido yo la que le hubiese cortado el ojo a Dante? ¿Me habría cortado la mano, o me habría matado? Me pregunto qué hubiera pasado si Miedo hubiese convertido a Dante minutos antes de todo eso, si le hubiese eliminado la conciencia y no se hubiera vengado de Jacob por lo del ojo.
Miedo estaba en la torre, como nosotros. También Los Creadores. Las tres máquinas me están mirando, con sus tres ojos grandes de luz, me miran desde cerca, en nuestra antigua casa, la sangre que empapa las rosas, un láser que destruye nuestra casa, la vida de Razón, que se le escapa de los ojos.
Conforme respiro cada vez más deprisa, es como si un volcán despertara dentro de mi pecho. Al principio es un dolor general, pero está subiendo, y noto perfectamente cómo me están clavando un puñal... pero nadie está haciendo nada. Jacob lo ha notado, porque me pregunta qué pasa. Yo cojo su mano, necesito hablar sobre otra cosa.
—¿Recuerdas cuando vivías aquí, hace veinte años? —le pregunto.
—¿Por qué?
—¡Por favor!
—Algo, algunas imágenes —dice—. ¿De verdad que estás bien?
—Me he acordado de ellos otra vez.
Acaricia mi cabeza con un lado de su mano, mientras arrastra mi mano con la suya, según la mueve. Tampoco me hace daño.
—El otro día estaba paseando por el patio trasero —me dice—, y me acordé de que, junto a la estatua, Servatrix tenía varias macetas con plantas.
—¡Es verdad! —digo—. Unas macetas feas.
—Una vez rompiste una, mientras dábamos una vuelta —dice.
—¿Qué? ¡Fuiste tú! Y no estábamos dando una vuelta, te estaba persiguiendo por algo.
—¿Por algo?
—Sí —digo—, algo me habrías hecho.
Le escucho reír. Palpa mi hombro sin miedo, y de nuevo, no me duele. Claro... está usando sus poderes. Absorbe el golpe para sí, para que yo no lo reciba. Qué tonta.
—En ese patio fue donde morí... —dice, de pronto—. ¿Verdad?
Miro la pared, me centro en sus grietas y desconchones, sus irregularidades, y las sombras diminutas que proyectan. Me llama, entonces me doy cuenta que en todo ese tiempo no he cogido aire.
—Sí —digo—. Me salvaste la vida.
—De poco sirvió, porque tú moriste un rato después.
—Sí.
—Y aquí estamos.
Sí, le digo. Creo que lo he repetido unas cuantas veces.
—La muerte no nos detuvo —dice—. Yo aparecí en una jungla lejana sin ningún recuerdo, y tú reviviste al momento por tu rubí. Es como si alguien nos hubiera cogido y hubiera pensado que no era nuestro momento. Tampoco fue tu momento hace cuatro días.
Él deja de acariciarme, para mantener la palma sobre mí.
—Luchadora, nadie nos persigue ya. Todo terminó.
Las tres luces de las máquinas se alejan, poco a poco, y dejan de mirarme. Los que se fueron yacen aún bajo las ruinas de nuestra casa, donde la niebla de Miedo las cubre del sol. Es verdad. Los Creadores nos atacaron por culpa de Dante, y Dante ya no es ningún problema. Volvemos a tener el control. Somos un grupo pequeño, también la vida de Mentes es ahora más pequeña. Cuando Jacob y yo éramos jóvenes... no era igual. Mentes sufría acoso en el colegio, sí, ¿y qué? Luego lo superaría, conocería a la mujer perfecta y formaría una familia, ¿para qué? Perdimos al niño. Acabamos solos, divorciados, sin más compañía que la de su madre y un par de amigos. A nadie le apetece pasar el rato con un cuarentón sin futuro, están muy ocupados con sus familias, o sus nuevos trabajos, que poco o nada tienen que ver con el entorno en el que Mentes les conoció. Cuando éramos jóvenes, queríamos hacer historia y comernos el mundo. Estábamos jodidos, pero no había muerte, ni osos, ni ventanas rotas. María ya no quiere vernos.
Le pregunto, mientras él me acaricia el hombro, dónde está Furia. Aquí, en casa, dice. Se va con una sonrisa, me deja sola en la habitación que me vio crecer. Escucho de fondo la voz de Madurez, que no sabe hablar si no es fortísimo. No sé por qué tengo tantas ganas de verla. Una lágrima me cae por el ojo… tampoco sé por qué estoy llorando. Jacob tarda poco en volver, con la espada negra en la mano, levantándola, mirando al cielo y sacando músculo, como si fuese un guerrero de la mitología. El legendario hombre de la jungla, pienso, y aunque me duela en el pecho, no puedo contener la risa. Él sonríe. Abro la boca para hablar.
—Tu armadura está destrozada —dice—. No la hemos tirado porque queremos que lo hagas tú.
Cierro la boca… Bueno, pero no pienso tirarla. Fuera de la puerta, la gran sala principal del palacio reverbera la voz de Madurez, que cada vez llega a la habitación de forma más clara. Escucho sus pasos, mientras, y miro a Jacob, que ya ha vuelto a una postura recta y cara seria. Deja a Furia apoyada en la pared enfrente de la cama, veo de reojo cómo su metal negro refleja la luz, mientras ladeo la cabeza para ver si ella entra en la habitación. Cuando sus dedos agarran el borde de la puerta, sé que voy a ver enseguida el pelo rubio, los ojos amarillos, las pecas. Estoy sonriendo, pero ella no lo hace. Se sienta en la silla, la arrastra por el suelo hasta que golpea suave mi cama, y se encarama hacia mí, tapando la luz. Le pregunto qué le pasa, ella no dice nada, agacha la cabeza y suelta aire, poco a poco, hasta que no le queda nada. Le pregunto si está bien.
—No vuelvas a hacer eso —dice.
—Me pilló desprevenida —digo.
—¡Me diste un susto de muerte!
Dejo de sonreír. Madurez se desploma en la silla, con la cara tapada por la mano, yo miro a Jacob, que alterna los ojos entre nosotras. Él hace el gesto de irse, yo asiento, y se marcha sin hacer ruido, ni siquiera cruje la puerta cuando la toca con los dedos. Madurez me está mirando, no a la cara, sino haciendo un repaso al cuerpo como si pudiera ver debajo de las mantas, y mientras, la escucho respirar. Desdobla un pañuelo del bolsillo, y se suena los mocos.
—¿Te duele mucho? —dice.
Yo asiento, despacio. Cuesta mirarla a los ojos después de la cara de decepción que ha puesto antes… pero me lo merezco. Si hubiera estado más atenta, en lugar de retorcerme debajo del árbol, lo hubiera visto, era, al final, un animal enorme corriendo por el bosque. Con estas heridas, no voy a poder defenderles en condiciones durante un mes, por lo menos, tampoco salir a por comida, ni hacer guardias, y no somos precisamente muchos. De todos, la única que podría sustituirme sería Stille, aunque lo suyo no sea exactamente pelear. Madurez hurga debajo de las mantas, noto sus manos frías cuando encuentran mi brazo, y me hacen daño. Ella pide perdón, baja hasta la muñeca, que también me duele, y conecta sus dedos con los míos, también arrastra la silla para estar más cómoda. Por la forma en que suena el hierro, debe de estar arañando el suelo. Pienso bien lo que voy a decir. No. Uno, dos. Cojo aire, lo diré sin pensar.
—Feliz cumpleaños… sobrina.
Se voltea rápido para mirarme. Las dos somos conscientes de que, durante los ocho meses que llevamos aquí, nunca se lo he dicho, sólo una vez, en la torre, y porque me pudieron los nervios. Ella tampoco me ha vuelto a llamar tía. Pero ya no más. No dice nada… se me queda mirando, pero creo que ha dicho gracias.
—Quiero contarte algo —digo—. Debí haberlo hecho en cuanto aprendiste a hablar, pero…
No sé por qué, siempre ha sido difícil. Supongo que me prohibí recordarlo. Tanta sangre, poco después de que yo volviera a la vida de nuevo, y sus ojos, tan verdes, clavados en los míos. Lo que me pidió, lo que tuve que hacer...
—¿Qué pasa? —dice ella.
Los ojos que me miran ahora no son verdes. Eso ayuda.
—Si me hubiese muerto en el bosque —digo—, lo último que hubiera pensado habría sido sobre la decepción por no haberte hablado sobre tu madre. Se llamaba Valerie. Y…
Ella se acerca a mí, a mí se me atasca la voz.
—Y no se hubiera merecido eso —digo—. Tu madre y yo… nunca nos llevamos muy bien.
—¿Por qué?
Se nota la sorpresa en sus ojos. Encojo los hombros, aunque me duela. Ya llega a mí el calor tibio del sol.
Le cuento que ella y yo fuimos muy diferentes. Que, cuando teníamos tres años, mi padre combatió a un ser llamado Mal que amenazaba con arrasar el mundo, que pensamos que nos quedamos huérfanas, pero la pelea no mató a nuestro padre, le digo, sino que le cambió, y el espíritu de ese monstruo vivió dentro de tu madre… podría haber sido yo, pero fue tu madre. También le digo que siempre me arrepentiré de no haber tenido paciencia con ella, pensé que sería mi hermana siempre, y la perdimos muy pronto. Ella se embarazó tan joven… Madurez me pregunta por qué, pero nadie lo sabe, no hay padre, simplemente, ocurrió. Mi sonrisa es amarga. Le cuento que todos pensábamos que Optimismo era el padre, y nos enfadamos con él por no querer admitirlo… Madurez sonríe. ¿Quieres que te cuente cosas de ella?, le pregunto, y ella asiente, tan rápido como nunca había visto hacerlo. Así que le cuento anécdotas. Que ella odiaba el huevo, y Razón siempre le obligaba a que se comiera las claras. Que solíamos jugar en el bosque cuando éramos pequeñas, y, por aquel entonces, hacíamos equipo contra Optimismo y Social, que siempre intentaban molestarnos. Estas paredes, y todas las del palacio, me recuerdan a ella. Le cuento otras historias, cosas que sólo yo sabía, porque sólo me contó a mí, antes de que dejara de hacerlo. Le hablo sobre lo bien que cuidaba las flores. Lo bien que dibujaba. Sobre lo encantadora que era cuando alguien le sonreía.
Madurez sonríe, y sé que se esfuerza por no emocionarse.
—Puedes llorar —le digo.
Y, como si hubiera apretado un botón, la niña comienza a temblar y brotan lágrimas de los ojos cerrados, en puro silencio. Le digo que se acerque, se apoya sobre mi hombro, me da igual el dolor, y la acaricio con el brazo derecho. Su respiración es inconstante, trémula.
—La vi… —dice—, la vi allí, en el mundo de los muertos.
—Lo sé. También estaba Razón, y el resto.
No dice nada más. Yo, como si hubiera pinchado una pelota de piel, noto que algo dentro de mí se desinfla, y me siento mucho más libre. La grieta en el techo se bifurca, justo donde yo tengo la cabeza. Éste no es lugar para que Madurez cumpla años… Debimos haber atacado a Miedo cuando aún podíamos, antes de que nos persiguiera, conquistara casi la totalidad de nuestro mundo y nos lo arrebatara todo, y a la mitad de los que éramos… los que quedábamos vivos después de que Los Creadores arrasaran con todos los que ahora están en el mundo de los muertos. Entre todos, se las han apañado para diezmarnos. Ahora sólo somos seis. Y cuando pienso en el estado de Madurez, el instinto me dice algo sobre todo esto, en la actitud que Madurez ha estado teniendo.
—Oye —digo—, ¿cómo se llamaba el hijo de Jil, el que también era herrero?
—Orfeo —dice.
—¿Estás segura de que murió en el mundo de los muertos?
Ella abre los ojos como platos, y lo que al principio parecía que iba a vomitar se convierte pronto en gestos agresivos con las manos.
—¡Pues claro que murió! —dice—. ¡Yo lo vi, con mis propios ojos! Fue Altaír, el Creador rojo.
—Vale, perdona —digo—. Tuvo que ser duro.
Y lo que hace nada era puro nervio en los brazos, se desinfla hasta dejarlos muertos sobre la cama, y la cabeza tan caída como el cuello le permite. Ahora no se mueve.
—No van a volver —dice—. Ninguno de los que vi… ¿verdad?
—No.
—¿Y los demás? Los que no murieron, los que han sido controlados por Miedo.
Muevo la cabeza a los lados. No me gusta que saque otra vez ese tema, no ahora. Cuando nadie ve, aún lloro a Razón, a Erudito y a Servatrix, los que fueron mis verdaderos padres. Pero a todos esos que ahora controla Miedo, en algún lugar, con ojos morados y tentáculos que les salen del cuerpo, no puedo llorarles. Es peor que verles morir… es saber que están vivos, y que han sido cambiados para siempre. Algo parecido a lo que ocurrió con mi padre, el mismo que tuvo que morir antes de convertir la vida de Mentes en un remolino de venganza e ira. Madurez me llama la atención para que conteste.
—Ahora no —le digo.
—¿Por qué?
Le miro a los ojos con la mayor seriedad que puedo, intentando olvidar el dolor.
—Madurez, también les perdimos. Sus cuerpos siguen vivos, pero sus personalidades murieron, y ahora son parte de Miedo. ¡Ya no están! ¡Asúmelo!
—No tienes que gritarme, ¿sabes?
Ella se levanta. Es difícil decir con qué cara me mira, por la luz.
—Escucha, Madurez… —digo—. Intento que pasemos página.
—¿Quieres vivir toda la vida en estas ruinas heladas?
—No, pero…
—¡Yo podría curarles! —Se sienta, otra vez—. Miedo es alérgico a mí, se deshace cuando toco sus tentáculos. Si les toco a ellos, podría quitarles la parte de Miedo que tienen dentro.
Me estoy cansando de este tema. Levanto la mano, poco a poco, para mandarla parar.
—Por favor —digo—. ¿Quieres que nos lancemos a la aventura en mi estado, con tu poder como única baza, que ni has comprobado, ni hemos visto?
—¿Es que no me crees?
—Aquel día hubo mucho caos, podrías haberte confundido y nadie puede corroborarlo.
Vuelve a levantarse. El sol pega fuerte y quizá dos mantas sean demasiadas.
—¡Eissen me vio! —dice.
—Eissen no está aquí, Madurez. Se fue, y ni siquiera sabe dónde estamos.
Eissen, igual que Optimismo o Dante, también tiene la marca de Miedo. Siempre quiso irse, él decía que no era una mente, que no era uno de nosotros, y ahora, por fin, lo ha conseguido. Aunque Miedo no pueda controlarlo del todo, es uno más de ellos, y no confiaría en lo que él hubiera visto. Madurez tapa la luz, pero puedo ver su cara de enfado.
—Mucho sobrina —dice—, mucho hablarme sobre mi madre, y luego ni siquiera crees en mi palabra.
Abre la saca de piel donde está mi sangre, vuelve a cerrarla y se dirige a la puerta.
—Voy a sacarme sangre —dice—. Necesitas más.
Según comienza a desaparecer y la puerta se cierra, con la voz áspera llego pronunciar en alto un espera, por favor. Veo sus dedos, aún agarrados a la puerta casi cerrada.
—Sí que confío en ti, Madurez —digo—. De verdad.
No se escucha nada al otro lado, quizá porque la puerta, aunque apenas se mueve, cruje mucho. Sus dedos se escurren por la madera, y poco después el pomo se gira, y se cierra. En mi cabeza, este momento iba a ser perfecto. Tengo una habilidad especial para fastidiar momentos bonitos. Es igual… Me coloco en una postura cómoda, he estado en tensión y mi costado lo nota. Me cuesta respirar, y va más allá de la nariz taponada, como si mis pulmones se hubiesen hecho pequeños. La cama huele a sangre, a sudor, o quizá sea yo. Puede que sean las vendas, también, pronto tendrán que cambiarlas, y entonces, veré mi herida.
Miro las imperfecciones de las paredes, me dejo perder en ellas, y algo me dice que acabaré conociéndomelas de memoria. Un oso... pero sigo viva. Razón habló una vez sobre esto. Dijo que la vida nos acaba matando a todos, resistamos lo que resistamos. Pero seguir resistiendo era la forma más radical de rebeldía, porque acabaremos perdiendo, pero aún no. Él me dijo que yo era la más rebelde de esta casa. Un oso. Siento que se me revuelve la tripa. Stille abre la puerta para quedarse conmigo. Bien hecho. Porque voy a echar sangre otra vez.

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¿Soy yo, o la aguja duele más cuando la saco que cuando la pincho en el brazo? Mientras Jacob cierra esa cosa de piel, que huele a sangre desde aquí, vuelvo a ponerme la chaqueta. Tengo frío. Le pido que por favor lleve eso a la habitación de mi tía, que yo no sé colocársela, aunque en realidad sí sé y sé que se lo digo para no volver a su habitación. Lo ha vuelto a hacer, el día de mi cumpleaños. Jacob dice que vale, y cierra la puerta cuando se va, así que me quedo a oscuras, otra vez sola, con la compañía del silbido ese que entra desde la ventana cerrada. Voy hasta el marco de madera y lo aprieto bien, pero el aire sigue silbando entre las dos puertas. Las acerco, las empujo, las arrastro, al final las golpeo, y se abren. Las cierro, y se vuelven a abrir. ¡No! Después de dos veces más, aprieto los puños, aprieto los dientes para no gritar y corro hasta la cama. Como la ventana se ha abierto, ahora entra aire frío y luz, me quito los zapatos, me tapo con las sábanas, y cierro los ojos tanto como puedo. ¡Estoy harta!
Cuando Luchadora fue a la torre de Dante a rescatarme, confió en mi palabra. Habría matado a Dante, de no ser porque le pedí que no lo hiciera, y no lo hizo. Optimismo, que parecía que estaba loco, lo hubiera hecho igualmente… y ella le paró, entonces, ¿por qué? ¿Por qué le digo que de verdad tengo poderes y ella no me cree? ¡Pues yo creo que no me cree porque ella no tiene poderes, será muy buena con la espada, pero cuando tiene que aumentar su fuerza pide sus poderes prestados a un rubí que no es suyo!
Me tapo la boca. Eso que he pensado no ha estado bien. La verdad es que nadie hubiera sobrevivido al ataque de un oso, y la herida de sus costillas… podía ver dentro de su cuerpo. Ha estado feo que me enfade, la verdad, pero es que no ha confiado en mi palabra, es la segunda vez que me lo hace. ¿Por qué yo no iba a tener poderes, aunque fueran sólo contra Miedo? Soy una mente, y si quiero puedo controlar las acciones de Mentes. Puedo tener el control si quiero, y miro arriba, donde Mentes, que ya ha desayunado, se ajusta el calcetín para que el dedo gordo no se meta por el agujero, y se tumba en el sofá. Hago un repaso sobre lo que ha hecho... sí... sí... ¡Un momento! ¿Se acaba de desapuntar a yoga, antes de desayunar? ¿Por qué?
En la sala principal, escucho voces, fuertes, parece que están discutiendo. Me pongo rápido las botas, meto los cordones por dentro y sigo las voces, que están en la parte de detrás del jardín, al otro lado de la puerta principal, justo al lado de donde se va a esa cueva que da tanto miedo. La voz de Social ya la he descubierto, pero, hasta que no llego al principio de las escaleras para bajar, no veo a Jacob.
—¡No me engañes! —dice Social—. Tuve que insistir mucho para entrar en este curso. Me costó mucho.
—No he sido yo —dice Jacob.
La postura de Social es bastante más rígida, mientras que Jacob está con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados, pero sin enganchar una de sus manos, porque no la tiene. Aún cuelga la saca con sangre de su mano.
—Al menos reconócelo —dice Social—. A Duch y a mí nos encantaba el profesor, Stille fue la que propuso la idea, y a Luchadora y Madurez les parecía bien. Tú eras el único al que no le gustaba.
—Y no me gustaba —dice Jacob—. Pero se eligió en grupo, y yo no soy nadie para imponer lo contrario.
Camino hasta ellos y pregunto qué pasa, como si fuera un policía del mundo de Mentes, o algo así, a ver si puedo calmar los ánimos, y, de paso, enterarme un poco mejor de lo que acaba de pasar. Social suspira, ahora el cruzado de brazos es él.
—Contesté algunos mensajes en el móvil —dice—, y le dejé lavándose las manos. Cuando vuelvo a prestar atención, ya había vuelto a cogerlo para desapuntarse.
—¿Por qué? —digo.
—No lo sabemos, pero ha tenido que ser uno de nosotros.
—Yo no he sido —digo—. Estaba hablando con Luchadora.
—Ni yo —dice Jacob.
Social se encoge de hombros y abre los brazos… cuando está recién afeitado, como ahora, incluso parece un chico joven. Jacob me mira, pero yo prefiero no mirarle.
—Aquí nunca es nadie —dice Social—. Nadie le tiene hasta las tantas mirando noticias de toda clase, pero lo hace. Nadie le desapunta de los cursos, pero esta ya es la cuarta vez que pasa. Lo de reiki lo entiendo, porque es una patraña, pero… ¿el resto? ¡Si en el curso de cine había un par de mujeres de muy buen ver!
Social se va y sube las escaleras, refunfuñando. Jacob silba entonces el sonido más tenue que nunca he escuchado, aparece un gato por la puerta de la cueva, que se frota con sus piernas, luego se tumba en uno de sus pies. Jacob le rasca la cabeza con el pie, luego chasca los dedos para que se aparte, comienza a caminar, con la saca en la mano, y el gato va detrás de él. He visto su muñón a pocos centímetros.
—Si vas a explorar las cuevas —dice—, están completamente vacías, este gato me lo ha dicho. Pero llévate una antorcha si vas a ir.
Cuando se va, con esos trapos de cuero abiertos, me da una sensación extraña, porque admiro su calma, pero hay algo ahí que me da mala espina, no sé si es el gato, que no para de caminar en círculos a su alrededor, o es la mano que le falta, o su aspecto tan esquelético. O la barba. ¿Ha dicho que el gato le ha dicho algo, a él? Si está tan mal de la cabeza, no me extrañaría que nos hubiese desapuntado él y luego no se acuerde, aunque él propuso el curso de lectura, y también lo abandonamos. Pensé que todos queríamos que Mentes conociera a gente nueva.
Más arriba de las nubes, Mentes pasa la aspiradora, seguramente porque Luchadora le esté obligando. Cojo mi colgante, y, en efecto, la flecha que contiene dentro apunta hacia la habitación de Luchadora, así que es seguro que tiene ella el mando… pero eso no me basta. Cierro los ojos y me concentro en controlar el cuerpo de Mentes, pero sólo un poco, lo justo para notar cómo Luchadora, desde su cuarto, me planta resistencia y crea tensión para seguir pasando la aspiradora. Cuando me disputo el control con ella, puedo sentirla, como si estuviera aquí aunque esté en su habitación, y cuando cierro los ojos, casi parecería que veo una luz en el lugar donde ella se encuentra. Por un momento, he ganado, y Mentes se ha quedado quieto y parado. ¡Perdón!, grito en la sala principal, y, después, Luchadora vuelve a tomar el control y sigue con el trabajo, no dice nada desde su cuarto, tampoco hace ningún gesto raro con Mentes para que yo lo vea. No me acordaba que Luchadora aún está débil por el accidente, y su control no es muy fuerte.
Justo cuando Mentes termina de aspirar el comedor, escucho un tosido que reconoceré siempre, siempre de uno en uno, Helena, la madre de Mentes, tose una vez por cada peldaño que sube. El último ocurre justo antes de entrar en casa, mientras que Social, que ahora está asomado en el balcón del primer piso del palacio, ha llevado allí a Mentes para esperarla. Según la abre, la madre acaba de guardarse el pañuelo, y saluda a su hijo. Social y yo habremos adelgazado, pero ella no se queda atrás, será cosa de abuelas, supongo, porque cuando era muy pequeña, las abuelas de Mentes también estaban muy delgadas… bueno. Aunque Helena no sea ya una abuela. Lo fue.
—¿Se puede saber qué hacías fuera? —grita Social, desde el balcón del primer piso—. Últimamente te estás yendo de casa sin avisar y me dejas solo.
Según Social ha hablado, también lo ha hecho Mentes, en el mismo tono y volumen. Miro a Social, luego a la madre de Mentes, que continúa hacia su habitación, y, cuando la luz de la ventana la ilumina, veo claramente todas sus arrugas, y sus ojeras. Ella dice que ha ido a dar un paseo, y ahora está cansada, y Mentes, con cara de enfado que veo desde uno de los espejos, le dice que, la próxima vez que se vaya, le avise. Social sigue hablando.
—¿Y se puede saber qué haces tantas horas fuera, una persona de tu edad? —Con él, Mentes también habla.
—¿Podrías parar? —dice Duch, según abre la puerta de su habitación, justo a su lado—. Intento dormir.
Duch le mira con un brazo levantado, como diciendo, eh, ¿se puede saber qué problema tienes? Social aparta la mirada, un momento. Luego, Mentes deja de perseguir a su madre, hace un gesto como si diera igual, el mismo que ha hecho Social, y me cede el control, así que aprovecho, hago que coja la aspiradora otra vez, y se pase por el baño.
—Tiene setenta años y sale a la calle más que nosotros —dice Social.
Duch no contesta, vuelve a cerrar la puerta de su habitación hasta que se atranca a medio camino, y Social se acaba yendo. Seguro que va a hacerse un horario, aunque no haya tareas importantes que hacer. Mentes ya no tiene compromisos importantes, como un trabajo, un hijo, como una boda, o una noche con la familia de María. Cuando pienso en María, siento una especie de agujero dentro, sobre todo cuando visualizo el divorcio, o cuando su amiga nos dijo que no querría hablar con nosotros, ni saber nada, ni vernos. Que nos pondría una orden de alejamiento. Por un lado, lo entiendo, porque fallamos a María, pero, por otro lado, nadie de los que estamos aquí y ahora tuvo la culpa… Miro el colgante de oro, que tiene la flecha apuntándome a mí. Me lo regaló Servatrix, dijo que perteneció a mi madre, y me lo guardó hasta que cumplí los seis. Luchadora me dijo que todos tuvimos algo de culpa con lo que pasó, aunque tuviéramos las mejores intenciones... y la flecha, que señala mi control, parece que está de acuerdo.

Fuera del palacio no hace frío, algo extraño, me estoy quitando la chaqueta, de hecho, porque el sol pega fuerte. Ánima pasta tranquilamente a pocos metros, sus cuernos brillan por la luz cuando levanta la cabeza para mirar, e incluso muge, yo le devuelvo el saludo con la mano, mientras me acerco y acaricio el morro del toro, que me mira con ojos negros. Aquí no hay tantas moscas como en la casa, ¿eh?, le digo, mientras le rasco la frente, y él mueve la cabeza, juguetón. Antes, cada mente tenía su propia montura, eran como unas mascotas en las que, encima, podías confiar, y ahora… entre las que han muerto o se han perdido, sólo quedan el bueno de Ánima y la Señorita Lorraine. No sé qué fue de mi querido Tempos... espero que esté vivo, y, esté donde esté, esté bien y se acuerde de mí. Miro alrededor, tan aburrida como lo está Ánima, que ya vuelve a pastar. Si tengo prohibido acercarme al bosque por Miedo, también está prohibido ir a la montaña por el frío y porque es peligrosa, y no me puedo alejar demasiado del palacio porque también está prohibido… la verdad es que no sé a dónde ir. Estoy harta de explorar, dentro tampoco hay mucho que hacer, y la Sala de los Recuerdos, el único de los tres edificios pequeños que está cerrado, iba a abrirlo Luchadora al volver de la caza, el día del accidente. Miro hacia la montaña. Hay un lugar, en realidad.
Camino entre los cuatro edificios, en el patio del centro, doy patadas al hielo aguado que se resbala entre las losas invadidas por la tierra y las hierbas. Detrás del edificio norte, antes de que la montaña empiece a subir más en serio, están las escaleras de piedra que suben hasta el mirador. ¿Debería subir? Me está llamando, lo siento dentro. La última vez volví con las piernas caladas de la nieve, me juré que no volvería porque no lo necesitaba, pero ahora casi no hay nieve, y después de lo que me ha dicho mi tía, tengo que hacerlo.
Cada escalón, liso y de piedra, me recuerda a la torre de Dante, y no me gusta. Es normal, después de un mes secuestrada en ese lugar de mierda, ¿no? Suspiro. Menudo capullo. Dante no paraba de repetir que necesitaba encontrar su sitio, y cuando de verdad tuvo la oportunidad de arreglar todo lo que hizo, prefirió ser un egoísta…
Mientras subo, saco del bolsillo la mitad de la gema con la que Dante tanto tiempo estuvo en contacto, aguantó el dolor, y acabó convirtiéndose en la persona más poderosa que yo haya conocido, ¿para qué? Tanto sitio al que quería pertenecer, tanto destino especial que iba a cumplir, y acabó siendo un peón más de Miedo. Y esta gema, la Llave de Núbise, la que en teoría acabaría con Miedo, está rota, y Miedo tiene la mitad más grande. Levanto la gema, para que tape el sol, pero no lo acaba de tapar del todo, sino que parece blanquiazul. Luchadora no confía en que yo también podría derrotar a Miedo, sin esta gema. Cuando la muevo delante de mí, a los escalones, a la tierra y a la nieve les llegan brillos azulados. ¿Qué pasaría entonces si me volviese gigante y tapara el sol del mundo con esta gema? ¿Seríamos todos azules? Una gema así de grande, tan potente, ¿qué no podría hacer? A lo mejor podría traer a mi madre a este mundo. Aunque fuera por un día.
Ahí está, al fondo, en la parte trasera del mirador. Su tumba. Abandonada por todos cuando marcharon a nuestra casa en la playa, está erosionada, llena de humedades, apenas puedo leer su nombre. Valerie. Es todo cuanto pone. Sin fecha. Guardo la llave de Núbise, y me siento a su lado, aparto las lágrimas, estiro la espalda, busco con la mirada algo que me haga entender cualquier cosa que me haya estado perdiendo.
—Hoy, Luchadora ha hablado de ti por primera vez —digo.
He vuelto a hacerlo, me siento estúpida. No va a contestarme, pero me sale solo, aunque sepa lo que hay. Casi hubiera preferido no haberla visto en el mundo de los muertos. Así, ella sería una idea, podría ser lo que yo quisiera, con la cara que me apeteciera, y una actitud variable dependiendo de cómo me encontrase... pero ya no. Tiene cara. Y personalidad. Ya no puede ser un concepto, es una persona que estuvo viva, que me dio a luz y ya no está. No puede contarme sus historias por ella misma, sino que lo tiene que hacer mi tía. No he sentido sus manos arropándome, ni me ha dado un beso en la cabeza en las noches en las que temblaba en la oscuridad, mirando a la pared, rezando por que un monstruo no apareciera por la puerta. Alargo la mano para acariciar la tumba, ¿pero qué estoy haciendo, si no lo va a sentir?
No le gustaba el huevo, y aunque me parezca absurdo, puedo entenderlo, porque odio el pollo y al resto les parece absurdo también. Su único amigo, Optimismo, ahora tiene los ojos morados y le controla Miedo, a saber dónde. Su hermana casi muere cazando para nosotros.
No me gusta nada cumplir años, sólo de pensar en hoy, mi estómago se revuelve. ¿Puede que sea porque mi nacimiento significó, en gran medida, la muerte de mi madre? Te queremos mucho, me dijo en el mundo de los muertos. No podía oírla, pero no me hizo falta. Mi madre me quiere mucho. Pero no pudo cuidarme. No me arropó entre sus brazos las veces que necesitaba llorar.
Estoy acariciando su colgante. Leo su nombre por última vez, toco la tumba, y me giro hacia las vistas, antes de bajar. El viento se ha enfriado y necesito volverme a poner la chaqueta, y mientras lo hago, temblando un poco, veo los edificios grises y rotos. Más allá del bosque, la niebla oscura lo tapa todo. Este escenario era el que Dante quería evitar, aunque fuera por obtener su venganza y matar a Los Creadores por el asesinato del resto de su familia. Palpo la gema en el bolsillo, pero no quiero sacarla, me recuerda demasiado a él. Me subo el cuello de la chaqueta, después de haber eliminado el último rastro de lágrimas frías. Volveré a casa.

Las imágenes del mundo de los muertos me siguen asaltando. El cielo rojo ensombrecía mucho la piel oscura de Orfeo, él plantó cara a Altaír, y me gritó que corriera por mi vida. Allí se quedó... pero sé que está vivo. Sé que Altaír no lo habría matado, porque Los Creadores son despiadados, pero no retorcidos, y sin embargo, con la torre de Dante destruida, no hay forma de volver a ese lugar. A no ser que pregunte directamente a Los Creadores. En los libros de Erudito, no habla sobre ellos en ningún momento, reflexiones sobre la existencia de un dios, a lo sumo, así que la única pista que sigo teniendo, ocho meses después, es que Los Creadores están en la isla de Inconsciente, hace mucho controlada por Miedo.
Camino por el patio, de vuelta a casa. La gema rosa que asoma en mi muñeca es el regalo que recibí de los muertos, que, sin quererlo, acabé intercambiando por Orfeo. Todavía me necesita.

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