13 de agosto de 2018

Poniente.


Una pequeña sacudida, y ya estoy despierto. Desecho está frente a mí, me echo todo lo atrás que puedo, hasta que la muñeca se queda enganchada en la esposa. Está tan cerca que no veo nada más que su cara y su melena caída a los lados. La luz de los candelabros, en el techo, le ilumina algo la cara. Continúa mirándome, la barba poco poblada cae hasta mi pecho, sus ojos son tan reconocibles...

—Ya vale, ¿no? —digo.

Él se tapa la boca, dando pasos hacia atrás tan pequeños que parece estar bailando. Aunque pone cara de sorpresa, está a punto de reír. ¿Se está quedando conmigo, o solo es imbécil? Cada vez que le veo, el corazón hace un pulso muy fuerte. Es como ver mi cadáver. Solo que este cadáver está vivo, es alguien que piensa y siente, pero tiene mi imagen. Soy yo.
Pim salta de su cama y provoca un temblor grave, me saluda con una reverencia y se va, sin más, rascándose el trasero metiendo la mano bien adentro del peto. Con él, los demás se van de allí bastante rápido, casi todos me miran... pero nadie se acerca.

—¡Esperad! —digo—. ¡Soltadme estos grilletes!

Viene entonces uno de los enanos, que se abre paso entre los cuerpos que ya se van, tararea una canción desconocida. Por su voz, sé que es el que me llevó aquí y me encadenó a este poste de metal sin ninguna otra función. Saca una llave del bolsillo que hay al frente del chaleco.

—¡Regla número uno, tontito! —dice el hombrecillo, mientras cuela la llave en la cerradura—. Si te vuelves a escapar, te pegamos un tiro.

Con luz, su nariz parece más grande, también sus orejas, y sus ojos son aún más pequeños. Los grilletes suenan cuando abre el segundo, caen y chocan.

—¡Regla número dos! —dice—. Hoy picarás el doble de piedra. ¡Tontito!

Me levanta, y me arrea un azote que me hace brincar dos veces. Le miro desafíante, pero él me mira aún más desafiante, sí, así que mejor no enfadarle. Me conduce donde escucho los picos chocar con la piedra. El ambiente es lúgubre, las paredes están sucias, el aire tiene color. Respirar es difícil, y huele amargo, como lamer carbón polvoriento. Uno de los trabajadores tira del carromato... difícil saber quién lleva encima más porquería, el trabajador o el carromato. La mano del enano ha agarrado mi camiseta, y escucho la rasgadura de la tela. Genial.

—Un momento. Antes quiero que me digas cómo te escapaste.

No digo nada. Vale... si él cree que soy Desecho, mejor será parecer él.

—No... no... —Después de la primera cara extraña, sé que no es buena interpretación—. No me acuerdo.
—Vale. —El hombrecillo se encoge de hombros, sin insistir—. Pues si a la noche no te acuerdas, te marcamos como en el último castigo.

El hombre me manda trabajar, y se va. Y ya está. Deshago el camino detrás de él hasta ver el túnel recto que sube hasta la salida, pero veo demasiada actividad. Si me escondo, seguramente no lo noten en un tiempo, pero no conozco un buen escondite. Necesito una distracción. ¡Seguro que tienen dinamita! No conozco el lugar. Si memorizo los giros a izquierda y derecha, podré explorar todos los caminos de la mina. Eso hago. Un camino no lleva a ningún sitio. Otro a las camas, este ya lo conozco... Este otro deja de tener luces, y se adentra en la oscuridad. Palpo la pared, que cada vez se va haciendo más irregular. No hay raíles. Juraría que el camino se hace más estrecho... entonces oigo un bufido. ¿Era un...? No puede ser, no hay gatos en las minas. Continúo caminando, hasta que otro bufido, me sobresalta, más fuerte, más extenso. ¿Qué es eso? Retrocedo a toda prisa, mientras la pared se vuelve más regular, y la luz vuelve. Noto una respiración en la oscuridad, quizá más de una, pero nunca cruzan a la luz. Vale... por aquí no pienso ir.
Ningún camino de la mina lleva a ninguna parte. Sin dinamita, sin pasadizos que me lleven al exterior... nada. Me doy por vencido. Voy hasta los trabajadores, en el pasillo donde el repiqueteo de los picos es constante, y les miro, sin saber bien qué hacer.

—¡Eh, novato!

Uno que arrastra una vagoneta, detrás de mí, me habla. Me aparto de su camino. Este tiene la piel más oscura, y los ojos achinados.

—¡Coge un pico! —dice.
—Pero soy el hombre perfecto...

El hombre silba, y señala un pico perfectamente colocado junto a una abertura de la roca. Pim también la golpea con el suyo, a su lado, así que me coloco, cojo el pico, y empiezo. Creo que es así. Pero la roca no se rompe... voy a darle más fuerte. ¡Ay!
Pim ríe.

—Nunca habías cogido un pico, ¿verdad?

Me enseña la forma de hacerlo, y aunque asiento, no estoy seguro de haberle visto bien... su sección es prácticamente un túnel nuevo. Vuelvo a golpear la roca, fingiendo entusiasmo. El mango del pico está grasiento, y pequeños restos de polvo me saltan en la cara...

—Oye, Pim... ¿Hay más gente como yo? ¿Como Desecho?
—No. Él es especial, ¿sabes? El mismo dios le puso nombre.
—Ya, lo sé.

Cuando Pim golpea la roca, parece que va a destrozar el túnel.

—Me alegra mucho de que lograras tu misión —dice—, pero no esperaba que la misericordia del dios fuera tal como para hacerte descender hasta nosotros para purificarnos.
—No, bueno.
—Reconozco que se me hace raro hablar contigo, como si fuera digno de tu palabra, más que el resto de humildes sirvientes del todopoderoso Dante.
—Y sobre Dante...
—Yo ni siquiera vi la cara del creador —me interrumpe—, solo oí su voz. La recuerdo tan cristalina, que me he prohibido recordarla para no mancharla con mi memoria.
—Tiene sentido. Pero...
—Es gracioso —dice—. Siempre pensé que el elegido se parecería más a mí que a los demás, pero tiene sentido que aquel que lograra el nombre del dios fuese el más cercano a la eternidad. Aunque no sé por qué, contigo es más fácil hablar.
—¿Ah, sí? Bueno, yo solo quiero salir.
—¿Cómo es la eternidad? —dice.

Deja de golpear la roca y se pone a mi lado, junto a mi boquete personal de tres centímetros. Los brazos ya me tiemblan por el esfuerzo, y apenas he empezado. Me le quedo mirando, cuando me doy cuenta de que me mira fijamente con esos ojos casi bizcos, negros, sin alma, casi. Parece nervioso, como si acabara de pedir salir a una mujer peligrosa. Abre y cierra la boca con solo unos dientes, traga saliva.

—¿Perdón? —digo.
—¿Cómo es la eternidad? ¿Qué lugares has visto que nosotros no?
—La eternidad no existe.

Clavo el pico en la roca, y triplico el tamaño del boquete. Las esquirlas han salido en todas direcciones.

—No hay sitio al que ir —digo—. Nadie fue nunca especial. Tu dios no es misericordioso.
—¡No blasfemes! —dice, con cara de terror—. ¡Eres el hombre perfecto, no puedes decir eso!

Hay una voz que empiezo a escuchar cerca, diferente al resto, más limpia, más altanera, una voz que conozco perfectamente. Dante aparece pocos segundos después, acompañado del hombrecillo con el gorro que vi anoche. ¡Todos en fila, ya!, grita Dante, y antes de que acabe la frase, los picos han caído al suelo y todos han comenzado a formar una larga fila en el centro. El pasillo entero se arremolina, y según los cuerpos quedan ordenados, cada vez veo a Dante con mayor claridad. Su pelo de punta, antes peinado, ahora flota con extraña energía, también su gabardina. Está rodeado de un aura blanca. Los cuerpos se siguen cruzando entre nosotros, cada vez son menos, y pronto se fijará en mí si no hago nada.
Si me escondo, sabrán que me han pillado. Si avanzo hacia ellos, decidido, sabrán que les he pillado a ellos.
Los cuerpos entre los dos desaparecen. Todos los trabajadores ya han formado, solo quedo yo. Dante les mira, y se acerca, despacio. Cuando separa las manos de su espalda, veo que lleva con él la espada de Razón. Me mira, entonces, y se queda quieto. Yo también me quedo quieto... al principio. Cada paso que doy, más me arden como fuego las ganas de mirar a otro lado y salir huyendo, pero sigo con la mirada fija en él y los pasos firmes, pausados, procuro ocultar todo lo posible lo rápido que me está latiendo el corazón.
Después de tanto tiempo, después de... tantas cosas.

—¡Por fin! —grito—. Pensé que no bajarías nunca junto al resto de mortales.
—¡Atras! —grita el del sombrero.

Las llaves, el cinturón de herramientas... Parece el capataz de los trabajadores que me encerraron, y sujeta un látigo enrollado en la mano. Señala con el índice el pico que llevo en la mano, y yo lo tiro al suelo y lejos, indiferente, muy cerca de los pies del que forma primero en la fila. Y continúo mi marcha.

—¿Dante, es que no me reconoces? —digo, y señalo la espada—. Eso es mío.
—Esto nunca fue tuyo —dice él.

Pensé que miraba hacia algún lugar extraño, pero en realidad tiene las pupilas blancas. En la otra mano lleva la gema que Luchadora y Razón consiguieron en la cueva, ahora con el códice de Erudito fundido en ella, de forma grotesca.

—Han pasado muchas cosas desde que te fuiste —le digo—. El antiguo dueño de esa espada ya no está entre nosotros.

Él asiente, serio. Por un momento ha cerrado los ojos.

—Lo sé. Su antiguo dueño era más respetable de lo que tú serás nunca.
—Entonces sabrás también que los supervivientes se dirigen hacia aquí.

Aunque iris y pupila sean blancos, puedo distinguir cómo me mira de arriba abajo, aún asintiendo.

—¿A qué has venido, Eissen? —dice.
—A ayudarte.
—No necesito ayuda.
—Te convenceré —le digo—. Las mentes aún pueden sorprenderte.
—¿Por qué? —dice.

Levanta la espada de Razón contra mí. Indica al capataz que me registre... y así acabará viendo la marca de Miedo.

—¡Hay una mente acampada en lo alto de la montaña del este! —digo—. Además, el resto viene hacia aquí y están siendo perseguidas por unos monstruos que aúllan. Si llegan aquí, habrá problemas. Esos monstruos no se pueden tocar, pero ellos pueden tocarte a ti.

Dante baja la espada, poco a poco. Yo le sostengo la mirada, pero noto a través del reojo que el capataz frena el registro, indeciso.

—Nunca fui una mente —digo—. Solo fui un experimento.
—¿Y qué quiere un experimento como tú? —dice Dante.
—Me dejo llevar.

Ladea la cabeza, y comienza una sonrisa. El aura blanca le hace parecer distinto, ¿es su aura blanca, o también su actitud?

—Eres una caja de sorpresas, Eissen. Acompáñame.

Comienza a caminar hacia afuera. El capataz mira la fila de hombres quietos que aún están rígidos, a varios metros distingo la cara deforme de Pim sobresaliendo del resto. El capataz les grita que vuelvan al trabajo, y antes de que coja aire, ya se han abalanzado sobre el pico. No hago esperar más a Dante, y continúo la marcha con él hacia el exterior de la mina. A través del pasillo negro, parece que veo una luz al final, aunque para luz, la que desprende Dante de su espada y su gabardina, que reflejan y multiplican todos los destellos de la luz azul que emana de la gema que quería Erudito. Todo él reluce... de blanco y azul. Dejamos pasar a uno de los trabajadores, que nos adelanta con una vagoneta cargada por los raíles del camino, y cuando llega al final del túnel, los hombrecillos lo acompañan. Sobre todo, se escuchan los ecos del jaleo.
Por un momento pensé que me acostumbraría a la luz, pero he tenido que cerrar los ojos. A la derecha, una gran máquina, un horno gigante es alimentado por algo, por... cien rocas de carbón. Está rodeado de vida que corre a su alrededor. Hay hombrecillos, también veo a dos trabajadores de la mina, uno es el que tiene un brazo diminuto.

—Me sorprende que hayas vendido a tu compañero —dice Dante—. Te tenía por un chaquetero, pero no a ese nivel.
—Por el momento no he dicho nada cierto. Cuando le encontréis y sepáis que es verdad, verás que hablo en serio.

Un sonido de géiser gigante se escapa del horno, y llena la zona de hollín gaseoso. Ahora me alcanza el calor.

—En realidad, ya sabía lo de tu compañero —dice—. Le descubrieron hace unas horas. Nada de lo que has dicho es nuevo para mí.

Duch... ese tonto no tuvo la habilidad suficiente ni con el cuerpo ágil. Me doy cuenta de que estoy sonriendo, ¿pero cómo puedo ser capaz de sonreír?

—Y sonríes —dice—. Menudo sádico.

Entramos en el despacho del capataz, donde veo a Duch sentado en el suelo y con el cuerpo pequeño, con las muñecas esposadas a dos cadenas atadas a dos picas. Alrededor de las picas clavadas aún están los restos de gravilla. Los brazos están extendidos por fuerza, revelan varias cicatrices recientes en el pecho. Un hombre pequeño le apunta con un arma de fuego primitiva, y nos saluda cuando entramos. El resto de objetos de la sala parece haber sido apilado y amontonado encima de la mesa, que también ha sido arrastrada hasta la pared opuesta. Duch me mira, pero en seguida mira hacia abajo, y cierra los ojos.

—Mírale —dice Dante—. Si se le ocurre hacerse grande, las esposas le partirán las muñecas, y después de eso, le partirán el pecho de un balazo.

Duch sigue con la cabeza caída, y los pelos revueltos se la tapan por completo. Dante sigue hablando.

—Vamos a torturarle hasta que nos diga dónde está el resto.
—No será necesario —digo—. Les dejamos en un bosque al norte, uno que te atrapa en un bucle, pero no sé si seguirán allí.

Dante me mira, y sonríe.

—Era mentira —dice—. Sé dónde están las mentes. Vamos a hacerlo por diversión.

Avanza con lentitud hasta un cajón que hay en la esquina, y entre diversos cacharros, coge y despliega un látigo áspero, viejo. Extiende la mano para dármelo. Señala a Duch con la cabeza. Vaya.

—Y tú serás el que empiece los azotes —dice.

Cerca de la punta veo rastros secos de sangre. Incluso con el cuero tan doblado y desgastado, parece que sostengo una vara de hierro flexible. Miro a Duch, deshecho en el suelo, sin siquiera mirarme. El látigo parece que erosiona la piel de la mano solo con rozarla... no tenía pensado ensuciarme los dedos esta mañana.

—¡Vamos, Eissen! —dice Dante—. ¿Es que no te dejas llevar?

Aprieto el cuero entre los dedos. El primer latigazo le acierta de refilón y cerca de la rodilla, y aun así parece que le ha dolido. El segundo ni siquiera se le acerca. Lo enrollo, intento todo lo posible que no se me note que me tiemblan las manos, y lo vuelvo a desplegar. Cojo aire, levanto el brazo otra vez, y cuando el cuero baja acierta en un lado del pecho, he visto los trozos de carne saltar... y la sangre ha brotado deprisa.
Levanto el brazo otra vez, y lo dejo caer. Lo bajo otra más. Otra. Otra vez. Cuando paro, me fijo en lo apretada que tengo la mandíbula, y escupo la gota de sudor que acaba de entrar.

—¡Esta es por acompañarme! —digo—. ¡Imbécil! —El cuero le corta cerca del hombro—. ¿Cómo que no era capaz? ¡Soy capaz de todo lo que me proponga! ¡Y eres inaguantable! —Después de este golpe, se retuerce de dolor—. ¡Cuando eres pequeño eres lo peor!

Cuando vuelvo a bajar el brazo, no puedo hacerlo. La mano de Dante la sujeta.

—Quieto, vaquero —dice—. Le queremos vivo.

Las manos me tiemblan... No puedo respirar más despacio, por más que coja aire e intente atraparlo dentro, se me escapa, no puedo callar la respiración pesada, como si se me fuera el alma por ella. Dante coge el látigo de mi mano, lo retuerce sobre la suya. Con tranquilidad, vuelve a guardarlo, y le comenta algo al guarda, que ha bajado el arma en cuanto se ha acercado. Le responde algo demasiado bajo como para que yo le oiga, y señala las cuchillas de Duch entre otros objetos, encima de la mesa. Junto a estas, está la bolsa de hierbas de Social, prácticamente vacía. Dante levanta y examina las hojas, luego estalla a reír, y grita que es droga. Busca en el bolsillo derecho, saca un mando a distancia con un solo botón, mete las hierbas y encaja la bolsa en el fondo del bolsillo, y vuelve a colocar el mando. Vuelve hasta mí, despacio.

—No quiero matarlo —me susurra—, pero no puedo soltarlo hasta que acabe mi misión. Los guardias le mantendrán golpeado, para que su voluntad siga débil.

Miro al cuerpo escuálido, recorrido por diminutas cascadas de sangre, con la cabeza enterrada entre la melena.

—Me da igual —digo—. El objetivo ahora es Miedo. Porque vas a por él, ¿verdad?

Asiente en silencio, mirándome arriba y abajo. Yo me dispongo a salir del despacho hecho celda.

—Hay mucho que hacer, entonces —digo—. Dame una orden, y la cumpliré a rajatabla.

La mano de Dante me agarra de un hombro cuando ya estaba saliendo.

—De eso nada —dice—. Tú te quedarás en la forja. No quiero que pases de la puerta que lleva a la cadena de montaje.
—¿Qué? ¿Cómo te puedo ayudar entonces?
—Demasiado que no estás encadenado como Duch. —Sus ojos se pegan demasiado a los míos—. No puedo leerte, Eissen, por más que te miro a los ojos. No como antes. Te han hecho algo.

Llama la atención del guardia que le señaló las pertenencias de Duch, le ordena con un gesto que me tenga vigilado, y asiente. Dante se coloca el cuello de su chaqueta larga, y se marcha. Juraría que estaba sonriendo, juraría que yo también estoy sonriendo. Siento un cambio dentro, los nervios de quien acaba de dar un paso irreversible. Acaricio la marca de Miedo, a través de la tela de la camisa sucia y deshilachada.

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La luz de la mañana entra a través de la puerta abierta de la casa. El aire, aunque es frío, no es tan agresivo como el del bosque... y supongo que la manta tendrá que ver con eso. Los brazos están templados, y en efecto, el cuello y los pies los siento fríos. El suelo de madera es definitivamente más duro que el de tierra, o puede que  haya sido el cambio de ropa. ¡Au! Me duele el cuello, y siento el cuerpo como si le hubieran dado una paliza, pero sé que he descansado, porque he soñado mucho, y bien, pero no me acuerdo de nada. Stille me da un codazo sin querer, al desperezarse. Está bien que me duela el cuello... puedo decir que es una nimiedad, que puedo con ello, y me hace sentir fuerte.

—¿Qué hacéis todavía tumbados, si hace treinta segundos que he abierto esta puerta? —dice el anciano Bhimani—. ¡Arriba!

Miro alrededor de la habitación. Entre la cama, donde ese anciano ha dormido, y la puerta, están todos los huecos cubiertos por los cuerpos de las mentes. Los pies de Energía están sobre mi cabeza. Sin embargo, se ha vestido y ha abierto la puerta sin que le oiga. Después de que me golpee suavemente con el bastón en la ceja, me levanto con agilidad. Los pantalones los siento tirantes.
Todos comienzan a sentarse alrededor de la hoguera, pero Bhimani nos detiene a Stille y a mí.

—Vosotras no desayunaréis. Entrenaréis ahora mismo.
—Necesitamos fuerzas para enfrentarnos a Dante —digo.
—No. Necesitáis disciplina.

Bhimani va a golpear con suavidad mi brazo, pero bloqueo el bastón con el hueso rígido debajo de la muñeca. Después, coge los dos sais de Stille, sobre un barril, luego abre el barril, y enterrada en el agua que hay dentro, saca mi espada negra. Le extiendo la mano, pero camina con ella, nos lleva a las dos a la parte trasera de la casa, cerca del puente tosco que cruza el río, donde hay tres muñecos de entrenamiento, hechos con piedras, ramas y troncos.

—¿Sabes combatir? —pregunto.
—Sí —dice el viejo—. Estuve entrenando aquí, hasta hace tres o cuatro años, desde que mi cuerpo ya no lo aguanta. Julio no había cumplido aún el primer año.

Julio. Nos da las armas, y la mía está fría como si fuera hielo escarchado. Nos indica que nos pongamos frente a los muñecos de entrenamiento, yo a la izquierda, Stille en el de la derecha, y nos manda cortar en forma de equis frente a él, pero sin tocarlo. El metal está frío como un condenado.

—Dices que quieres ayudarnos —digo—, pero en realidad sabemos poco de ti. De qué conoces a Dante. Cómo sabes que Julio existe. Entre otras cosas.
—No tengo nada que ocultar —dice—. Soy Bhimani, miembro del círculo en la isla de Inconsciente.

Los cortes no son el problema, ni siquiera he empezado a calentar, pero el frío me está agarrotando los músculos. Stille no parece tener problema, ni siquiera está en tensión. Su metal no ha sido sumergido en agua toda la noche. Ella mira al viejo, y dibuja un círculo en el aire con mirada de no entender, pero Bhimani le ordena mirar al frente, y que se tense como si estuviera combatiendo.

—¿Qué quieres decir con un círculo? —digo.
—No es un círculo. Es el Círculo. Un grupo de mentes que no funcionó según los planes de Los Creadores.

Él me regaña por no mover la espada, luego por estar mirándole a él. Pero el frío me lo está poniendo difícil.

—¿Conociste a Los Creadores? —digo.
—Sí. Cuando me crearon, y cuando aparecieron, en el momento en el que consideraron que el mundo no tenía suficiente equilibrio.
—Os mataron.
—No. Nos cambiaron de puesto. Por aquel momento el ojo del que llamáis Mentes apenas se había abierto alguna vez. Dejamos de ser mentes, y ellos nos ubicaron en el inconsciente.

Detengo los golpes, él me vuelve a regañar, dice que si vuelvo a detenerme, dejará de hablar. He oído hablar del inconsciente a través del mundo en el que Mentes vive, paparruchas de documentales en los que gente experta cree conocerlo, pero bien pensado, nosotros tampoco sabemos qué es. Apenas siento mi mano, la espada me arde.

—Pensaba que el inconsciente era el propio Inconsciente —digo—. Que él era... eso.
—Es más complicado —dice Bhimani—. Vuestra función como mentes consiste en dirigir y ordenar, decidir sobre las decisiones de Mentes. Nuestra función en el Círculo consistía en decidir qué estímulos eran más importantes. Redirigíamos las crisis hacia la catástrofe natural más fácil de combatir para vosotras.

Le miro, pero esta vez sigo cortando en equis el aire, y él, aun así, me regaña. Cuando se levanta el aire, la hierba que bordea los pies desnudos me hace cosquillas. Stille está haciendo una mueca, pero no puedo verla con claridad.

—Hablas en pasado —digo.

El hombre agacha la cabeza, y parece triste. Vuelvo la cabeza al frente, antes de que me descubra, y Stille lo hace en cuanto me ve.

—Miedo acabó con el Círculo —dice—, hace quince años.
—¿Los mató?
—No. Miedo no mata. Los absorbió a todos, tiene su... manera de controlarlos. Son ellos, pero ya no lo son.
—Sé lo que es eso —digo.
—Controló a todos, menos a mí y a mi compañero. Hace ocho años que se murió por enfermedad.
—Lo siento —digo—. ¿Entonces Insconsciente también está siendo controlado?

No sé si el anciano no habla o el sonido de la espada cortando el aire ha tapado su respuesta, por eso le miro. Él niega con la cabeza, entristecido. Si ahora mismo se resbalase la espada porque mis dedos se quedaran sin fuerza, no me sorprendería.

—Inconsciente no puede controlarse —dice Bhimani—, pero es básicamente su rehén. Él usó su poder y nos abrió un portal hasta aquí poco antes de que Miedo le asediase. Nosotros pudimos salvarnos, pero él no podía escapar de Miedo. La isla ahora es suya.

Me pregunto si, de haber ido todos juntos a esa isla, plantando cara, hubiéramos frenado a Miedo desde el principio.

—¿Cómo ocurrió? —pregunto—. ¿Cómo se hizo con el poder?
—Miedo consiguió un ejército, porque tuvo ayuda —dice Bhimani—. Pero solo fue una distracción... Contaminó el subsuelo. Las plantas enfermaron, luego los animales.
—Parece un proceso largo —digo.
—Lo fue, y ninguno quisimos verlo. Pudimos haberle parado antes de que Dante apareciera, y no hicimos nada hasta que fue demasiado tarde.

Por más que cojo la espada con todas mis fuerzas, siento que se me escapa de los dedos, no los siento. Si están agarrotados, no lo sé, tampoco si aún pertenecen al cuerpo. Al contrario que yo, Stille se encuentra firme frente al muñeco, y apenas veo el filo del puñal. Qué envidia.

—No pares de hablar, anciano —digo—. ¿De qué conoces a Dante?

De reojo le veo acariciarse la barba blanca, y se acerca a mí, para corregirme la postura en la espalda, la pierna, y el hombro derecho.

—Apareció un invierno, hace mucho tiempo —dice—. Farfullaba palabras sin sentido, frases a medias, asustado.
—¿De dónde venía? —digo.
—No vino. Apareció.
—¿Montado en un caballo azul y brillante, con alas?
—No —dice—. Desnudo, con melena larga, él solo.

Quiero imaginar a Dante en esa situación, pero me es imposible, porque Dante era el hombre que todo lo hacía bien, el guapo y apuesto, el de ropas brillantes y siempre limpias, que siempre se cuidaba, y siempre sabía lo que quería. Los silbidos de la espada negra se volvieron más graves por un instante, pero volví a insuflar fuerzas al brazo. Creo que puedo contra este frío.

—Por favor —digo—. Sigue.

El hombre se toma su tiempo, para corregir a Stille un mínimo, apenas una corrección minúscula. Ni que ella lo hiciera tan bien... al fin y al cabo, he hecho este ejercicio miles de veces, es un mero calentamiento que no debería hacerse más de cinco minutos seguidos. Y su puñal está templado.

—Anciano —digo.
—El chico estaba confundido. No paraba de decir que estaba en el otro lado del mundo, o algo parecido.
—El otro lado del mundo —digo.
—Le vestimos. Pronto descubrimos que era una mente, pero mucho más antigua, así que pensamos que fue obra de Los Creadores. Pero al pronunciar ese nombre, enloqueció.

La imagen de Dante enloquecido no existe en mi imaginación. No sé siquiera cómo es su cara de sorpresa. Sí le he visto arquear las cejas, pero lo hacía cuando algo le parecía extraño, o cuando un chiste no le hacía gracia.
El anciano cuenta que él y los suyos le investigaron, y descubrieron que tenía poder dentro de él, que era diferente a las mentes que había por entonces.

—Uno de los nuestros, que era bueno en la fabricación de armas, le diseñó una espada que solo obedecía su voluntad. —Aunque esté detrás de mí, le escucho suspirar—. Fue un gran regalo. Dante se quedó con nosotros un tiempo, aprendió nuestras costumbres, a hablar como nosotros. Una vez cometimos un error en una discusión de Mentes con su padre, y el problema se manifestó en nuestra isla. Dante acabó con él en cuestión de segundos.
—¿Y después? —digo.
—Se marchó.

Bhimani vuelve a corregir la postura de mi espalda y la del hombro.

—¿Qué? —digo.
—Solía dar paseos durante días, en los que exploraba la isla. Él mismo nos avisó de la contaminación de las Pozas Grises, pero no le dimos importancia. Un día no volvió de sus paseos. Casi todos pensaron que había muerto, pero algo me decía que seguía vivo. Hace nueve o diez años, cuando le vi... no había cambiado nada. Fui creado para ser longevo, pero incluso a mí me envejecen diez años, pero él... era el mismo.

Después de suspirar, Bhimani choca las manos, y nos obliga a acelerar el ritmo. Empiezo a dominar el frío de la hoja, y ya me estoy acostumbrando.

—¿Cuántos años tienes, anciano? —digo.
—Muchos.
—¿Mil años? —digo.
—No, pero seguramente esté cerca de los doscientos.
—¿Cómo es posible, si Mentes tiene cuarenta? ¿Cómo han caído civilizaciones enteras?
—Los tres primeros años de Mentes fueron convulsos —dice—. Cuando era joven, un día para Mentes era muchos meses para nosotros.

Le miro, con una cara de... ¿sorpresa? O quizá sea incredulidad. Descanso el brazo derecho y lo estiro, para acabar de vencer al agarrotamiento. El frío, otro enemigo derrotado en combate. La mirada del viejo se oscurece, y golpea el suelo con su bastón.

—Ya os lo dije, si parabais, dejaría de hablar. Trabajad más duro la próxima.

Él se va, pese a que le digo que se quede. Stille no ha parado de blandir el puñal, y me mira, negando con la cabeza. Digo que lo siento, casi un susurro, y ella sonríe, pero lo disimula. Así seguimos, con el ejercicio de calentamiento, durante lo menos una hora. El sol sube y sube, tanto que nunca lo había visto subir tan despacio, pero el anciano no vuelve para mandarnos otro ejercicio. No lo entiendo, ¿qué hacíamos aquí? Él nos prometió hacernos más fuertes, me prometió... controlar la gema de mi frente. El mero hecho de pensarlo me revuelve los intestinos, no sé si de nervios, o de las ganas de salir corriendo. Nunca me planteé que esto pudiera ser controlado, era el precio que pagar por seguir viviendo, o al menos eso es lo que creía. No he querido recordarle lo que dijo, no quiero atosigarle, pero Madurez lleva semanas presa, y necesita salir de esa torre. Necesitamos estrategia, la mente centrada, no desperdiciar nuestras pocas fuerzas bailando como idiotas frente a muñecos inertes, mientras el viejo habla a lo lejos con Energía, cerca del árbol frondoso de hojas rosas. Allí está Energía, sentada de rodillas, mientras nosotras seguimos calentando. A veces, de sus ojos salen enormes llamas aguamarina, y luego se lleva las manos a la cara, y Bhimani le sigue dando instrucciones. Apenas les oigo, pero le he oído a él hablar algo sobre aceptación, y a ella responder con que no puede hacerlo.
Stille, sin embargo, sigue ensimismada con su ejercicio. Sé que ella solía practicar uno prácticamente similar, y lo alternaba con sus sesiones de puntería y sus meditaciones. Todos esos ejercicios, abandonados desde aquello. Tal y como se mueve, balanceando un poco la cintura, parece estar poniendo en el ejercicio todo el empeño. El pelo liso resbala en la tela blanca... parece un ángel, uno sudoroso, pero igualmente bonito.
Miro el muñeco de piedra y madera frente a mí, siempre el mismo, siempre inmóvil. Mido la perfección de mis movimientos con la cuadratura de sus hombros, de forma que la espada corte en el punto exacto en el que su cuello ficticio y su brazo se unen. Pero la cabeza no es simétrica, y está más torcida hacia el hombro izquierdo. Eso complica las cosas. ¿Y si ese muñeco fuera Dante? Le cortaría en esos dos puntos, una vez, otra, ahora lo he hecho un poco mal, pero lo compenso con cuatro buenos cortes, ahí van dos, y ahí los otros dos. Le cortaría tan rápido y tan fuerte que no tendría tiempo de contestar, no me quitaría la espada como la última vez, ni me dejaría en el suelo. Ni siquiera Energía tendría que rescatarme. Con cada batida del brazo, los detalles de la roca y la madera se vuelven cada vez más familiares. Es mi muñeco. Es mi enemigo, y lo domino como dominé el frío en mi mano.

—Tu rubí está brillando.

A mi izquierda susurra Bhimani, pero debe estar mintiendo. Incluso los últimos días sentía una molestia en la cabeza, el recordatorio de que eso seguía en mi frente y estaba vivo, pero ahora no siento nada, quizá porque se ha apoderado de mí sin avisar. ¡Pero ahí está el brillo rojo! Estoy tan acostumbrada a ver todo de ese color...
El brazo se descoordina, y antes de que pueda poner remedio, he caído al suelo. Me cuesta enfocar con los ojos, ni siquiera sé si los tenía abiertos. Junto a mí veo al viejo, que indica con el dedo que calle. Se acerca a Stille.

—Ella no va a volver.

Como si fuera magia, Stille se ha desequilibrado, y ha caminado hacia atrás hasta que ha caído de culo contra la hierba. Mi cara, seguramente, fuera la misma que la que está poniendo ella.

—¿Qué nos has hecho? —le digo a Bhimani.
—Demostrar la base de vuestro desequilibrio —dice.

Y, sin más, nos dice que la comida está lista. Las dos nos miramos, y parece que las dos entendemos lo mismo. Le pregunto qué ha querido decir con eso, y él no responde, tan solo nos indica que la comida está lista.
Empezamos a comer en silencio. Social tiene el trozo de carne entre los dedos, pero no lo prueba, está temblando y destemplado bajo una manta, y Jacob le frota los hombros. Entre el humo del pequeño fuego hay un clima tenso, siento que la tranquilidad del trino de los pájaros y el rumor del agua, la sensación de seguridad, esconde detrás un puñal que podría cortarnos en cualquier momento. No sé si los demás se sienten así, o si no hablan porque nadie más habla, o simplemente no tienen nada que decir. Me fijo en que los ojos de Social están rojos, la piel pálida, el pelo y la barba sin brillo. Jil parece nervioso, no para de frotarse las telas que cubren sus antebrazos. Energía también se los acaricia, mientras parece estar mirándole. Más allá del pelo rojo y revuelto, veo en sus ojos aguamarina... ¿Son eso pupilas?

—Energía... —digo—. Tus ojos...

Ella sonríe, y se toca la cara. Cuando se echa el pelo atrás de un movimiento de cuello, Jil se revuelve en silencio.

—Jacob ya me lo ha comentado —dice ella—. Ojalá hubiera aquí un espejo, apenas veo nada en el agua, pero sí. Solo he entrenado con Bhimani un par de horas, pero ya noto los progresos. —Mira al anciano, luego se pone seria, y coge aire—. Él ha... ha dicho...

Gesticula con los brazos, pero no arranca a hablar. El anciano llama su atención, y ella respira tal y como él le indica. Se está calmando.

—Él ha dicho que debo aceptar mi fragilidad. La idea de la muerte... nunca se me había pasado por la cabeza. Todo esto, comer, dormir, es nuevo para mí. Incluso defecar.

Stille hace una mueca, con la comida en la boca. Echa el pedazo masticado de la boca y lo deja sobre la palma de una de sus manos. Una bruma aguamarina que sale de los dedos de Energía comienza a arropar el pedazo y a levantarlo en el aire, lo mueve, y lo echa sobre la hoguera. Me recuerda a la bruma de Servatrix, pero Energía está consiguiendo interactuar con la materia. Con la mano libre, arremolina un aire verdoso que deforma el fuego durante un segundo. Bhimani sonríe.

—Energía, es impresionante —digo.
—Me da miedo tanta inseguridad, tantas ideas contradictorias, Luchadora —dice—. Me da miedo el propio miedo. Pero a la vez, estoy liberando algo dentro de mí... y sé que puedo hacer mucho más.

Las pupilas de intenso verde se clavan en las mías como un gancho. El anciano no mentía... realmente puede hacernos más fuertes. Sin embargo, yo no noto avance.

—¡Esto es una pérdida de tiempo!

Jil explota entre las celebraciones del grupo, se encuentra en tensión, con las manos agarrándose la tela de las rodillas hasta el desgarro.

—¡Estamos aquí —dice—, sentados, mientras mi hijo necesita nuestra ayuda!
—Jil —dice Energía—. La inversión está resultando favorable. Estamos...
—¡Mi único hijo! —grita él, y la señala.

Jacob bordea la hoguera para acercarse a él, de cuclillas.

—Compañero, espera solo unos días. Tenemos que reponer fuerzas.
—¡Repondré fuerzas cuando mate a Dante! —dice Jil.

Nos mira a todos, luego coge una rama con el borde de ceniza, y con un grito la lanza lejos. Bhimani cierra aún más los ojos cuando suena el chapoteo, y después de eso, nada, solo el rumor del río.

—Yo también pienso matar a Dante —le digo—, y rescataremos a los dos niños. Tienes mi palabra.
—¡Optimismo estaba en lo cierto! —mientras Jil habla, me está mirando—. Debí haberle acompañado, él ya está cerca de su torre. Aun así, Luchadora, me fío de tu palabra. Para bien o para mal, siempre has sido sincera conmigo.

Cuando lo dice, miro a Energía. Ella ya me estaba mirando, seria, con sus nuevas pupilas.

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