21 de agosto de 2018

Galerna.


Me levanto. Cuando dejo el último hueso limpio sobre la pila que hemos dejado en la hierba, el viejo lleva ya un rato quieto y con los ojos cerrados, meditando. En el momento en el que me siento, me dice que me reúna con él junto al sauce rosa. Juraría que no ha abierto los ojos para comprobar que hubiera acabado. Ahora, debo ir a ese árbol.
Mientras el resto de mentes conversan, yo les doy la espalda. Me centro en la belleza del árbol, las ramas finas que descansan sobre la superficie del agua... las raíces crecen dentro del río. Junto a él, la cascada, una caída de tres o cuatro metros de ruido, y el río se pierde hasta el final del valle, donde ya se tuerce, en dirección al mar.

—Esta tarde meditaremos.

El anciano no ha hecho ruido, ni siquiera ha aplastado la hierba que hay tras él. Con las mangas unidas, las manos ocultas, me mira con sus ojos rasgados. El sol del mediodía marca todas sus arrugas. Sonríe, pero no lo noto hasta ahora.

—No se me da bien meditar —digo.

Los dos nos sentamos frente al árbol, la hierba húmeda me hace cosquillas en los tobillos. La ropa de tela se ciñe al cuerpo, y cae. Me fijo en el árbol. Las hojas que bailan bañadas por el agua, o las que se mueven con el aire. Sus ramas son tan largas que eclipsan el cielo... copan mi vista, y no cabe nada más.
Es una imagen muy tranquila, digna de un buen retiro. Si todas las mentes pudiéramos tener hijos, pronto una camada de muchachos permitiría que pudiera retirarme... y aun así, no querría, en el fondo.

—¿Meditar? —Bhimani me sorprende, después de tanto tiempo callado—. Todo el mundo sabe. Solo así descubrimos qué sentimos, qué somos.

Juraría que el rubí en mi frente ha brillado, por un momento. Estaba tranquilo, en silencio, pero le he escuchado dentro de mí, como un susurro, una amenaza.

—En realidad... no quiero meditar —digo, y me toco el rubí—. No quiero sentir esto.
—Ese es el problema —dice—. ¿Qué temes? ¿Hacer daño al resto?
—Peor. Que me posea.
—Nunca serás tu padre.

Le miro a los ojos. Ahora mismo tengo tantas preguntas que me quedo callada. ¿Cómo...?, es lo único que alcanzo a decir, pero así me quedo, como una niña tonta e inocente.

—Sé de dónde viene la gema de tu frente —dice—. Sabíamos todo sobre vosotros. Éramos vuestra ayuda en las sombras.

Me aparto el pelo que se pone en mi cara por el viento. Trae a mí el olor de flores, de humedad viva.

—Ira —dice, y señala la joya—. Ese rubí es la esencia de lo que una vez representó tu padre.
—¿Cómo sabes que no seré él si me rindo ante esta cosa? —digo—. Tú no lo entiendes, él era muy escurridizo... nunca sabías si estaba realmente muerto.
—Incluso aunque seamos de otra manera, nunca dejamos de ser nosotros mismos.
—No me atrevo a meditar.
—Si lo haces, conseguirías el poder que necesitas, y responder a tu gran pregunta.

Respiro hondo, cada vez más rápido, hasta el punto de ver en las hojas rosas puro caos y el río alterado, cierro los ojos, y cojo aire despacio y por última vez. Lo expulso poco a poco. El viento, templado y húmedo, que entra a través de las costuras de la tela. El sudor, que recorre mi piel de forma insegura, está caliente. En la casa, en primavera, solía oler de este modo, a tranquilidad, a paz, a belleza. No fui capaz de apreciarla en su momento, demasiado concentrada en las amenazas que podrían venir. Ni siquiera vi venir las amenazas. ¿Me relajé, o siempre fui así de negligente, de inocente? Cuando las paredes del antiguo palacio, en el norte, no estaban cubiertas de hielo, hace veinte años... ¿era una mejor soldado?
Una soldado. Condecorada con las medallas a las victorias más pírricas. Siempre ganando de forma violenta, siempre con arrepentimientos, siempre con muertos. Yo misma morí, el día de mi fracaso. Me creía invencible, pero apenas podía caminar. Reté al enemigo porque me sentía libre, pero todo era una mentira, porque aunque me sienta libre y aunque descubra que he superado un defecto, siempre aparece otro que viene detrás, siempre me confío, y el defecto me atrapa, me hiere, me mata. Me mata.
¿Cómo puedo estar aquí sentada, tranquila, cuando ni siquiera he podido asimilar por qué huele diferente la hierba desde que volví a abrir los ojos? La fuerza que se esconde en la joya escapa a mi comprensión, cuando, por más que me lo repito, no logro aceptar que esta joya me negó la muerte. Mi alma ya no es mía. Y sin embargo, sigo fracasando.
Del gran monstruo sin ojos que se tragó a mi Humilde, a las pupilas doradas de mi padre. Y de ahí, al gran ojo de Mal, y los tres de Los Creadores, brillantes. Hay restos del cráneo de Defensor posados en las rosas. Esperaba el disparo, el que quitaría la vida a un hombre que ha cargado lava sobre su espalda, pero no reaccioné. Debí atacar, pero no lo hice. Susurro ha muerto. Me daba tiempo. Razón recibió el disparo, delante de mis narices. Fracaso. Vergüenza. ¡Vergüenza! ¡Vergüenza! Y en medio de todo, un vórtice rojo oscuro, en cuyo centro solo hay negro infinito, y de él sale el suspiro que agarra mi garganta y la reclama como suya.

Estoy gritando, entre jadeos. Veo una mancha oscura que deshace la hierba, pero esa mancha es la ropa de mi pierna. Bhimani sigue junto a mí, pero sus ojos están cerrados, no hay mentes conversando junto a la hoguera. No hay aire, el sauce se encuentra inmóvil. El sol ilumina menos.

—¿Qué ha pasado? —digo.

Sé que la angustia de mi tono no representa del todo mi estado.

—Has meditado —dice el viejo.
—¡Esto no es meditar! ¡Esto es monstruoso!

Me pongo de pie. Echo de menos mi espada negra ceñida a la cintura, y mi armadura.

—Luchadora —dice—, no te vayas, por favor.
—¿En qué me va a ayudar esto a derrotar a Dante? ¿Y a Los Creadores?
—El poder bastará para derrotar a Dante. Pero necesitarás algo más para vencer a Los Creadores.
—No son dioses —digo.
—Haces bien en creer que no lo son. Pero, ¿qué hiciste cuando los viste?

Miro hacia otro lado. Aprieto la mandíbula.

—Los Creadores son los seres más poderosos de este mundo —dice—. Pero el poder conlleva reglas. Ataduras.

Me hace el gesto para que pueda volverme a sentar. Ha dicho reglas. Siento la hierba húmeda incluso a través de la tela fina. No paro de jadear, pero estoy dispuesta a escuchar en silencio. Sigo viendo el vórtice rojo en mi cabeza, pero no necesito los ojos ahora.

—Cuéntame todo, anciano —digo.
—Dime, Luchadora. ¿Sabes lo que comen los tiburones?

Suspiro. Sé por qué lo ha dicho. Hace poco, Mentes vio ese documental en la televisión.

—Focas —digo.
—¿Qué me dirías si nado con el cuerpo horizontal, tal y como lo haría una foca, en aguas de tiburones, y me muerden hasta morir?
—Que te lo habrías ganado.

El anciano sonríe, y asiente con la cabeza. Sigo viendo el rojo y el negro, cuando cierro los ojos, y tengo ganas de correr a un lugar apartado.

—¿Qué dirías —dice—, si un ave de colores llamativos comienza a cantar y mover las alas en el claro de un bosque, y un lince salta sobre ella?
—Lo mismo. ¿A dónde quieres llegar, viejo?
—Lo mismo pasa con Los Creadores —dice—. Siempre sobrevivirás, si sigues sus reglas.
—Ayer dijiste que ellos diseñan las reglas, que saben todo lo que va a pasar.

Bhimani niega con la cabeza, despacio.

—Resuelve esto —dice—. ¿Cuál es la forma de entrar lo más rápido posible a la casa que tenemos detrás de nosotros?
—¡No quiero resolver! ¡Acabo de ver algo horrible!
—Resuelve.

El sol de la tarde ilumina la cabaña de madera. Stille se encuentra al lado, haciendo el mismo ejercicio de esta mañana. Miro otra vez la cabaña.

—¿Es necesario? —digo.
—Sí.
—Corriendo con todas tus fuerzas. ¿Cómo si no?
—Falso —dice—. La forma de entrar más rápida es colocarse junto a la puerta.
—¿Qué? ¡Eso es trampa!
—Los Creadores han creado y destruido generaciones de seres vivos cada vez que se equivocaban con su idea. Ellos crean la guía, saben cómo se van a comportar... pero siempre podemos resolver sus preguntas con otro modo de pensar.
—¿Y eso significa romper sus reglas?
—Así es.

Dante rompió sus reglas... ¡nosotros solo nos defendimos!

—Espera —digo—. ¿Estás diciendo que nosotros nos lo buscamos?
—¿Hubieran atacado Los Creadores si les hubieseis dado la ubicación de Dante?
—Si tan poderosos son —digo—, ¿por qué no la descubrieron ellos?
—¿Hubieran atacado si las mentes conservaran su poder de dirigir?
—¡Basta!

Me levanto. El rubí silba, vuelve a brillar, y me quita las fuerzas en las piernas... pero me esfuerzo para seguir de pie.

—¡No puedes decir eso de mis amigos! —grito—. ¡No tienes derecho, no tienes ni idea! ¡Ellos no se buscaron nada, solo querían lo mejor para todos, pero se ve que Mentes solo quiere autodestruirse! Eran seres vivos, como tú y como yo, ¡seres vivos con corazón y con problemas! ¡Irremplazables!

Sé que me estoy hiriendo las manos con las uñas, pero no dejo de apretar las manos, ni separo mi vista de los ojos del viejo, que no parece asustado, ni más pequeño. Tan solo me mira.

—No pretendía ofenderte —dice—. Lo siento. Sí, sin duda eran grandes mentes que no merecían morir, Luchadora, pero no te confundas. Nadie es irremplazable. Toda mente puede ser cualquier otra si se lo propone.
—¿Me dices qué va a hacer Mentes sin Razón, Bhimani?
—No conocemos el destino. Hasta los problemas más grandes acaban teniendo solución.

Miro alrededor. Energía, que también estaba meditando, me está mirando. Aflojo las manos. Me he hecho tres heridas con las uñas.

—Todos los problemas tienen solución, sí —sigue diciendo—. Los Creadores son fuertes, pero quizá puedan ser vencidos.
—¿A qué te refieres?
—¿Recuerdas las reglas? —dice, y yo asiento—. No solo se trata de evitar que te ataquen, también puedes usarlas a tu favor contra ellos. Son tan poderosos que se limitan a tu imaginación. Energía me contó que se fueron caminando mar adentro, pero eso solo fue porque vosotros creísteis que no respiran y no pueden volar.
—¿Con vosotros podían? —digo.
—Sí. Levitaban, sin necesidad de propulsión.

Lo que cuenta parece magia. Si está en lo cierto, podría ser nuestra única baza contra ellos.

—Podéis encerrar su poder, siempre que la jaula tenga sentido —dice—. Convenceos de que su cañón solo tiene seis balas, y solo dispararán seis. Convenceos de que su armadura puede romperse, y podrá hacerlo.
—¿Cualquier cosa? —pregunto—. Incluso... ¿pensar que son mortales?
—Sí, siempre que vuestras limitaciones sean coherentes. De todos modos, debes saber que esta teoría... no sé hasta dónde llega. Nunca nadie ha combatido contra ellos.

Escucho gritos de animal lejos, mucho más allá de la casa, donde el bosque. Chillidos. Me levanto, camino rápido sobre la hierba, igual que ha hecho Energía, igual que hace Stille, que se toca la cabeza después de correr torcido, como si estuviera saliendo de un trance. Las tres nos juntamos, a lo lejos puedo ver las siluetas de dos figuras que se mueven. Están lejos. Una no es grande, la otra lo es mucho... ¡Sombra y Lorraine! Stille sale corriendo, yo también, a menor paso. El aire frío infla mi camisón, y se hincha a mis espaldas. El pantalón me tira en la parte interior de los muslos. Jil y Jacob también caminan rápido hacia las bestias, parece que ellos estaban dando un paseo por el valle. Una piedra acaba de clavarse entre el pulgar y el índice del pie. Pero, por más que corremos y las llamamos, las monturas corren hacia ninguna parte. A saber el tiempo que llevan buscándonos...
Sombra ve a Stille, porque el caballo negro corre hacia la muchacha de blanco, pero la Señorita Lorraine... no responde, sigue trotando hacia delante. Se para, de pronto. Gira, hasta mirar al grupo, y se acerca dócilmente. Solo cuando está muy cerca veo la bruma aguamarina que sale de sus ojos, miro atrás, donde Energía la controla, quieta y de pie, con los ojos intactos, los dos cuerpos perfectamente controlados.

Stille coge las dos riendas porque la Señorita Lorraine me evita a toda costa. Camino con ella, más cerca de Sombra que de la jabata, hasta un sauce que hay cerca del río, pero algo lejos de la casa, donde Stille engancha las correas. Sale de la pila de ramas, apartándose las hojas que se han enganchado con la tela, escupe otra de la boca. Me saluda con calidez, pero la noto agotada, así que tiene que ser evidente, porque he podido verlo con solo la luz de la luna. Bueno, aún queda sol... a una pequeña parte del cielo le queda un destello naranja, justo donde el terreno sube y ya no veo qué hay detrás. Miro a Stille, le pregunto cómo está, sin hablar, con los mismos gestos que utilizaría ella, y ella asiente. Está bien. El cuello de su camisón blanco es ancho, y veo la cadena de su colgante.

—Se supone que teníamos que descansar y coger fuerzas, pero a nosotras nos está agotando —digo—. Después de comer me tuvo meditando, y no ha servido de nada.

Ella se encoge de hombros, y hace unos gestos con las manos que no acabo de comprender. Esperemos a ver qué pasa, es lo que he entendido de ellos.

—Mientras esperamos, Madurez sufre —digo—. No podemos esperar demasiado.

Ella vuelve a encogerse de hombros, mientras rasca el cuello de sombra con las manos. Sonríe y le mira, incluso frota su frente contra la del animal. La crin negra brilla con la luna, pero su piel negra, no. Sus ojos son rojos, algo brillantes, y pese a ese aspecto afilado, fantasmagórico, Sombra responde a las caricias de Stille con un pequeño gruñido. Ella rebusca en sus alforjas, y saca de ahí diversas armas, todas atadas con un cordel fino. Me las entrega, y me pide que las lleve afuera de la casa, junto con sus shai. El kunai que está arriba se resbala y pronto va a salirse del cordón. Stille tira de la cadena de metal hasta sacar el colgante, y lo agarra fuerte con la otra mano. La noto coger aire, y con la otra mano, sigue acariciando al animal.

—El anciano te dijo que ella no volvería —digo—. Por más que pienses en ella, todo va a seguir igual.

Se cruza de brazos y arruga la nariz, luego levanta la mano, como diciendo que le da igual.

—Es posible que lo que vayas a hacer sea lo que te esté descentrando —digo.

Ella no contesta. Después de quedarse quieta, vuelve a levantar la mano, y se encoge de hombros. Sigue acariciando a su caballo, y con la otra, su collar.

—Venga, dámelo. Eso te ayudará.

Le toco el hombro, pero ella reacciona de forma violenta, me empuja con uno de los brazos, y el kunai ha caído al suelo. Cuando lo recojo, otro kunai y una estrella de metal han caído también. Me levanto, sujetando las armas con los dos brazos, mientras ella protege el colgante también con sus dos brazos. Niega con la cabeza, da unos pasos atrás, hasta que la luz de la luna es demasiado tenue para definir los detalles de su pelo negro.
Sombra parece quejarse, como si reclamara que Stille se quedase con él un poco más, o quizá se sienta incómodo conmigo. La Señorita Lorraine duerme profundamente, con uno de los colmillos rebajado a la mitad. ¿Por qué le he dicho que me dé su colgante? Doy media vuelta, y me voy. Aunque no podía ver bien la cara de Stille, es como si supiera con qué ojos me estaba mirando.
Encuentro a Energía sentada encima de una tela, junto a la hoguera. Una ráfaga de viento frío levanta sobre sus piernas una de las esquinas, casi apaga el fuego de enfrente. Me llega de ella el aroma a necesitar una ducha y un cambio de ropa. Yo también apesto. De sus dedos brota un humo aguamarina dirigido y controlado, se mueve hasta la tela y la desdobla, sin que ella se moviera. Sí que se mueve para dejarme un hueco junto a ella. Me froto los pies. Están tan fríos que ni siquiera noto la diferencia entre la hierba y la tela.

—Nunca te había visto así, Luchadora —dice.
—¿Cansada?
—Abatida.

Parte de mi cuerpo pisa la hierba húmeda. Me parece bien que Energía ocupe más de la mitad de la tela, nunca he querido un trato preferente, pero estoy deseando que me deje entrar.

—Estoy viendo la torre de Dante —dice.
—¿Está Madurez bien?
—Voy a intentar acercarme.

Con las pupilas marcadas que tiene ahora, la veo mirar al árbol junto al río, a la montaña que nos separa de la torre, a veces a mí. Y con pleno control de su cuerpo, ya es capaz de controlar otro animal a tanta distancia.

—Estás mejorando mucho —digo—. Haces que parezca fácil.

Ella solo levanta la mano, parece que ha visto algo.

—No veo a Madurez —dice—. Pero Dante se ha armado mucho. Veo tanques, que se están metiendo en una especie de fábrica, en el acantilado. Han llenado el bosque por el que deberíamos entrar de antorchas.
—Saben que venimos.

De pronto, ella abre los ojos y levanta las dos manos hasta la cara. Aunque mueve las pupilas, está paralizada. La llamo, pero no responde. La agito desde el costado.

—¡Energía! —digo.
—Mi ave ha muerto, Luchadora. Un rayo blanco... un disparo. No lo he visto. Me han descubierto.

Se lleva las manos a la cabeza, y las curvas rojas de su pelo tapan sus ojos. Coloco la mano en su hombro, pero ella empieza a respirar de forma agitada.

—Tranquilízate —digo.
—¿Y si ahora hacen algo a Madurez? Es que... Es... Esto es...

Sigue así unos cuantos segundos, y no hace caso a mis palabras. No responde cuando la llamo, ni se calma por más que se lo digo. Al final, le doy un tortazo en la mejilla... y aunque me sorprenda, ha funcionado.

—¡Basta! —digo—. Deja de angustiarte por lo que no podemos saber. No pasa nada.
—Es que... si yo muriera ahora, sería horrible. La muerte es... lo peor. Y no quiero que le pase a Madurez.

Le digo que se tranquilice, se lo vuelvo a decir. Después de repetirlo por lo menos diecisiete veces, empieza a funcionar de verdad. Y yo procuro que no me contagie de sus pensamientos negativos. Para cambiar de tema, le cuento las reglas que podrían destronar a Los Creadores. Ella escucha, pero sigue afectada.

—Tendría sentido —dice—. Los dioses de un mundo mental deberían estar regidos por el pensamiento. Si diseñamos limitaciones plausibles, podrían caer. No solo eso.

Intenta empezar la frase cuatro veces. Al final, para y coge aire, me mira.

—Si fuera cierto que sus poderes pueden disminuir, Luchadora —dice—, ¿quién sabe si sus acciones podrían deshacerse?
—¿A qué te refieres?
—¿Y si decimos que todo esto es una prueba? ¿Y si, al superarla, pudiéramos recuperar la mitad de compañeros que fueron eliminados de la partida?

Me duele el pecho, y no sé si es por la adrenalina.

—Como si jugáramos al escondite —digo.
—Así es, Luchadora.
—Eso significaría que podríamos salvarles —digo—. Resucitarles.
—Los Creadores crean y destruyen vida a placer, no sería algo extraño para ellos.

La idea es demasiado buena. No quiero hacerme ilusiones... no. Claro que quiero, pero no puedo permitírmelas.

—Pero es solo una teoría —digo—. Ni siquiera hemos demostrado que podamos limitar su poder.
—Tienes razón. No adelantemos acontecimientos.

Decir eso me ha partido el alma en dos, como si se hubiese abierto una grieta dentro por la que entra la humedad. Qué va. Llorar por lástima es de débiles, de irrespetuosos. Lo primero es Dante. Lo segundo, Los Creadores. Y cuando consigamos a nuestros compañeros... bueno. Y si conseguimos a nuestros compañeros, el último de la lista es Miedo.

—Bueno, Luchadora, es momento de que me retire a descansar —dice Energía—. Hay muchas cosas sobre las que estar pensando. Sobretodo esto último.

Solo brilla un hilo de la luna, ahora detrás de una gran nube que oculta también la mayoría de estrellas. La cicatriz del pecho me duele, y Erudito decía que cuando eso pasaba es por la humedad. Los Creadores, Dante, Madurez, Stille... el rubí... Tengo la cabeza hecha un lío, y sentarme y desenredarlo lo siento como un gran salto al vacío, hacia lo negro, sin garantías. La pobre Madurez creía que yo nunca tenía miedo... qué inocente. Deberíamos haberla enseñado a combatir, exponerla más al peligro. Si Erudito no se hubiera empeñado en ser su tutor, quizá lo hubiéramos hecho. De hecho, ¿él no le escribió algo antes de morir? Palpo por instinto en mi cuerpo, pero encuentro la tela suave del camisón. Mañana comprobaré si aún tengo ese escrito.

—Energía, espérame.

Me levanto, pero detrás de mí Energía ya no está, tan solo el cuerpo blanco de Stille, que estaba a punto de entrar en la choza. Ella baja la mirada y entra dentro, sin hacer un solo ruido, como hace siempre. Cuando entro yo, ya se ha acostado, apretada en la espalda de Jil, que ronca un poco. Cierro la puerta, y me acurruco junto a Stille, en el último hueco de suelo que hay libre en la casa. Quisiera disculparme al oído, pero no sé cómo se lo tomará. No sé si decírselo. No digo nada.

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Miro los restos del desayuno con desgana. No quiero comer más huevos para desayunar, estoy harta. Me toco en la tripa, intento ver si el moratón del golpe ya ha sanado, pero con la rendija de luz que se cuela desde la puerta, no puedo verlo bien. Juraría que aún está, ¿o el moratón no se quedaba hasta que te deja de doler? Da igual. Acaricio con cuidado el lomo del segundo libro que escribió el padre de los tres niños, ya me conozco cada arruga, cada tramo y línea de piel seca, ¿y qué más puedo hacer? Miro de nuevo los huevos, que ya están pastosos después de un buen rato, arranco un pedazo de pan, y rebaño parte del plato con él, me ayudo con los dedos. No tienen sabor.
La puerta se abre otra vez, e ilumina tanto que me quedo descolocada y con los ojos cerrados. Normalmente, la comida la sirven un rato más tarde. ¿Tan rápido ha pasado el tiempo? Pero en cuanto escucho los pasos que entran ya sé que no viene Epón, sino Dante. Cuando aparece en la habitación, roba toda la luz.

—Qué quieres —digo.

Aún no me he acostumbrado a la luz, pero no le hubiera mirado de todas formas. Escucho la respiración del hombre, pero no dice nada. Su chaqueta brilla con tanta... repelencia.

—Debo salir un rato, a hacer unas cosas —dice—. Por favor, no intentes escapar.
—¿Por qué iba a querer escapar?
—No me importa que lo intentes mientras estoy aquí, lo sabes. —Se acerca a mí, pero no pienso mirarle, incluso me giro un poco—. No te portes así conmigo, me duele a mí más que a ti tenerte retenida.
—¿Entonces por qué me iba a escapar, si estoy retenida?

Tengo los brazos cruzados, y la mirada clavada en un pequeño agujero que hay en la pared de la izquierda.

—Está bien —dice, y luego resopla—. Le diré al cocinero que te haga algo rico. Nos veremos cuando vuelva.

Dante espera varios segundos, supongo que a que le conteste, pero no pienso hacerlo. Ya noto que se empieza a irse.

—¡Espera! —digo—. ¿A dónde vas?
—A una pradera que hay cerca. Debo visitar a un viejo amigo.

Mantengo el silencio y la posición, hasta que cierra la puerta varios segundos después. Me tumbo en la cama, y me arropo, también la cabeza. Si va a un lugar cercano no tardará mucho en volver... así que voy a tener que darme prisa, porque no tengo planes de quedarme aquí encerrada, siendo su cautiva. Palpo con cuidado sobre el colchón viejo, hasta que encuentro el agujero, entonces empiezo a estirar con los dedos. Es difícil. Cuando lo saco, me duelen las yemas, pero sonrío igualmente, sonrío como una tonta traviesa, mientras palpo el metal frío de la herramienta de purita.

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El estómago me ruge como una mala bestia. Intento imaginar que el rugido viene del maniquí de piedra y madera, pero no, el estómago me duele igualmente. Tajo, tajo, tajo, tajo. En lugar de acostumbrarme al ejercicio, cada vez me estoy hartando más de él, cada vez que la hoja corta justo a la altura del cuello del muñeco, es un empujón hacia el equilibrio, pero cada vez que me desvío unos centímetros, es un empujón hacia lanzar la espada y dejar esto. Stille no se lo toma así. Cuando el viejo dijo que no desayunaríamos hoy, ella ha asentido y se ha refugiado en el ejercicio. Sus estocadas son el doble de veloces que las mías, y tan precisas... como si hubiera nacido programada para la perfección. Yo debería ser ella, serena, y dejar de quejarme por dentro. Soy Luchadora, joder.
Pero tengo hambre, y este ejercicio es absurdo. Se me ocurren decenas, tanto físicos como de destreza, que podrían aumentar mi poder. Oh, ¿ya estoy sudando? Me acababa de bañar en el río. No quería ensuciar más estas ropas, no son mías.

—Suficiente, Stille.

La voz de Bhimani se escucha a nuestra espalda, y yo ni siquiera sabía que estaba ahí. Stille se detiene poco a poco, hasta quedar inmóvil, con el shai agarrado a la inversa. Y tras esto, le da el arma al viejo y sonríe, mientras se aparta los pelos negros de la cara. El viejo tiene sus estrellas de metal en una mano.

—Luchadora, enderézate.

Me coloca la espalda, y la postura de los hombros. Yo bufo, ¡ya conozco la postura correcta! Bhimani le dice a Stille que practique puntería durante media hora, y después de eso se dedique a meditar. Le felicita, y luego le dice que está recobrando la concentración. Cuando se va, espero instrucciones, pero no llegan, no me dice nada, y no me puedo creer que vaya a seguir en este estúpido ejercicio cuando Stille ya se ha ido. Lo estoy haciendo bien. Hace rato que la espada no pasa a la altura del cuello, pero lo estoy haciendo bien, soy buena en esto, es mi terreno.

—Llegó el momento de poner a prueba tu equilibrio —me dice Bhimani—. Hoy meditaremos mientras hacemos este ejercicio.
—No sirve de nada meditar.
—Confía en mí.

Confiar... No, no me es agradable hacerlo. Siempre acabo pensando en eso, y acaba todo en el vórtice rojo y negro. Es un peligro. Me imagino cómo será ser Bhimani, los años que tendrá, la sabiduría que guardará dentro. Si la vida de Madurez dependiera de mil meditaciones, las haría todas, sin descanso entre ninguna. ¿Y si dependen, realmente? ¿Por qué si no iba a insistirme tanto? Está bien... pero para que pueda meditar, debo estar tranquila. Cierro los ojos y empiezo a pensar en cosas que me aporten seguridad, como el rumor del río. El frío de las gotas de lluvia, tan finas, que de vez en cuando me sorprenden, pero también me inspiran paz. Me siento como si fuera muy pequeña, muy pequeña, y me encontrase en un lugar cerrado y también pequeño, pero lo suficiente para vivir cómoda, sin tabiques ni paredes. Lejos de todo y de todos. Sin capacidad para hablar con nadie, ni ver el exterior. Calentaría el agua, la mezclaría con hierbas, la bebería a sorbos largos y muy, muy despacio. Y entre sorbo y sorbo, tararearía una canción, una que yo misma haya inventado, aunque no tenga sentido, una que me inspire la misma calma que tendría en ese momento. Lejos de todos los problemas.
Y, sin embargo, no encuentro toda la paz que busco. En las profundidades de la tierra, muy adentro, noto una efervescencia, una temperatura más caliente. Está en mi tripa ahora mismo, no solo es el rugir del estómago, es una especie de bulto no material, que se hace más grande cuanto más relajo los músculos. Normalmente me olvido de él, pero ahora que lo siento, me veo reflejado en ese bulto, lo siento parte de mí. Quisiera acariciarle, darle la bienvenida, pero sé que es hostil. Es el enemigo dentro de mí, lo que se vino del más allá conmigo, y en lugar de estar en el rubí, lo tengo dentro.
No es un vórtice negro esta vez, sino pura desesperación. Tengo la mala suerte de vivir esto, mientras que otros, como Dante, que han incumplido las reglas, que han hecho el mal, viven bien en otra parte. Es peor que eso, ¡yo dependo de esos otros! ¡Y no debería ser así! Si yo soy mente, yo debería tener el control, ¡eso es! ¿Por qué nos dejamos vapulear? Algo debe haber, una forma de decir, no, aquí mandamos nosotros, nosotros ponemos las reglas, nosotros deberíamos ser Los Creadores.
En el centro de todo esto, están ellos. Si ellos lo controlan todo, ¿por qué crearon un ser que nos engañaó durante más de veinte años y nos traicionó de esa manera, a nosotras, las mentes? Ellos responderán. ¡Y todos quienes se interpongan! Los Creadores caerán, y todos nuestros enemigos detrás de ellos, rodeados por un vendaval rojo sangre que surgirá de las entrañas de la tierra, y dentro del vendaval sufrirán la cólera de cien espadas negras y oxidadas que no pararán de girar, ¡no pararán, hasta que sus cuellos hayan sido degollados y por fin podamos vivir en paz! ¡Ellos se lo buscaron! ¡Nosotros solo queríamos paz!

Me despierta del trance mi propio grito. Siempre he tenido los ojos abiertos, pero siento como si hubiera vuelto de un sueño muy profundo. La espada ha parado de cortar el aire, pero mi brazo está rojo. ¡Brilla, como si las venas fueran fluorescentes! Suelto la espada y me palpo el cuerpo, me retiro el camisón. Toda la piel brilla de ese color, y se está desvaneciendo poco a poco. El rubí quema en mi cabeza, emite un sonido, y su luz es tan fuerte que ilumino las gotas que caen varios metros delante. Hay rocas frente a mí, madera astillada sobre la hierba. No hay muñeco de entrenamiento, está deshecho a mis pies. Detrás de mí, está Bhimani.

—¿Qué he hecho? —digo.

El anciano ríe, moviendo mucho los hombros, de pronto para, y suspira. Parece molesto.

—Te has dejado llevar por la ira —dice—. Es algo normal, dentro de lo que cabe.
—¿Normal? —Me giro hacia él—. ¡Esto no es normal! ¡Me ha poseído algo!
—Nunca serás tu padre, Luchadora.
—¡Eso no lo sabes!

Corro lejos, no sé hacia dónde, solo espero que no me siga nadie. Cambio de dirección cuando veo a Energía y a Stille meditando en la hierba, continúo la orilla del río. Más allá del sauce rosa, hay un vacío, una catarata. Puedo tomar la escalera rudimentaria que tengo al lado, irme de ahí. Respirar. Más allá de esta caída, veo un gran montón de nada, completamente verde, tan solo hierba, rocas, el río. Casi no hay árboles, casi no hay nada vivo, más que pájaros y varios mamíferos a lo lejos que no reconozco, ya en la ladera de la montaña. Bajo por la escalera de madera, con cuidado. Es vieja. Abajo, miro alrededor otra vez. Arriba, en la casa, me sentía expuesta, pero aquí abajo, junto a la catarata, me siento segura. Me arremango la tela de los pantalones y hundo las piernas en el agua fría, tan fresca y buena... Me echo agua a la cara, también. Aún está espumosa por la caída, la siento real, y viva. Hay unas algas diminutas que me hacen cosquillas en los costados de las piernas, y también hay renacuajos en la otra orilla, en una pequeña zona donde no hay corriente y hay espuma verde en la superficie. Dejo que el rugido de la catarata me engulla, me limito a mirar el movimiento de los peces y los renacuajos. A veces miro arriba, a lo alto, para ver si el tiempo ha mejorado, pero el cielo sigue gris, sigue mal, y el aire sigue siendo frío. Podría enfermar estando aquí.
Jil me avisa desde arriba de que la comida está lista, pero digo que no, con la cabeza. Como vuelve a decírmelo, le digo que no quiero comer. No quiero ir a ninguna parte. Cuando giro hacia atrás, me doy cuenta de que cerca de la escalera la tierra baja en grandes escalones, uno de piedra, el resto de tierra, baja hasta este lugar verde. Al otro lado del río la caída es empinada, recta, si no fuera por las raíces del sauce, que salen de la tierra y se retuercen. Y la ladera baja, hasta los renacuajos y la espuma del agua. Tengo hambre, pero dejaré que ellos coman. Vuelvo a echarme agua en los ojos, para sentirme despierta.
Escucho el quejido de la madera, y arriba encuentro a Bhimani, que está bajando. No quiero.

—Aléjate, viejo —digo—. Te haré daño.

Él no me hace caso. Llega hasta mí como si lo llevara el aire, se quita el calzado de esparto, y mete los pies en el agua, conmigo.

—Te mortificas demasiado —dice.
—No necesito más lecciones, ¿entendido? Quiero estar sola.
—No tienes por qué estarlo. ¿No te das cuenta? Todo está conectado con este momento.

Apenas puedo oír su voz por el rugido constante de la cascada. El anciano lleva las manos al agua, las coloca en forma de cuenco y las saca del río, despacio. Dentro, un pez de color verdoso nada de un lado a otro. Sin más, vuelve a hundir las manos y las abre para que el animal escape. Todo bajo la mirada atenta de un ave azul y blanca, posada en una de las raíces del sauce... no me acuerdo de cómo se llamaba su especie. Erudito me habló de esta una vez.

—Quieres rescatar a Madurez de Dante —dice—, pero te pasas más tiempo pensando en la joya de tu frente. En lugar de agradecer poder vivir de nuevo, la pregunta te mortifica, y por más que te la hagas no vas a obtener una respuesta. No hay respuesta.
—En mi vida no he hecho nada bien, anciano.

Bhimani ríe. Siento una lengua de desprecio que sube por mi garganta desde el estómago.

—Has hecho muchísimas cosas bien, Luchadora —dice.
—Hubo muchos amigos que no he podido proteger.
—Y otros muchos que te deben la vida.

Lanzo una piedra pequeña al centro de la cascada. La pierdo de vista para siempre.

—Pude haber corrido —digo—, y salvar con mi vida la de Stille. Susurro y ella seguirían juntas. A mí nadie me hubiera llorado, Stille ahora estaría centrada en la misión. También pude haber caminado un par de pasos, y salvar la vida de Razón. Ni siquiera hubiera hecho falta morir, tan solo detener el cañonazo con mi espada hubiera bastado. Él hubiera aportado la cabeza fría que nadie tiene ahora, salvo Energía, quizá. Razón no me hubiera dejado apuntar con mi espada a Jacob, ni cortar el colmillo de Lorraine.

El anciano coloca su mano fría sobre mi muñeca. Me mira.

—Tienes razón en lo que has dicho —dice—, pero das por supuesto que eso hubiera sido mejor. Eres Luchadora, la guerrera de las mentes, pero eso no significa salvar cada una de las vidas, o matar a todos los enemigos. A veces hay algo más valioso que guerrear.
—¿Qué? ¿La rendición?

Cierro los ojos. Entierro la cabeza en los brazos, donde la cascada puede salpicarme pequeñas gotas en el pelo.

—Por más que entreno, no progreso nada comparada con Energía, y si yo no estuviera, ella hubiera dirigido todo mejor que yo. He traído aquí a las mentes con caos, con esta... ¡cosa roja! ¿No te das cuenta que no soy la misma que antes?
—Claro que no —dice el anciano—. Ahora canalizas la furia de Mentes a través de tu cuerpo.

Levanto la cabeza para mirarle.

—La furia es nociva —digo.
—No, para nada. La ira es nociva —dice—. La furia es humana.

Mi cuerpo tiembla, no sé por qué, pero tengo ganas de llorar. No quiero llorar, ya lloré una vez delante de Eissen, de Miedo. No quiero que vuelvan a verme llorando, nadie más. Me es difícil pensar en la casa derruida, en todo el viaje, y decir que ha sido el destino, que no podría haber hecho nada. Que trabaje ahora con lo que tengo. Como si todos los muertos hubiesen sido una herramienta.

—Puedes controlar tu poder —dice.
—No lo sé, Bhimani... no lo tengo claro.
—¿En qué piensas cuando meditas?
—En que fallé a mis amigos —digo.
—¿Hubieras dado su vida por ellos?
—Sin duda.
—¿Y ellos por ti?

Imagino ser yo la que está detrás, y Razón delante, temiendo por la vida de Defensor. Un destello sale del brazo metálico azul, yo grito, pero me atraviesa igualmente, caigo al suelo. Razón corre hasta mí y me mira a los ojos, a pocos centímetros. Le conocía. Verme morir le hubiera torturado toda su vida.

—Ellos también hubieran dado su vida por mí —digo.
—¿No crees que ellos serían felices de que siguieras viva?
—Sí.
—¿Por qué no buscas justicia contra el que te los arrebató, en lugar de mortificarte?

El rubí comienza a brillar con mucha fuerza, y aunque tenso el cuerpo, no logro controlarlo. Sin embargo, no es como siempre. Este brillo no me susurra. No siento que arda y me quite fuerzas, todo lo contrario, me siento renovada. Las venas se iluminan, las de piernas y brazos y todo el cuerpo, de una forma más sutil. ¿Puedo entonces controlar este poder? Podría usarlo contra Dante, o contra Los Creadores, contra todos los enemigos que se interpongan.

—Exigir justicia —digo—, con sus cabezas clavadas en una estaca.

El brillo se vuelve más denso, y como si hubiese sido todo una droga, un sueño, las energías decaen hasta dejarme tumbada boca arriba en la orilla del río. Vuelven las ganas de vomitar. Basta, es suficiente, ¡basta!, digo en voz alta.

—Acuérdate de los vivos —dice Bhimani.

El brillo cesa, poco a poco. Mi cuerpo se recupera, como si hubiera corrido una hora.

—La furia busca justicia —me dice—. La ira busca venganza. No lo olvides.

Asiento despacio, casi sin fuerzas para nada más. El cielo sigue tan gris, y hace frío.

—Yo podría enseñarte a controlar ese poder —dice—. Tan solo necesitas unos días más.
—¿Y Madurez?
—Madurez puede esperar, si ya ha esperado tanto.

Vuelvo a asentir, muy despacio. Bhimani me pregunta si me encuentro mejor, sigo asintiendo, así que se levanta y quita despacio el agua de las piernas. Se coloca el calzado, y comienza a subir por la escalera.

—Estás progresando mucho, Luchadora —me dice—. Estoy orgulloso.
—Gracias... maestro.

Él se va, yo me quedo en el mismo sitio, con las algas y la espuma de agua rozando mi piel, y a veces, algún animal. El pájaro azul y blanco de antes aún sigue, observándome, pero no parece hostil, no parece estar juzgándome. Hace un trino diminuto sin abrir el pico. Yo sonrío.
Solo unos días más.

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