13 de julio de 2018
El hombre perfecto.
Han pasado muchas horas. ¿Han sido tres? No llevo reloj y si Mentes está despierto, no tengo forma de saberlo. Mucho menos ordenarle que mire la hora. Por lo menos han sido tres horas. Un pequeño manantial ha saciado a los caballos, y he visto varios conejos, pero no puedo cazarlos con una espada. Más allá del mar, el cielo brilla de color verde. Es sutil, pero los relámpagos estáticos ahí están, justo en el horizonte, y si retrocediera un paso, dejaría de verlos. La tierra vuelve a ronronear, de forma grave, como un animal gigante que duerme. Esta tierra es muy extraña a la nuestra... rebosa vida, todo lo contrario a lo que nos dijo Dante, pero no la comprendo. No sabría decir por qué, pero sé que soy un extraño en ella. Los animales lo saben. Uno de los conejos se me ha quedado mirando, con ese ojo gigante y amarillo, juraría que brillaba.
Vuelvo a mirar hacia atrás, hacia el valle donde se ve la figura negra de la torre, al fondo... Ya van muchas veces que me giro este último minuto. Mejor me doy la vuelta y ya está, y si Duch se va a acercar, lo veré venir. ¿Le habrán cogido? ¿Llevaba su arma, no? Miro en las alforjas de Ánima, se la ha llevado, pues claro que sí, si siempre lleva ese martillo en la espalda, no cabe en otro sitio.
Es posible que le hayan cogido, o que necesite ayuda. ¿Cómo saberlo? No soy bueno con el sigilo, si me abro paso en el valle me van a descubrir, pero ¿y si necesita mi ayuda? No quiero que Miedo vea el valle, demasiado con que haya visto la torre. Madurez tiene que estar lejos de él. Los aulladores cortan el aire con los gritos, no me siento a salvo, y mucho menos sin Duch. Me asomo al valle. ¿Y si voy con cuidado, como Duch? No me adentraré casi nada. Solo estaré en las partes más oscuras, solo para ver si Duch está cerca. Decirle que tengo hambre, que tengo sueño, que me deje hacer alguna de las dos cosas. Se acabó. Si voy con cuidado, no debería pasar nada. Cojo la espada de Razón... no sé si debería amarrar a los caballos.
La noche es oscura, no hay luna, eso está bien. Un aullido, de pronto, me sobrecoge. Ha sido tan... fuerte y cercano. He olvidado el aullido de los lobos cuando viajaba por la montaña con el Albino, ahora solo tengo este sonido en la cabeza. ¿Aullaron los lobos en ese viaje, o solo me lo estoy imaginando? Tengo en la cabeza el camino terroso de las montañas cercanas al Faro, incluso vuelvo a sentir dolor en el trasero por culpa de las piedras, y me vuelve a picar la piel. Puedo verlo todo, pero no escucho a los lobos. Les escucho a ellos.
El suelo de roca comienza a convertirse en hierba según entro en el valle de la torre, cosa que está bien, porque así, mis pisadas son casi silenciosas. Varios árboles frutales se intercalan con algunos altos y delgados, tan altos que incluso donde estaba con los caballos tapaban parte de la torre. Me acerco a sus troncos, y compruebo, antes de seguir caminando, que no haya nadie caminando por el bosque. No hay sombras, porque no hay luna. Tampoco veo nada más allá de diez metros. No veo la torre, tampco, pero tengo muy claro que no pienso acercarme. Si Miedo ve demasiado... pondría en peligro a la niña. Pero, si no me acerco más, no veré a Duch. Me paro en el arbusto más cercano, me acuclillo, vuelvo a comprobar el terreno. Ni rastro. ¿Dónde te has metido, tonto? Compruebo que el camino hasta el siguiente arbusto está despejado, y ahí voy, casi arrodillado. Pero desde esta posición se ve exactamente lo mismo que antes, solo que más cerca de la torre.
¿Habrá vuelto al campamento, y se habrá preocupado por mí? Suspiro. Realmente estoy haciendo el estúpido, como si realmente fuera a verle. En cambio, si nos cogen, Dante matará a Madurez. Esto es de locos. Me levanto, y vuelvo sobre mis pasos, hacia el campamento. Mi expedición ha ido demasiado lejos.
—Quieto ahí.
Esa voz no es la de Duch. Me quedo petrificado. Miro alrededor, no sé ni de dónde ha venido. Agarro la espada, pero tiene el mango resbaladizo.
—Suelta el arma, o abro fuego.
Le lanzaría la espada al cuerpo, pero no sé dónde está. Esa voz no es la de Dante. Si le avisa, si le dice que yo estoy aquí, matará a Madurez. ¡Soy imbécil!
La voz repite que suelte el arma, gritando. Yo la tiro a la hierba, a mis pies. Me tiemblan las manos. Escucho ruidos detrás de mí, y giro la cabeza justo cuando un cuerpo cae desde lo alto de un árbol. No le veo bien. Es un cuerpo pequeño. Hay sonidos de arma de fuego cargada.
—¿Cómo has conseguido esa espada, desecho? —dice.
Me arrodillo, pongo las manos en la nuca, planifico en la cabeza el movimiento que debo hacer para coger la espada y lanzarla antes de que dispare. Puede que así haya dos bajas... Tengo la garganta seca.
—Puedo explicarlo —digo—. Puedo...
—Seguro que sí.
Noto el cañón de metal en la espalda, y todo a su alrededor está frío, vacío, un círculo con nada dentro. Las prácticas en defensa personal de hace quince años. Podría salir de esta. Pero no me acuerdo...
—Como vuelvas a escaparte tomaré medidas más serias —dice—. ¡Andando!
—¿Perdón?
Le miro. Pese a la noche sin luna, distingo su cara, una gran nariz, ojos negros. Señala con la pistola hacia delante, donde debería estar la torre de Dante. Andando, me dice, coge la espada de Razón y me azota en la pierna con su parte lisa. Camino de mala manera, arrastrando los pies y despacio. Alargaría este momento todo lo posible. Aún tengo las manos en la nuca.
—Entonces —dice—, ¿de dónde sacaste esta espada, desecho?
—La cogí —digo.
—¿De dónde?
La madera es humeante, mezclada con cemento, la casa está en ruinas. Parte del marco de la puerta principal aún está en pie. Veo rastros de sangre, pero no quiero fijarme en ellos, no quiero ver los cadáveres que dejo atrás. Solo distingo un brillo detrás de una piedra de cemento.
No puedo decirle eso.
—¡Dime de dónde la sacaste —dice—, maldito error de la naturaleza!
—Del suelo —digo—, debajo de una piedra.
Es lo único que brilla en todo el lugar... mancho de sangre el mango, porque he debido de tocar la sangre.
Vomito en el valle, las gotas calientes de líquido manchan uno de mis tobillos. Toso, después de eso, en mitad de la agonía. Siento frío. Aún tengo las manos en la nuca. Siento el cañón del arma en el costado, solo un golpe ligero.
—Venga, deshecho, no me lo pongas más difícil. —Su tono parece haberse ablandado—. Vamos, antes de que Dante te descubra. Si vuelve a concentrarse sabrá que estamos aquí, y tendré que dispararte.
Hay algo en esta conversación que no me encaja en absoluto. Entre mis recuerdos y yo, hay kilómetros de aire frío. Camino con él hasta una playa. Un buen lugar para ejecutarme, pienso, y de verdad preferiría que me ejecutaran en silencio antes de poner en peligro a Madurez. Desde aquí veo la torre, encima del acantilado.
—¿A dónde me llevas? —digo.
El hombrecillo que me lleva llama la atención de otro, que hay en lo alto de otro árbol. Le está echando la bronca por no haberme visto.
—¿A dónde me llevas? —repito.
Me manda callar. La torre cada vez está más cerca... no puedo poner en peligro a Madurez.
—¡No podemos ir a la torre! —le digo—. ¡Haré lo que quieras!
—Quiero que te calles y que vayas a la torre —dice.
—¡Por favor! ¡Prefiero que me mates!
El hombre ríe. El brillo de las estrellas en el agua permite que le vea mejor. Me golpea con el arma en la cabeza, vuelve a apuntarme, y vuelvo a caminar, con las manos en la nuca. Cierro los ojos. Miedo no puede ver lo que yo veo. Tapo también mis oídos con las manos, y así, Miedo no sabrá dónde estoy, porque yo no lo sabré tampoco. La gravedad cambia de forma extraña, y lo siguiente es el golpe de mi barbilla contra la arena. Lo sigue el golpe del metal en la nuca, y el tirón del brazo para levantarme. Es inútil. Soy incapaz. La torre nos ve a los dos desde arriba, como quien ve pasar dos motas de polvo.
De la roca surge luz roja, una puerta enorme que nos lleva al interior de la roca excavada. ¿Qué puedo ver? Parecen máquinas... el hombre me da otro golpe, y me conduce hacia la derecha, una puerta más pequeña, en la que más allá solo hay negro. No se ve nada, una vez la cruzo. Siento calor sucio, que se pega en la piel. La luz de las velas en las paredes no ilumina prácticamente nada, incluso cuando mis ojos ya están acostumbrados a la oscuridad, diría yo. Un lugar siniestro, el último en el que quisiera que Madurez fuera capturada. Me pregunto si junto a su celda habrá una para mí, y espero que Dante se apiade y se crea que fui a buscarla yo solo.
A la derecha hay una luz más fuerte que el resto, que sale de una habitación. Dentro puedo ver otro hombrecillo como el que me apunta ahora mismo, pero no veo su cara, porque la tapa un sombrero. Estaba mirando lo que parecían ser planos. El calor es ahora una segunda piel, y me pican los brazos. Sigue caminando, deshecho, dice el enano, ahora oculto en la oscuridad, aunque en el metal del rifle se refleja una vela. A la izquierda hay luces de rescoldos, pero están lejos y no distingo lo que iluminan. Me he dado contra algo en la rodilla. Frente a mí tengo un carromato de metal, lleno de cosas. Ay, cómo duele...
El hombre que me apunta llama la atención de otro, que estaba camuflado en la pared de un túnel que empieza, aún más oscuro que este pasillo.
—Devuelve a deshecho a su lugar de trabajo —le dice al nuevo—. La próxima vez que se te escape, te daré un buen golpe.
—Por aquí no se ha escapado nadie —dice el otro.
El que tiene el arma me golpe en la otra rodilla.
—¿Por dónde te has escapado, deshecho? —dice.
No contesto. Él me toca otra vez con el metal. Creen que me he escapado desde dentro... puedo jugar esa carta.
—¡No lo sé! —digo—. ¡Era un agujero oscuro, y quería explorar! Y luego todo pasó rápido. —Finjo llorar—. Yo no quería causar problemas.
—¿Y los grilletes? —pregunta el nuevo.
—Se rompieron hace un tiempo...
Finjo estar triste. El primer hombrecillo suspira, y manda al otro llevarme a mi sitio. Dice que entregará la espada de Razón a Dante por la mañana. Entonces, ha funcionado. No creo que sea una victoria definitiva, pero al menos me dará varias horas para huir sin ser detectado, quizá con Madurez... así que he de estar atento a partir de ahora a cualquier elemento que me ayude a escapar de esta caverna.
El nuevo hombrecillo me conduce por los pasillos sin luz como si pudiera ver, quizá pueda ver, de hecho. A mi derecha distingo brillos rectos de metal por la luz de vela que cuelga del techo, parecen raíles, y si me he golpeado con un carromato, esto debe de ser una mina. El tacto bajo los zapatos rotos es muy áspero y rugoso, y a mi izquierda toco con el brazo vigas de madera. Él conduce, primero a la izquierda después del tramo recto. Luego, a la derecha, y así sigue un tiempo. Finalmente, a la izquierda otra vez. Esta es la ruta que tendré que memorizar, pero a la inversa... No es eso lo difícil, sino que no me vean. Cojo aire, y lo suelto con fuerza. Puedo hacerlo... he salido de situaciones peores.
Llegamos a una sala en completa oscuridad, de la que salen mil sonidos... Ronquidos, respiraciones. ¿Son estas las celdas, bajo tierra, junto al polvo de la mina? Avanzamos entre las personas que duermen, hasta la pared del final con la que me he golpeado la misma rodilla que con el carromato. El hombrecillo palpa una vara de metal, y escucho el ruido de los grilletes. El hombre me agarra y me sienta en el suelo, y ahí, noto el frío del metal arropándome la muñeca.
—Una semana sin dormir en cama por intentar escapar —dice—. Mañana enseñarás el agujero por el que has escapado.
—Lo siento.
Dormir en cama... El hombre se va, tan solo es un sonido de pisadas que se escucha cada vez más lejano, hasta que se sumerge entre el mar de ronquidos, y le pierdo de vista. Y aquí estoy. Madurez podría estar aquí, pero no tengo forma de saberlo, no me atrevo a llamarla y despertar a todos... no quiero testigos. Lo primero que tengo que hacer es deshacerme de estos grilletes, ¡pero están duros! Quizá si me parto la muñeca...
—¿Quién eres?
Habla una voz cerca de mí, a cierta altura.
—Nadie —susurro—. Duerme.
—¿Deshecho? ¿Eres tú?
El hombre habla bastante fuerte, demasiado.
—¡Silencio! —susurro—. Necesito que hables más bajo.
—¿Qué haces ahí, deshecho?
—¡Deja de llamarme así! ¡No soy un deshecho!
Escucho como si dos huesos se frotasen y golpeasen entre sí. Después de eso, el fósforo, y se enciende la llama. La sujeta una mano gruesa, que la acompaña hasta una vela. Un hombre está tumbado en la cama de arriba de una litera, tiene una nariz enorme, y facciones desagradables, y me mira, con la luz enfocándole desde abajo y dibujando feas sombras. Sus ojos son tan pequeños...
—¿Por qué te han esposado? —dice.
—Te da igual. Vete a dormir.
Enfoca a la parte de abajo de la litera, donde alguien delgado duerme, tieso como una momia. El hombre grande mira hacia mí y hacia el otro tipo, repetidamente. Debe de ser tonto.
—¡Tú no eres deshecho! —dice, y me señala—. ¡Pero eres igual que él!
—¡Baja la voz! —susurro.
El hombre grande se baja de la litera de un salto, la tierra y la barra de acero vibran, e incluso me ha caído polvo del techo en los ojos y la boca. Cuando acabo de escupir, el hombre grande ha despertado al delgado, y le está hablando. Los dos me miran, después. Ya que están, puedo preguntarles por Madurez...
—Bueno, ya que os he despertado... —digo.
El hombre delgado, que me está mirando, hace que mi cabeza se asome al borde del precipicio más inmenso. Miro alrededor, al hombre, para comprobar si ha sido un buen truco, debe de ser un truco, pero no tengo ninguna evidencia. Pese al pelo largo y la barba, mucho más larga que la que tengo ahora mismo, ese hombre delgado es idéntico a mí. Es más delgado, y el pelo raído de la barba le da un aspecto deprimente, pero ahí está. No es mi reflejo. Me toco la cara.
El hombre delgado soy yo.
—Mira —le dice el hombre grande—. Es... igualito...
Sigo sin entender el chiste. No veo el momento en el que la broma salte y me tenga que reír. El hombre delgado tampoco se ríe, sigue quieto, iluminado a medias por la luz de la vela, carcomido, medio muerto, pero ahí está. Los ojos claros, el pelo rubio, y las facciones. No tiene la cicatriz en la clavícula de aquella caída. Tampoco la marca de Miedo.
El hombre grande se acerca a mí y acerca la vela hasta que siento el calor en la cara, y la sigue acercando a mí por más que me aparto.
—¿Quién eres? —dice el hombre grande—. ¿Tú también eres una creación de Sever?
En la sala blanca, Sever me despertó. Es el primer recuerdo que tengo, sus iris amarillos en ojos completamente negros. Su piel blanca es lo primero que sentí, primero cuando chascó los dedos frente a mi cara, luego cuando me presionó el pecho. Acababa de nacer... pero era un adulto.
Intento levantarme frente a los hombres, pero el hierro enganchado tira de mí y me manda de nuevo al suelo. Estoy respirando demasiado deprisa. Muevo mucho el brazo libre, para apartar de mí al hombre grande.
—¿Quiénes sois? —digo—. ¿Qué es esto?
—¿No sabes quién eres? —dice el hombre grande.
El hombre delgado sigue en silencio. Escucho quejidos desde las otras camas.
—Vosotros primero —digo.
—Tú debes de ser el hombre perfecto —dice el hombre grande—. El destinado a la gloria.
Me les quedo mirando, completamente quieto. Me doy cuenta de que estoy estirando de los grilletes, estoy acuclillado y empujo hacia arriba, pero no ceden, claro que no, es metal. El hombre grande se da la vuelta, y con la vela en la mano, comienza a despertar al resto. Cuando tapa la vela con su cuerpo, el hombre delgado desaparece en la oscuridad. Tiro con más fuerza de los grilletes, pero solo me estoy haciendo daño en la muñeca. Me sigue doliendo, aunque ya no hago fuerza. Cuando el hombre grande se gira hacia nosotros, de nuevo, la luz apenas vuelve, y compruebo que el hombre delgado sigue quieto y en su sitio.
Solo yo tengo mis cicatrices, así que solo yo debo ser yo.
—¡Mirad! —dice el hombre grande—. ¡Allí, en la pared, el hombre perfecto!
Las cabezas de algunas literas se giran hacia aquí, veo el brillo de sus ojos reflejado en la vela antes de sumirse en la oscuridad. Escucho muchos quejidos y preguntas de qué pasa. Algunos se han dado la vuelta y siguen en sus camas. El hombre grande, cuando acaba la vuelta por toda la habitación, les indica con el brazo para que se acerquen. Un par de luces se encienden, otras dos velas, en el fondo de la habitación.
Ya puede ser bueno, dicen algunos. Ahora voy, dicen otros. Capto ráfagas de luz de miembros deformes, e incluso uno de ellos parecía un animal. Poco a poco, las formas se agolpan a mi alrededor, entre la litera de mi izquierda y la de la derecha... En la izquierda me miran dos, uno de ellos desde muy cerca. En la derecha, el hombre delgado sigue quieto, sin pestañear... no ha dejado de mirarme.
—¡Dejadme! —digo—. ¡Atrás!
El hombre grande me indica que baje la voz. Algunos me miran a mí, pero también al hombre delgado.
—Tranquilo —dice el hombre grande—. Mi nombre es Pim, estos son mis compañeros. No vamos a hacerte daño.
Aunque intenta tranquilizarme, hago fuerza contra los grilletes otra vez. ¡Es igual que Deshecho!, dicen algunos. ¡Mírale!, dicen otros. El hombre perfecto, dicen. Eso último lo repiten mucho.
—¿Quiénes sois? —digo.
—Somos los repudiados —dice Pim—. Algunos exiliados de su tribu, otros, los últimos supervivientes de su raza. Pero la mayoría somos hijos fallidos. Todos aceptados aquí por la generosidad de Dante.
Hijos fallidos...
—¿Experimentos? —digo.
Algunos tienen facciones realmente grotescas. Hay uno que tiene el brazo del tamaño de un pie, otro con orejas caídas y puntiagudas, otro sin nariz, uno muy pequeño. Un hombre, calvo y más pálido que el resto, con los ojos negros. El hombre delgado me sigue mirando... ¿Por qué nadie me contesta?
—¿Cómo que hijos fallidos? —digo.
Pim y varios más me mandan bajar el volumen, chistando y haciendo el gesto con los brazos. Pim me dice que me tranquilice, la sala es tan pequeña, y ese de la izquierda me mira desde muy cerca.
—Los hijos que caímos, sí —dice Pim—. La mayoría creados por el dios Sever, que nos regaló la vida, pero fallamos en el propósito último de su creación.
Desde la cama, solo podía ver esos ojos amarillos. Quería moverme, pero no podía, estaba atado de pies y manos. Sever tenía una aguja sujeta por los dientes, la puso en su mano, y comenzó a bajarla a lo largo de mi brazo. Según las gotas de sangre se escurrían por la piel, recuerdo verle sonreír.
—Hijos fallidos de Sever —digo, apenas con aire—. ¿Vosotros también sois experimentos? ¿Experimentos que él hizo?
—¡No! —dice Pim—. No hay experimentos en esta sala, solo hijos de su benevolencia, caídos a este mundo por ser indignos de su promesa.
Varios de los presentes repiten la palabra promesa, justo después de Pim. El hombre delgado sigue mirándome, quieto. Parece que, detrás de la barba larga y poco poblada, tiene una ligera sonrisa. Le apunto con el dedo.
—¿Y él quién es? —digo.
—Deshecho —dice Pim.
—¿Cómo?
—Su nombre es Deshecho. Él tuvo el don de que Sever, en su inmensa benevolencia, le diera un nombre. Él fue uno de los caídos, sí, pero estuvo a punto de lograrlo.
Deshecho asiente, y ahora sí sonríe, pero no deja de mirarme. Yo también fui el hijo de Sever, un hermanastro fabricado de Luchadora, hasta que vi la verdad. ¿Un dios? ¿Benevolencia, ese monstruo?
—¿Cuál es el propósito, o la promesa de ese... del dios Sever? —digo.
Eternidad, dice uno. Eternidad, escucho más allá de Pim, y Pim asiente. Eternidad, dice, al final.
—El premio por ser digno... —dice Pim—, es unirse a los dioses y recitar la verdad verdadera de nuestro creador para convertirlos a su causa, y así ser inmortales por siempre. Esa es su promesa.
Promesa, escucho entre los hombres deformados, los experimentos. Promesa, dice el que me mira desde la izquierda, aún más cerca. Algunos no dicen nada, solo me miran curiosos, esos que son claramente diferentes, y sin deformidades.
—¿Alguno de vosotros me conoce? —digo—. ¿Me ha visto?
—No.
Ha hablado Deshecho, que aún me sigue mirando. Tiene la boca abierta y coge y suelta aire, como si fuera a seguir hablando.
—Pero tú debes de ser el hombre perfecto —sigue Deshecho, y sonríe de forma enfermiza.
—Desecho está en lo cierto —dice Pim—. Él tuvo nombre y le vio, pero no fue digno. Este hombre atado, que ha venido a nosotros, se parece a él. Eres el hombre perfecto, ¿verdad?
No puedo levantarme, así que me acuclillo, y subo todo lo que puedo.
—Soy Eissen —digo—. El propio Sever me dio ese nombre. Soy el hombre perfecto, y busco a una niña llamada Madurez.
—¿Entonces puedes ver más allá del cielo? —dice Desecho.
—¡No le interrumpas! —grita Pim, y varios le mandan callar.
—No pasa nada —digo, y miro a Desecho—. Sí, puedo ver más allá.
Podía ver más allá. Antes de que Miedo me lo arrebatase. Oigo cuchicheos entre los que me miran, algunos los he entendido. Es el hombre, dicen, el digno. Incluso aquellos que son diferentes a los que cuchichean miran con curiosidad. Creo haber distinguido a un Uut entre ellos.
—¿Qué significará Madurez la niña? —dice uno.
—¡Es una metáfora, tonto! —dice otro—. ¡Debemos interpretarla para saber lo que busca!
No me lo puedo creer.
—¡No! —digo—. Busco a una niña llamada Madurez, una niña de verdad. ¿Alguien la ha visto?
Pim extiende sus brazos enormes hacia mí.
—¡Encontraremos lo que buscas, sea lo que sea! —dice—. ¡Dime, Eissen, el hombre perfecto! ¿Completaste ya su misión? ¿Alcanzaste la inmortalidad?
Cuando Sever señaló el pueblo de las mentes al que debía confundir con embustes, tenía una sonrisa sádica en sus ojos. Se cortó la mano, y le volvió a crecer a los pocos segundos, siempre señalando los cuatro pequeños edificios en la noche. La mano cortada, mientras, se deshacía en un líquido blanco que deshacía la roca. Y él seguía sonriendo, con boca afilada.
—La... completé —digo.
Todos celebran entre sí, escucho silbidos de algunos que aún duermen, y les están mandando callar. Desecho sigue mirándome, sin apartar la vista, y ese de la izquierda... es molesto. Está muy cerca.
—Entonces, buscaremos a la madurez, signifique lo que eso signifique —dice Pim—. Hasta entonces... ¿qué necesitas?
—Que me liberéis de estos grilletes —digo.
—No... lo siento. Eso no podemos hacerlo.
Le miro. Tiene brazos fuertes, es una mole. Debería romper este hierro con una simple herramienta.
—¿Por qué no? —digo.
—Debes de haber estado ocupado con tu misión y no lo sabrás por eso —dice Pim—. No podemos deshacer nada que hagan los enanos.
Desecho comienza a reírse de forma insana, y me señala. Un poco de baba le cae por la barba. Y el imbécil que tengo a la derecha está tan cerca que huelo su respiración. Le cojo la frente y la empujo directa a su cama, y todos se echan atrás con miedo, todos piden perdón. Incluso Desecho.
—¿Por qué no podéis liberarme? —digo, más bien fuerte.
—Los enanos son los hijos de Dante —dice Pim—. No podemos desobedecerles, enfadaríamos a Dante, otro dios, hermano de Sever.
Conozco a Sever, lo suficiente para saber que no tuvo hermanos... y mucho menos a Dante.
—Eso es mentira —digo.
Tanto Pim como los que lo rodean comienzan a mirar al cielo y a pedir perdón con los brazos en alto. Se escucha un silbido tenue desde el fondo de la habitación, con cierta melodía, y de pronto todos corren en desbandada hacia sus camas, y se apagan todas las velas. Cuando Pim se monta en la suya, cruje, muy fuerte. Desecho vuelve a dormir como una tumba.
Tras unos instantes de caos, el silencio. Escucho ronquidos que antes no estaban, más impostados de lo normal. Escucho pasos de fuera, una linterna se enciende e ilumina la habitación. Me ilumina también a mí, un rato. Yo la miro. Sí, estoy despierto, ¿es que hay algún problema? Todos fingen dormir. Por fin se apaga, y los pasos del guardia se escuchan más lejos, hasta que desaparecen.
—Eissen —susurra Pim—. Me alegro de que hayas venido, porque vas a salvarnos. Estás en casa.
Nadie se levanta de sus camas, y los que fingían roncar, ya no lo hacen. Promesas, indignos, propósito, eternidad... Fuerzo los grilletes, más fuerte que antes, necesito salir de aquí, de esta locura. Descubrir dónde está Madurez y llevármela lejos, antes de que vengan a por mí... y Dante se dé cuenta. Pero tengo ya la muñeca dormida de tanta presión, y no sirve de nada.
Parte de mí agradece seguir atado, porque sé que si me levantara ahora y fuera libre, palparía hasta encontrar algo afilado y mataría a todas las aberraciones que hay en esta habitación. ¿De quién es este pensamiento, entonces? ¿Es mío? Supongo que sí hay algo mío dentro de mí, después de todo, porque los dientes me castañetean, y las manos me tiemblan, y creo que no es por hacer fuerza.
Yo creía que era único. Era un experimento, yo mismo lo sabía, pero era el experimento. La creación de Sever para cumplir su voluntad, que lo traicionaría, porque tenía voluntad propia. Pensé que se equivocó conmigo.
Pensé que era especial, el primero.
Fuerzo de nuevo los grilletes, pero más que un forcejeo, era un golpe, o no sé. Aprieto la mandíbula, y también las manos. Cualquiera de todos ellos podría haber sido yo.
¿Es esto lo que querías, Energía? ¿Estás contenta ahora? Al fin he encontrado mi familia, como tanto me animaste a hacer.
Los dientes cada vez están más quietos. También lo están mis manos. Mi respiración se hace más lenta, y profunda... no sé cómo liberarme. Me pregunto si Duch estará preocupado.
Familia.
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