4 de octubre de 2017

La mirada de mujer.


Un líquido frío en mi cara me hace abrir los ojos, poco a poco. Cuando despierto, el líquido para de caer. Noto un sonido robótico detrás, y no puedo moverme, estoy atado a una silla incómoda y astillada. No veo nada, solo negro. Escucho el metal de una tijera frente a mí, a pocos metros, de forma inconstante, a veces es un corte largo, otras es corto y sutil, así que hay alguien frente a mí. Escucho otros sonidos, provenientes de lugares indeterminados, pero no puedo interpretar nada a través de ellos. Algunos ecos vienen de lejos a través de pasillos, así que estoy en un interior. Froto la cara contra mis hombros, pero no llevo nada, ninguna tela, estoy realmente a oscuras, y pienso en Energía, en si estará bien, y pienso en mí. En dónde cojones estoy. Evalúo sin criterio mi nivel de peligro, pero solo uno puede estar detrás del ataque a la casa.

—Luz, mis pequeños.

Veo un haz de linterna a mi izquierda. Otro a mi derecha, y en un instante, más de veinte haces de luz amarilla enfocados hacia el suelo, por toda la extensión de la sala, tanto a mi altura como en una segunda, arriba. Las linternas son subidas rápidamente por los esbirros de Miedo, hasta que todas enfocan hacia arriba. Más allá de las paredes de la sala, hay otro nivel, otra planta abierta hasta el lejano techo de metal, enfocado ahora por las linternas, de metal oxidado, de color verdoso, hay un agujero irregular en el centro que parece seguir hacia arriba, de un negro profundo que la luz de las linternas no se atreve a iluminar, solo a entrever los brillos finos y blancos. Tela de araña. Una figura se mueve desde ese nido hacia afuera, cuerpo inmenso que se deja caer hasta apenas asomarse y se queda así, recogido y suspendido, girando lentamente. Algunos esbirros de Miedo han abierto los ojos, que emiten brillo. En el gran ojo de uno de ellos veo escrita la palabra 'ayuda'.
No puedo verme los pies, pero sí mis manos, con esfuerzo. Apenas puedo averiguar las formas de los que sujetan las linternas, más allá de su rostro y su altura, algunas son claramente mecánicas, otras, parecen de verdaderos animales. Una tiene la piel de un lobo, recién desollada, por cara, puesta como si fuera una alfombra, con el hocico flácido y doblado. Frente a mí, sin embargo, no hay linternas, pero sí distingo una forma alta, alargada, estilizada. No se mueve. Puedo ver que su brazo llega a sus rodillas, tan fino como un dedo pulgar.

Se escucha la sentencia de tijera, justo en el sitio donde esa presencia se encuentra. Esforzándome por mirar, distingo algo a su izquierda, pero no sé qué es. Solo el corte de tijera. Solo las luces de linterna. Sobre mí sigue la araña, suspendida, girando, casi sin mostrarse a la luz, siguen estáticas las creaciones de Miedo, que se asemejan a grandes bestias, y ese que está delante es más importante. De él surgió la voz que pidió luz, una voz extraña que no llego a codificar.

—La vida es fascinante.

Ha vuelto hablar con esa voz, que parecen ser varias en la misma. He distinguido una grave, y una aguda al mismo tiempo, de un tono metálico. La tijera sigue su curso de la misma forma que antes.

—No hablas mucho... Pero tú no eres así, tu elocuencia es bien conocida. Por favor, que no te distraigan mis hijos —distingo la voz de un niño también—. Estás en tu casa.
—Tus hijos. —Apenas lo pronuncio.
—Sí... Mis pequeños.
—Eres Miedo.

La figura en la sombra se ha movido, y escucho las tijeras ser depositadas en una bandeja de metal. Se mueve hacia mí. Su cuerpo es estirado, sus brazos son largos y finos, su cabeza, pequeña, apenas le veo pararse frente a mí y agacharse poco a poco, hasta que esa cabeza circular, pálida, pequeña, con largo cuello, se aproxima hasta escasos centímetros de mis ojos, miro en las cuencas negras, dos pozos de profunda oscuridad, una boca cosida en forma de sonrisa. Su piel es tan fría que roba el calor de la mía sin tocarme, y no encuentro sus pupilas entre la oscuridad.

—Al fin me conoces.

Su voz no parece salir de él. Se aleja, poco a poco, devolviendo a mis ojos el brillo de las linternas, el verdor que reflejan las paredes de metal. De nuevo los tijeretazos. Llega hasta mí el olor de la sangre, y otro parecido a vísceras.

—¿Por qué te muestras ahora? —me atrevo a preguntar—. Después de tantos años...

Miedo no contesta, sus hijos robóticos no se mueven. La araña sigue girando. Las sogas en manos y pies escuecen en mi piel, y las astillas de la madera se clavan en mi espalda. No quiero morir. Pero quizá haya esperanza. Muevo la pierna todo lo que puedo, para asegurarme que llevo aún en el bolsillo el localizador que me dio el Albino. ¡Qué oportuno! Las tijeras siguen cortando lo que, por el olor, parece carne cruda. Y mis amigos, las mentes, deben de saber dónde estoy desde que reparé el cristal de Energía. Miro las paredes verdes de metal oxidado, a los esbirros metálicos e inmóviles del hombre delgado que corta la carne. A la araña, que sigue suspendida en lo alto. ¿Estoy en la guarida de Miedo? ¿En la isla del Inconsciente? Si es así, dudo que las mentes se atrevan a venir...

—Dime, Eissen —dice su voz con el marcado tono de un viejo—. ¿Eres valiente?

La pregunta me desconcierta. Parece el preámbulo de una clase de tortura.

—Depende de lo que quieras hacerme —le digo.

Su risa suena alargada, melancólica, y en su final, el sonido agudo de una mujer suena del cuerpo fino y alargado gritando de pura agonía. Unos golpes rápidos sacuden la pared detrás de mí. El grito vuelve, en forma de eco, desde la cueva de la araña.

—Es una pena que seas tú el que está aquí —dice él, y suena de él la voz de una niña entre otros timbres—. Eres un cobarde. Te crearon asustado, te rebelaste asustado, y has vivido toda tu vida asustado. No me supones desafío ninguno. No puedo doblegarte y ya estás dispuesto. Ojalá estuviese Luchadora. Oh, Luchadora, ella sí sería un reto. Ojalá la traigas hasta mí con el localizador que llevas en el bolsillo.

Es una trampa. El corazón comienza a bombear tan fuerte que me hace daño. Les estoy llevando a una trampa, yo solo soy el cebo, él tuvo en cuenta todo. Seguro que no estamos en su isla. Debo avisar a Luchadora cuando llegue, y Mentes quiera que no haya venido; me retuerzo rápidamente en la silla, para nada. Miedo se acerca hasta mí, le veo extender sus manos hacia las mías con los ecos de las diferentes linternas, una figura escuálida, prácticamente un esqueleto. Sus dedos comienzan a moverse de forma errática, se están alargando y oscureciendo, y noto un tacto helado, un frío que me quema bajo las uñas, por donde sus dedos se están introduciendo. El frío congela mi brazo, mis hombros, hasta llegar a mi cabeza, me falta el aire a medida que sus dedos de textura casi líquida se introducen más y más adentro. Las cuencas negras de sus ojos no se mueven, dirigidas hacia los míos. Justo antes de no aguantar más esta locura, de gritar de dolor y derrumbarme, lo noto salir de mí, extraer sus dedos de los míos y bajar los brazos, quieto. No respira.

—¿Qué me has hecho?

La visión se nubla por las lágrimas. Escucho unos ruidos más allá de los pasillos, una serie de golpes al metal. Las mentes han llegado a la guarida. Es una trampa. Los golpes se suceden, y los disparos, y los sonidos rebotan a través de los lejanos pasillos de metal verde y rancio. La araña sobre mí comienza a descender, abre sus patas, emite un silbido viscoso y grave. La luz de las linternas enfoca las manos humanas al final de sus ocho brazos peludos. Podría seguir descendiendo, directa hacia mí, pero en lugar de eso, avanza por el techo y se agazapa encima de la puerta por la que se escuchan los ruidos. Miedo me agarra la boca, y aunque me esfuerzo por no abrirla a toda costa, me amordaza con una tela rígida y áspera, húmeda y con sabor a sangre.
Los esbirros permanecen quietos, con las linternas en alto y algunos de sus ojos iluminados, sin siquiera pestañear, mientras más allá de la sala, se escuchan los últimos golpes repetidos, y después de eso, solo el silbido agudo del respirar de la araña, preparada para emboscar a mis compañeros. Intento gritar cuanto puedo, para nada. Miedo no se mueve. Todos siguen quietos. No puedo advertirles que estoy aquí, que les están esperando.

Tras un pesado golpe cercano en el suelo de metal, la araña desciende de pronto, se escucha un gemido, y los disparos iluminan la sala. Todos en la habitación, salvo Miedo, se movilizan, moviendo sus linternas con ellos, convirtiendo el lugar en un caos de luz, de truenos y golpes, todos en la batalla salvo la figura junto a mí oculta en la oscuridad. Oigo gritos, la luz se mueve por todas partes y no enfoca a ningún sitio. Un cuerpo pesado cae junto a nosotros, noto una mano que agarra mi tobillo y se retuerce en el suelo, dando golpes con el cuerpo. Una bengala roja se enciende detrás de mí, veo que la mano es la de la araña, el cuerpo que se retuerce es su brazo peludo, y Stille, con su traje negro y su máscara negra de boca, se ha colocado a mi izquierda, la bengala en una mano, un kunai en la otra. Miedo, de forma cadavérica, sin ojos en las cuencas y una piel podrida y arrugada, gira su cabeza lentamente hacia la chica. Ella, también con lentitud, alarga su brazo hasta mi mano y me da la bengala.
Los truenos silencian cualquier otro sonido en la sala, y veo, por la nueva luz roja, que no se encuentran ellos en un segundo piso, sino que somos Stille y yo los que estamos en un foso.
Stille corta la cuerda de mi muñeca con un tajo e inmediatamente lanza el kunai al pecho de Miedo. No reacciona, ni siquiera se mueve por el impulso, él avanza hacia ella, alargando sus dedos y convirtiéndolos de nuevo en esa sustancia viscosa, y yo intento como puedo desatarme la otra mano. Stille le lanza otro kunai, le da patadas, pero Miedo apenas retrocede, y en el momento en el que sus tentáculos agarran su pie, Susurro baja y rodea el cuello del monstruo con su látigo, empujando en sentido contrario. Luchadora baja también, con la cara, el brazo y su pelo azul empapados de un líquido viscoso. Las tres enfrentan al monstruo, evitando ser agarradas por sus dedos. Poco a poco, comienza a ser sometido. Al fin, después de tantos años, conoceremos a Miedo, sabremos lo que quiere, si no lo matamos aquí mismo.

La espada negra de Luchadora corta su cuello y rebana su cabeza. Un flechazo del arco de Susurro atraviesa su cuerpo y lo clava a la pared de metal. Stille enciende una bomba y la introduce dentro del cuerpo, cuando Luchadora rebana otro de sus brazos. Las tres retroceden, y la carne de Miedo vuela por el largo y ancho del foso. Un cuerpo mecánico cae delante de mí, inerte, y Stille acaba por cortar mis cuerdas y quitarme la mordaza. El bastón de Afrodita ilumina la sala con luz blanca, y, cuando mis ojos se acostumbran, veo a Susurro, frente a mí, preguntándome algo. Resulta que no logro entenderla... no pronuncia bien. Los restos de carne esparcidos por el suelo no parecen verdadera carne, y puedo ver que hay restos claramente robóticos mezclados con la marca de pólvora de la bomba de Stille. Claro... demasiado fácil. Esa figura no era Miedo, pero al menos, tampoco le hizo nada a Luchadora.
Stille chasquea sus dedos frente a mí, pero se oye tan lejano, tan diseminado, tan grave... En la esquina, más allá del cuerpo mecánico que cayó frente a mí, veo lo que parece una mesita, pero está borrosa, como si hubiera mucho humo. Distinto una cabra, por los cuernos, con el vientre abierto, y un cuerpo rojo y descuartizado junto a él. Miro la mordaza que sabía a sangre, en mi muslo. Es piel de cordero. Era... de un corderito. Susurro me toca y el resto también se han acercado a mí. ¿Por qué no puedo levantarme? Los sonidos son más graves cada vez, y la habitación, más oscura.

Abro los ojos con la voz de Servatrix, que habla con Optimismo, el Albino. Ella está de espaldas, y sus pelos blancos y largos brillan con fuerza con la luz del sol. Por las camas, y el pequeño escritorio de Servatrix justo a mi izquierda, sé que estoy en la enfermería. Dante duerme, al otro lado de la habitación. En cuanto recuerdo todo lo que ha pasado, miro mis dedos, corriendo. Aún tienen sangre seca en las comisuras, pero parece que están bien, y respiro de alivio. El Albino se despide de Servatrix, y le da un beso en la mejilla, pero no parece contento. Le falta una bota. Cuando se va, Energía habla desde el comunicador en el escritorio.

—Por fin estamos a solas. Necesito que me hagas un favor, Servatrix.
—¿Qué quieres, cielo?
—Toma una muestra de sangre de Dante, y otra de Eissen.
—De acuerdo, ¿para qué?
—Estoy realizando unas investigaciones. Es importante que nadie más sepa que las has tomado.

Finjo dormir. Servatrix acepta, reticente. Después de rebuscar en el armario, comienza con Dante. Cuando acaba, comienza a acercarse. Apenas noto la aguja.

—No te hagas el dormido, Eissen —dice Energía.
—¿Qué...? ¿Cómo sabías qué...? —Cuando abro los ojos, Servatrix tiene cara de susto.
—Detecto que has recobrado la consciencia. Servatrix no te ha saludado al verte despierto, patrón que cumple a rajatabla con cualquier herido. Ello, sumado a que son muchos años analizando tus patrones, me llevan a extraer la conclusión obvia. Doy por hecho, además, de que has escuchado acerca del marcado carácter de confidencialidad de estas extracciones, y lo respetarás.

No sé bien qué decirle.

—De acuerdo —miro a Dante, que duerme aún—. Pero... ¿por qué?
—La conversación de ayer —dice Energía—. Encontrar tu sitio. Preciso de un análisis para un correcto asesoramiento. Prefiero ser discreta.
—¿Y Dante?
—Llevo mucho tiempo aguardando para poder extraer un poco de sangre a Dante.
—Ya... entonces, ¿quieres ayudarme?

Servatrix tapona la herida de la aguja con un algodón, y me dice que presione un rato.

—Prestar el soporte óptimo es mi señal distintiva —dice Energía—. Sonreiría, pero no puedo. Espera.

Mientras Servatrix comprueba y retira el algodón de Dante, un pájaro entra por la ventana abierta y se detiene en el escritorio. Sus ojos son aguamarina de un brillo intenso, y de ellos sale un vapor verdoso que le da al pájaro un aire místico. Energía me mira fijamente con ellos, y trina una melodía cristalina y melódica. El verdor de los ojos desparece, y devuelve al pájaro una mirada redonda y vacía.

—El pajarito ha dicho —dice Energía—, que yo sonreiría, pero no puedo. Pero al menos lo ha dicho trinando.

El pájaro caga en la mesa antes de echar a volar, confundido, hasta que encuentra la ventana esquivando los brazos de Servatrix intentando golpearle. Regaña a Energía, y yo pregunto si puedo irme.
El ambiente en la casa está muy tenso hoy. Ha sido un día duro. Mentes conversa con sus compañeros del trabajo en la puerta de salida por palabras de Social, y Afrodita me cuenta lo que pasó después de que me llevaran los esbirros de Miedo, en el volcán. Relativismo está practicando sus barreras, haciéndolas aparecer debajo de una piedra y elevándola y moviéndola, seguramente sintiéndose culpable por lo que le pasó a Dante. Stille medita a lo lejos, entre dos palmeras, antes de que la pradera se convierta en playa, y Susurro está hablando con ella, aunque sepa de sobra lo mucho que le molesta que interrumpan su meditación. Y el Albino está con el resto, ordenando, limpiando y adecentando la esquina del comedor afectada por la explosión. Se le ve muy enfadado, y Afrodita me cuenta lo que pasó con Madurez. Desobedeció sus órdenes.

—Pero... —le digo—. Si le salvó la vida.
—Ya. Pero desobedeció. Madurez no ha salido de su cuarto desde que Servatrix se la llevó con Dante y Optimismo hechos polvo, cuando el ave de Energía nos avisó de una emergencia por ti.
—Quería a Luchadora. Miedo.
—¿Y por qué querría a Luchadora? —Afrodita ahora susurra.
—Dice que ella sí era un reto, no como yo.
—¿Un reto para qué?

Callo unos segundos. Suspiro.

—Supongo que para acobardarnos —digo.
—No me extraña. Envidio mucho a Luchadora.
—¿Por qué?
—Es siempre tan... valiente. No importa cuál sea el problema, ella siempre va de frente. A veces pienso que es una suicida, pero luego, cuando gana pienso, ¡a mí también se me podría haber ocurrido! Pero siempre me acobardo. —Los ojos de Afrodita parecen humedecerse—. No sabes el pavor que me da esa isla. Siempre que viajamos y el cielo está claro, veo esa bruma oscura... Nosotros hemos visto crecer esa bruma. Y le hemos dejado. Por nuestra culpa.
—No te pongas así —digo—, nadie tiene la culpa.
—No tienes ni idea de las cosas que he hecho por miedo —dice ella—. Las cosas que María ha tenido que aguantar por mí. El otro día me puse celosa, joder, sin ningún motivo. Y los dolores de cabeza de después los aguantasteis vosotros —suspira—. Ojalá plantáramos tabaco.

Razón y Luchadora están hablando, después de adecentar un poco el lugar. Algo dentro de mí me dice que hable con Razón, que es el momento idóneo. Ni siquiera sé si he contestado a Afrodita, pero movido como un resorte, avanzo hasta él, sin tener bien claro lo que decirle, hasta que lo digo.

—Razón, ¿puedo hablar contigo un momento?
—Claro, di —contesta, sonriente.
—Preferiría mejor a solas.
—¿Por qué? —dice Luchadora, con tono áspero.

Los ojos morados intensos de la guerrera están fijos en los míos, demasiado para aguantar la mirada. En su pelo azul, mojado después de una ducha, hay polvo de los escombros que acaba de limpiar.

—Simplemente, preferiría hablar con él a solas.
—Tú no me quieres contar lo que te pasa. —Ella señala a Razón—. Y tú le dices de hablar a solas cuando está hablando conmigo. ¿Se puede saber qué os pasa?
—Luchadora, cálmate, no pasa nada —dice Razón.
—¡Estás triste y no me quieres decir por qué! —Habla tan fuerte que todos en la sala la están mirando—. Y tú lo quieres alejar de mí. ¿Por qué nadie me quiere contar nada últimamente?
—Por favor, Luchadora, no conviertas esto en público —dice Razón.
—Yo no tengo nada que esconder. —Señala al resto—. Y me da igual que miréis. Soy una mente igual que vosotros, qué cojones, soy una amiga, Razón. Yo más que nadie merezco saber lo que te pasa, lo que te preocupa. Porque yo, más que nadie, te querría ayudar. Y tú —me señala—, no sé qué mierda tienes contra mí.

No sé qué contestar, porque tampoco sé bien por qué he empezado esta conversación. Aun así, sus palabras duelen. Razón mira hacia abajo, rascando sus nudillos en sus telas marrones de forma nerviosa. Se coloca la melena rosada con canas, y se levanta.

—Vamos a mi cuarto —me dice.

Luchadora también se levanta, enfadada, da un puñetazo en la mesa y comienza a caminar escaleras arriba, adelantándonos, golpeando mi hombro con el suyo.
El cuarto de Razón es limpio, ordenado, impoluto. Sé que se levanta antes que el resto para darle un repaso, y ahora está comprobando el nivel de polvo de su escritorio porque esta mañana no ha podido hacerlo. Las paredes están cubiertas de estanterías, repletas de libros de Erudito que se negó a archivar. Uno de ellos, 'La vida como hermano', descansa cerrado en su mesita de noche, con un marcapáginas. Ese es el libro que Erudito le dedicó, y lo escribió por él. Me pregunto cómo estará hoy, porque no le he visto. Ha estado mucho tiempo solo.

—Bueno, ¿qué quieres decirme?
—Siento mucho haber provocado la discusión —le digo, con una aflicción casi real.
—No te preocupes, ella es muy visceral. Se le pasará pronto. Dime, chico. ¿qué querías?

Desde su ventana, puedo ver las olas espumosas acariciadas por los rayos anaranjados del sol de la tarde. Stille, claramente molesta, abandona su meditación, y Susurro ríe por haberla distraído. De pronto, nace en mí la necesidad de contarle a Razón lo que solo Energía, y quizá Servatrix, conocen. Me parece buena idea, por algún motivo, el hombre indicado.

—Cuando fui creado por el padre de Luchadora —digo—, lo hizo con la intención de que os traicionara. No fui capaz, y desde ese día supe que si él me encontraba, era hombre muerto.

Noto los ojos azules de Razón atentos a mi discurso.

—Yo no tengo armas, como vosotros —sigo—. Ni caballo. No soy una mente, solo estoy con vosotros porque me dejáis estar, porque os supliqué que quería compensaros por lo que hice... y me perdonasteis. Y sabe Mentes que estoy arrepentido.

Le miro, y él baja la mirada, claramente afectado por mis palabras. Continúo.

—Muchas veces sueño aún ese momento, y ese recuerdo me atormenta cada día. No soy una mente, como vosotros. Pero quizá encuentre un sitio en este mundo. Un sitio apropiado para mí, en el que pueda ser útil a Mentes. Por eso, te pido por favor, y sé que es mucho, que me dejes a tu caballo Aristóteles, con el que pueda viajar más deprisa y encontrar ese sitio al que pertenezco. Prometo devolvértelo cuanto antes.
—Entonces —dice—, quieres dejarnos y probar suerte en otra parte.

Asiento. Razón juguetea con sus dos manos, entrelazando sus dedos entre sí, mirando hacia abajo, pensativo. Oigo a Susurro decir a Stille que tampoco tendría que enfadarse así. No es el día apropiado para bromear, supongo. Razón sigue pensando.

—Cuando tú me conociste —dice—, yo era el líder de las mentes, antes que Defensor. Creé normas, diseñé edificios, dirigí la vida de Mentes, entonces un adolescente, como mejor pude. Y fui un líder nefasto.
—No es verdad, no lo fuiste.
—Sí lo fui, chico. Provoqué una saturación de mentes, luego una masacre de mentes, luego una pequeña guerra civil, y casi nos cuesto la derrota. A veces es necesario un mazazo para darte cuenta de que no estás en tu lugar, es lo que quiero decir. ¿Razón, como acelerador? ¿Razón como volante? —ríe—. No...

Se sienta en su cama, y coge una foto en su mesita. En ella aparecen Luchadora, Erudito, Servatrix, y el propio Razón, mucho más jóvenes. Servatrix está igual, pero Luchadora, de hecho, no tiene aún el rubí en la frente.

—Yo no debo liderar, chico, yo debo ser el freno. Ese es el sitio al que pertenezco, y lo vi tarde. ¿Sabes que, desde que le hiciste eso a Luchadora, ya no he vuelto a tocar mi espada? Ahí está, cogiendo polvo. —Señala hacia su armario—. Me prometí que nunca volvería a cogerla, porque, es curioso, te he perdonado a ti por lo que hiciste, pero no me he perdonado a mí por descuidarme y dejar que cogieras mi espada. Cada vez que me acuerdo del rubí de Luchadora, me pongo enfermo. Es una amiga inigualable, y al mismo tiempo, el recuerdo de mi error.

Luchadora también significa eso para mí, si me pongo a pensar. Cuando Razón me mira, siento sus ojos azules clavados en los míos. Soy consciente de que me está contando algo que muy pocos saben, o nadie. Se levanta y deja la foto en su sitio.

—Tú que lo has visto, encuentra tu sitio antes de que te lleves el mazazo. Te confiaré a Aristóteles. Pórtate bien con él.

Me da la mano, y yo, pese a todo lo que acaba de pasar, siento que no acaba de ser real, no puedo llegar a empatizar del todo. Pero aprecio, con sorpresa, su amabilidad.

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Dejo reposar mi espada negra en su estante en la pared, y me tumbo en la cama. Noto el cansancio en mis piernas, síntoma de debilidad que no permitiré más por hoy, ha sido un día movido, pero no toleraré estar cansada. Cansada no, pero enfadada, puede. Si Razón no quiere contarme sus problemas, allá él, pero no lo entiendo. Yo se los contaría. Y Eissen, alejándolo. Lo único que hace Eissen que me afecta es para molestarme, de hecho, apenas me dirige la palabra. Le hemos salvado hoy, se ha despertado, y no ha dado ni un solo gracias, y eso que me he llenado hasta los tobillos de sangre de araña porque él se dejó atrapar.
¿Pero qué más da, si vuelve a mí la sensación de siempre? Cada vez que siento que algo no es justo, cada vez que me apetece gritar, desde la cabeza el rubí comienza a debilitarme y a enfermarme. La última vez casi vomito, pero esta vez no pienso dejar que me coja desprevenida. Lo toco en mi frente, y noto sus aristas, lo pulso fuerte hasta que siento daño. Ahí está, lo que queda de mi padre. Estoy segura de que no ha muerto. Seguro que se transformó en rubí, y me devolvió a la vida solo para controlarme y convertirme en su segundo cuerpo. Quizá mi vida actual ni siquiera sea la mía, y solo conserve mis recuerdos.
Me levanto de la cama, y me miro en el espejo. El rubí brilla, y algo dentro de él gira en el sentido de las agujas del reloj. Algo en él sigue vivo, quizá lo mismo que me mantiene a mí con vida. Cada vez que brilla, mis fuerzas fallan, me duele la cabeza, el abdomen, y siento el cansancio más que nunca. Trata de poseerme. ¿Cuántas veces me habré sentido tentada de arrancármelo de la frente y acabar con esto de una vez? Moriría cien veces antes que convertirme en el segundo cuerpo de mi padre, pero si me lo arranco, si me mato y me equivoco, habré sido una tonta. Me miro a los ojos, a través del espejo. ¿Pertenezco a los vivos?
Escucho unos gritos en el pasillo.

—¡Tenemos que hablar sobre lo de esta mañana! —dice Optimismo.
—¡No, no quiero! —dice Madurez, desde su cuarto al otro lado del tabique.
—Jovencita, mejor que lo haga yo a que lo haga Defensor.
—¡Me da igual, no quiero hablar contigo!

Abro la puerta, y Optimismo y yo nos miramos. Se le ve muy enfadado. Aún sigue por ahí, caminando con una sola bota... La niña, al arrastrarlo para sacarlo de la lava, no se dio cuenta de que le había abrasado el pie. Menos mal que rescató a Optimismo, porque su regeneración no la tiene nadie.

—Madurez.
—¡Déjame en paz!
—¡Como sea! —da un puñetazo a la puerta—. Hablaremos luego.

Él se va, y se encierra en su cuarto enfrente de las escaleras. Ver esto ha remitido el mal cuerpo que sentía, y cuanto más me olvide de Razón y Eissen, mejor estaré. Por eso llamo a la puerta de Madurez.

—¡Que me dejes en paz!
—Soy Luchadora.

Sorprendentemente, no ha chillado más, y escucho sus pasos acercándose a la puerta. Cuando la abre, veo su pelo despeinado, y sus ojos muy rojos. Está limpiándose aún las lágrimas.

—Qué quieres —dice, muy secamente.
—¿Puedo pasar? No voy a regañarte.

Ella camina hasta su cama, se tumba y se tapa hasta la cabeza con sus mantas. No entiendo bien por qué, en lugar de llorar, no afronta el problema cuanto antes con Optimismo, porque él solo está preocupado, y cuanto antes lo haga, antes parará de llorar. Pero no me apetece dar consejos. Me siento frente a ella, y retiro la manta lo suficiente para ver sus ojos dorados.

—Estoy muy orgullosa de ti, Madurez.
—Por qué. —Apenas se la entiende—. Todo el mundo me odia ahora.
—Nadie te odia. Están muy asustados porque te podría haber pasado algo.
—No es verdad, tú no les has visto cómo me miran.
—Les conozco.

Madurez vuelve a subir la manta para no verme, pero yo se la vuelvo a bajar. Ella la sube, yo la bajo, hasta que ella me dice que pare, y yo la bajo con más fuerza.

—Ya está bien —le digo—. Allí arriba desobedeciste órdenes, pero hiciste lo correcto, y lo más importante, lo hiciste sin miedo. Ninguna de las mentes, a tu edad, se hubiera atrevido a hacer lo que tú, y ahora estás lloriqueando en la cama como si fueras otra persona distinta. —Ella me mira con ojos como platos—. Espabila, muchacha, la vida no es un camino de rosas. Si eres valiente para hacer lo correcto, debes ser valiente para afrontar las consecuencias. Yo estoy orgullosa de ti por lo que has hecho. Pero no me llores ahí tapada.

Ella me mira, se toma su tiempo, pero al final hace lo indicado. Se destapa, se sienta en la cama, y, mientras se limpia las lágrimas, me dice que sí con la cabeza.

—Optimismo está más enfadado consigo mismo que contigo —digo.
—¿Cómo lo sabes, eh?
—Porque me lo ha dicho. —Miento, aunque seguramente diga una verdad—. Está muy enfadado por quedarse inconsciente, y haberte puesto en peligro. Pero tienes que hablar con él, y pedirle perdón.
—Vale. Lo siento.
—A mí no, a él.
—Vale, lo siento.
—Madurez.
—¡Ya paro, ya paro!

Moquea, y le acerco un pañuelo de su mesita. En el suelo hay cuatro más hechos una bola, viscosos.

—Es que no lo entiendo —dice—. Le salvo la vida y me regañan. Y me siguen tratando como una niña. Y me siguen ocultando cosas, como si no creyera que me las ocultan.
—Así es la vida. La única manera de que esta gente te cuente cosas es que vayas tú y se las preguntes.
—Vale —me dice, y se suena otra vez—. ¿Tú reviviste?

La pregunta es demasiado directa y toco mi rubí por puro instinto.

—¿Qué dices? —digo.
—Que si reviviste. ¿Moriste, o algo así?
—¿Quién te ha contado eso?
—A Optimismo se le escapó decir que reviviste.

Por un lado, el corazón me dice que ya es mayor para saber esa historia. Por otro lado, la cabeza teme que odie a Eissen, porque no tienen mucha relación. No es una gran persona, pero tampoco se merece que la odien.

—Sí... Sí —digo—. Hace tiempo, morí peleando contra un enemigo.
—¿Cómo? ¿Cuál?
—Me descuidé y me atravesó el pecho, desde la espalda. Fue mi padre.
—No jodas.
—Esa lengua.

Me pregunta quién es mi padre, mientras desabrocho mi traje de batalla poco a poco, abro la parte de arriba y le muestro la cicatriz justo debajo del esternón.

—¿Y te revivió ese rubí?
—Sí. Mi padre ahora es este rubí.
—¡No jodas!
—¡Niña!

Ella toca la cicatriz, pasando su dedo repetidas veces por ella. Me mira, y me pregunta si me duele, yo sonrío.

—¿Cómo es morir? —me pregunta.
—No lo sé. No lo sé, no me acuerdo de nada.
—Pues vaya. ¿Y tuviste miedo?
—Por supuesto.
—Pues me han dicho que tú no conoces el miedo, que eres la más valiente del mundo.
—Eso no es verdad. Yo siempre tengo miedo.
—¿Siempre?
—Siempre. Tengo miedo de que te pase algo, de que le pase algo a los demás. Tengo miedo de volver a morir. De muchas, muchas cosas.
—Entonces, ¿no eres la más valiente?
—Claro que lo soy —digo—. La diferencia entre el temerario y el valiente, es que el primero lucha sin miedo, y el segundo, lucha pese al miedo.

Madurez parece estar mucho mejor. Le recuerdo que tiene que hablar con Optimismo y pedirle perdón, y también tiene que leerse el libro que hay en su mesita. Me dice que no.

—Es un rollo, Luchadora.
—Es tu deber.
—No es mi deber, no soy tonta. Sé que Erudito se está muriendo, y lo que queréis es aprovechar y encasquetarme su rol.

Dicho así, de una manera tan fría, y de boca de la misma niña, resulta mucho más estremecedor. No puedo decirle que esa es la completa realidad.

—No, te equivocas, solo queremos que aprendas cosas.
—Erudito me dijo anteayer en qué consisten sus funciones. Y dijo que yo tenía que preservarlas. No quiero leer, odio leer, quiero viajar y combatir, como tú, como Susurro y Stille, como Dante.
—Madurez, sin Erudito no somos nada. Tú sabes, tanto como yo, que un día morirá, y necesitamos a alguien como él.
—¡Yo no quiero sustituirle! Me da igual que sea indispensable, quiero elegir mi destino. No quiero que me dé más lecciones. Quiero viajar y que se me tenga en cuenta.
—Hoy has viajado y has incumplido órdenes.
—¡Me acabas de felicitar por ello antes! —me dice—. ¡Deja de confundirme!

Me levanto. Ya no tengo nada más que decir. Miro en sus ojos dorados la mirada misma de la determinación. Razón y Defensor ven bien que le sustituya, y eso sería lo ideal. Pero la miro y no puedo sino estar de acuerdo con ella. A veces, mira como una mujer.

—Está bien. Quédate con estas palabras porque es la lección más sabia que nadie te dará. Si quieres algo, debes luchar por ello, porque nadie te lo va a dar, y vas a tener que luchar mucho. Si dices que estoy de acuerdo con tu causa, lo negaré, porque en esto estás sola, porque solos es como tenemos que librar nuestras batallas. Así que si de verdad quieres viajar, prueba que te lo mereces.

El sol ya se ha ido. Seguro que la cena ya está lista desde hace un rato. Debo apresurarme, para llegar a tiempo a la reunión de por la noche. Ella me da las gracias, aspira los mocos con fuerza, y se tumba. No bajará. Ya me encargaré yo de subirle algo luego, los demás quizá no, pero yo pienso premiar su insubordinación.

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