Servatrix está de acuerdo conmigo, y sube las escaleras en silencio con la comida a Madurez. Hoy definitivamente está siendo un día largo, y mejor será que acabemos pronto la reunión, porque no creo que me quede dormida, pero no sé cuánto más podré obligarme a estar despierta. Arriba, Mentes está viendo la televisión con María, apenas sin prestar atención, cansado, pero sin sueño. Ella le pide por favor que ambos hagan algo este fin de semana.
—El anterior ya hicimos algo —dice Razón.
Ver una bodega no es hacer algo, me refiero a algo divertido, le dice María. ¿Cuánto hace que no vamos al cine? Estoy harta de no hacer nada, y le dedica mientras habla una sonrisa amarga.
—Pero es muy caro —dice Razón.
—Bueno, da igual —dice Afrodita, lanzándole una mirada de enfado—. Iremos al cine, cariño. Prometido.
Todos hemos acabado de cenar en el comedor, se ve que algunos ya están preparados para hablar en la reunión. Una parte de la sala está hecha pedazos, con el ladrillo de la pared al descubierto, y una parte de la puerta de la cocina se ha venido abajo. Al menos, ahora no hay escombros. Me acerco a Dante para agradecerle lo que hizo por mí en el volcán. Se le ve débil, pero sonríe, con una venda en la cabeza que le tapa la mitad de los pinchos castaños que conforman su peinado. Social y Relativismo están muy concentrados, en una esquina de la mesa, juntos. Les pregunto si están ya preparados para la reunión.
—Hoy la he cagado con el hombre de la limpieza, le he contado una pequeña mentira y me ha pillado en seguida. Estoy pensando cómo habría ocurrido todo mejor —dice Social.
—Yo estoy preguntándome si la pertenencia a un grupo o la escisión respecto al mismo la decide únicamente el individuo o debe decidirse de forma comunitaria —dice Relativismo, acariciándose la barba negra.
Me les quedo mirando, muy sorprendida por las bobadas en las que pierden el tiempo, y les doy prisa para que tanto Mentes como nosotros podamos ir pronto a la cama. Cuesta reunirlos, pero finalmente Defensor alza la voz y todos acaban por arrastrar las sillas y ponerlas en corro entre la mesa y el tubo de Energía, agrietado e irregular en los lugares en los que se aplicó gel. Tal como estamos dispuestos, Energía parece formar parte del corrillo. Se apresura por interrumpir a Defensor cuando va a empezar a hablar.
—Si me disculpas, Defensor, querría iniciar la reunión agradeciendo a Eissen por reparar el cristal en el que me encuentro. Ello provocó que lo capturaran. En el momento de la ruptura, mi cuerpo migró a una ardilla cercana, pero si dicha ardilla hubiese muerto acto seguido, yo hubiera muerto con ella, al no tener una base a la que volver. Hubiese estado muchas horas expuesta, y querría que se le concediera el mérito suficiente.
Social aplaude y vitorea riendo, y también le acompañan entre aplausos y risas algunos de ellos. Yo echo el pelo hacia adelante, con la esperanza de que el rubí se vea menos. Defensor corta la broma, y comienza a hablar, serio.
—Vamos al lío. Hoy ha sido un día completito, primero un volcán y luego un secuestro, así que vayamos por partes. Esta mañana cumplimos los horarios previstos para llegar y neutralizar el volcán, pero la ansiedad llegó antes de tiempo. Quiero aplaudir la reacción de todos, antes que nada, pero hubieron varias incidencias.
Se echa para atrás su melena negra, se coloca sus gafas de ver y echa un vistazo a su cuaderno, subiéndolo y bajándolo hasta que encuentra la altura. Viéndole, tan alto y musculoso, cualquiera diría que partiría esas gafas solo de hablar con ellas puestas.
—Vale, no contábamos con Luchadora y Razón para la solución del problema, y actuasteis perfectamente, pero por favor, dejad a los caballos más atrás la próxima vez. Luego, Relativismo, definitivamente no serás tú el próximo que eche la cuerda, porque así no ves si aparece algún peligro para los que suben por ella. Y Albino, te las apañaste bien con el walkie, pero tienes que tener más cuidado, porque si te quedas inconsciente, no hacemos nada. Y luego está el plato fuerte, que es el asuntillo de Madurez. ¿Eh, Albino?
—Sí —dice Optimismo, enfadado.
—Estaba a tu cargo, y te desobedeció.
—Sí.
—Pero la responsabilidad de cualquier cosa que le hubiera pasado era tuya.
—Lo sé.
—Servatrix la salvó de milagro de una lluvia de lava, así que has tenido suerte.
—Lo siento mucho —dice, dejando caer su pelo blanco, tapándole la cara.
—Lo mejor será que no vuelva a viajar en un tiempo. Unos años, al menos.
—Me niego.
Optimismo vuelve a levantar la cabeza, y sus ojos castaños son como si fueran transparentes para mí, y puedo ver a través de su enfado.
—¿Cómo? —dice Defensor.
—Ella está preparada para viajar más. No merece el castigo, fui yo el que se quedó inconsciente al borde de un río de lava.
—Te desobedeció.
—Si no lo hubiera hecho, no sé si mi regeneración me hubiera salvado la vida esta vez —dice Optimismo—. Merece otra oportunidad.
—Eso ya se verá. —Defensor mira el cuaderno de nuevo—. Y luego está el ataque a nuestra casa, y secuestro de Eissen. Bien, ya que Erudito no está para muchos trotes, quiero que a partir de mañana penséis y propongáis formas de defender la casa, o de que Energía se entere antes de que alguien nos ataca. Y Eissen, quiero que cuentes a todos tu versión de la historia.
Eissen habla con voz baja y mirando al suelo, casi ni se le oye. Cuenta sobre los dos robots, cómo uno de ellos explotó, y me acuerdo de Razón. Habla sobre su situación en la sala oscura, el corderito cortado por las tijeras, cuenta que ese robot parecía real y se presentó como Miedo.
—De hecho, es posible que estuvieras hablando con Miedo —interrumpe Repar—. Encontramos entre los restos un altavoz, pero en el robot no había nada parecido a un transmisor de voz.
—¿Miedo hablaba a través de él? —Servatrix se lleva las manos a la boca—. ¿Y qué te dijo? Cuéntalo todo.
Eissen habla, sobre su localizador, sobre el conocimiento de Miedo de que vendríamos, y lo que dijo sobre mí. Así que así es como Miedo me ve. Sabe quién soy, y quiere ver si puede doblegarme. Un pequeño escalofrío recorre mi cuello. Bien... Que lo intente.
Ver una bodega no es hacer algo, me refiero a algo divertido, le dice María. ¿Cuánto hace que no vamos al cine? Estoy harta de no hacer nada, y le dedica mientras habla una sonrisa amarga.
—Pero es muy caro —dice Razón.
—Bueno, da igual —dice Afrodita, lanzándole una mirada de enfado—. Iremos al cine, cariño. Prometido.
Todos hemos acabado de cenar en el comedor, se ve que algunos ya están preparados para hablar en la reunión. Una parte de la sala está hecha pedazos, con el ladrillo de la pared al descubierto, y una parte de la puerta de la cocina se ha venido abajo. Al menos, ahora no hay escombros. Me acerco a Dante para agradecerle lo que hizo por mí en el volcán. Se le ve débil, pero sonríe, con una venda en la cabeza que le tapa la mitad de los pinchos castaños que conforman su peinado. Social y Relativismo están muy concentrados, en una esquina de la mesa, juntos. Les pregunto si están ya preparados para la reunión.
—Hoy la he cagado con el hombre de la limpieza, le he contado una pequeña mentira y me ha pillado en seguida. Estoy pensando cómo habría ocurrido todo mejor —dice Social.
—Yo estoy preguntándome si la pertenencia a un grupo o la escisión respecto al mismo la decide únicamente el individuo o debe decidirse de forma comunitaria —dice Relativismo, acariciándose la barba negra.
Me les quedo mirando, muy sorprendida por las bobadas en las que pierden el tiempo, y les doy prisa para que tanto Mentes como nosotros podamos ir pronto a la cama. Cuesta reunirlos, pero finalmente Defensor alza la voz y todos acaban por arrastrar las sillas y ponerlas en corro entre la mesa y el tubo de Energía, agrietado e irregular en los lugares en los que se aplicó gel. Tal como estamos dispuestos, Energía parece formar parte del corrillo. Se apresura por interrumpir a Defensor cuando va a empezar a hablar.
—Si me disculpas, Defensor, querría iniciar la reunión agradeciendo a Eissen por reparar el cristal en el que me encuentro. Ello provocó que lo capturaran. En el momento de la ruptura, mi cuerpo migró a una ardilla cercana, pero si dicha ardilla hubiese muerto acto seguido, yo hubiera muerto con ella, al no tener una base a la que volver. Hubiese estado muchas horas expuesta, y querría que se le concediera el mérito suficiente.
Social aplaude y vitorea riendo, y también le acompañan entre aplausos y risas algunos de ellos. Yo echo el pelo hacia adelante, con la esperanza de que el rubí se vea menos. Defensor corta la broma, y comienza a hablar, serio.
—Vamos al lío. Hoy ha sido un día completito, primero un volcán y luego un secuestro, así que vayamos por partes. Esta mañana cumplimos los horarios previstos para llegar y neutralizar el volcán, pero la ansiedad llegó antes de tiempo. Quiero aplaudir la reacción de todos, antes que nada, pero hubieron varias incidencias.
Se echa para atrás su melena negra, se coloca sus gafas de ver y echa un vistazo a su cuaderno, subiéndolo y bajándolo hasta que encuentra la altura. Viéndole, tan alto y musculoso, cualquiera diría que partiría esas gafas solo de hablar con ellas puestas.
—Vale, no contábamos con Luchadora y Razón para la solución del problema, y actuasteis perfectamente, pero por favor, dejad a los caballos más atrás la próxima vez. Luego, Relativismo, definitivamente no serás tú el próximo que eche la cuerda, porque así no ves si aparece algún peligro para los que suben por ella. Y Albino, te las apañaste bien con el walkie, pero tienes que tener más cuidado, porque si te quedas inconsciente, no hacemos nada. Y luego está el plato fuerte, que es el asuntillo de Madurez. ¿Eh, Albino?
—Sí —dice Optimismo, enfadado.
—Estaba a tu cargo, y te desobedeció.
—Sí.
—Pero la responsabilidad de cualquier cosa que le hubiera pasado era tuya.
—Lo sé.
—Servatrix la salvó de milagro de una lluvia de lava, así que has tenido suerte.
—Lo siento mucho —dice, dejando caer su pelo blanco, tapándole la cara.
—Lo mejor será que no vuelva a viajar en un tiempo. Unos años, al menos.
—Me niego.
Optimismo vuelve a levantar la cabeza, y sus ojos castaños son como si fueran transparentes para mí, y puedo ver a través de su enfado.
—¿Cómo? —dice Defensor.
—Ella está preparada para viajar más. No merece el castigo, fui yo el que se quedó inconsciente al borde de un río de lava.
—Te desobedeció.
—Si no lo hubiera hecho, no sé si mi regeneración me hubiera salvado la vida esta vez —dice Optimismo—. Merece otra oportunidad.
—Eso ya se verá. —Defensor mira el cuaderno de nuevo—. Y luego está el ataque a nuestra casa, y secuestro de Eissen. Bien, ya que Erudito no está para muchos trotes, quiero que a partir de mañana penséis y propongáis formas de defender la casa, o de que Energía se entere antes de que alguien nos ataca. Y Eissen, quiero que cuentes a todos tu versión de la historia.
Eissen habla con voz baja y mirando al suelo, casi ni se le oye. Cuenta sobre los dos robots, cómo uno de ellos explotó, y me acuerdo de Razón. Habla sobre su situación en la sala oscura, el corderito cortado por las tijeras, cuenta que ese robot parecía real y se presentó como Miedo.
—De hecho, es posible que estuvieras hablando con Miedo —interrumpe Repar—. Encontramos entre los restos un altavoz, pero en el robot no había nada parecido a un transmisor de voz.
—¿Miedo hablaba a través de él? —Servatrix se lleva las manos a la boca—. ¿Y qué te dijo? Cuéntalo todo.
Eissen habla, sobre su localizador, sobre el conocimiento de Miedo de que vendríamos, y lo que dijo sobre mí. Así que así es como Miedo me ve. Sabe quién soy, y quiere ver si puede doblegarme. Un pequeño escalofrío recorre mi cuello. Bien... Que lo intente.
—Ese mamonazo es listo —dice Defensor—. Y ni siquiera sabemos cómo es. Ya había tocado las narices antes, pero nunca así.
—No se salió con la suya —continúa Repar—. No sé qué entiende Miedo por doblegar, pero estamos todos bien, y hemos recogido múltiples muestras de sus máquinas. Si Erudito no puede analizarlas, entre Energía, Dante y yo podremos hacerlo.
La lámpara sobre la que estamos se rompió con la explosión, y Repar aún parece más negro de lo que es, y su metal, lleno de ceniza por el volcán de la mañana, no brilla. En el brazo de su mitad izquierda mecánica, veo su pistola guardada en su antebrazo, también su cuchillo, y ahora muestra su mano robótica. Narciso, a su lado, se arregla la coleta.
—La araña no era toda máquina —dice Afrodita—. Hay arañas así de grandes, vivas, merodeando por las cuevas del norte. —Le entra un escalofrío.
—La cuestión más importante —dice Defensor—, es que todos estamos bien y hemos desmantelado una guarida de Miedo. Respecto a Mentes, nos hemos comprometido a ir al cine, y el jefe nos ha dejado en paz hoy, así que es un avance. Y eso es todo por hoy. Mañana estableceremos ese plan para localizar intrusos, buenas noches.
—¿Cómo que buenas noches?
Dante da un paso hacia delante, con la venda aún puesta, su chaqueta blanca, y cara de enfado.
—¿Algún problema, Dante? —dice Defensor.
—Miedo se ha colado en nuestra casa, la ha destrozado, ha secuestrado a uno de los nuestros, le intimida, nos amenaza, en especial a Luchadora... ¿Y no vamos a hacer nada?
—Hemos acabado con su guarida y sus monstruos.
—¡Y creará otra, y nos volverá a atacar! —Dante hace aspavientos con los brazos—. Lo ha hecho en nuestro territorio, ha colado ahí decenas de máquinas, y ni lo sabíamos. Podría tener más. Cuando llenó de bruma la isla de Inconsciente no hicimos nada, ya es hora de contraatacar.
Defensor respira profundamente, se quita las gafas y se acerca a él. Lanza el cuaderno a Duch, que se le resbala y se le cae al suelo.
—La última vez que nos enfrentamos a un enemigo de esas proporciones acabamos con nuestro palacio destruido, dos años de depresión y un total de dos bajas, que casi asciende a veintiuna.
Defensor está muy serio, apunta al pecho de Dante con el dedo, pero pese a la diferencia de altura, Dante le planta cara. Sigue hablando.
—Tú y yo solo vivimos la batalla final, pero la agonía y la precariedad a la que Sever les arrastró no quiero que vuelvan a vivirla. Qué diablos, no podemos permitirnos vivirla. Estamos casados. Tenemos un hijo precioso de cuatro años que ni siquiera sabe limpiarse después de cagar, y tenemos responsabilidades, obligaciones.
—Mi obligación como mente es avanzar —dice Dante—. Llevamos años y años permitiendo a Miedo ganar terreno, ¡y todos sabéis que no es el único! —Señala hacia abajo—. Miedo es solo el lugarteniente de Mal.
—Mal está muerto, no tiene presencia en este mundo.
—¡Sabemos que comanda a Miedo! —Dante respira con fuerza—. Mira, se acabó. Llevamos años conformándonos.
—Es el precio a pagar por tener una familia —dice Razón.
—Yo no voy a permitir otro secuestro —dice Dante—. Pronto organizaré una partida para localizar las bases de Miedo en nuestro territorio, y quiero que Susurro me acompañe.
Todos miramos de pronto a Susurro, que da medio paso hacia atrás, mira hacia abajo, agarrándose los brazos. Defensor le pregunta por qué Susurro.
—Está siendo desaprovechada aquí. Desde hace tiempo trabaja prácticamente de bibliotecaria ordenando y archivando los libros de Erudito, y, no te ofendas, Stille, pero ese trabajo te corresponde más para ti, ya que es un trabajo interno. —Stille le dedica una mirada fulminante—. Susurro, tal y como su función como mente lo indica, trabaja mejor fuera.
Todos murmuran entre ellos, mientras Susurro está petrificada y muy enrojecida, toda la cara salvo sus ojos grises. La cosa es que no me parece una idea descabellada, ni esa, ni la de localizar las bases. Por eso doy mi voto a favor en alto.
—Esto ha de Discutirse, Luchadora —dice Razón—. No podemos lanzarnos así ante cada propuesta.
Cómo no, Razón en desacuerdo. En medio de la discusión, la reunión termina, y las mentes aún cuchichean. Nos levantamos poco a poco hacia nuestros cuartos, para que Mentes pueda dormir, porque está tumbado con los ojos abiertos. Stille, antes de irse, dirige a Susurro una mirada que no debe de ser buena, porque con un gesto, Susurro le indica que no tiene nada que ver. Cuando Stille se va, Susurro se la queda mirando.
El sol luce en la mañana del día, con más calor que de costumbre para ser otoño. Con el hacha de arriba a abajo, Dante y yo cortamos el tocón del árbol viejo que queda en la pradera trasera, antes de que comience la jungla. No hay nubes en el cielo, y sabiendo buscar, pueden verse algunas cumbres de la cordillera norte, más allá de las palmeras y los árboles altos repletos de lianas que crecen más allá de nuestro lugar. En los límites, Duch pasea a Ánima, su toro ahora convertido en vaca, porque él está nervioso y se ha hecho pequeño, se excita porque sabe que el cumpleaños de María está cerca, y hay que preparar, y hay que celebrar. Y a cada grito agudo suyo, la vaca emite un mugido, y pega un salto. Dante corta mientras yo descanso, con la chaqueta blanca colgada en la rama de un árbol cercano, y habla de la locura de Duch. Desde la casa, en una de las ventanas, me llama Servatrix.
—Jil Ehrad está aquí, cariño. Ven y le atenderemos.
—¿Que está quién? —dice Dante, echándose atrás el pelo que cae a su frente por el sudor.
—Jil Ehrad, ha venido en su barco. Con sus hijos.
—Con... ¿sus hijos? ¿Por qué? —sigue Dante—. No importa. Atiende tú a ese traidor, Luchadora. Ya me quedo cortando el tocón.
Tras la puerta trasera de la cocina, tras el comedor y su puerta abierta, y en la orilla del mar, tapada por las palmeras, se ve su embarcación, que está a punto de encallar. Es más pequeña que la nuestra, y solo se necesita un marinero para manejarla. Servatrix baja corriendo, resopla y se coloca un poco la melena blanca, antes de que salgamos las dos a recibirles. Razón y Relativismo estarán pescando, Repar a sus cosas, pero el resto no tengo ni idea. Nunca les había recibido antes.
De la embarcación baja el hombre, cresta mohicana, piel oscura, trapos y pieles por ropas. Detrás, ayudados por él, sus tres hijos. Servatrix y yo avanzamos hasta el final de la tierra, donde frente a nosotras solo hay arena. Ella señala el límite, y me pregunta si deberíamos retroceder un poco, pero niego con la cabeza. El hombre avanza por la playa, apoyado en un cayado, y sus hijos van detrás. Huelo el miedo en sus caras desde aquí.
—¿A qué has venido, recadero? —Procuro que mis palabras no suenen amables.
—Saludos, mentes. Pensé que me recibiríais más de los vuestros.
—Están haciendo cosas —digo.
—Ya. Las mentes, siempre tan ocupadas, dirigiendo el mundo.
—Pues sí, ¿y tú por qué te has ocupado en venir esta vez? —digo.
Noto la mirada de Servatrix, pero no romperé contacto con Jil, no seré la primera de los dos en hacerlo.
—Como bien has dicho, Luchadora, soy un recadero.
—¿No te da vergüenza ver en lo bajo que has caído? Un esbirro al servicio de su amo.
—Tú preocúpate por tus problemas, guerrera, y yo me ocuparé de los míos. —Jil muestra a sus hijos, abriendo el brazo—. Por favor, vengo en son de paz, no hace falta tratarme tan fríamente delante de mis pequeños. Esta es Lisa, la mayor. Yod, el siguiente, y Orfeo, el pequeño.
La mayor, de piel mestiza y cabellos rojos, me mira con una ira reprimida que no puede contener, y olí el miedo de los otros dos, pero no a ella. Es casi tan alta como su padre, y ya tiene cuerpo de mujer. El segundo casi me engaña, pero sigue pareciendo un niño, y el tercero tendrá la edad de Madurez, algo más quizá, y lo que tiene de miedoso lo tiene de fuerte, le veo tensar los brazos según le echo el ojo. Sabía que Jil tenía una hija, pero no sabía de los otros dos. Vuelvo a mirar a Lisa, la desafiante.
—¿Por qué los has traído? —le digo.
—Los hijos deben aprender del trabajo de su padre.
—Este no era tu trabajo, Jil.
—Por favor. Ha sido un viaje agotador. ¿Podrías recibirnos en tu casa, y dar de comer a mis hijos, al menos?
Respiro profundamente según detengo a Servatrix con el brazo, antes de que diga que sí. Apunto a Jil con el dedo.
—Solo a tus hijos.
En la cocina, Servatrix me ha pedido explicaciones por mi comportamiento, pero he preferido callarlo todo. Social entra canturreando, por atrás, le decimos quién ha venido, y huye callado por donde ha venido. Los tres chicos parecen una escala de grises, la chica mirándome con enfado, el segundo, Yuko, Yun, como sea, mirando con neutralidad, lo justo, y Orfeo evitando el contacto. Jil quiere saber cómo estamos nosotros cuando ve la explosión, pero no daré información a un enemigo.
—Al grano. ¿Te envía Miedo?
—Sí. —Lo admite, pero ha tardado en contestar.
—¿Por qué?
—Está bien... —Coge un papel de una bolsa que lleva, y comienza a leer—. Me dijo que sabe que tenéis la llave, que es algo que no debisteis coger de donde estaba. Es algo que él... —duda—. Ello, quiere.
Mi cuerpo vuelve a aquellos túneles, con aquel robot que dejé vivo. Informó. El corazón se está acelerando.
—También dice... —Jil suspira—. Da igual. Está burlándose de vosotros de una forma poco adecuada.
—Quiero una lectura literal —digo.
—No me ha dado ningún papel. Son notas que hice mientras me hablaba.
—Quiero una lectura de las notas.
Él suspira, mira a sus hijos y niega con la cabeza.
—A ver... Miedo me habló de la muerte. Dice que disfrutó torturando a vuestro hombre, que le hizo tantas cosas que él no se atrevería a contároslas. Dice que no busca vuestra muerte, sino vuestra total sumisión. Salvo contigo, Luchadora. Me dijo que cuando te doblegara a su voluntad, cuando retorciera tu realidad hasta que te empujara a la locura y te trajera de nuevo varias veces, te arrancaría el rubí de la frente. Que... —para.
—¡Continúa!
Doy un puñetazo en la mesa, noto la sangre palpitar en mi oído, Servatrix me toca el hombro. Otra vez el mal cuerpo, la debilidad.
—Que eres una aberración —dice Jil—. Un muerto viviente. Por último, dice que se ha cansado de esperar, y que pronto atacará desde las Tierras Desconocidas.
Escucho el masticar de Lisa, solo el de Lisa, porque los dos pequeños están parados y con los ojos como platos. Servatrix se está preocupando por mí, pero no me apetece contestarla.
—Has venido hasta aquí con tus hijos, abusando de nuestra hospitalidad, para amenazarnos —digo.
—Espero que entiendas —dice—, que lo que Miedo haya dicho o no, no tiene nada que ver con lo que yo pienso.
—Nos has amenazado.
—Soy un mensajero.
—Y nos has amenazado.
—Si te sirve de algo, es muy poco probable que ataque desde las Tierras Desconocidas...
—¡Fuera!
Por un bramido, un silencio. Ante la comanda de su padre, los hijos se levantan y se van. Orfeo, el pequeño, dice un muy tenue adiós, gracias. Servatrix corre a disculparse, dice que pueden volver a la mesa, pero Jil levanta la mano sin mirar atrás y se marcha. Yo no aparto la vista de él hasta que comienza a remar hacia su isla, sentada, porque no puedo ni siquiera levantarme.
A la hora de comer, Eissen no baja, y cuando preguntamos por él, Energía dice que se ha ido con Aristóteles, a hacer una misión encomendada por Razón. El propio Razón nos explica que creen que pueden encontrar algo que ayude a Erudito a mejorar, y Servatrix lo confirma. No quieren hablar del tema, no nos dan muchas esperanzas al respecto, y lo zanjan abruptamente. Ni siquiera se ha hablado esto en una reunión, el propio Razón, amante de las reuniones, lo ha autorizado de forma apresurada, Servatrix, otra igual, lo confirma, Energía lo ve completamente normal y Eissen no se despide. Se ha ido como una sombra, como si le pesáramos. Como si... Se me ocurren pensamientos crueles. Que es un frío. Un desagradecido. Y parece que nos odia. Optimismo, con prisa, se ha dejado la comida a medias y ha ido a su cuarto. Sé que Madurez aún le rehuye la mirada.
Razón ya está con su hermano Erudito cuando yo entro en su habitación, por la tarde, y Servatrix está con ellos, curando a Erudito con su bruma verde, muy seria. Precisamente el viejo está inspeccionando la gema azul con una lupa en sus gafas. Las ventanas están abiertas, en la habitación hace calor, y Erudito, destapado, luce su propia joya personal, la pequeña pieza metálica, semiesférica, incrustada en su pecho por implantes, cables... Su piel es pálida, flácida y llena de manchas, y puedo ver a través de la carne de su codo derecho la articulación metálica que ahora lo sustituye.
—Mucha investigación, mucha instrumentos —dice Erudito, apenas pronunciando—. Pero ver, lo veo.
—¿El qué, hermano? —pregunta Razón.
—¿El qué va a ser? —dice él, enfadado—. ¿Pues no va a ser eso?
—¿Y qué es eso?
—Lo que te he dicho.
Miro a Razón, y él me niega con la cabeza, extrañado.
—Se me ha olvidado, hermano.
—Inútil —bufa, y pide agua—. Este llave es importante para matarlo a ese.
—¿A quién, hermano?
—A ese Miedo. Mucha investigación, mucha instrumentos, pero ver, lo veo que lo es. Y Servatrix ha visto otra cosa, Razón.
—Dime.
—Servatrix, lo cuentas.
Erudito mueve los brazos con entusiasmo, pero sin energías, temblando mucho, la gema baila en sus manos, emitiendo una luz propia azulada, tenue. Servatrix coge aire y para su bruma curativa, su seriedad ahora revela disgusto, parece estar a mucha presión.
—Ha sido muy reciente —dice ella.
—¿Qué pasa? —digo.
—Tomé muestras de sangre a Erudito, como una vez cada mes. Todo estaba, dentro de lo que cabe esperar, normal. Pero después de que se fuera Jil, Erudito me pidió que la analizara con otro instrumento en el laboratorio, y al parecer, alguien está impidiendo que se recupere.
—¿Cómo? —dice Razón.
—Tan cierto como que en primavera aparece el vencejo —dice Erudito.
Él se levanta de un salto y brama con fuerza, tan desconcertado como visiblemente enfadado. Servatrix no ha dicho algo, ha dicho alguien.
—Dame detalles —digo.
—¡Le voy a matar!
—¡Razón, baja el volumen! —le agarro de los hombros para calmarlo.
Servatrix sigue hablando. Dice que solo se fía de nosotros, que fuera de los cuatro que hay en la habitación, podría ser cualquiera. Podría ser una mente, podría ser un desconocido que no veamos, y lo peor de todo, no se sabe exactamente con qué está impidiendo su recuperación, pero es una radiación desconocida.
—¿Es Miedo? —digo.
—No coincide con nada que Repar haya identificado como Miedo —dice ella.
—Tenemos que localizar de dónde viene. Podría ser una roca debajo de este edificio. Si diversificamos y compenetramos tareas...
—He analizado todas las muestras guardadas —Servatrix interrumpe a Razón—. Esa radiación aumenta y disminuye aleatoriamente.
—Nada es aleatorio —dice.
—Pero podría ser involuntaria —digo.
—No lo sé, no sé nada, lo acabo de descubrir hace un momento.
—¡Hay que pararlo! —dice Razón.
—Por Mentes. —Le agarro de los hombros de nuevo—. Baja el volumen de una vez.
¿Cómo va a haber un traidor entre nosotros, las mentes? Hemos trabajado años en paz, hemos solucionado muchas cosas juntos... Pero Eissen no es una mente.
—Hay algo más —dice Servatrix—. Ayer, Energía me hizo...
—Espera —digo.
Voy junto a la mesita de Erudito y compruebo que el receptor de Energía está apagado. Lo está, así que no puede oírnos. Servatrix debió de haberlo desconectado.
—Energía me hizo tomar muestras de sangre de Dante y de Eissen.
—¿Por qué? —dice Razón.
—No lo sé, pero las está analizando ahora. Puede que sepa algo, puede que esté tratando de impedirlo en ellos también.
—Puede que ellos también estén bajo esa influencia y les esté curando —digo.
—O puede que les esté enfermando a ellos también —dice Razón, que parece estar perdiendo los papeles por momentos—. Tenemos que parar esto a tiempo. Si lo hacemos, hay esperanza para mi hermano.
—Sobre eso, Razón... —dice Servatrix.
Agacha la cabeza y se sienta despacio en la silla. Sobre eso, qué, dice Razón, y ella niega lentamente con la cabeza. A saber cuántos años ha estado recibiendo Erudito esa radiación que lo ha ido matando poco a poco, a saber si nosotros también la hemos recibido, pero Servatrix sigue negando con la cabeza. No va a recuperarse. El pobre viejo senil está escribiendo unas notas en un pequeño cuaderno, ni siquiera prestando atención a lo que hablamos. Lo peor no es saber que algo lo ha estado matando, sino saber que podría haber sido alguien, podría ser Miedo, pero podría ser uno de nosotros.
—¿Y qué hay de la misión de Eissen? Podría dar con la solución.
Razón abandona la sala sin decir nada, sin contestarme, y yo espero que no cometa una locura. Yo, sin embargo, hago su labor, medito, aunque obviamente sin fruto alguno, porque no sé pensar como hace él, y él ahora no puede. Servatrix sigue cabizbaja, con la melena plateada tapando su cara y parte de su vestido, y Erudito mira la piedra y sigue tomando notas.
Los días pasan despacio en la casa. Aprovechando el buen tiempo, suelo dar paseos cada tarde, pienso sobre lo que dijo Servatrix en el cuarto de Erudito. Optimismo ha desaparecido, se ha esfumado con Nadiesda, y nadie sabe a dónde ha ido, lo que me hace sospechar. Eissen se ha ido, lo que me hace sospechar, y Razón sigue eludiendo el tema. No me habla de sus problemas, no puedo ser amiga suya si me sigue tratando así. ¿Será por su hermano? Aun así, lo que está pasando no justifica que evite hablar conmigo últimamente.
Una mañana escucho a Susurro y a Dante discutir en la biblioteca. Él le pregunta por qué ha cambiado de idea sobre ir con él a la misión que está a punto de realizar, y ella le dice que Energía tiene otras tareas para ella. Dante critica a Energía, y Energía habla para decirle que está escuchando, pero a él le da igual. Dice que el trabajo de bibliotecaria no es para Susurro, y ella no contesta. Dante se va, enfadado, y Stille, que oye conmigo toda la discusión, me dice con varios gestos que no le gusta el comportamiento de Dante últimamente.
Involuntariamente, mi lista de sospechosos aumenta día tras día. Social está realizando unas extrañas escapadas nocturnas, Relativismo se pasa el día sin compañía, Repar está irascible, y sé que no es excusa para sospechar de él, pero no puedo evitarlo. Por la tarde del sábado, cuando Mentes, su esposa y su hijo se preparan para ir al cine, veo a Madurez paseando con su potro Tempos, y Defensor la vigila para que no se salga ni un centímetro del límite que le ha impuesto. Está leyendo algo, que me oculta a la vista cuando me acerco. Me estoy volviendo paranoica.
La película es apenas un descanso para mí, apenas un entretenimiento, a Afrodita y a Social sé que les ha encantado, Narciso opina que Mentes merece películas mejores, y Razón ni siquiera ha querido prestar atención a una, según él, asquerosa película de críos. Él está abatido, Servatrix, tensa y callada, así que me siento algo sola. No puedo compartir lo que sé con nadie, y me cuesta, cada vez que Energía me pregunta sobre Erudito quiero confrontarla, cada vez que alguien hace algo sospechoso quiero pedirle explicación, me cuesta mucho trabajo digerir que, aun deteniendo lo que sea que está pasando, Erudito no va a mejorar. Tampoco saco nada en claro, todo lo contrario.
Es una mañana de lunes, lluviosa y fría, nada que ver con las otras. Madurez debería haberse despertado, pero aún no lo ha hecho. Stille me busca corriendo para que vaya al cuarto de Erudito, y me temo lo peor. Sea como sea, siempre lo haré recta, con la frente en alto, con los ojos secos.
Casi se me rompe la figura cuando veo la escena en su cuarto. Erudito descansa, con los ojos cerrados, pero sus pulmones emiten un silbido cada vez que respira, está tan pálido... Razón ha acercado su silla hasta su lado, y coge su mano. Stille se sienta, tan serena como yo intento estar, y Susurro y Servatrix están murmurando algo para ellas mismas sin que se las oiga, con los ojos cerrados. Dante también está sentado, frente al resto, abatido. Quiero aceptar lo que veo, pero al mismo tiempo, me niego a hacerlo, y me niego a que ello me afecte más de lo debido.
Es una mañana de lunes muy fría, y las ventanas están empañadas, como las que Mentes ve al llegar al trabajo. No es un día normal. El jefe quiere hablar con él conforme entra. Está despedido.
En la sala solo se escucha el respirar de Erudito, y una sensación de aire pesado comienza a nublar el ambiente.
—Por qué, señor —alcanzo a decir, pero me quedo sin aire.
El sol detrás de las nubes, en lo alto, está perdiendo fuerza. El cielo adopta un color negro, un color rojo, y la luna llena en lo alto está cobrando fuerza, está volviéndose del color de la sangre. Desánimo, allá en lo alto, está absorbiendo nuestra fuerza. No sé bien por qué, dice el jefe a Mentes, en lo alto. El alto mando ejecutivo lo ha mandado a través de los partes que yo les he ido mandando, dice. Capullo. Pienso en Julio, en la familia, en la hipoteca. Las fuerzas comienzan a fallarme, y no son por el rubí. Según absorbe nuestra vitalidad, la luna se hace más y más roja, el cielo más y más negro, más frío, más lluvioso. Las mentes que pueden, permanecen en su silla, las que no, caen al suelo. Apenas puedo respirar. El silbido de Erudito al respirar se hace más agudo, más entrecortado, apenas puedo verle porque estoy de rodillas. Razón logra hablar, le está llamando, pero no responde. Un silbido, un silencio. Más silencio. Su cuerpo se hunde entre las sábanas. No es verdad, no quiero que sea posible.
Su brazo resbala hasta soltar lo que guardaba en su mano, un cuaderno, que pone para Madurez en su portada, y la gema, la llave azul, que resbala de la cama y cae hasta el suelo. Su brillo perdura, mientras rueda hacia una de las sillas, y sigue, hasta detenerse en los pies de Dante.
Mentes sigue aún, quieto y sin palabras, delante de el jefe, que le está mirando. Dante, aparentemente sin esfuerzo, se agacha hasta coger la gema. Se incorpora. Se pone de pie. ¿Cómo puede, si ni siquiera yo lo hago? Colocándose hacia atrás sus pelos de punta, mira un rato la gema que tiene entre las manos, de pie, como si no pasara nada, mientras el resto apenas podemos hablar, le miro, le miramos.
—Hace mucho que llevo queriendo echarle un vistazo a esta preciosidad —sonríe—. ¿Sabe qué, jefecillo? —dice, y Mentes habla con sus palabras—. Vete a la mierda. Gracias por desengancharme de esta basura de trabajo. Ojo con las ruedas de su coche.
Con paso tranquilo, Dante avanza hasta Erudito y coloca la palma en su cuello. Razón le está mirando, con los ojos muy abiertos. Después, coloca la palma en su frente, y le dice adiós, susurrando. Lo destapa con fuerza, haciendo volar sus sábanas, exponiendo el cuerpo frágil y pálido, agarra la pequeña máquina que sobresale en su pecho y la arranca con fuerza. Razón trata de levantarse y llegar hasta él, pero Dante retrocede, con la gema en una mano, con el corazón de Erudito en la otra, las guarda en los bolsillos blancos de su chaqueta y estira el cuello de esta. Dante... ¿Por qué? Hay muchas preguntas. Servatrix trata de hablar, sin éxito. Stille cae al intentar levantarse. Susurro le mira, petrificada desde el suelo, y Dante le mira a ella. Extiende el brazo, tendiéndole la mano, y le indica con un gesto que vaya con él. Cuando él se acerca, ella se tensa y se aleja como puede, con ojos abiertos, mirada asustada. Él sonríe, quieto, asiente con la cabeza un rato. Y con cara de rabia, da media vuelta haciendo volar su chaqueta, sale de la habitación.
No será conmigo en la casa. El resto está lejos, aquí estamos débiles, pero yo protejo la casa. Nadie nos traicionará estando yo en mi guardia. No puedo caminar, pero sí arrastrarme. No tengo la espada, no la necesito. Me arrastro por el umbral de la puerta, me arrastro por el pasillo cuando escucho los gritos ahogados de Madurez. ¿Qué está haciendo Dante? ¡Madurez!
Escucho golpes, sonidos indeterminados. Dante sale del cuarto de la niña y carga con ella en un brazo, con la espada blanca en el otro, y ella se revuelve y patalea tan fuerte como puede, apenas lo consigue.
—¡Quieta, niña! —dice él—. Si vuelves a moverte te atraganto con mi espada, ¿está claro?
Quiero gritar, pero no puedo. Dante recorre el pasillo hacia las escaleras, que están junto a mí, pienso interceptarle. Cuando llega a mí, me da una patada en la cara y no consigo agarrarle. Un grito rompe en la oscuridad del pasillo en el momento en el que el hombre empieza a bajar las escaleras. Una silueta en la ventana, dos alas negras desplegadas, dos ojos aguamarina. Un trueno ilumina al águila que controla Energía, que se lanza como bala de cañón hacia Dante y le hace caer escaleras abajo. Me arrastro deprisa para alcanzar a la niña, mientras las alas del ave baten el aire y pelean contra Dante. Se retuercen, se arrastran escaleras abajo, los chillidos del águila contra los gemidos del hombre. Madurez se quita la mordaza, intenta llegar hasta mí, escalar las escaleras, pero no puede. Abajo veo cómo Energía pierde el control de su animal, sus ojos aguamarina desaparecen, y para cuando vuelven a aparecer, Dante clava su espada en el corazón.
Agarro la mano de la niña, reúno fuerzas para decirle que no se preocupe, Dante llega, nos aparta y pisotea mi cabeza contra la esquina del escalón, varias veces. Cuando la levanto para poder verle, la punta de su espada blanca toca mi frente. Escupo sangre, mirándole a los ojos. Duda. Guarda su espada, coge a la niña por la cintura y silba a Pegaso en la propia sala del comedor.
—¡Luchadora! —me grita—. Si me perseguís, la niña muere.
El caballo brillante se aparece dentro de la casa, y le veo, mientras caigo escaleras abajo, cómo carga a la pequeña y cómo cabalga hasta que las pisadas de Pegaso dejan de oírse.
—Jil Ehrad está aquí, cariño. Ven y le atenderemos.
—¿Que está quién? —dice Dante, echándose atrás el pelo que cae a su frente por el sudor.
—Jil Ehrad, ha venido en su barco. Con sus hijos.
—Con... ¿sus hijos? ¿Por qué? —sigue Dante—. No importa. Atiende tú a ese traidor, Luchadora. Ya me quedo cortando el tocón.
Tras la puerta trasera de la cocina, tras el comedor y su puerta abierta, y en la orilla del mar, tapada por las palmeras, se ve su embarcación, que está a punto de encallar. Es más pequeña que la nuestra, y solo se necesita un marinero para manejarla. Servatrix baja corriendo, resopla y se coloca un poco la melena blanca, antes de que salgamos las dos a recibirles. Razón y Relativismo estarán pescando, Repar a sus cosas, pero el resto no tengo ni idea. Nunca les había recibido antes.
De la embarcación baja el hombre, cresta mohicana, piel oscura, trapos y pieles por ropas. Detrás, ayudados por él, sus tres hijos. Servatrix y yo avanzamos hasta el final de la tierra, donde frente a nosotras solo hay arena. Ella señala el límite, y me pregunta si deberíamos retroceder un poco, pero niego con la cabeza. El hombre avanza por la playa, apoyado en un cayado, y sus hijos van detrás. Huelo el miedo en sus caras desde aquí.
—¿A qué has venido, recadero? —Procuro que mis palabras no suenen amables.
—Saludos, mentes. Pensé que me recibiríais más de los vuestros.
—Están haciendo cosas —digo.
—Ya. Las mentes, siempre tan ocupadas, dirigiendo el mundo.
—Pues sí, ¿y tú por qué te has ocupado en venir esta vez? —digo.
Noto la mirada de Servatrix, pero no romperé contacto con Jil, no seré la primera de los dos en hacerlo.
—Como bien has dicho, Luchadora, soy un recadero.
—¿No te da vergüenza ver en lo bajo que has caído? Un esbirro al servicio de su amo.
—Tú preocúpate por tus problemas, guerrera, y yo me ocuparé de los míos. —Jil muestra a sus hijos, abriendo el brazo—. Por favor, vengo en son de paz, no hace falta tratarme tan fríamente delante de mis pequeños. Esta es Lisa, la mayor. Yod, el siguiente, y Orfeo, el pequeño.
La mayor, de piel mestiza y cabellos rojos, me mira con una ira reprimida que no puede contener, y olí el miedo de los otros dos, pero no a ella. Es casi tan alta como su padre, y ya tiene cuerpo de mujer. El segundo casi me engaña, pero sigue pareciendo un niño, y el tercero tendrá la edad de Madurez, algo más quizá, y lo que tiene de miedoso lo tiene de fuerte, le veo tensar los brazos según le echo el ojo. Sabía que Jil tenía una hija, pero no sabía de los otros dos. Vuelvo a mirar a Lisa, la desafiante.
—¿Por qué los has traído? —le digo.
—Los hijos deben aprender del trabajo de su padre.
—Este no era tu trabajo, Jil.
—Por favor. Ha sido un viaje agotador. ¿Podrías recibirnos en tu casa, y dar de comer a mis hijos, al menos?
Respiro profundamente según detengo a Servatrix con el brazo, antes de que diga que sí. Apunto a Jil con el dedo.
—Solo a tus hijos.
En la cocina, Servatrix me ha pedido explicaciones por mi comportamiento, pero he preferido callarlo todo. Social entra canturreando, por atrás, le decimos quién ha venido, y huye callado por donde ha venido. Los tres chicos parecen una escala de grises, la chica mirándome con enfado, el segundo, Yuko, Yun, como sea, mirando con neutralidad, lo justo, y Orfeo evitando el contacto. Jil quiere saber cómo estamos nosotros cuando ve la explosión, pero no daré información a un enemigo.
—Al grano. ¿Te envía Miedo?
—Sí. —Lo admite, pero ha tardado en contestar.
—¿Por qué?
—Está bien... —Coge un papel de una bolsa que lleva, y comienza a leer—. Me dijo que sabe que tenéis la llave, que es algo que no debisteis coger de donde estaba. Es algo que él... —duda—. Ello, quiere.
Mi cuerpo vuelve a aquellos túneles, con aquel robot que dejé vivo. Informó. El corazón se está acelerando.
—También dice... —Jil suspira—. Da igual. Está burlándose de vosotros de una forma poco adecuada.
—Quiero una lectura literal —digo.
—No me ha dado ningún papel. Son notas que hice mientras me hablaba.
—Quiero una lectura de las notas.
Él suspira, mira a sus hijos y niega con la cabeza.
—A ver... Miedo me habló de la muerte. Dice que disfrutó torturando a vuestro hombre, que le hizo tantas cosas que él no se atrevería a contároslas. Dice que no busca vuestra muerte, sino vuestra total sumisión. Salvo contigo, Luchadora. Me dijo que cuando te doblegara a su voluntad, cuando retorciera tu realidad hasta que te empujara a la locura y te trajera de nuevo varias veces, te arrancaría el rubí de la frente. Que... —para.
—¡Continúa!
Doy un puñetazo en la mesa, noto la sangre palpitar en mi oído, Servatrix me toca el hombro. Otra vez el mal cuerpo, la debilidad.
—Que eres una aberración —dice Jil—. Un muerto viviente. Por último, dice que se ha cansado de esperar, y que pronto atacará desde las Tierras Desconocidas.
Escucho el masticar de Lisa, solo el de Lisa, porque los dos pequeños están parados y con los ojos como platos. Servatrix se está preocupando por mí, pero no me apetece contestarla.
—Has venido hasta aquí con tus hijos, abusando de nuestra hospitalidad, para amenazarnos —digo.
—Espero que entiendas —dice—, que lo que Miedo haya dicho o no, no tiene nada que ver con lo que yo pienso.
—Nos has amenazado.
—Soy un mensajero.
—Y nos has amenazado.
—Si te sirve de algo, es muy poco probable que ataque desde las Tierras Desconocidas...
—¡Fuera!
Por un bramido, un silencio. Ante la comanda de su padre, los hijos se levantan y se van. Orfeo, el pequeño, dice un muy tenue adiós, gracias. Servatrix corre a disculparse, dice que pueden volver a la mesa, pero Jil levanta la mano sin mirar atrás y se marcha. Yo no aparto la vista de él hasta que comienza a remar hacia su isla, sentada, porque no puedo ni siquiera levantarme.
A la hora de comer, Eissen no baja, y cuando preguntamos por él, Energía dice que se ha ido con Aristóteles, a hacer una misión encomendada por Razón. El propio Razón nos explica que creen que pueden encontrar algo que ayude a Erudito a mejorar, y Servatrix lo confirma. No quieren hablar del tema, no nos dan muchas esperanzas al respecto, y lo zanjan abruptamente. Ni siquiera se ha hablado esto en una reunión, el propio Razón, amante de las reuniones, lo ha autorizado de forma apresurada, Servatrix, otra igual, lo confirma, Energía lo ve completamente normal y Eissen no se despide. Se ha ido como una sombra, como si le pesáramos. Como si... Se me ocurren pensamientos crueles. Que es un frío. Un desagradecido. Y parece que nos odia. Optimismo, con prisa, se ha dejado la comida a medias y ha ido a su cuarto. Sé que Madurez aún le rehuye la mirada.
Razón ya está con su hermano Erudito cuando yo entro en su habitación, por la tarde, y Servatrix está con ellos, curando a Erudito con su bruma verde, muy seria. Precisamente el viejo está inspeccionando la gema azul con una lupa en sus gafas. Las ventanas están abiertas, en la habitación hace calor, y Erudito, destapado, luce su propia joya personal, la pequeña pieza metálica, semiesférica, incrustada en su pecho por implantes, cables... Su piel es pálida, flácida y llena de manchas, y puedo ver a través de la carne de su codo derecho la articulación metálica que ahora lo sustituye.
—Mucha investigación, mucha instrumentos —dice Erudito, apenas pronunciando—. Pero ver, lo veo.
—¿El qué, hermano? —pregunta Razón.
—¿El qué va a ser? —dice él, enfadado—. ¿Pues no va a ser eso?
—¿Y qué es eso?
—Lo que te he dicho.
Miro a Razón, y él me niega con la cabeza, extrañado.
—Se me ha olvidado, hermano.
—Inútil —bufa, y pide agua—. Este llave es importante para matarlo a ese.
—¿A quién, hermano?
—A ese Miedo. Mucha investigación, mucha instrumentos, pero ver, lo veo que lo es. Y Servatrix ha visto otra cosa, Razón.
—Dime.
—Servatrix, lo cuentas.
Erudito mueve los brazos con entusiasmo, pero sin energías, temblando mucho, la gema baila en sus manos, emitiendo una luz propia azulada, tenue. Servatrix coge aire y para su bruma curativa, su seriedad ahora revela disgusto, parece estar a mucha presión.
—Ha sido muy reciente —dice ella.
—¿Qué pasa? —digo.
—Tomé muestras de sangre a Erudito, como una vez cada mes. Todo estaba, dentro de lo que cabe esperar, normal. Pero después de que se fuera Jil, Erudito me pidió que la analizara con otro instrumento en el laboratorio, y al parecer, alguien está impidiendo que se recupere.
—¿Cómo? —dice Razón.
—Tan cierto como que en primavera aparece el vencejo —dice Erudito.
Él se levanta de un salto y brama con fuerza, tan desconcertado como visiblemente enfadado. Servatrix no ha dicho algo, ha dicho alguien.
—Dame detalles —digo.
—¡Le voy a matar!
—¡Razón, baja el volumen! —le agarro de los hombros para calmarlo.
Servatrix sigue hablando. Dice que solo se fía de nosotros, que fuera de los cuatro que hay en la habitación, podría ser cualquiera. Podría ser una mente, podría ser un desconocido que no veamos, y lo peor de todo, no se sabe exactamente con qué está impidiendo su recuperación, pero es una radiación desconocida.
—¿Es Miedo? —digo.
—No coincide con nada que Repar haya identificado como Miedo —dice ella.
—Tenemos que localizar de dónde viene. Podría ser una roca debajo de este edificio. Si diversificamos y compenetramos tareas...
—He analizado todas las muestras guardadas —Servatrix interrumpe a Razón—. Esa radiación aumenta y disminuye aleatoriamente.
—Nada es aleatorio —dice.
—Pero podría ser involuntaria —digo.
—No lo sé, no sé nada, lo acabo de descubrir hace un momento.
—¡Hay que pararlo! —dice Razón.
—Por Mentes. —Le agarro de los hombros de nuevo—. Baja el volumen de una vez.
¿Cómo va a haber un traidor entre nosotros, las mentes? Hemos trabajado años en paz, hemos solucionado muchas cosas juntos... Pero Eissen no es una mente.
—Hay algo más —dice Servatrix—. Ayer, Energía me hizo...
—Espera —digo.
Voy junto a la mesita de Erudito y compruebo que el receptor de Energía está apagado. Lo está, así que no puede oírnos. Servatrix debió de haberlo desconectado.
—Energía me hizo tomar muestras de sangre de Dante y de Eissen.
—¿Por qué? —dice Razón.
—No lo sé, pero las está analizando ahora. Puede que sepa algo, puede que esté tratando de impedirlo en ellos también.
—Puede que ellos también estén bajo esa influencia y les esté curando —digo.
—O puede que les esté enfermando a ellos también —dice Razón, que parece estar perdiendo los papeles por momentos—. Tenemos que parar esto a tiempo. Si lo hacemos, hay esperanza para mi hermano.
—Sobre eso, Razón... —dice Servatrix.
Agacha la cabeza y se sienta despacio en la silla. Sobre eso, qué, dice Razón, y ella niega lentamente con la cabeza. A saber cuántos años ha estado recibiendo Erudito esa radiación que lo ha ido matando poco a poco, a saber si nosotros también la hemos recibido, pero Servatrix sigue negando con la cabeza. No va a recuperarse. El pobre viejo senil está escribiendo unas notas en un pequeño cuaderno, ni siquiera prestando atención a lo que hablamos. Lo peor no es saber que algo lo ha estado matando, sino saber que podría haber sido alguien, podría ser Miedo, pero podría ser uno de nosotros.
—¿Y qué hay de la misión de Eissen? Podría dar con la solución.
Razón abandona la sala sin decir nada, sin contestarme, y yo espero que no cometa una locura. Yo, sin embargo, hago su labor, medito, aunque obviamente sin fruto alguno, porque no sé pensar como hace él, y él ahora no puede. Servatrix sigue cabizbaja, con la melena plateada tapando su cara y parte de su vestido, y Erudito mira la piedra y sigue tomando notas.
Los días pasan despacio en la casa. Aprovechando el buen tiempo, suelo dar paseos cada tarde, pienso sobre lo que dijo Servatrix en el cuarto de Erudito. Optimismo ha desaparecido, se ha esfumado con Nadiesda, y nadie sabe a dónde ha ido, lo que me hace sospechar. Eissen se ha ido, lo que me hace sospechar, y Razón sigue eludiendo el tema. No me habla de sus problemas, no puedo ser amiga suya si me sigue tratando así. ¿Será por su hermano? Aun así, lo que está pasando no justifica que evite hablar conmigo últimamente.
Una mañana escucho a Susurro y a Dante discutir en la biblioteca. Él le pregunta por qué ha cambiado de idea sobre ir con él a la misión que está a punto de realizar, y ella le dice que Energía tiene otras tareas para ella. Dante critica a Energía, y Energía habla para decirle que está escuchando, pero a él le da igual. Dice que el trabajo de bibliotecaria no es para Susurro, y ella no contesta. Dante se va, enfadado, y Stille, que oye conmigo toda la discusión, me dice con varios gestos que no le gusta el comportamiento de Dante últimamente.
Involuntariamente, mi lista de sospechosos aumenta día tras día. Social está realizando unas extrañas escapadas nocturnas, Relativismo se pasa el día sin compañía, Repar está irascible, y sé que no es excusa para sospechar de él, pero no puedo evitarlo. Por la tarde del sábado, cuando Mentes, su esposa y su hijo se preparan para ir al cine, veo a Madurez paseando con su potro Tempos, y Defensor la vigila para que no se salga ni un centímetro del límite que le ha impuesto. Está leyendo algo, que me oculta a la vista cuando me acerco. Me estoy volviendo paranoica.
La película es apenas un descanso para mí, apenas un entretenimiento, a Afrodita y a Social sé que les ha encantado, Narciso opina que Mentes merece películas mejores, y Razón ni siquiera ha querido prestar atención a una, según él, asquerosa película de críos. Él está abatido, Servatrix, tensa y callada, así que me siento algo sola. No puedo compartir lo que sé con nadie, y me cuesta, cada vez que Energía me pregunta sobre Erudito quiero confrontarla, cada vez que alguien hace algo sospechoso quiero pedirle explicación, me cuesta mucho trabajo digerir que, aun deteniendo lo que sea que está pasando, Erudito no va a mejorar. Tampoco saco nada en claro, todo lo contrario.
Es una mañana de lunes, lluviosa y fría, nada que ver con las otras. Madurez debería haberse despertado, pero aún no lo ha hecho. Stille me busca corriendo para que vaya al cuarto de Erudito, y me temo lo peor. Sea como sea, siempre lo haré recta, con la frente en alto, con los ojos secos.
Casi se me rompe la figura cuando veo la escena en su cuarto. Erudito descansa, con los ojos cerrados, pero sus pulmones emiten un silbido cada vez que respira, está tan pálido... Razón ha acercado su silla hasta su lado, y coge su mano. Stille se sienta, tan serena como yo intento estar, y Susurro y Servatrix están murmurando algo para ellas mismas sin que se las oiga, con los ojos cerrados. Dante también está sentado, frente al resto, abatido. Quiero aceptar lo que veo, pero al mismo tiempo, me niego a hacerlo, y me niego a que ello me afecte más de lo debido.
Es una mañana de lunes muy fría, y las ventanas están empañadas, como las que Mentes ve al llegar al trabajo. No es un día normal. El jefe quiere hablar con él conforme entra. Está despedido.
En la sala solo se escucha el respirar de Erudito, y una sensación de aire pesado comienza a nublar el ambiente.
—Por qué, señor —alcanzo a decir, pero me quedo sin aire.
El sol detrás de las nubes, en lo alto, está perdiendo fuerza. El cielo adopta un color negro, un color rojo, y la luna llena en lo alto está cobrando fuerza, está volviéndose del color de la sangre. Desánimo, allá en lo alto, está absorbiendo nuestra fuerza. No sé bien por qué, dice el jefe a Mentes, en lo alto. El alto mando ejecutivo lo ha mandado a través de los partes que yo les he ido mandando, dice. Capullo. Pienso en Julio, en la familia, en la hipoteca. Las fuerzas comienzan a fallarme, y no son por el rubí. Según absorbe nuestra vitalidad, la luna se hace más y más roja, el cielo más y más negro, más frío, más lluvioso. Las mentes que pueden, permanecen en su silla, las que no, caen al suelo. Apenas puedo respirar. El silbido de Erudito al respirar se hace más agudo, más entrecortado, apenas puedo verle porque estoy de rodillas. Razón logra hablar, le está llamando, pero no responde. Un silbido, un silencio. Más silencio. Su cuerpo se hunde entre las sábanas. No es verdad, no quiero que sea posible.
Su brazo resbala hasta soltar lo que guardaba en su mano, un cuaderno, que pone para Madurez en su portada, y la gema, la llave azul, que resbala de la cama y cae hasta el suelo. Su brillo perdura, mientras rueda hacia una de las sillas, y sigue, hasta detenerse en los pies de Dante.
Mentes sigue aún, quieto y sin palabras, delante de el jefe, que le está mirando. Dante, aparentemente sin esfuerzo, se agacha hasta coger la gema. Se incorpora. Se pone de pie. ¿Cómo puede, si ni siquiera yo lo hago? Colocándose hacia atrás sus pelos de punta, mira un rato la gema que tiene entre las manos, de pie, como si no pasara nada, mientras el resto apenas podemos hablar, le miro, le miramos.
—Hace mucho que llevo queriendo echarle un vistazo a esta preciosidad —sonríe—. ¿Sabe qué, jefecillo? —dice, y Mentes habla con sus palabras—. Vete a la mierda. Gracias por desengancharme de esta basura de trabajo. Ojo con las ruedas de su coche.
Con paso tranquilo, Dante avanza hasta Erudito y coloca la palma en su cuello. Razón le está mirando, con los ojos muy abiertos. Después, coloca la palma en su frente, y le dice adiós, susurrando. Lo destapa con fuerza, haciendo volar sus sábanas, exponiendo el cuerpo frágil y pálido, agarra la pequeña máquina que sobresale en su pecho y la arranca con fuerza. Razón trata de levantarse y llegar hasta él, pero Dante retrocede, con la gema en una mano, con el corazón de Erudito en la otra, las guarda en los bolsillos blancos de su chaqueta y estira el cuello de esta. Dante... ¿Por qué? Hay muchas preguntas. Servatrix trata de hablar, sin éxito. Stille cae al intentar levantarse. Susurro le mira, petrificada desde el suelo, y Dante le mira a ella. Extiende el brazo, tendiéndole la mano, y le indica con un gesto que vaya con él. Cuando él se acerca, ella se tensa y se aleja como puede, con ojos abiertos, mirada asustada. Él sonríe, quieto, asiente con la cabeza un rato. Y con cara de rabia, da media vuelta haciendo volar su chaqueta, sale de la habitación.
No será conmigo en la casa. El resto está lejos, aquí estamos débiles, pero yo protejo la casa. Nadie nos traicionará estando yo en mi guardia. No puedo caminar, pero sí arrastrarme. No tengo la espada, no la necesito. Me arrastro por el umbral de la puerta, me arrastro por el pasillo cuando escucho los gritos ahogados de Madurez. ¿Qué está haciendo Dante? ¡Madurez!
Escucho golpes, sonidos indeterminados. Dante sale del cuarto de la niña y carga con ella en un brazo, con la espada blanca en el otro, y ella se revuelve y patalea tan fuerte como puede, apenas lo consigue.
—¡Quieta, niña! —dice él—. Si vuelves a moverte te atraganto con mi espada, ¿está claro?
Quiero gritar, pero no puedo. Dante recorre el pasillo hacia las escaleras, que están junto a mí, pienso interceptarle. Cuando llega a mí, me da una patada en la cara y no consigo agarrarle. Un grito rompe en la oscuridad del pasillo en el momento en el que el hombre empieza a bajar las escaleras. Una silueta en la ventana, dos alas negras desplegadas, dos ojos aguamarina. Un trueno ilumina al águila que controla Energía, que se lanza como bala de cañón hacia Dante y le hace caer escaleras abajo. Me arrastro deprisa para alcanzar a la niña, mientras las alas del ave baten el aire y pelean contra Dante. Se retuercen, se arrastran escaleras abajo, los chillidos del águila contra los gemidos del hombre. Madurez se quita la mordaza, intenta llegar hasta mí, escalar las escaleras, pero no puede. Abajo veo cómo Energía pierde el control de su animal, sus ojos aguamarina desaparecen, y para cuando vuelven a aparecer, Dante clava su espada en el corazón.
Agarro la mano de la niña, reúno fuerzas para decirle que no se preocupe, Dante llega, nos aparta y pisotea mi cabeza contra la esquina del escalón, varias veces. Cuando la levanto para poder verle, la punta de su espada blanca toca mi frente. Escupo sangre, mirándole a los ojos. Duda. Guarda su espada, coge a la niña por la cintura y silba a Pegaso en la propia sala del comedor.
—¡Luchadora! —me grita—. Si me perseguís, la niña muere.
El caballo brillante se aparece dentro de la casa, y le veo, mientras caigo escaleras abajo, cómo carga a la pequeña y cómo cabalga hasta que las pisadas de Pegaso dejan de oírse.
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