2 de febrero de 2015

Origen.


Has de estudiar.
No quiero...
Has de estudiar y aprobar todo, estás ya en el instituto, imagina qué vergüenza si suspendes alguna.
O el conservatorio.
Bueno, el conservatorio da un poco más igual porque es evaluación continua, esfuérzate más al final y ya está.
No quiero... no tengo ganas, quiero jugar al ordenador.
No, espera hasta el viernes. Ahora estudia que si no apruebas, no sabes. Da igual tu conservatorio y tus ganas de jugar. Estudiar ahora dará de comer a tus hijos mañana.

¡Por un día...!
Por toda una vida. Estudia. Trabaja. Sobrevive. Adáptate. Esta es la vida que diseñamos, no la tuya, no eres el centro, somos nosotros.
Soy diferente.
Pues no lo seas.

Estúpido Social.

La niebla se deshizo a veinte metros a la redonda debido únicamente a la fuerza de nuestra presencia. Solo tierra árida y marrón, y escombros de metal a nuestro alrededor. Dos auras, dos héroes. A un lado, el caballero blanco, azul su aura, marrones sus ojos, gran martillo entre sus dedos. Al otro, el caballero oscuro, blanca su tez, carmesí su esencia, dorada su mirada.
Su energía se había vuelto más negra y densa, y quemaba el aire. Su forma, su humanidad, había desaparecido. Unos ojos enormes para tan diminutos iris. Una piel, rasposa y agrietada, sendas líneas bajo su epidermis negras como el azabache, que se unían a la oscuridad total de sus ojos, que mostraban un ser oculto bajo su nívea apariencia. Ni reía, ni lloraba, ni estaba en tensión. Parecía que ya le diera igual su muerte, o la mía. Al fin los dos, dando todo lo que podíamos apostar para acabar con el otro.
Un parpadeo, una desaparición, un corte en el aire a mi espalda y las chispas sobre el mango de mi robusta arma, cerrando mis ojos para que no me quemaran. Otro golpe, otro, otro más, a mi espalda, a mi espalda de nuevo, girar y girar en un continuo esquivar, una patada, un respiro. Soltaba el aire de mi tensión mientras miraba su espada blanca, áspera. No era grande, pero imponía respeto, reflejaba en sus curvas la espectacularidad que siempre deseé durante mi adolescencia, el carisma y la fuerza en un tamaño ágil y sencillo, que permanecía estática en el aire, en la mano agrietada de su pétreo portador, que me miraba sin pestañear. Ya iba siendo hora de atacar.
Una nebulosa carmesí nubló mi visión, pero con pura fuerza la deshice, lancé un cúmulo de energía que contrarrestó con facilidad, y los suelos y las ruinas rugieron y chirriaron, pero los dos combatientes sabían que el combate no acabaría hasta que todo el alrededor fuera destruido.

Ataqué con rabia, blandiendo el grueso martillo de Duch, golpeando el aire que me interesaba como si fuera piedra, desatando el caos, pero no podía herirle. Esquivó un último ataque, antes de partir de un tajo definitivo el mango del arma en dos, desestabilizándola y escurriéndoseme de los dedos. Era un arma lenta, y con rápida decisión saqué las apropiadas dagas de Stille, deteniendo sus golpes con fragilidad, cortando su piel, convirtiendo aquel lugar en un polvorín de chispas y golpes de energía, que pujaba cada una por poseer la ventaja táctica sobre la otra. Observé que su aura rojiza se volvió algo más tenue, y sonreí. ¿También planeó aquello el titiritero?
Pero él nunca respondía. Era un amasijo de ataques frenéticos, no pensaba, y por eso comenzaba a llevarme ventaja. Todo a nuestro alrededor, con cada golpe, se destruía como la arena.
Una daga me partió, la segunda, saqué con rapidez las pistolas de Narciso, y con hábiles movimientos y su aura más débil, consiguió inutilizarlas de nuevo. La espada nueva de Susurro no fue rival para su velocidad. De una en una, cada poco tiempo, el arma de una mente se rompía a merced de su filo poderoso, mientras apretaba los dientes pendiente nada más que de dañarle y eliminar su aura en un ataque a bocajarro sobre él. Una a una, los bastones de Social, el estoque de Desánimo o el báculo de Fuego, todas fueron rotas, y uno a uno, mis ataques debilitaban su esencia. ¡Debía morir! ¡Debía hacerlo bien, había mucho en juego! ¡Había que hacerlo bien! Rota la inventiva de Erudito, pese a mis trampas inteligentes.
¡No! Solo dos armas... un ataque... dale, esquiva, ¡no!, vamos... Roto el láser.
Con un grito hundía el espadón de fénix de Defensor en el cuello de Sever justo antes de que rompiera el arma. Me arrodillé en el aire exhausto, sujeto por la energía. Su aura protectora había desaparecido, y con paradójica parsimonia comenzó a desencajarse el filo incrustado en su carne. No me quedaban armas, y él pronto me apuntó con la suya...
¿Por qué? ¡¿Por qué?! ¡No me lo podía creer, ¿qué había hecho mal ahora?!
Su brazo izquierdo se convirtió en unos tentáculos ásperos que se extendían y dirigían hacia mí. Pude haberlos esquivado, pero no lo hice. Algo me paralizó, su mera presencia atacó mi alma ahora que no tenía defensas. Sin armas, no tenía escudos. Sin armas, podía controlarme, porque había basado toda mi vida y mi avance en la violencia. Ahora que lo veía, vendido y manejado, ya era demasiado tarde, y sus tentáculos, más poderosos que nunca, me rodearon, y más allá en la realidad, superada mi incursión nocturna en la casa de campo, orgulloso de haberme puesto en estúpido peligro, entré en un débil mareo que comenzaba a impedirme mover y me obligaba a tumbarme en mi cama. Después de tantos esfuerzos, ¿controlado? ¿Otra vez?
Fue más bien un golpe fortuito de inspiración, he de reconocerlo. Pensé entonces en que si mis armas eran mis escudos, mis escudos podrían ser entonces mis armas. Y solo me quedaba esa única carta.
Mis manos se volvieron del color plata emulando a la luna, y todo se deshizo en el mundo cuando rozaron aquella piel blanca.

Blanca luz que iluminaba la mañana de las islas, flotantes y hermosas. El aire era fresco, y el sol calentaba con ternura. Sin niebla que impidiese la visión, se podía ver cielo y mar, y el horizonte. El cantar de Servatrix se escuchaba a lo lejos, posiblemente estuviera en el río bañando al pequeño, o simplemente diera un paseo. Con parsimonia, unos pasos aplastaban la hierba de la Isla Magna hacia el borde, donde sin duda se vería mejor a las islas australes. Eran sus preferidas. Tan en calma, tan preciosas, tan rapaces y verdes...

-Buenos días. Repar vio ayer un monstruo en la Isla Polar, saliendo de una ratonera o algo parecido, su descripción fue insuficiente -Razón se aproximaba tranquilo, y aun estando de espaldas ya le cegaba el brillo de su armadura -. ¿Podrías asistirlo para abrir una entrada e inspeccionar?
-Si te escuchase Servatrix...
-¿Y qué hacemos? ¿Nos arriesgamos a que unos monstruos aniden ahí arriba?
-Vale, le ayudo, pero después reconstruiremos todo como si nada hubiese pasado.

El filósofo, de cabellos largos y rosados, dio media vuelta, serio y pausado.

-Hay que ver... por un miserable agujero. Hacedlo después de clase, que ahora Él está ocupado.

La vida era tranquila y relajada en aquel lugar. Además, Él era inteligente, así que no sería de extrañar que nuevas mentes surgieran e hiciesen más sólida a la familia. Lo único que le preocupaba entonces eran aquellos temblores. Aquellos olvidos voluntarios... Los monstruos no eran el problema. A Servatrix le preocupaban algo más, decía que rompían cosas, y tenía siempre al pobre Repar trabajando en asuntos minúsculos cuando no estaba de guardia. Era bello aquel equilibrio. Era bello aquel lugar. Se respiraba paz y buena compañía.

-Hola, Arturo, buenas tardes. ¿Habéis encontrado algo? Razón no paraba de darle vueltas esta mañana.

Le dedicó Erudito una sonrisa amable a través de aquellos ojos azules que le miraban por encima de las lentes, y él le devolvió la suya. Aquel día sus ropas eran verdes y brillantes, le sentaban bien. Avanzó unos pasos hasta poder reconocer los planos que diseñaba.

-Buenas tardes, sabio. No había nada en aquella conejera, pero hicimos bien en mirar. ¿Qué dibujas?
-Los planos de mi próxima biblioteca -sin dejar de mirar el papel señaló con su brazo derecho extendido hacia su espalda, donde descansaba una buena pila de libros en el suelo que no cabían en sus pequeñas estanterías -. Ya voy empezando a necesitar una.
-Suena bien.
-Sí, bueno, mis aficiones son diferentes a las tuyas, no voy por ahí cortando todo lo que se mueve como vosotros, y el saber ocupa lugar.
-Escucha -bajó la voz, y con tono serio apoyó las manos en el escritorio -. Hoy he visto a Naga haciendo algo muy raro.
-¿El qué?
-Estaba sentado a la sombra de un árbol, en las islas australes. Hablaba con algo, o si hablaba solo no paraba de mirar lo que guardaba entre sus manos. Cuando me vio acercándome, se levantó y echó a correr, soltó lo que tenía cogido y eso empezó a volar. Era pequeño, y negro. Le llamé, pero gritó que le dejara en paz.

Erudito se recostó en su asiento, con la mente completamente ocupada con la noticia, acariciando su barba castaña que comenzaba a tornarse blanca. Detuvo un segundo su mirada en las ropas blancas del joven, y este se percató de una arruga que alisó al instante.

-¿Algo negro? -el caballero rubio asintió con la cabeza -. No sé, Arturo. Naga está muy raro últimamente. ¿Le has contado esto a Razón para que lo analizase?
-Te lo he dicho a ti el primero para no alarmar a nadie.
-Pues no sé. No sé. No he recopilado información semejante, ni de ese bicho negro, ni de ese comportamiento. ¿Podría ser un monstruo?

El caballero de blanco subió sus hombros e hizo una mueca de ignorancia en su boca, desdibujada por la barba. Contestó.

-Su aura era ínfima, pero podría ser. ¿Crees que debería pedir ayuda a Social? Por si pudiera registrar esa información en la vida de Él.
-No. No. Es demasiado joven aún para este tipo de asuntos. De hecho, te pediría por favor que hablases con Inconsciente y le pidieras que eso que viste y esta conversación que acabamos de tener las archivase. Que no se entere nadie, y aquí nadie ha visto nada. Pero ten vigilado a Naga, chico. Que no haga nada demasiado descabellado.

Le dio vueltas a aquello el resto del día, incluso después de haber hablado con Inconsciente, aparecido y desaparecido de la nada, como siempre. Era consciente de que, cuando toda mente olvidaba lo ocurrido después de archivar un recuerdo, él sin embargo lo conservaba en la memoria. Le era difícil actuar, aparentar que realmente nada había pasado. No era una habilidad agradable. ¿Tendría Naga alguna habilidad particular que no hubiese compartido? Posiblemente...
Siguió con sus recuerdos en mente aún de noche, iluminada su leve barba rubia por el baño solemne de las estrellas. Las islas descansaban en silencio, ligeramente mecidas por el aire, y entre sus pastos él y el joven Taned caminaban en guardia, pues sabían que aquel silencio ocultaba peligros de oscuridad. Él había comenzado a tener pesadillas, y los monstruos de Miedo atacarían pronto al Observatorio.

-Increíble. ¿Cómo has hecho eso?

Susurraba el joven aprendiz al verle, sin dar crédito, cómo de un rayo blanco de su espada cuatro monstruos caían de golpe, en un disparo puro y curvo que acabaría por volver a la espada blanca del caballero. Él le miró tras esto, sonriente.

-Pues mírame y aprende. La experiencia y la práctica lo hacen prácticamente todo.
-¿Ya hemos terminado?
-Faltan esas dos islas por peinar -señaló hacia el norte -. Esta noche los monstruos no traumarán a nadie.

El joven Taned, aprendiz entusiasta y futuro guardián como él, se apartó su flequillo castaño de la cara. Sus ojos brillaban con el pulso de las estrellas.

-Cuando crezca un poco más seré tan fuerte como tú, Arturo.
-¡Seguro que sí!

Sorprendieron al amanecer sentados sobre el borde de las islas, con el trabajo cumplido, sin riesgo. Algo muy debajo de ellos crujió, y los vientos se resquebrajaron. Las islas comenzaron a temblar, y un terremoto global les sorprendió a ellos acompañado de aquellos aullidos infernales.
Todo paró, a los pocos segundos, con las miradas de los guerreros conectadas, preocupados.

-Otra vez...

Saltaron los dos hacia la siguiente isla al tiempo que en el aire su cuerpo se teletransportaba al Observatorio.

-Hago el llamamiento -Razón y Servatrix, en la sala central del edificio, acababan una conversación.
-¿Ha pasado otra vez?
-Sí -contestó el filósofo, al tiempo que reunía mentalmente al resto de miembros.

El temblor había agitado ligeramente el polvo acumulado en las esquinas de las paredes de piedra pulida. Más rápido que tarde, todas las mentes aparecieron en aquella sala, silenciosos, mirando al hombre de armadura dorada, sin la parte superior de ella. Solo el sonido del llanto de Social, que desconsolado abrazaba con fuerza el brazo de Servatrix. El chico, que aparentaba la misma edad que Él, con aquellos cabellos rubios y su piel ligeramente morena. La mujer, que introducía sus finos dedos entre aquella mata de pelo y lo revolvía con suaves caricias, aquella hija de la luna de piel blanca, cabello plateado y ojos verdes. Inocencia mecía suavemente a Optimismo, sentado en sus brazos, intercalando su mirada con el sufriente Social y el tren de juguete que sostenía en una de sus manos, sin saber a cuál de las cosas prestar atención. Repar se encontraba de pie y serio, con los brazos de piel oscura cruzados, con sus ojos oscuros fijados en alguna parte de una pared.
Razón miró a cada uno de los presentes antes de hablar.

-El mundo ha vuelto a convulsionarse. Dado el llanto de Social y la estabilidad emocional del resto de mentes, todo indica que la causa fundamental ha provenido de fuera.
-¿Por qué?

Los ojos claros del razonador, de melena rosada recogida en una coleta, se fijaron en el chico, que trataba de calmarse mientras Servatrix manchaba su manga aguamarina de agua y sal.

-Erudito es un cabezón, está recopilándolo. Lo más probable es que Social haya tentado mucho a la suerte con sus experimentos, o no habrá podido controlar a alguien. Quién sabe... ya sabemos cómo es.
-No es verdad -Taned se asomó en el círculo, haciéndose levemente un hueco -. Sabes que no ha sido eso. Todos lo sabemos.
-Taned... -Arturo miraba sus pupilas con gesto serio, pero no le correspondían.
-Ah... -avanzó dos pasos el filósofo -. Entonces ilústranos, guerrero. ¿Has visto algo que nosotros no?

Fue valiente, y no bajó su mirada el joven.

-Los matones se meten con él. Cada vez más, por eso hay tantos temblores.

Naga, a su espalda, no pudo ocultar una alteración en su ánimo. Se giró lentamente el caballero blanco, que le observó, detenidamente.

-Los matones -le miró, casi enojado -. ¡Los matones! Deberías saber que ese problema dejó de afectarnos hace dos cursos. Y ahora que Él ha descubierto que tiene capacidades, nuestra autoestima está aumentando.
-¿Entonces...?
-El chico podría ver algo que nosotros no, Razón -Servatrix habló, y Repar dio media vuelta y miró por el ventanal, reprimiendo sus ganas de irse -. Podríamos comprobarlo.
-¿Cómo va a ver una mente más que las otras nueve?
-¿Por qué no?
-¡No tiene sentido!
-Quizá no sea nada... -Inocencia.
-Razón, no te cierres, por favor. Solo está haciendo una propuesta.
-Si me cierro, Servatrix, es porque intento pensar qué sería lo mejor para este mundo.
-Bueno, ya vale.

Arturo alzó el tono extendiendo sus manos sobre el aire, en un gesto de calma. Los demás le miraron, y aprovechó para hablar.

-Sea lo que sea que lo ha causado, ha habido un problema allá afuera, y no es la primera vez que ocurre. Podemos recabar toda la información posible mi pupilo y yo y trabajar junto a Erudito para esclarecer algo.
-Si hubiera un problema allá afuera, ¿para qué quieres que lo conozcamos, Arturo? ¿Para que cunda el caos y el miedo? Piensa en los pequeños.
-¿Y negarlo de qué sirve?
-¡No lo negamos! Lo olvidamos para que no nos haga daño, simplemente.
-¿Vamos a volver a Inconsciente de nuevo?
-Eso mismo quería proponer -colocó el filósofo sus manos en la cintura -. Erudito pronto lo esclarecerá, él entiende mis propuestas, solo que no puede reprimirse. Ya lo hemos hablado.
-Lo habéis hablado más de una vez -giró su cuerpo para todos -. Si sabemos todos que esto ha ocurrido más veces es porque no es tan fácil olvidar tantas veces. Al final dejará de surtir efecto. Siempre es lo mismo, y a veces hasta la misma conversación.
-¿Hablas por ti o por los demás? Porque yo, salvo ese detalle que comentas, no recuerdo nada. Y el resto de mentes, por eso vivimos felices. No pienses que todos tenemos tu poder, Arturo.

Servatrix abrió la boca para hablar, pero no dijo nada, y miró al suelo. Comprendía a todos. Pero no podían vivir lo mismo una y otra vez mientras los temblores crecían.

-Yo mismo le convocaré...

Otra puerta negra, otra charla, otro olvido. Cada vez era menos efectivo. Inconsciente le miraba, serio, pero cumplía su deber a rajatabla, como él. Otro día, otra semana, la misma rutina.
Contemplaba las islas cada mañana, y cada vez eran igualmente preciosas. Su templado mecer quejoso por el viento, sus aguas fluyentes, infinitas que se escurrían entre los escarpados dedos del acantilado, estrellándose en aquel mar bajo ellos... Y él pensaba, él observaba a Naga en silencio, mientras no hacía nada, mientras hablaba con aquel monstruo. Quizá la solución a todo aquello pasase por negociar con ellos, por hablar su misma lengua... pero algo en su corazón le dolía cuando pensaba en ello. Por eso él le observaba, porque no quería acercarse, y se preguntaba a quién podría contar sus secretos.
Otro día, otra semana, la misma rutina. Caminaba el solemne caballero entre la vegetación de una isla próxima a la más grande, comprobando que todo fuera seguro. Todos haciendo sus cosas, cumpliendo sus funciones. Otro día normal. Otro día...
Entornó sus ojos. Tapó con su mano la luz del sol, mirando al cielo. ¿Estaba teniendo una vista correcta? Hubiese jurado que lo que veía más allá  de las nubes eran ribetes morados, pequeñas cintas brillantes adornando el cielo.

Fue sin avisar como se repitieron aquellos temblores, pero el estremecimiento apenas duró dos segundos. La calma...
El colapso. Un crujido repentino estremeció el mundo, lo sacudió, y un bramido lastimero y potente impactó y perdió el caballero el equilibrio. Las islas fueron golpeadas, se agrietaron, y sus esquirlas fueron desperdigadas por el espacio. El cielo comenzó a oscurecerse, y negras heridas en el cielo, casi cintas, casi ribetes, comenzaron a abrirse. El sol perdió su brillo de pronto, y con un sonoro estallido reventaba como papel de pared, sumiendo a las islas en completa oscuridad.
Miró a su alrededor con la boca abierta, sin dar crédito. ¡No! ¡Servatrix! ¡Los niños!
Y se incorporó a duras penas, mientras el infinito se deshacía, mientras el mar se contaminaba y hacían desaparecer el horizonte, quiso aparecerse en el observatorio, pero sus fuerzas fallaron de repente. Un nuevo retumbo dio paso a una nueva implosión, y las islas se movieron bruscamente, y las islas se partieron, y una poderosa fuerza las comenzaba a hacer rotar y girar con lentitud. No hubo cielo, ni mar, ni luz ni sombra, no distinguió al Observatorio por su piedra oscura en la lejanía.
Los demás, el mundo, el desastre. Una masa negra, informe, profana y pérfida plagó lo que antes era cielo. Con destellos morados, unas explosiones bañaron y destruyeron todo cuanto le rodeaba, mientras saltaba a duras penas en una roca flotante situada entre la Isla Magna y su posición, la onda expansiva, el golpe contra las rocas. Su espalda, sus pies y tobillos comenzaron a abrasarle, levantándose a duras penas en medio de un charco de líquido pesado, espeso, pegajoso y nauseabundo, aguantando el dolor mientras el líquido corroía sus ropas y luchaba por adherirse a su piel, sin éxito, cayendo al suelo con ruido viscoso mientras su cuerpo rechazaba la impureza, y alzando su espada reparó sus ropajes y con fuerte luz dirigió el camino.
¿Y los demás? No oía nada, ni los gritos de auxilio, ni gritos llamándole. Solo silencio, deshecho por las explosiones, y estaba preocupado, conteniendo su corazón en la mano que no aferraba su espada, temiendo por las vidas, temiendo por el futuro del mundo.
Caminaba a duras penas el noble caballero mecido a merced de las fuerzas de la física. Contempló los negros charcos pestilentes, hirvientes que deshacían la tierra y la vida a su alrededor. Comtemplaba los proyectiles negros que caían a toda velocidad inundando el cielo. Aquella ingente masa sólida e informe en el cielo, acechante.
No había teletransporte, ni conexión mental, nada, a duras penas llegaba él al Observatorio, rompiendo una puerta que no podía abrir, entrando dentro esperando ver a todos.

-¡Arturo! -Servatrix vino a él corriendo a abrazarle con un grito en los labios, sin poder contener el llanto -. Dime que has visto al resto, por favor.

El mundo se deshizo en su alma tan pronto como de un rápido vistazo vio todas las miradas asustadas reunidas en aquella sala.

-¡¿Quiénes son el resto?!

El ruido de las explosiones era insoportable, cada segundo era un temblor y oían desde abajo cómo se deshacían los pisos superiores. Servatrix, titubeó, tardando en contestar, envuelta en lágrimas.

-Faltan... cinco...

Miró el caballero de nuevo entre todos, y su espíritu sintió un fuerte pulso de conmoción. Taned no estaba, ni Repar, ni Razón.
Un crujido entre explosiones detrás de ellos los sorprendió a todos. Una lanza atravesó el umbral de una ventana rota, y Razón se arrastró por ella y entró en el edificio a duras penas, quitándose desde el suelo un protector de brazos a toda prisa antes de lanzarlo rápidamente por el hueco vacío, corrupto. Corrieron ella y Erudito a socorrerle.

-¡Razón, dime que sabes dónde están los demás!
-¿Falta alguien? -dirigió sus ojos claros hacia su amiga -. No...

Era la primera vez que veía en él el pavor en sus ojos.

-¿Habéis visto lo que hay arriba? -se levantaba dolorido en su costado sangrante, ayudado, con la mirada perdida -. ¿Lo habéis visto...? ¡Taned! ¡Taned!
-No está, Razón...

Apretaba el caballero sus mandíbulas, desconsolado. Miró a los infantes, llorando de pánico el uno junto al otro, protegidos por una barrera de Servatrix. Miró a los tres veteranos, hundidos en su tristeza. La piedra sobre ellos comenzaba a corromperse y oscurecerse. No aguantó más.

-¡Arturo! ¿Qué haces?
-Voy a rescatarlos.
-¡Espera! -Razón extendió el brazo hacia él, y al tiempo que se giraba para mirarle, un fulgor dorado cubrió su pecho de nuevo, otro su cabeza, y una lanza rugió entre sus dedos -. Vamos juntos.
-¡Hermano! -saltó Erudito, preocupado.
-Debes descansar e idear un plan para escapar, Razón. Yo les traeré.
-¿A los cuatro? -su gesto era serio y firme -. Esto ha sido mi culpa, Arturo, por no ver más que los demás.
-No ha sido solo tu culpa... -recriminó Servatrix.
-No quiero que mueran, y puede que hallemos respuestas -aquellos ojos suplicantes -. Vamos juntos.

Una mirada, suspendida por la tensión. Difícil decisión, triste situación.

Allí el investigador y la sanadora, averiguando una manera de sobrevivir, quedando atrás entre el caos inclemente. Las islas se deshacían entre ácido negro proveniente de la masa densa y negra que desde lo alto les observaba. El tiempo corría en su contra, y los dos caballeros marchaban entre la muerte.

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