9 de octubre de 2014

No todos caen.


Solo polvo, metal oxidado y restos carbónicos.
No era la sala, irreconocible ya, cubierta de guijarros, de ceniza, con solo tres cañones en las esquinas, inmóviles a la espera de órdenes. No eran sus lentes ya inservibles, ni el fuego, ni siquiera la energía cinética que maltrató sus vértebras y casi le precipita hacia el vacío. Máxima potencia, aquel primate no merecía menos... No era ni siquiera su preciada Conoscenza, que tuvo que pagar sus errores. Tumbada cerca del más alejado de los cañones, su compañera no se movía, y eso era lo que realmente importaba. Susurro... Se irguió dolorido, sin pensar en sus fisuras y hemorragias, mirándola, caminó hacia ella, le entró la tos debido a la alta densidad de partículas de polvo en el aire. Siguió bramando sin poder parar mientras caminaba, quemándose la garganta mientras su cuerpo rodeaba a la bestia muerta. Un extraño líquido empapó su calzado, fluyente directamente del monstruo. Aquello no era sangre, era... aceite...
Contempló con asombro el vientre de Miedo, cuyas entrañas se encontraban expuestas. Ahí, entre cables y dispositivos, una marabunta de metales se arremolinaba en torno a un simio que se hizo pasar por Miedo, y lo hizo bien, pero no podía ser, porque era una máquina, un robot programado a modo de burla hacia ellos. Miró a Susurro, inerte, a los ojos apagados del mono azul en cuya frente brillaba la pieza restante de la máquina de la empatía. ¿Merecía ella eso? ¿Era así de injusta la vida?
¿Por qué se había sacrificado? Pudo habérsele ocurrido antes, pudo haber puesto a funcionar su cerebro y nada habría pasado, pero no lo hizo, solo dejó que se fuera, por su falta de reacción la había fallado, y ahora estaba vivo el viejo, y muerta la joven. Debió haber sido él el que dejara ese mundo, y no entendía en esos momentos las intenciones de la ciencia.
Se arrodilló junto a ella, en silencio, callado y tembloroso bajo las ropas humeantes. Por dentro era un amasijo de contrafactualidades, pero por fuera solo era unos ojos que veían algo que no querían creer, pero que creían sin remedio.
Un pulso energético emanó de pronto de la joven de cabello oscuro, y volcándole el corazón al viejo canoso, con ojos bien abiertos colocó sobre la blanca piel de su cuello sus dedos cubiertos de hollín. ¡Susurro tenía pulso!, estaba viva, ¿aquello era posible?

-Susurro -susurraba en su oído -. ¡Susurro, responde!

La zarandeó ligeramente, presa del pánico y de la euforia, deteniéndose para aspirar aire y pensar en algo. No sabía nada de medicina porque no era el campo al cual estaba designado, pero algo había observado a Servatrix y algo quizá pudiera imitar. Abrió sus palmas, extrayendo la energía de su cuerpo viejo y convirtiéndola de ámbar a un pardo, en un intento de ser esmeralda. Acercó sus palmas al pecho de la muchacha, con miedo a presionar debido a la rotura de sus costillas. Percibió su cadera destrozada, también sus hombros, su tórax muy dañado, bajo el cual su corazón débil y agotado hacía malabares para seguir permitiendo lo imposible. Sin embargo, su cuello se encontraba en buenas condiciones, y pese a la marca de fuerza en su base, parecía ser que la clavícula de piedra de la muchacha, ahora hecha pedazos, había absorbido toda la fuerza del monstruo hasta deshacerse. Susurro debía aguantar, y el sabio así apretaba su vieja mandíbula, concentrado en mantener estable a la joven con lo poco que él pudiera darle. No merecía ahora morir. Y ella, en un intento desesperado por seguir con él, abría los canales, rompiendo su promesa, absorbiendo energía del exterior.

Nada en la oscura noche, salvo oscuridad. Oscuros los choques de espadas, las heridas y oscuro el cansancio, que ya hacía mella en las mentes, entre una miríada de Clones Blancos más simples, pero más numerosos. Inagotables. Nadie parecía hacerle caso, él triste, lánguido, con los brazos manchados de sangre. La batalla continuaba. El joven Dante esparcía los restos de un clon con una explosión de energía azulada y brillante, repentina, no alcanzó a acabar con él, pero no pensaba detenerse. Stille, agotada, combatía a varios y lograba igualarlos. Fuego volvía por fin a su estado habitual, inconsciente, protegido por un rápido Relativismo. Lequ Love había hecho ya mucho daño, ¿pero qué podría hacer sin más cartas negras?
¿Qué les depararía aquella noche? ¿Podrían ganar de verdad? Contempló aquel que dejó su juventud atrás la herida superficial de su clavícula, evitando ver la piel blanca ensangrentada del cuerpo roto en sus brazos. Podían ganar, podían... Suspiró en medio de su oscura soledad. Él insistió en creerse igual que siempre, pero la realidad es que no lo era, ¿a quién pretendía engañar? ¿Cómo iba a ser el mismo si ahora era un viejo, cansado y resentido, envejecido por culpa de aquel mazazo de dolor? Se sentía diferente, realmente era diferente. Durante su juventud, llegó a sentirse parte de algo que funcionaba, siempre se vio a sí mismo como la blanca y seca toalla que revelaba el camino por venir cuando el cristal, empañado y fatigado, era cubierto del denso vaho que nubla el juicio. Pero ahora, maduro y resentido, veía aquella cualidad como algo forzado, como si fuera la blanca y seca toalla que frotaba sin descanso el cristal translúcido de aquellos que realmente no se interesaban por el camino. Sus ideales, en punto muerto, su esperanza, marchita, su cuerpo, cansado. Su cuerpo, cansado...
Nada sería igual, y ya no merecía su nombre hueco. La triste historia había sido injusta con él, y mientras gritaba con tranquilidad que todo saldría bien sus amigos murieron delante de su descerebrada ceguera. Solo era una toalla que desempaña el camino, pero no podía verlo.
Desvió la mirada, alzó la cabeza canosa de pronto, sorprendido. A su derecha, brillantes en medio de la oscuridad, luces de color miel, pequeñas como luciérnagas, comenzaban a girar formando entre todas el contorno de una elipse tridimensional, delimitada por ellas mismas, creando una estela a su paso. Aquellos destellos ámbar incandescentes aceleraban sin prisa, comenzando a cubrir por completo aquella figura que se formaba enfrente del envejecido, dejando escapar una luz fulgurante formada en su interior. Debía cerrar mucho los cansados ojos para soportar el intenso brillo...
Tras una leve implosión de energía, se atrevió el cansado a tantear la apertura de sus párpados. A dos metros, pequeña y frágil, la joven, la bella, ¡la temeraria Calíope había entrado en el lugar prohibido! Gritos los suyos al verse de pronto suspendida, cayendo a plomo presa del miedo.
El hombre viejo la miraba, sin moverse, sin pestañear siquiera, asombrado, creando una plataforma de energía aguamarina casi sin pensarlo suficiente. Se acercaba volando lentamente hacia la joven musa, la de Mentes, en persona, que reposaba sentada de manera incómoda en la base energética estable.

-¿Calíope? -lentamente pronunciaba -. No deberías haber venido...

La muchacha le miró, asustada, descuadrado su enfoque, y su respiración comenzó a acelerarse entre leves gemidos, y el hombre abrió mucho sus párpados cansados, porque se estaba muriendo. No, no otra vez... No podía permitirlo, no podía volver a verlo, no con ella, ya había perdido Mentes demasiados amigos, y ella era la más valiosa... Su colorido rostro era ahora níveo, sus facciones contraídas, y el viejo cubría su palma de poder azulado y verdoso limpiándola de sangre, sin perder ni un segundo valioso, reposanso la cadera de la caída Luchadora en su rodilla.

-Ten, toma mi mano. Vuelve a casa.
-¡No! -se retorció para negarla mientras apoyaba su mejilla en la plataforma.
-¡Aquí no puedes estar!
-¿Por qué no? -aspiraba por aquella boca aterciopelada, mirando a sus ojos mucho más profundo que a la propia trascendencia de la mente -. ¡Te quiero, Carlos! Déjame ayudarte...

Retrocedió el canoso, retirando su vieja, arrugada y curtida mano. ¿A qué punto de sus procesos cognitivos había tocado? Respondió a su mirada más allá de sus pupilas, se sintió en paz de pronto, como si aquella chica hubiera encontrado su alma, como si la tuviera y la hubiera hablado. Ella se incorporó lentamente, recuperándose de la vasta presión del ambiente, comenzando a brillar con aquella luz melosa, cada vez con más fuerza.
¿Por qué no podía iluminar aquel desesperanzado mundo un espíritu tan brillante y puro? El copiloto de Eissen, el mártir, el optimista acallado ponía su vieja, arrugada y curtida palma en su rostro. ¿Y si aquel mundo y sus habitantes fueran tan complejos en su conjunto que, por difíciles de comprender, hubiesen asumido que era imposible?

-¿Te encuentras bien, Calíope?
-Solo déjame ayudar... Enséñame a volar como vuelas, enséñame a golpear como golpeas, déjame ayudarte a vencer...

El joven envejecido se incorporó, emocionado, conmovido. Todos cayeron antes, pero la voluntad de la chica permitió que se levantasen...
Una extraña conciencia sentía en su interior, como si fuera más que la mente que se le hizo ser.

-Carlos, contesta...
-Calíope...

Comenzaba a elevarse la muchacha para acariciar al joven, mirando con lástima los restos magullados del cuerpo de su compañera que descansaba en sus brazos, y un dolor se acumuló en su pecho cuando pensó que le hubiese agradado que su compañera hubiera podido conocerla.
Un relámpago mental inundó su esencia con un mensaje de Servatrix. Miró arriba de pronto, aterrado.
Conscientes de la llegada de Calíope, los Clones Blancos se habían movilizado en conjunto, dejando de lado sus luchas y lanzándose de inmediato hacia su posición, salvo el clon de Social, agarrado fuertemente por el original. ¡Debían correr!

-¡Agárrate a mi espalda! -ayudó el joven a la chica perdida poniendo su espaldar a su alcance.

Decenas de señales de alerta por parte de las mentes le bombardeaban, mientras surcaba los cielos y atravesaba los rayos de luna. A su espalda, la chica, que miraba hacia atrás, confusa. En sus brazos, su amiga.

-¡Déjame combatirles!
-¡Son demasiados!

Como una centella surcaba el cielo de la noche, raudas las torpes manchas blancas que se aglutinaban en un intento de rodearle, frente a ellos un pelotón que les tendía una emboscada, pero firme seguía en su carga pues conocía el plan de sus compañeros.
Certeras las balas de Narciso, excelente el disparo de Repar que cegaba un clon, inteligente esfera de Relativismo, cubriendo al clon de Stille de una esfera cristalina que estallaba y esparcía sus cuchillos entre los enemigos. Stille, detrás, acometía por la espalda al enemigo junto a Lequ Love y Dante, que perforaban la carne blanca del rival con negros sellos que les inmovilizaban. ¡Aquellos descerebrados seguían a Calíope descuidando por completo cualquier defensa! Y si Sever quería deshacerse de ella con tal obsesión, por algo sería...
Otro caía, y otro, presas de las paralizantes púas en las letales manos de la silenciosa, mientras los tres viajeros viraban en curvas planificadas por el conjunto de mentes. Aquel revés de suerte era lo que necesitaban para creer que podía reducirse, uno a uno, a la miríada de clones regenerantes. Y con miedo por su pasajera, colocó un escudo energético en su espalda, mientras cientos de destellos trataban de encontrarle, desde diversas direcciones, desde el intento fallido de acometerles. Los clones caían, obcecados en su objetivo, como glóbulos blancos contra la enfermedad, mientras la mente se veía cada vez más apurada, cada vez más acorralada.
Servatrix construía una barrera grande, pero no era suficiente. Desánimo, lleno de heridas, lleno de poder y con varias estatuas esculpidas, arrepentido, observaba cabizbajo y parado el panorama, cargando con su compañero Fuego. La jugada hizo mucho daño al enemigo, pero seguían siendo numerosos, contaba más de cincuenta y temía por la vida de Calíope.
Por ello frenó en seco, aprovechando otra barrera de la hija de la luna.

-Calíope, toma.
-¿Vamos a combatir?

El joven bajó la mirada hacia el cuerpo pálido de Luchadora, cerró los ojos dos segundos. Luchadora le enseñó a combatir, Luchadora le enseñó la importancia de la confianza, le enseñó que no importaba el problema y el riesgo, solo que todos volviésemos vivos de la batalla. Torció el gesto, porque no iba a pedirle algo agradable.

-Has hecho más que eso -con cuidado, entregó el cuerpo de la que no volvería al amanecer -. Llévasela a Erudito. Lo siento por la sangre.
-Carlos...

Desde joven, su carisma le dio importantes lecciones, pese a ser más joven ella que él. Era hora de dejar de depender de ella, y comenzar a construir su propio destino. Los enemigos ahí cargaban, a escasos metros de ellos.

-Gracias...

Y con esas palabras, el optimista posaba la palma en su frente, teletransportándola a El Palacio. Luminosos los proyectiles, que con estelas fulgurantes recorrían el espacio directos hacia su muerte. Pero no moriría entonces, porque nadie más moriría aquella noche. No viviendo él. Una maza dentada aparecía en su mano, manchándose con la roja sangre carmesí de la guerrera, su escudo en la otra, mientras se sentía de nuevo el mismo, una mente sin la conciencia agregada de Mentes, pero nunca más igual.
Su escudo detuvo el metal, la energía, el humo y la luz.
Gritaba el joven optimista, cara a cara con el tropel enemigo que comenzaba a perder la esperanza. Y así, su patada impulsatoria, su grito recto en su inmersión, el golpe purgatorio que hundía en la carne blanca, el metal atravesando la dura madera de su escudo lacerado.
Aquella muchacha, al igual que la luchadora, le dio una gran lección.

Ella se irguió cuando nadie lo hizo. Ella pudo donde nadie jamás lo intentó, desafió las reglas que ellos establecieron. Porque tras la vida, tras la muerte, lo importante es la mella hecha en las almas de las personas, es la fuerza de tu inspiración, porque tras la vida, tras la fría muerte, no todos caen. Y algunos permanecen para siempre.
Así pues, ¿por qué luchar? Pero esa no era la pregunta adecuada.
Así pues, ¿por qué no hacerlo?

Vivir merece la pena, porque es una continua sorpresa. No lo sabía el joven paladín entonces, pero aquel pensamiento permanecería en mi memoria. Gracias, Director, por tu lucha inspiradora. Espero enseñar al mundo todo lo que he aprendido de ti.

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