17 de octubre de 2013

Gestos de honor.


El aire, frío en sus cabellos oscuros como la incipiente noche. El brazo, firme alrededor de su vientre. Su rostro fiero, su rostro familiar. Las batallas se sucedían, enseñaban a no rendirse jamás, a levantarse una y otra vez, a estar dispuesta a acabar con el enemigo hasta que la muerte de pie sorprenda y hallar el descanso con toda gloria. Pero no enseñaba a controlar la miríada de sentimientos que golpeaban con estacas de recuerdos al ver después de tanto tiempo el rostro de un muerto. El rostro de aquel muerto, vuelto a la vida con un blanco tan puro que a su lado el día carecía de sentido.

La noche encerró bajo la esclavitud nostálgica de la luna a los combatientes que peleaban a muerte, gritos y maldiciones, carne y sangre. Un concierto de muerte en el que casi podía verse en las sombras de su pasado, riéndole a la muerte, riendo ante la sangre, fingiendo que no había cambiado... Pero ese rostro asfixiaba sus labios, cubría de sangre su alma y rompía sus mentiras. No quería luchar contra él. No contra él. No más batallas.
Ella aceptaba el duelo. Porque ese dolor irrefrenable solo lo podría vencer ella. Solo ella, obligándose a ser más fuerte.
Dos amatistas fulgurantes en la oscuridad se levantaron, poco a poco, libres de nuevo en el lugar más apartado de la cúpula. El enemigo aguardaba, tranquilo, seguro de la victoria. El respirar pesado, carne contra acero, cuatro brillantes en contacto directo. Empezaron a girar.
El destino eligió. Uno de los dos debía ganarse su descanso.
El joven que la obligaba a luchar, el mismo por el que ella quiso dejar de hacerlo.

-Al fin solos. Tú y yo, Luchadora -su odio podría haber formado allí la misma boca del Infierno -. Tenía ganas de matarte.
-Das por hecho que puedes, Humilde.

"Siempre te he querido". Lo piensa, pero no debe decirlo. Tenía una reputación que mantener. Tenía una forma de vivir que defender.
Su interior luchaba a muerte con sus lágrimas que amenazaban con emerger. Debía estar a la altura. Por ellos. Por Mentes.
Cargó quien la salvó de la condenada muerte, cargó quien la condenó a un eterno sufrimiento, alzó su espada como ébano quien sabía que el enemigo frente a ella murió para siempre por su culpa.
El acero cortaba la carne de sus brazos y cuerpo, pero no hacía esfuerzo por evitar el dolor. Avanzaba, inexorablemente hacia ella, dispuesto a atentar contra su vida, pero no se dejaría cazar. Ella no quería sangre, no ese día, no contra él, solo quería reducirlo.
Gruñó el joven al atrapar con su mano de acero el filo de la hoja. No sangraba su palma herida. No podía devolver la fuerza de aquel golpe, como solía hacer. No lo necesitaba. El mundo dio una vuelta, tembloroso en su cabeza, temblorosa ella. Caía, pero emergió de nuevo como aquello que era, una luchadora. La sangre de la herida abierta de nuevo en su labio adornó la protección de su antebrazo. Al fin un combate de honor. Lástima que fuera contra él.
Los primeros golpes, intensos, como de costumbre. Los cortes, efímeros en su piel, su espada ondeante sin temor. Sin temor. Pero ella se preocupaba. Los Clones Blancos regeneraban sus heridas... ¿siempre?
Dudó. Craso error. Los golpes como martillo contra el acero en temple, siete chasquidos en la oscuridad de la noche. No importaba lo que hiriese, no importaba lo que hiciera, lo único que quedaba vivo de Humilde se reponía con inmediata facilidad y contraatacaba con la brutalidad de la bestia. Sin embargo, dudaba.

-Mírate. Quién te ha visto... y quién te ve ahora. Estás acabada, Luchadora. Todos lo dicen.

Ella miró al suelo, pensando que eran las bromas que solía gastar antes de que huyera de ella corriendo o trepando por los árboles. Tragó su dolor punzante en la cara.

-Muchas bocas no convierten en cierto lo que balbucean.
-Como sea, ha llegado tu hora. Tú, yo, solos. No importa lo que ataques, Luchadora. Tus habilidades de combate... no te sirven para nada.

Cargó ella, aguantándole cerca de treinta segundos, pero sus brazos ágiles sin miedo al dolor volvieron a derribarla al suelo. Entre aquel coro de llantos casi podía vislumbrar sus acordes del pasado, una melodía llena de energía, sin temor a las heridas, confiada. Un alma que en efecto nunca temía, y que siempre lograba averiguar el punto débil de sus enemigos.
Pero aquella bestia no era su enemigo, y no sabía cuánto tiempo podría soportar su dolor y culpa. Su dolor. Su culpa...
Nunca había dudado de nada. Nunca, entre la sangre de sus enemigos y sus gritos funestos.

-Voy a darte una oportunidad para que te unas a las filas del Maestro -le tendió la mano desnuda, en su lado.

La ira, aumentando su presión sanguínea. Su maestro, un muñeco de ficción que causó dolor y muerte a aquellas cosas en las que puso la vista. Aquel que les hundió, aquel que inmersionó a Mentes en una batalla contra su propio ser. Nunca fue de fiar. Negó numerosas veces que el asesino de su amado no fue obra suya, pero ya no se creía nada. Aquel monstruo culpable de todo merecería la muerte. ¡Y la muerte merecía el que predicaba su palabra habiendo fallecido en sus manos!
Aquella realidad de la que Mentes aún no había sido consciente.
Aquel acero negro, aquel corazón. Blanco como la esperanza, invisible su sangre, el pecho lucía atravesado.
Craso error. Fatal pérdida de control.
Tuvo miedo de que aquel adversario muriera aun después de aquel golpe en su cuerpo desprotegido, el crujir. El carmesí de la vida. Pensó que podría continuar prescindiendo de una costilla.

Resopló malherido, sin saber qué hizo mal. Observando aquel poder que se alejaba de pronto, esquivando a Defensor, golpeando a Duch y atravesando la barrera de mentes que separaban al mundo de los combatientes más importantes. Estaba hecho, la cara oscura de la humildad le había humillado allí mismo para buscar adversarios más fuertes.
Había fracasado. Aquella mujer trataba de entrar en las colinas ya no tan verdes de Mentes, y se preguntaba si querría algo con él. ¿Era momento? ¿Qué opinaría ella?
Una enorme cúpula gigante y verde se formó, pero no a tiempo, y lamentándose observó que su adversario se colaba, observó cómo Duch, cómo Stille y el resto de mentes que formaba la barrera podía relajarse, notó su cansancio, notó su propia preocupación.
Aquella barrera resistía cualquier tipo de ataque por parte de aquellos soldados, y el campo de batalla, estructurado y constante, se había alterado. No le gustaba el desorden. No le gustaban las sorpresas. ¿Qué debía hacer? Recuperarse, lo primero.
Ese sábado no iba a tocar salir. Pero Gandía acabaría pronto, y era necesario hacerlo...

Se colocó el traje, comenzando a atacar con sus nuevas armas a los Clones Blancos que tenía a su alcance. Armas que apenas Humilde le dejó utilizar, pero eso se había acabado. Cuatro elementos, cuatro poderes, y aquel juego de guerra comenzaría a ser divertido pronto.
Palos, golpes, parar, esquivar, poderes. Fácil. Mentes debería hablar a ese tipo. Al contentarle, le provocaría beneficios directos.
Pero entre la marabunta de clones, entre los cientos de cuerpos que giraban a su alrededor en un eterno caos, llegaron. Sus pupilas se contrajeron. ¿Dónde la cámara oculta? Era una broma muy pesada.
El clon de sí mismo, de blanco nuclear como los albinos que nunca había conocido en persona, liderando un séquito de aduladores se plantó ante él, con sus armas desfasadas. Dos varas, sí, pero que en sus extremos se tornaban en metal que acababa en forma de garra. Más letales, pero menos efectivas. No debiera ser sincero Mentes, debía adularle. Esos beneficios.

-¡Deja de causar problemas! -alzó con rapidez una de sus armas su clon, y su séquito se preparaba -. Muere de una vez. Nadie quiere tu existencia, sucio adulador.
-¿Adulador? Solo yo puedo decirme eso. No haber representado mi mal fuera de mi cuerpo si quer...

Cuatro varas de bambú, que eran duras como el diamante, chocaron en un chasquido único. Los cabellos de paja seca de Social se descolocaron, y el metal rozó sus orejas. Lo menos trece cuerpos se lanzaron a por él, guiados por su líder que no tenía la misma decencia que el clon de Humilde. No tuvo más opción, y tras una patada en la pierna de su contrincante empezó su huida.
No era fácil. No era fácil. Los cuerpos sucedían a velocidad lumínica, uno bueno, dos aún, pero catorce eran demasiados como para luchar, y Defensor y Repar pasaron sobre él a gran velocidad mientras atravesaba el lugar de la antigua barrera de Mentes y virando hacia arriba rozaron sus ropas contra la cúpula verde. Le seguían. ¡Qué cruz! Se volvió un par de veces para lanzar corrientes de aire y poder combatir a alguno, pero daban demasiado poco margen.
El cielo negro se llenó de destellos.
Narciso sobrevoló el lugar, rápido y valiente en dirección contraria, colocando cada bala de energía en lugares que apenas su mente podría procesar, ametrallando a los enemigos cobardes. Mentes debía dormir, pero aquella conversación era tan interesante... Era curioso. Hablaba de la batalla.
Destellos blancos con tonos rojizos algunos, ámbar otros, impactaban en los enemigos con precisión, sin cuartel. No regeneraban apenas, e incluso logró matar a uno.
Social había fracasado, y todos ahora le prestaban atención a él.

-¡Social! -se alejaba sin dejar de provocarles en cada momento -. ¡Ese Clon Blanco ha herido a Duch! ¡Dale su merecido!

Los dos iguales se miraron a los ojos.

Fue ciertamente desesperante, pero era una batalla, no pasó nada que no pudiera pasar. El caballero combatió, una oleada, otra, se movió varias veces, eran muchos. Pero eran débiles, y aunque tuvo que petrificar a varios, se manejaba.
Sobre todo porque cuantos más petrificaba, más fuerte se sentía. Aún más cuando petrificó a su propio clon.
Pero todo había cambiado. Él se sintió mal en el fondo, temió por su vida, pero Mentes se lo dijo. No mueras. Eso dijo, no sabía si en serio o lo decía de verdad, pero supuso que le haría caso. Las personas blancas atacaron aquella cúpula y no pudieron hacer nada, normal, pero debían asegurarse. Y todos los que trataban de llegar a Sever ahora habían ido contra ellos. Y él huía, y Fuego huía, huían los dos porque atrajeron mucho su atención. Se sentía mal, no muy muy mal, pero algo agobiado. Eran muchos más que antes. Se preguntó si debía petrificar, si debía requisar poder. Pensó que no. Y pensando le lograron atrapar. Le tenían. Le tuvieron. Pero no le mataban, solo querían secuestrarle. Petrificaron a uno adrede para que fuera más fuerte.
Fuego lo vio, no pudo tolerarlo. Se preguntó si tendría un amigo. Le envió la información de lo que pensaba hacer, estaba muy agobiado, no quería que le tuvieran además. Le dijo que no, que por nada del mundo. Pero lo hizo.
Lanzar bolas de fuego apenas mató un par de clones. Fuego gritó mucho, se preguntó cuánto estaría sufriendo. Su cuerpo se cubrió de llamas. De muchas llamas. Y empezó a agrandar, a agrandar, y todos tuvieron miedo. Él no, porque Fuego una vez le confesó ese poder, pero creyó que nadie más sabría aquello que escondía.

Una corriente de aire caliente desplazó a él y a sus secuestradores cuando un enorme huracán de fuego del cual salían alas y terminaba en cabeza de aguilón de diez metros iluminó casi por completo la noche y empezó a destruir todo lo que se encontraba cerca. Sonrió algo, porque le hizo gracia.

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