7 de agosto de 2019

Prólogo: Cenizas.


Luchadora, ahora que te encuentras en mejor estado, es momento de que hablemos sobre el plan de tu padre. He dedicado casi toda mi vida a repasar la historia de este mundo, y hay un momento que no para de rondarme la cabeza desde hace varias semanas, uno que me parece muy relevante para entender todo lo que ha pasado. No necesito el Cristal de Rocío para mostrártelo, puedo contártelo incluso en este bosque tan remoto, porque lo tengo en mi cabeza, bien grabado de tantas veces que lo he visto… Sabía que era importante. Pero no sabía que lo fuera tanto.
Tenías cinco años. Era un día de primavera, en marzo, y el aire era fresco, agradable, no había ni una sola nube. Razón y Erudito remataban una partida de ajedrez en la terraza de vuestro palacio, y Razón miraba hacia el claro de vez en cuando, para vigilar que Social y Optimismo no se volvieran a hacer daño mientras jugaban a pelearse. También miraba hacia el bosque, intentando distinguir tu cuerpo entre los árboles. Tú jugabas en ese bosque con tu hermana, bajo el trino de los pájaros. No podías estarte quieta, por eso, mientras contabas hasta cincuenta con los ojos cerrados, movías una rama con tu brazo, como si fuera una espada. Tus piernas se movían de forma torpe, pero tu brazo… Cuando acababas el corte imaginario, el final de la rama se quedaba estático en el aire, y no se movía ni una hoja, sólo lo que el aire fresco las moviera. ¿Cuándo forjó Jil tu espada? ¿A los doce? Ah, a los quince, es verdad. Aún quedaban diez años para tener tu propia espada, y al menos dos hasta que blandieses la de Razón a escondidas, pero ya se notaba que habías nacido para eso. Y cuando gritaste el número cincuenta en alto, para hacer saber a Valerie que empezarías a buscarla, dejaste la rama en el suelo y comenzaste a caminar.
No te costó mucho. Sobre las hojas secas de un pino, detrás del mismo arbusto de siempre, estaba tu hermana, se abrazaba a sí misma. Tenía los ojos muy cerrados… como si estuviera aterrada. ¿Te acuerdas? Siempre se escondía en el mismo lugar, y siempre la encontrabas en esa posición.
—¡Valerie, te has vuelto a esconder aquí! —gritaste.
Ella cerró aún más los ojos y apretó hacia arriba el labio inferior. A esas alturas sabías que levantar la voz no era la manera en la que Valerie reaccionaba mejor, por eso cogiste aire, y lo echaste poco a poco, tal y como te dijo Servatrix, y con ello, también relajaste los brazos.
—Si te escondes siempre en el mismo sitio —dijiste—, te voy a encontrar en seguida…
—Por eso —dijo ella.
Cuando abrió los ojos, tendiste tu mano para ayudarla, la levantaste con fuerza, imagino que te sentías bien siendo la fuerte de las dos, pero tal y como se agarró la muñeca, estoy seguro de que le hiciste daño. Lo sé. No lo hacías con esa intención.
—Bueno —dijiste—. Ahora te toca contar a ti. Yo me voy a esconder bien, así que vas a tener que esforzarte, ¿vale? Nos lo vamos a pasar bien, ya verás.
Sin embargo, el juego no duró mucho. Te escondiste cerca de donde ella esperaba, incluso dejaste una pierna a la vista, pero ella, mientras te buscaba, tropezó con una raíz y se quedó sentada en el suelo, llorando, agarrándose la rodilla. Cuando llegaste hasta ella y viste que no tenía herida, la animaste a probar suerte otra vez. A ella le recorría una lágrima por la cara, por la tuya una gota de sudor, porque el aire se había vuelto más seco, y caliente. ¿Sabías que tu hermana no se comportaba así dos años antes? Tú volviste a tenderle tu mano, esta vez con el brazo mucho más rígido.
—Quiero irme a casa —dijo—. No me gusta este juego.
—¡Pues claro que te gusta! ¡Ahora viene lo más divertido!
—No, tengo miedo, quiero irme a casa.
Pareció que tus ojos se volvieron de un morado más oscuro, acorde con el gesto de enfado de tu cara, ensombrecido, porque ya no le llegaba la luz del sol… y gritaste.
—¡Pues vale! ¡Vete a casa a llorar, niña tonta! Nunca es divertido jugar contigo.
Sus ojos verdes se agrandaron todo lo posible, poco a poco volvieron a cerrarse, volvió su expresión de tristeza, con la mirada fija en tus ojos y los pelos revueltos por el aire caliente que te secaba los ojos. Se quedó así unos segundos, hasta que retrocedió un paso, luego otro, se dio la vuelta y echó a correr hacia el corazón del bosque. No se oía nada, sólo el viento, como un canto mortuorio entre las ramas de los árboles, que tapaba los graznidos de los pájaros que se escapan a lo lejos. No pude saber qué olor predominaba, pero estoy seguro de que se había vuelto amargo. El sol ya no iluminaba.
Tú saliste del bosque, en dirección contraria a tu hermana. Tonta, ibas repitiendo en voz alta, y los puños se movían hacia delante con cada palabra, más rápido cuanto más fuerte lo dijeras. Acabaste con un grito antes de parar en seco, con la mirada puesta en la casa y los puños aún en el aire. Social y Optimismo no jugaban cerca. Tampoco estaban Razón ni Erudito, aunque el anciano estuviese gritando en ese momento tu nombre dentro del bosque... porque fue a buscaros. Los pájaros volaban en bandadas en la misma dirección que tú, huían de la nube negra que había detrás. Miraste hacia arriba, una columna de humo que había tapado el sol, y que estaba empezando a extenderse para cubrir el cielo entero. No muy lejos, dentro del bosque, un brillo anaranjado, intenso, se estaba propagando. Con un chasquido, una gran lengua de llamas sobresalió de las copas de los árboles. Estabas petrificada. Cuando por fin cogiste aire, te llevaste las manos a la izquierda de la cintura, aunque Jil Ehrad aún no hubiese forjado tu espada. Cogiste aire, cerraste los ojos un segundo... y comenzaste a correr, hacia el bosque, directa hacia la lengua de llamas que había muerto en el horizonte.
Dentro, el bosque era el mismo que cuando jugabas con ella, sin trinos de pájaros, sólo el aire caliente, que tapaba cualquier sonido. Gritabas el nombre de tu hermana, pero ella no te oía, igual que tú no oías a Erudito, que aún estaba buscándoos. Cada vez el bosque estaba más seco, y necesitabas coger más aire según corrías… más caliente cada vez. Seguías la luz naranja del incendio que iluminaba una mitad de los árboles. ¿Sentirías el olor de la ceniza entonces? Espera… ¿Cómo que no te acuerdas? ¿No recuerdas la primera vez que viste a tu padre, después de su gran pelea? Ya... No pasa nada, yo te lo cuento todo. Pronto llegaste al corazón del incendio, cuando motas de ceniza caliente se metieron en tus ojos. Y cuando volviste a abrirlos, distinguiste la sombra entre el fuego, una figura alta. Corriste hacia ella. Un hombre delgado e imponente, que estaba junto a tu hermana, los dos de pie, la mano de ese desconocido sobre el hombro de ella, los dos quietos, muy cerca del fuego. Mi familia y yo le vimos crear el incendio desde el Cristal de Rocío, y luego le dijo algo a tu hermana, pero no pudimos oírlo, porque susurraba, y la madera crepitaba mucho. Tampoco les veíamos bien, y estábamos preocupados... Me pregunto si sólo con su figura habrías reconocido a tu padre. Sever.
—¡Valerie, ven! —gritaste.
La figura de la niña, a contraluz, se veía completamente oscura. Giró la cabeza hacia ti. No hizo nada más. Seguramente por eso miraste al hombre. Él te tendió la mano.
—Ven conmigo —dijo tu padre—. No dejaré que el fuego te haga daño. Voy a ayudaros.
Debía hacer mucho calor… Tu cara estaba muy enrojecida, y no parabas de pestañear. Intentaste tapar con tus manos el fuego, para verles mejor. Luego caminaste hacia él, hasta que sólo os separaron unos pocos pasos. El humo a veces distorsionaba la figura, la hacía parecer más fantasmagórica. El hombre, con la misma calma y el brazo aún tendido, repitió lo mismo que dijo, pero seguías sin contestar. Un árbol cercano cayó, derribado por el fuego, y mientras todas sus ramas se quebraban en un estruendo largo, mirabas constantemente a Valerie, que tenía la cabeza hacia ti, pero no decía nada, no se movía. Los dos seguían teniendo las caras ocultas, eran dos sombras. Del árbol ascendieron un centenar de cenizas ardientes al aire.
—¡Quiero ver que Valerie está bien! —dijiste.
Te temblaba la voz, también los puños. Tu padre asintió. Se movió despacio, y respetó la distancia entre los dos. Poco a poco se alejó del fuego, hasta que las llamas iluminaron los perfiles, y pudiste ver los ojos asustados de Valerie. Estaba bien. Hasta mi familia, y yo, desde El Círculo, respiramos aliviados… El Cristal de Rocío sólo nos muestra lo que podrían ver unos ojos corrientes. Pudiste ver al hombre sonreír, cuando entornó los ojos.
—¿Sabes quién soy? —dijo.
No contestaste enseguida. Pero tu respuesta sonó más firme que la anterior.
—Sever —dijiste, al fin.
—Así es, y vengo a ayudaros.
—Razón me dijo que no hablara contigo.
—Razón no está ahora. Voy a sacaros de aquí.
Se notaba en tus ojos que estabas tentada de aceptar la ayuda. Alternabas constantemente la mirada entre Valerie y Sever, pero no caminaste hacia ellos. Me pregunto si te fijaste entonces en que la piel de él era absolutamente blanca, mucho más que la piel pálida de Valerie. Lo que seguro no sabrías es que ese color dorado en los ojos no era por el fuego... ¿o quizá sí, por algún recuerdo de tu infancia temprana? La cuestión es que no sé si viste algo raro en él, no sé si fueron las palabras de Razón o tu instinto, pero no te acercaste a él, todo lo contrario, cogiste una rama humeante a tu lado y la apuntaste hacia él. ¡Suelta a Valerie!, dijiste, pero él no se movió. Lo repetiste dos veces más. Siguió inmóvil. Fue entonces cuando pediste ayuda… y no sabría decir si Razón pudo escucharte o te había visto poco antes, pero se giró de pronto hacia tu posición y corrió hasta colocarse entre el monstruo y tú, soltó el cubo vacío que había volcado en el fuego más al oeste, y desenvainó su espada hacia Sever. Gritó fuerte, el resto de mentes le oyeron, y pronto llegó Erudito, que cargó su escopeta, también Servatrix, y Repar llegó el último, apagando el fuego alrededor con un tanque de agua enganchado a su brazo, hasta que se agotó. Sever estaba rodeado, pero no se movió nada, ni vio perturbada su tranquilidad, por entonces.
—¡Suelta a la niña inmediatamente! —gritó Razón.
—Calma —dijo Sever—. No queremos que pase ninguna desgracia.
Levantó la mano que tenía libre en gesto de buena voluntad, pero, desde el Cristal de Rocío, nosotros pudimos escuchar a Valerie llorar. Servatrix avanzó un paso hacia ellos, Sever se giró, rápido, y dio otro paso hacia atrás, más cerca del fuego. Entonces fue Servatrix quien levantó las manos, y no avanzó más.
—Sabemos que aún hay bondad en ti —dijo ella —. Nos recuerdas, ¿verdad?
—¡Pues claro que os recuerdo! —dijo Sever, y se rompió su calma frágil —. ¿Es que pensáis que soy un monstruo? ¿Quiénes os creéis que sois? ¡Di mi vida por vosotros! —Se señaló el pecho, lo golpeó con la mano libre tan fuerte que todos escuchasteis sus golpes, y Valerie se estremeció—. ¡Me sacrifiqué por vosotros!
Tu atención estaba prácticamente centrada en Valerie. ¿Qué estarías pensando en ese momento? Eras demasiado pequeña para darte cuenta de lo que estaba ocurriendo… quizá estuvieses planeando colarte detrás de él y robarle a tu hermana. No lo sé.
—¿No te escuchas? —dijo Razón junto a ti, que no bajaba la espada—. Fuiste la mente de la pureza, ¡fuiste mi amigo! Pero ahora no te reconozco.
Sever calló, unos segundos.
—La mente de la pureza… —dijo —. Lo veo tan lejano. Pero lo sigo viendo.
—Si tanto lo ves —dijo Erudito—, ¿por qué incendias el bosque para conseguir a tus hijas, en lugar de hablar con nosotros como un hombre civilizado?
—¡No es civilizado! —dijo Razón—. Lo que le hizo al poblado ni siquiera merece la palabra asesino. Es peor.
El fuego deshizo lo que Repar apagó, y volvió a extenderse. Todos comenzaron a caminar hacia atrás, menos Sever, él aún sujetaba a Valerie y el humo la hacía toser, la hacía retorcerse. Si tú retrocediste, fue porque Razón tenía agarrado tu hombro.
—¡Por Mentes! —dijo Servatrix—. Danos a la niña y te escucharemos todo lo que necesites.
En mundo más allá, Mentes volvía a casa del colegio, un niño de siete años, de la mano de su padre. El incendio, el momento tenso en el bosque... Mentes estaba enfadado porque estaba castigado y no podía quedarse a jugar con sus compañeros, y Sever tenía el control, un control que Razón trataba de neutralizar convenciendo al niño de que se lo tenía merecido. Nosotros, desde El Círculo, intentábamos ayudarle.
—Sever, danos a Valerie —repitió Servatrix.
—No puedo —contestó—. La necesito.
—¿Por qué? —dijo Erudito.
Todos notamos ira en las palabras que dijo después.
—Es mi sangre, y tengo derecho a reclamarla.
El humo no le afectaba, al fin y al cabo hacía dos años que no era un ser vivo corriente, pero Valerie había comenzado a desfallecer por el humo y el calor, con las lenguas de fuego, y el humo de la madera húmeda por la lluvia del día anterior. Estaban peligrosamente cerca. Tú fuiste a correr hacia ella, Razón te detuvo otra vez con la mano. Cuando Valerie se desplomó y quedó colgando de la mano que Sever cogía, su actitud cambió. Levantó a Valerie, la sostuvo con los dos brazos, se quedó unos segundos parado. Luego avanzó lejos del fuego y colocó a Valerie sobre la hierba muerta junto a vosotros. La pequeña tenía el vestido blanco sucio de hollín. Mientras Servatrix y Repar corrieron para verla, Sever se dio media vuelta y caminó sobre el fuego. Su carne empezó a deshacerse, y cuando brazos y piernas eran una masa blanca en el suelo, con la cara quemada, gritó de dolor. Cuesta creer que, entre todas las expresiones de sorpresa, o espanto, la más serena fuera la tuya. Sever siguió caminando por el fuego, según sus piernas y brazos volvían a regenerarse, hasta que la masa blanca derretida ahogó la mayoría del incendio, que, gracias a que el viento soplaba desde el sur, no se había propagado más. Razón seguía con el arma en alto, también Erudito. Valerie respiraba, aunque estaba inconsciente, por eso ellos le dijeron a Servatrix que se fuera con tu hermana y contigo, y tú dijiste que no, pero Servatrix cogió tu mano y te fuiste igualmente. Miraste hacia atrás, hacia el humo donde debería estar Sever, antes de abandonar el lugar. Erudito también pidió a Repar que se fuera con ella, para ayudarla.
—Prefiero quedarme con vosotros —dijo él.
Sever gemía de dolor, casi invisible por la pantalla negra y las cenizas que ascendían, mientras sus brazos comenzaban a generar el principio de sus dedos.
—Creo que será mejor si sólo estamos nosotros —dice Razón —. Nos conocía.
Los dos hermanos, solos, vieron cómo Sever, recuperado, salió de las llamas, resoplando, tenía lágrimas en la mejilla que el calor no pudo evaporar. Los restos líquidos de su cuerpo quedaron atrás, ahora casi negros por el humo. Él se arrodilló enfrente de ellos, con los brazos caídos. El reverso de sus manos tocaba la tierra quemada. Los mechones blancos de su cabeza tapaban por completo su cara.
—No sé qué me pasa —dijo—. No puedo controlarlo.
—Sever —dijo Erudito—, ¿por qué necesitas a tus hijas?
Él resoplaba, arrodillado, pero parecía que estaba llorando. Siempre fue difícil analizar sus verdaderas emociones. Aún quedaban ramas que prendían, más alejadas, pero casi todo era ya humo.
—No terminé el trabajo, Erudito —dijo Sever—. Yo no morí, y Mal sigue vivo. Lo maté, juro que lo maté… pero sigue vivo. Es necesario otro sacrificio para acabar todo.
Era necesario otro sacrificio… lo dijo, hace tanto tiempo. Él enloqueció, sin duda, pero sabía lo que iba a pasar. Sin embargo, los dos hermanos reaccionaron de forma natural.
—¡Estás loco! —gritó Erudito.
—¡Monstruo! —gritó el otro.
Razón miró al cielo negro, se quitó el sudor de los ojos, se tambaleó. Luego caminó hasta Sever y presionó la punta de su espada en su cuello… él no hizo nada. Tampoco hubiera podido matarle, por más que le hubiera atravesado con el metal.
—Eras mi amigo —dijo Razón, y se apartó la melena rosácea de la cara—. Querías a tus hijas. ¡Las querías!
—Valerie tiene el poder porque ahora está conectada conmigo —dijo Sever —. Antes de que sea tarde, necesito a mi sangre para acabar con Mal.
—¡Mal está muerto!
    Razón presionó más su espada sobre el cuello, Sever no reaccionó. Erudito pidió a su hermano tranquilidad. Los ojos azules de Razón se veían desquiciados, mientras nosotros, en El Círculo, estábamos divididos. La mitad de los nuestros querían que le matase, en su inocencia. Por suerte, no hizo nada.
—Todos te lloramos —dijo Razón—. Pensamos que te habíamos perdido. ¡Es peor! Tienes la cara, los ojos, como si fueras él, pero nada más. Eres un asesino, y ahora quieres matar a tus hijas también.
—No me obliguéis a ser violento con vosotros —dijo Sever.
—No intentes ir a por las niñas —dijo Erudito—, o lo seremos nosotros contigo.
Después de temblar con los puños apretados, Sever gritó, y por un momento pareció que las cenizas se arremolinaron alrededor de su cuerpo. Ni siquiera el viento se escuchaba en ese lugar al límite de la vida. Se levantó, como si la espada de Razón no existiera, los dos hermanos retrocedieron, tensos. Despacio, abrió los ojos dorados hasta clavarlos en las pupilas, primero de uno, luego de otro.
—¡No tenéis ni idea! —dijo—. ¡No habéis visto lo que yo! Aunque sea de otra manera, nada estropeará mi plan.
—Sever... —dijo Erudito, aún con la escopeta en alto, y la cara llena de sudor —. ¿Qué te pasó en aquella isla?
Él no dijo nada. Volvió a bajar la mirada, dio media vuelta y se fue a través de los rescoldos del incendio, descalzo, ahogando con manos y pies las últimas llamas que aún quedaban. No hizo caso de los gritos de los hermanos, que le reclamaron las respuestas, respuestas que tú y yo creo que ya sabemos. En una sola conversación mencionó su plan, el sacrificio fallido de su hija… Qué necios fuimos, aunque, ¿cómo íbamos a saber lo que pasaría el futuro?
Fue un día muy intenso… es normal que lo olvidaras. Aunque ahora que te lo he contado, te suena, ¿verdad? ¿Te acuerdas de qué ocurrió después, cuando Servatrix os llevó a la enfermería? Ya imaginaba. Mirabas a Valerie con esa mirada con la que la has acompañado toda la vida, mientras Servatrix le cantaba su canción, y Optimismo le hacía compañía. Yo cuidaré de ti, decía Optimismo, en el momento en el que Razón entró y te llevó con él y con su hermano. Aún tenían las cenizas en la ropa, pasearon contigo, se aseguraron de que estuvieras bien. Pero, en realidad, querían contártelo, lo decidieron de camino. Perdisteis a vuestro padre cuando teníais tres años, y os dijeron que había muerto. No fue una mentira. Luego, cuando descubrieron que se había reencarnado en otra cosa, no quisieron contároslo… pero al ver tu valentía, cómo le rechazaste en el bosque, quisieron premiarte con la verdad. Tu padre, la mente de la pureza, esa figura tan buena e idealizada, fue Sever, el mismo que después asesinó a todo el poblado con el que comerciabais, menos a Jil y su mujer, porque estaban pescando cuando empezó la masacre. Cuando te lo contaron, no imaginaron que, ya más mayor, tú te plantearías unirte a él, aunque fuera sólo un segundo. Que Eissen te mataría por ello, aunque se arrepintiera toda su vida. Que el rubí te resucitaría después . O que, pensando que tu hermana merecía saberlo, ese mismo día que lo supiste, en tu inocencia, se lo contarías cuando aún se estuviese recuperando en cama, ella abriera tanto los ojos y, después de negarlo varias veces, comenzara a gritar… Su cara de terror, aquel día, te ha perseguido siempre. Lo sé, porque te llevo observando desde que naciste, desde El Círculo. Cuando Valerie abría bien los ojos, me recuerda mucho a su hija Madurez.

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