Bajo las escaleras, despacio y sin hacer ruido, para que no me vea nadie. Cuando abro la puerta de piedra, se atranca, tengo que hacer fuerza y ha hecho bastante ruido. ¡Pero bueno! Aunque, comparado con el ruido que viene de dentro de la forja, no ha sido nada. Bueno, bien, ahora solo tengo que colarme sigilosamente en la habitación de Orfeo. Bajo la escalera, giro la primera esquina, y me encuentro de frente con un enano, se ha asustado y se le han caído unas piedras al suelo. Me voy de ahí, caminando rápido, mientras el otro no para de maldecir mientras las recoge. No era ese el concepto de sigilo que estaba pensando... soy un poco negada en eso.
En lo profundo de la forja, los enanos siguen construyendo los tanques grandes, siguen haciendo bastante ruido. De fondo, me ha parecido escuchar el mismo ruido que hacía la pistola nueva de Orfeo. El olor amargo se hace más intenso conforme me acerco a su habitación, y las antorchas me dan aún más calor con su luz temblorosa. Me están viendo más enanos, yo les veo a ellos... pero ya me da igual. Ya ha quedado claro que no tengo las capacidades de Stille. Ojalá verla ahora mismo, entre los depósitos de metal fundido, guiñándome un ojo. Solo serían buenas noticias.
Oigo los gritos desde fuera de la sala, más altos incluso que el repicar metálico de Orfeo, con un martillo en la mano. Dentro, el capataz de los enanos le grita que se dé más prisa, o algo así. Le llama estúpido mocoso.
—¡Eh, hombrecillo! —le digo al capataz—. ¡Para mocoso ya te tenemos a ti!
El enano parece sorprendido, y ha callado de pronto. Me mira, con la cara ladeada y los ojos muy abiertos.
—¿Perdón?
No, sorprendido definitivamente no está. Más bien, enfadado. Orfeo me mira, y él sí que mira con sorpresa, baja la mirada y sigue con el trabajo, con el cuello tenso. Vuelvo a mirar a ese capataz, que me repite la pregunta, con esa voz, como si se creyera por encima de mí, o algo así.
—¡No hables así a mi amigo! —digo—, ¡o te meteré un rodillazo en el ojo!
El enano se recoloca el sombrero negro, me dedica una mueca de asco, y se va por la puerta, con los brazos muy tensos. Oigo, hasta que desaparece por la puerta, el tintineo de las llaves que cuelgan de su cinturón. Orfeo está quieto y con el martillo en alto, mirándome.
—Pero... ¿qué haces? —dice.
—De nada, ¿eh?
—Gracias, pero te vas a ganar una buena bronca. Puede que te devuelvan a la jaula donde estabas.
—Da igual.
Nadie me llevará a esa jaula, cuento con la simpatía de Dante. Pensándolo bien, esa frase es absurda. Dante me vio nacer, y he crecido y jugado con él desde que tengo memoria. Sin embargo, desde que me despertó y me secuestró en esta torre, es como si nunca me hubiese conocido, como si hubiese tenido que ganarme su confianza desde el principio... y aunque sigue siendo él, sé que no es el mismo.
—¿Estás bien? —me pregunta Orfeo.
—Sí, claro —digo—. Siempre. ¿Y tú?
Él asiente. Espera, ay... pero qué tonta soy. Él me vio mal hace nada, así que sabe que le he mentido con ese siempre. Intento pensar en algo rápido, para que él no piense sobre eso, pero no se me ocurre nada. Afuera, una sierra corta el metal, y desde la puerta veo las chispas que vuelan alto, y lejos.
—Dante quería doce supermáquinas —digo—, pero desde aquí solo veo dos.
—El resto están creándose en la sala de trabajo.
—¿En la qué?
Orfeo continúa con su tarea.
—La sala de trabajo —dice—. La que está ahí abajo es la sala de montaje. En la sala de trabajo se funde el metal con mis moldes, se crean las piezas.
—Me da calor solo con pensarlo.
—Normal, porque hace mucho calor.
—Entonces, los tanques... —digo—, ¿para qué los quiere Dante?
Mientras Orfeo modela a martillazos una pieza alargada de metal, muy diferente al resto de cosas que ha hecho conmigo delante, yo me doy cuenta de la mala cara que tiene, con unas ojeras marcadas, con el pelo despeinado y graso. Con los brazos y pecho llenos de hollín.
—¿Orfeo?
—Por favor, prométeme que no vas a decir absolutamente nada.
—Claro.
—Es muy importante —dice.
—Lo prometo, prometido.
Él suspira, coge un palo con un gancho al final y agarra la pieza de metal rojo con soltura, y le da la vuelta. Desde luego, es bueno en su trabajo.
—Dante quiere estos tanques para atacar a Miedo —dice—. Lo más importante son estos cañones, sin ellos no haría nada.
—¿Por qué?
—Lo único que puede dañar a Miedo es el poder de esa piedra azul. Nada más puede acabar con él.
Recuerdo haber visto a Erudito estudiarla en su cuarto, los días antes de ser secuestrada. Miraba a veces por encima de la piedra y el papel que escribía, y lo hacía con mucho recelo, como si no quisiera que nadie descubriese su secreto.
—¿Por qué? —digo.
—No lo sé. Esto último ni siquiera me lo han dicho, pero lo he deducido.
—¿Y a ti te parece bien?
—Miedo lleva años amenazando a mi familia, tratando a mi padre como si fuera una herramienta. ¿Por qué crees que nos unimos a él?
Si esa gema es la única arma que puede derrotar a Miedo, tiene sentido que Dante la robe, porque está obsesionado con ello. Mi colgante no para de apuntar hacia él durante muchos días, y todo lo que ha dicho Mentes, muy poco, ha salido de su boca. Espero el momento en el que la flecha cambie de dirección, y que Mentes diga algo mientras Dante está callado, eso sería muy bueno, sería la señal que indica que tengo que irme. Pero, si Dante es la última mente que queda, quitando lo que dijo sobre Social, y no quiero darme esperanzas... Si es la última mente que queda, y es el único dispuesto a matar a Miedo, ¿debería irme? Estoy en las Tierras Inexploradas, una tierra desierta, sin nada vivo, repleta de enemigos.
¿Está esto pasando de verdad, todo esto? Hace días que duermo y despierto, y la pequeña lápida aún sigue en medio de esa pared llena de fotos antiguas, recuerdos de gente que ya no existe. Me duele decirlo, pero él tampoco existe ya. Su lápida será pequeña, pero su corazón era grande, era un niño, pero era bueno y puro. Yo le vi nacer, estaba tan nerviosa... Para Servatrix, para Optimismo, era más bien un hijo. Para mí, era lo más parecido a un hermano.
Ya no está, me digo, ya no está, asúmelo, enderézate, deja de lamentarte por lo que ya no va volver, y entonces recuerdo que Servatrix y Optimismo muy probablemente no estén vivos, que nadie responde a la flecha de mi collar, y no sé por qué ha sido, yo solo desperté una mañana con la cara de Dante frente a la mía y desde entonces, se ha torcido todo, como en una pesadilla. Cuarenta años de vida, y ahora es tarde para apretar el botón de recomienzo. Hemos perdido. He dejado a todos solos, ahora soy yo la que se ha quedado sola, y no puedo pilotar yo estos mandos. No soy capaz. Miro más allá de las chispas que saltan por los martillazos de Orfeo, donde Mentes mira la televisión sin realmente querer prestar atención. Observo su mundo, lleno de gente, de trabajo, de dinero, de facturas, de impuestos y de derechos, deberes, es un mundo tan complicado, y yo no sé cómo funciona, incluso robándole la gema a Dante y convirtiéndome en la nueva diosa, lo haría aún peor que él.
Ante esta perspectiva, me dan ganas de volver a la última planta, la de mi celda, pasar de largo y acercarme hasta la terraza, desde la que se ven los árboles oscurecidos desde arriba, las montañas. Allí, respirar el aire hasta llenarme los pulmones, hasta que respirar más me haga daño, abrir los brazos y lanzarme hacia la tierra de cabeza, y con suerte, acabar, acabar y desentenderme, y renacer en otro cuerpo, otro Mentes que acabe de nacer, para poner en práctica lo que he aprendido y no volver a fallar de nuevo. Prometo que lo haría bien. Solo necesito otra oportunidad, lo haría bien.
Sé que Orfeo me ha dicho algo, pero no le he oído. El sonido de las sierras es molesto, otra vez, y el calor vuelve a asfixiarme con su humo amargo.
—¿Qué decías? Perdona —digo.
—¿Está todo bien?
Él sigue martilleando el acero, lo mira de vez en cuando para comprobar que esté recto, y continúa con ese brazo suyo que parece que no se cansa nunca. Él ha perdido a dos hermanos, y ahí sigue, mientras que yo estoy sentada por no hacer nada en absoluto, más que molestar, y leer. Escucho gritos graves de los enanos afuera, una de las voces es la de Epón, que estará preguntando por mí.
—Eres una buena persona —le digo.
Él ríe. Para de golpear, por un momento, para mirarme. Me siento despeinada.
—Tú eres la mente más simpática que he conocido —dice.
—Eso es porque no has conocido a Servatrix. Es... era... es la mente más buena de todas.
—Sí que la conocí, la verdad, y me sigues pareciendo tú mejor.
Creo que ese es el cumplido más bonito que me han hecho nunca.
—También conocí a una mujer de malas pulgas, una con los ojos morados y el pelo oscuro.
—¡Luchadora!
—¿Luchadora? Debería llamarse Gruñadora. Nos trató fatal.
—¡Eh!
Orfeo deja de reír cuando me ve la cara, y vuelve a mirar al acero y a darle martillazos... No sé qué me ha pasado de pronto. Tampoco era para mirarle así. Definitivamente, no soy mejor que Servatrix, nadie lo es. Epón entra en la habitación y me pide volver arriba, dice que ya he molestado a Orfeo suficiente, y quizá tenga razón. Me lo ha pedido con educación. Será mejor subir, supongo. No me despido de Orfeo, porque no sé qué decir.
Voy a abrir la puerta de piedra, pero Epón se adelanta y la abre él. Se queda esperando a que pase, para cerrarla, también.
—Gracias —digo.
—¿Por qué, señorita?
—Por tratarme bien.
Quizá debería retroceder hasta su cuarto y pedirle perdón, pero ya es muy tarde, y me da cosa. Subo los escalones sin ánimo ninguno, con Epón detrás, y por primera vez, él tiene que pararse para no alcanzarme. Me gustaría ver su cara, pero girarme quizá sea demasiado brusco. Los escalones pasan entre nosotros, pero no dice nada.
—Y no me llamo señorita —digo—, me llamo Madurez.
—El señor no me deja llamarla así, señorita.
Ahora sí le miro. Está cabizbajo, y balancea el cuerpo de forma graciosa según sube. Es demasiado bajito para estos escalones.
—Bueno, yo te dejo que me llames por mi nombre siempre que Dante no esté presente. Y cuando esté, te obligo a llamarme señorita.
—Está bien, señorita.
—Madurez.
—Madurez —dice.
En la torre, no veo a Dante ni en la planta baja ni en el comedor. Pienso que está en su habitación, pero subo, y tampoco. Sigo subiendo, hasta llegar a la puerta del último piso, veo la jaula... y paso de largo. En la terraza, Dante está sentado en el centro, pero sin llegar a tocar el suelo. Levita varios centímetros, también su pelo y su gabardina se encuentran sostenidos por algo parecido a la ingravidez, y está quieto, no se mueve nada. No es como en los dibujos, en los que el cuerpo sube y baja algunos centímetros, no, aquí está sentado en un suelo invisible. Afuera llueve, porque veo la piedra del suelo de afuera brillante, pero la lluvia es tan fina que ni siquiera se oye. Dante, aun así, no parece para nada mojado, y eso me resulta inquietante, le hace parecer una ilusión.
—Puedo verte ahí, mirándome —dice—. ¿Quieres algo?
Miro detrás de mí, pero obviamente no hay nadie. Delante, sé que Dante no se ha girado, y sí que he hecho algo de ruido con la puerta, pero no ha dicho que pueda oírme, sino que me está viendo.
—Mamá —dice Dante—, ¿puedes pasarme el mando? No llego.
Arriba, su madre, abrigada en casa aunque la calefacción está puesta, se levanta del sofá en el que él mismo está sentado, y le da el mando de la televisión. Mentes, mientras tanto, sigue ahí pasmado, quieto, como el resto de la tarde.
—Gracias —dice Dante, sin moverse.
En realidad, ya he tenido más de lo que quería. No me apetece verle así, porque me hace recordar lo que hay más allá del cielo, y tampoco quiero acercarme y ver sus pupilas grises. Bajo hasta mi habitación, aún con cara de desagrado, cojo el libro sobre la cama, y decido seguir leyendo, pero no en la habitación. Me apetece bañarme un poco de lluvia.
—¡Epón, vamos!
Él estaba haciendo otras cosas en la cocina, pero en cuanto me oye escucho ruido de cacharros y corre hasta mí para alcanzarme. Bajamos las escaleras, y salimos fuera, hacia la biblioteca. El sol ilumina todo de gris por las nubes, y las gotas templadas apenas mojan, son tan ligeras que más bien parecen aire húmedo y refrescante.
—¿Va a la biblioteca, señorita Madurez?
Antes de decir mi nombre, ha mirado arriba, hacia la terraza, y ha bajado el tono. ¡Como si desde aquí pudiera oírle! Luego recuerdo que levitaba, y su actitud extraña, y no lo tengo tan claro.
—Tú vas a la biblioteca —digo—, yo me quedaré fuera.
—¿Fuera?
—En la puerta.
—Pero te vas a mojar.
—Me apetece mojarme.
—¿Por qué te apetecería algo así?
Comenzamos a girar, hacia el pequeño camino que bordea el acantilado junto a la torre.
—Hace mucho que no me moja la lluvia —digo.
—Ni a mí, y no la echaba de menos.
—Pero a mí me gusta.
Y llegamos a la puerta. Epón la abre con cuidado, y la roca hace ese sonido característico de la roca, de pesar mucho, ese sonido combinado con la lluvia ligera me gusta mucho, e incluso le pediría que la abriera y cerrara más veces, pero a lo mejor es pasarme. Cuando Epón entra en el pasillo y se queda ahí, quieto, yo me siento en la hierba junto a la puerta, y cuelgo las piernas por el acantilado. Abro el libro.
—Vas a mancharte la ropa de barro —dice Epón.
Todo pegas. Me estoy poniendo nerviosa.
—Vale, Epón, gracias.
—Te vas a poner mala.
Me estoy poniendo muy nerviosa.
—Vale —digo—, ya me ha quedado claro, para.
—Vas a estropear el libro.
—¡Coño!
Ver la cara de sorpresa del enano me ablanda un poco, pero una cosa no quita la otra. ¡Qué hartor de persona, por Mentes! Lo que tengo que aguantar. ¿Tanto pido si pido silencio?
En fin... abro la página por donde me quedé la última vez, para seguir leyendo las aventuras de esta familia. Después de que Hennai muriera al dar a luz a los dos pequeños, el padre se dedica a alimentar a sus tres hijos. Su hija mayor le ayuda, cuidando a sus dos hermanos mientras él no está. Ha capturado un par de animales, con la esperanza de que produzcan leche para los pequeños, pero no lo hacen. Aplasta fruta y la convierte en zumo, pero uno de los niños no quiere beber el zumo. Mientras trata de resolver la situación, comienza a cultivar y experimentar con plantas.
¡Aaaaah...! ¡Por eso tiene el catálogo de plantas! Miro atrás, hacia los libros del fondo de la biblioteca, pero Epón está en medio.
De hecho, parece haber pasado tiempo entre el último párrafo que acabo de leer y este nuevo que empiezo, porque tanto la tinta como la letra han cambiado un poco, ahora es más clara, ahora se entiende un poco mejor. Me da a mí que dejó abandonado este libro para escribir otros. De hecho, los dos bebés ahora se han hecho más grandes, porque el texto dice que corren y juegan juntos. Por su parte, la mayor ayuda al padre a administrar la familia, e incluso está aprendiendo a cazar. Pero entonces, la tierra se empezó a secar, y dejó de ser fértil, y los animales huyeron. Debajo de la tierra comenzó a crecer una gran masa morada.
¿Una gran masa morada? ¿Qué significa eso? Releo rápido la página y parte de la siguiente, a ver si explican esto, pero no la vuelven a mencionar por ningún sitio. No entiendo bien eso, pero da igual. La cuestión es que han construido un barco, y se han mudado de región, han recorriendo el mar.
—Señorita Madurez, el libro se está mojando mucho.
—¡Que no! ¡Para! Para, por favor.
En realidad, pongo mi cabeza encima del libro para que se moje lo menos posible, pero está empezando a doblarse raro, y algunas palabras se están emborronando un poco. Si quiero seguir sintiendo la lluvia, voy a tener que dejar de leer.
—Toma.
Le doy el libro a Epón, enfurruñada, estiro la espalda y miro hacia arriba, hacia el cielo.
—Luego me daré un baño —digo.
Un baño calentito, para reponer fuerzas, pero nadie me quitará este momento, mientras.
—Señorita, hoy no puede haber baños.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Cogemos el agua del río, cada dos días, y la calentamos en la forja. Es así como preparamos sus baños.
Y ayer me bañé, ¿verdad? Oh, mierda, es verdad. Me levanto deprisa, me quito la tierra del pantalón y entro dentro. Me siento en la silla, cojo una cerilla junto a la vela, pero no sé encenderla. Epón la coge, y mientras él lo hace, intento escurrirme un poco el pelo. Si no lo hago, voy a dormir con el pelo mojado. El collar dorado apoyado en la pared brilla de forma temblorosa, como si se moviera, según la llama baila entre las manos del enano. Cojo el libro, aparto las gotas de las páginas con la mano, pero eso es empeorarlo, partes de la tinta se han corrido. Dante va a matarme... si no me escapo antes de que descubra esto.
Fértil... masa morada... aquí. Han construido un barco, sobre todo entre el padre y la hija mayor, y han navegado por el mar huyendo de lo que sea que fuera lo otro. Llevaron varios días en el mar, e incluso el mediano de los hermanos, mellizo del pequeño, llegó a marearse y vomitar. Todos pasaron hambre en el viaje... pero al final, llegaron a tierra. Pronto conocieron a unos habitantes extraños que vivían en la playa, diferentes a ellos en casi todo, unos habitantes pequeños, que les recibieron como si fueran dioses. Y, a modo de ofrenda, han regalado al padre una gema azul brillante... que cuando la toca, se vuelve blanca.
Miro a Epón. Él me mira a mí, sin hacer nada, y estoy segura de que no sabe lo que estoy pensando yo ahora mismo. Epón, le digo.
—¿Sí, señorita Madurez?
—¿Vosotros os reproducís?
El enano parece sentirse incómodo con la pregunta. Se afila las orejas, mirando hacia cualquier lado, pero le repito, para que me conteste.
—Nuestra raza es longeva —dice.
—¿Pero os reproducís? ¿Hay hembras en tu raza? ¿Sois hermafroditas?
—Las hembras murieron hace mucho, me temo.
Noto pesadez, incluso tristeza, en la frase.
—¿Y cómo murieron? —digo.
—La mayoría, en una matanza, hace cientos de años. Las últimas hace no tanto.
—¿Cientos de años? Mentes tiene cuarenta.
—Entiendo que la señorita Madurez fue engendrada hace poco, si pregunta eso.
—Pues no, nací hace veinte años. Casi.
—Sin embargo, la señorita no ha envejecido acorde... es imposible que tenga veinte años.
—¡Deja de hablar de mí en tercera persona! —le grito—. ¿Vas a contestar o no? ¿Qué es eso de cientos de años?
—Los tres primeros años de vida de Atoa, en vuestra cultura conocido como Mentes, fueron convulsos. Un año de vida suyo supusieron muchos años de vida para nosotros, hasta que cumplió su tercer año. A partir de entonces, se abrió la ventana, y un año para Mentes comenzó a valer un año para nosotros. Eso nos dijo el maestro Dante. Yo, al contrario que él, no puedo ver a Atoa.
—¿Y Dante cómo sabe eso?
Encoge los hombros. Vuelvo al libro, cuando la familia es recibida como si fueran dioses, cuando les entregan la gema azul. El padre lo escribe, que ni cuando la tocan los habitantes, ni cuando la tocan sus hijos, la gema se vuelve blanca. Solo se ilumina cuando él la toca, y al parecer, le obedece, porque es mágica, pero solo con él. No, espera, no le obedece, sino que le ofrece sus poderes. Dice que, gracias a esa piedra, pudo ver cosas, pudo ver a gente que antes no estaba ahí, pudo encontrar su verdadero lugar en el mundo, su poder, y por eso decidió ser el dios de esa pequeña civilización. Sin embargo, aunque esa gema le hacía ver gente, él no encontraba a Hennai por ninguna parte.
Esto último no lo he entendido muy bien... ¿Cómo vas a encontrar a Hennai, tonto? Si se murió hace años... El sol se está ocultando ya, y me cuesta leer si no me acerco demasiado a la vela, pero quiero saber cómo sigue la historia. Epón me avisa de que pronto subiremos para cenar.
—Epón, ¿tú conociste al que escribió esta historia?
—¿Qué pretende saber, señorita Madurez?
—Contesta. Un padre y tres hijos, ¿los conociste?
—No sé de qué me habla, señorita. Soy longevo, pero no tanto como estos libros.
Miro a la nada y me pierdo en mis meditaciones. Así que una gema azul. La gema azul.
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Detenemos los caballos en el claro del bosque. Ya es hora de que descansen, porque el camino de la montaña ha sido duro. La Señorita Lorraine, según se detiene, se desploma en el suelo y comienza a roncar, antes incluso de que yo haya bajado. Energía, por su parte, le cuesta bajar de la jabata, dice que se encuentra mareada por la diferencia de presión. Miro lo más lejos que puedo, y distingo la mancha oscura que debería ser el bosque Uut, a lo lejos, y a bastante menos altura. Al otro lado de la montaña, hacia el sur, no distingo bien lo que continúa, porque el camino sigue, y el bosque tapa cualquier clase de vista. Sí que distingo, aun así, la última cadena de montañas, esa de la que habló Imica, en la que después de llover, los árboles brillan a veces con color violeta.
Después de esas montañas, encontraremos la torre. Nos acercamos.
Con el sonido de los pinos meciéndose con el aire, preparamos el campamento y la comida. No trina ningún pájaro en estas montañas, y después de un bosque lleno de vida como el Uut, se siente raro, como si fuésemos intrusos en esta montaña de tierra negra. El sol ya se esconde, pero por las nubes, el cielo ya es negro, y la poca luz que queda parece resbalar entre las piedras negras de la montaña, porque aquí ya es de noche. Eissen ya está preparando la hoguera, negando la ayuda que Jil le intenta dar. Miro a Jil, que tiene el pulso algo tembloroso, el equilibrio algo ido, y se le ve más dubitativo, y no me extraña, porque durante todo el camino no ha dejado de beber de una pequeña cantimplora que tiene, hasta agotarla. Duch acaba de provocar la chispa con dos piedras, y rápidamente acerca una antorcha Uut, que prende rápido, con la que ayuda a acabar de avivar el fuego. Social le está pidiendo otra hoja para mascar, de forma insistente y monótona. Duch le niega, todo el rato. Yo me siento junto a Energía y Afrodita, y Jacob cruza las piernas en una piedra, lejos de todos. Al otro lado de donde yo estoy. Me acercaría a él, podría hacerlo, si supiera qué decirle. Si me dijera qué cosas tenemos en común, o me llamase para decirme cualquier cosa, yo iría, y alargaría la conversación todo lo que podría.
—¡No!
El grito de Duch me aleja de Jacob, y resuena por todas las paredes de la montaña. Los ecos no paran de devolver su grito. Pide perdón a todos, y comienza a encender las antorchas con la que ya ha prendido. Social está petrificado y encogido, y la luz de las antorchas le da un aspecto cadavérico. Stille parte las frutas con sus kunai, y ha comenzado a repartir los trozos.
—Yo, cuando estoy mareada, dejo que mi mente se pierda en el mareo —dice Afrodita—. Cierro los ojos y comienzo a soñar cosas bonitas.
—¿Ah, sí? —dice Energía—. ¿Y qué sueñas?
—No me acuerdo.
Un ruido me hace mirar hacia la derecha. Duch está agarrando su gran martillo, y golpea la tierra con una de sus esquinas de forma insistente. Con otro kunai que le debe de haber dejado Stille, acaba de escarbar el agujero y planta la primera antorcha, cerca de nosotras. Jacob sigue quieto, con las piernas cruzadas en la piedra, de espaldas a nosotros. Jil está junto a Social, quieto. Abatido.
—Deja que vea tu herida, Afrodita —dice Energía.
—Claro, cariño.
Energía se arrodilla junto a ella, se aparta la melena roja de la cara, y desabrocha la blusa de Afrodita, despacio. Según la retira, ella hace mueca de dolor. Yo también me arrodillo a su lado, no puedo evitar hacer una mueca cuando la veo sufrir.
—Aguanta —le digo, y tomo su mano.
Las hierbas secas que puso el curandero de la tribu se han secado y forman una pasta dura que cubre la herida como si fuera un escudo. La piel que rodea esta pasta tiene un color blanco bastante normal, pero más allá, emerge un color verde desde dentro del cuerpo, que empapa las venas, y tiñe la piel en forma de pequeños hilos por todo el hombro, hasta el esternón.
—Por Mentes... —digo.
Energía calla, mirando muy concentrada cada centímetro de piel. Por la parte superior del hombro, el veneno casi ha llegado al cuello... no me gusta. Energía palpa la zona, que parece exudar alguna clase de líquido más viscoso que el sudor.
—Cuando me tocas me duele —dice Afrodita—. ¿Es muy grave?
—No —digo, rápido—. No lo es.
Debe creer que puede hacerlo, debe sacar fuerzas para combatir.
—Afrodita, vas a tener que luchar mucho, pero puedes hacerlo —dice Energía, de una forma mucho, mucho más acertada que la mía—. No puedes dejarnos.
—No lo haré.
—No puedes dejarnos —vuelve a decir.
—Prometido. —Hace otra mueca de dolor, cuando energía, toca la costra de hierbas—. Hace falta más que un estúpido veneno para que os libréis de mí. Cabronas.
Ella sonríe, y yo también. Acaricio una de sus piernas, me pregunto si estarán entumecidas, si le harán daño. Los dolores que estará soportando ahora mismo. Energía cubre su hombro de nuevo, Afrodita vuelve a poner cara de dolor, su piel está pálida, y tiene unas ojeras marcadas. Ella agarra su bastón con fuerza.
—Es raro —dice Energía—, pero no siento ningún ser vivo cerca de aquí. No hay ni un alma a mi alcance.
El bosque está en silencio, así como toda la montaña. Stille se marcha del campamento, y juraría haberla visto agarrar el collar con las dos manos. Me pregunto qué hubiera pasado si yo hubiera dado mi vida por la de Susurro.
Energía y Afroditan charlan de forma calmada, yo me centro más en la comida, y a pocos metros, Duch y Social comen en silencio, y Eissen intenta empezar una conversación sin éxito. Sonrío sin razón, al ver a Eissen tan decidido y, a la vez, tan ninguneado. Pese a todo este desastre, volver a hablar con él se siente cálido, lo echaba de menos.
Escucho los pasos de Jil arrastrarse hasta nosotras. Como si aún no nos hubiera visto, se gira lentamente donde está clavada mi espada en la tierra, a dos metros. De forma automática, y muy lenta, agarra el mango, tira de él y eleva la espada por encima de su cabeza, de forma que las llamas se reflejan en el metal oscuro, y Jil parece tener una corona de fuego. Energía, a mi izquierda, se está encogiendo, y mira hacia abajo.
—No tengo dudas de que esta siempre será mi mejor obra —dice Jil—. Equilibrada, no necesita afilarse.
Su voz no se escucha normal, gruñe y apenas pronuncia. Comienza a cortar el aire, imitando algunas poses defensivas de batalla, pero se desequilibra. Luego, después de un contraataque ficticio, que supongo que en su mente estaría bien hecho, adquiere una postura ofensiva y clava una estocada en el tronco más cercano, que cede ante el acero negro. Cuando tira de la espada para sacarla, retrocede tres pasos.
—Pero de lo que estoy más orgulloso, es que es irrompible —dice—. No se te ha roto nunca, ¿verdad, Luchadora?
—Una vez —digo—, la punta se desprendió cuando perdí a un ser querido.
—¿A quién?
Miro a Jacob, quieto en las sombras, pero no digo nada.
—Sin embargo, ahora has perdido a varios, y no se ha roto —dice, sin pronunciar.
No hacía falta que me recordase las flores salpicadas de sangre en el jardín, la sangre en el marco de la puerta, ni el dolor de Stille.
—No —digo, apretando la mandíbula.
—¿Y cómo la reforjaste? —dice.
—Lo hizo ella sola. Solo junté los dos pedazos, y una mañana se arregló.
Él se sienta a mi lado, mirándome, yo noto su aliento amargo. Tanto Energía como Afrodita parecen estar incómodas, y no las culpo.
—Oh —dice Jil—. Interesante. ¡Pues ahora estoy más orgulloso!
Levanta los brazos, con uno me golpea la espalda, y con el otro lanza la espada lejos. Me va a costar echarlo de aquí.
—Oye —digo—, ¿no estás cansado?
—Nunca. Mi... hasta que... Cuando rescate a mi hijo, dormiré un día entero, pero hasta entonces... nada de descanso.
Bambolea la cabeza de un lado a otro. Su pelo despeinado se deshace por uno de los lados de su cabeza.
—Deberías dormir —digo.
—¿Sabes qué, Luchadora? Antes te consideraba una mamarracha. Una furcia.
Adoro la sinceridad de los borrachos.
—Pero ahora —sigue—, en la hora de la verdad, cuando he perdido a mis niños y todo está jodido, eres la única que se ha preocupado por mí. La única que sé que de verdad me apoya. No como esos de ahí. Tampoco como esta de aquí, que se pasa el día durmiendo.
Señala a Afrodita, ella abre mucho los ojos, y ofendida, le grita un sentido oye, tú. Veo a Duch que se levanta y mira hacia aquí, y yo le hago el gesto con la mano para que se acerque. Todos miran a Jil.
—Mis niños... eran ángeles. Eran buenas personas... ¿Por qué?
Tengo aún la imagen de Lisa clavando el acero en mi pecho, con la mirada de quien se ve vencedor, y no se sentía precisamente mal ante la perspectiva de matar a una mujer. Duch se acerca, y le pido que se lo lleve moviendo la cabeza, de forma disimulada. Él le coge del brazo y le pide que le acompañe, que tiene algo que enseñarle. Como Jil no quiere ir, Duch le levanta, de forma delicada. Mientras le acompaña hacia la hoguera, Jil se gira un momento para ver los ojos de Energía, y se para en seco. Se queda más de un segundo, varios, mirándola, quieto, sin dejarse arrastrar por Duch. Energía baja la mirada y entierra la cabeza entre sus hombros. Por más que ella respira hondo, y de forma apresurada, no se libra de la mirada de Jil.
—Eres un parásito —dice Jil—. Profanas el recuerdo de mi hija, y no la dejas descansar.
Después de esa frase, Duch tira de él más fuerte de lo normal, y se lo lleva por fin, sujetándole fuerte para que no se desequilibre. Afrodita está mirando a Energía, también lo hago yo, está quieta, y no distingo pupilas en ese brillo aguamarina por todos sus ojos, pero sé que tiene la mirada perdida en ninguna parte. La antorcha la ilumina parcialmente, porque mi cuerpo está en medio. Una lágrima cae por la mitad iluminada de su cuerpo. Le tiembla el labio. Afrodita extiende la mano hasta su brazo.
Energía tiembla, pero no dice nada, y de pronto, se llena de aire, cierra los ojos, y paran tanto el temblor como las lágrimas. Se queda un tiempo así, quieta, un tiempo en el que Afrodita y yo no hacemos nada más que mirarnos, y mirarla a ella. En un momento dado, Energía se tumba en la tierra dura, encuentra una postura cómoda y se prepara para dormir, de espaldas a nosotras.
Al final, acabamos haciendo lo mismo. No apago la antorcha, con ella busco mi espada, y luego hago un pequeño agujero cerca de las tres para que nos dé calor durante la noche. No hay camas, ni siquiera tierra blanda para dormir, como en el valle. Al menos, no hay apenas viento. Los árboles se mecen con un sonido constante y tranquilizador, pienso en Jil y lo que ha dicho, y siento lástima, entonces recuerdo un truco que me enseñó Erudito para tranquilizarme, y me centro en las partes cansadas de mi cuerpo. Las piernas... los brazos... el cuello. Una rosa. Pienso en quién fue Jacob una vez, y le veo quieto como estaba antes, sentado en la roca completamente ajeno a nosotros, sin dirigirme la palabra, ni siquiera sin recordarme. Y siento rabia.
Abro los ojos de pura emoción, y veo que el rubí de mi frente emite un brillo que se refleja en mi mano. No siento mal cuerpo, creo, no estoy mal, pero el rubí brilla, por eso lo aprieto contra mi frente pese al daño, para que pare. El brillo se refleja en mi mano, pero las piedras negras se comen esa luz y permanecen negras. Me aferro a esa oscuridad para poder dormir. Esa oscuridad. Esa oscuridad. Oscuridad...
Estamos todos en la selva, a punto de capturar a Dante para llevarlo ante la justicia. Está Energía, está Stille y Eissen, también Jacob. Ya hemos subido la mitad de la pequeña montaña, tan solo falta caminar un poco más y apresarlo, pero estamos parados. Hablo con Afrodita de sus antiguos problemas, y también consigo una fruta para alimentar al mono que se ha dejado ver y me ha acariciado, pero no vamos a por Dante. Cuando les digo que vayamos, empiezan a recogerlo todo para bajar la montaña y volver a casa. ¡Pero no podemos volver a casa!, grito. Sin embargo, nos vamos, dejamos a Dante allí, sin ninguna clase de justicia, hay que liberar a Madurez, está encima de esa roca. Pero no vamos.
Estamos en casa, y Energía decide cocinar algo, aunque sabemos que lo hace fatal. Llaman a la puerta. Cuando abro, no hay nadie, por eso sigo caminando, para ver si es alguna clase de broma, y veo a alguien tumbado en el jardín. Cuando me acerco, descubro que es Razón, con las manos en el pecho. Me arrodillo a su lado y le digo que no, por favor, que no lo haga. Razón abre los ojos, pero no los tiene azules, los tiene diferentes, y me dice que por qué le dejé solo. Yo le digo que lo siento, que no fue mi intención, pero tengo la sensación de que eso no va a cambiar nada.
No me protegiste, dice Razón. Cierra los ojos, y muere en el jardín, cubierto de sangre.
Abro los ojos, muy alterada. No encuentro la luz de la antorcha, me giro, y tan solo veo oscuridad absoluta. No hay luz de hoguera, ni del resto de antorchas, no hay nada, tan solo negro, y viento gélido. Veo la luna en el cielo, que apenas ilumina en esta tierra negra, me levanto, y escucho aún a Afrodita y a Energía, respirando a mi lado. No escucho nada más, ni siquiera el mecer de los pinos. Intento fijarme mejor en mi alrededor, pero no veo nada, al menos, no veo los pinos. Sí que veo algunos troncos, pero están desnudos, partidos, muertos. Escucho aullidos, a lo lejos. Aullidos agudos y desesperados.
Desenfundo la espada y despierto a Energía y a Afrodita. Las dos, igual que yo antes, también se sienten desorientadas. ¿Qué pasa?, pregunta Energía, Afrodita apenas dice nada.
—¡Chicos! —grito.
Desde la oscuridad, juraría que los aullidos han reaccionado a mi llamada, y han subido el volumen. Duch se levanta y prepara el martillo hacia el lugar donde se escuchan los aullidos más de cerca. Juraría que vienen de todas partes. Jacob aparece a toda prisa y comienza a despertar a los que aún están tumbados, ocultos en la sombra. Empieza a palparnos, mientras nos cuenta a toda prisa.
—Jacob, ¿qué pasa? —digo.
—¡Aulladores! —susurra Jacob—. ¡Están aquí! Recogedlo todo, ¡ahora!
Lo que al principio parecían lobos, poco a poco comienzan a parecer desgarros. Más que desesperación, lo que siento en esos gritos es angustia, hambre, y cada vez se escuchan con más fuerza. Desato a Lorraine del tronco muerto en el que está atada, la despierto dándole un golpe en la cabeza, y ella me derriba con uno de sus colmillos. Comienza a chillar, como cada vez que se la despierta, y de esos chillidos, siento cómo los aullidos responden, y aumentan su volumen.
—¡Deprisa, deprisa! —dice Jacob.
Los aullidos ahora se escuchan como truenos, chirridos. Entre la oscuridad del bosque, juraría que he visto movimiento. Escucho un grito, el de Energía, me acerco, y veo una forma acercarse a ella, de forma errática, apenas iluminada por la luna. Una forma humana distorsionada, con ojos y dientes grandes, con brazos largos, algo brilla en sus brazos. Son cuchillas, clavadas en ellos.
Los aullidos se escuchan de todas partes. Retrocedo con Energía, hago un barrido entre los árboles muertos y creo haber visto más formas, pero apenas veo, me tropiezo con una piedra y las dos caemos al suelo. La forma se acerca hacia nosotras, con la boca abierta, y grita, grita más que ninguna. Alguien viene, yo me alejo a toda prisa, pero es Duch, distingo el brillo de su martillo ir a toda velocidad hacia esa forma, pero el brillo del metal llega al otro lado del golpe, y no he escuchado ningún impacto. La forma sigue de pie, acercándose hacia él, él vuelve a embestirla con su mazo, pero yo lo he visto, cómo el metal atravesaba a la criatura y no pasaba nada. La criatura levanta el brazo, y corta a Duch en el la espalda, con la boca muy abierta.
—¡Duch! —grito.
Con el grito, los aullidos responden y el enjambre se vuelve más estridente, y la figura que ha herido a Duch ahora se ha girado y camina hacia mí. Duch se arrastra por el suelo, noto cómo se hace pequeño, pero le pierdo la vista en la oscuridad. Energía ya no está a mi lado, y yo escucho y siento varias criaturas que se acercan desde detrás de la sombra, e incluso la luna ilumina los dientes de una. Corro hacia los gruñidos de Lorraine, mientras escucho el trote de los caballos abandonar el lugar.
—¡Socorro!
Es Afrodita. Con sus gritos de auxilio, los aullidos se hacen más fuertes y presentes. A medio camino de la jabata, paro, y corro hasta ella, toco su cara, para que sepa que he llegado, agarro su silla y comienzo a arrastrarla con todas mis fuerzas. Camino hacia atrás, y puedo ver formas moverse alrededor de todo el bosque muerto, cuento más de diez. Lorraine ha comenzado a correr, y su enorme figura se pierde, mi forma de escapar de aquí. Duch llama a Afrodita, gritando, está controlando a Ánima para que no se vaya sin nosotras, y soy testigo de cómo el toro comienza a perder tamaño a gran velocidad. Detrás, veo formas que gritan. Delante, al otro lado del animal, veo formas que gritan. Engancho la silla a toda prisa, Ánima empieza a acelerar, y Duch grita que me suba. Comienzo a correr, voy a saltar, y un golpe me tira al suelo.
Ruedo por la tierra, me levanto, pero no veo casi nada. Ánima se va entre varias bestias que casi la alcanzan con sus cuchillas, y junto a mí, la criatura de ojos grandes y negros levanta el brazo y lo dirige hacia mí. Esquivo el golpe por puro instinto, desenvaino la espada, y le corto el cuello. La espada le ha atravesado, pero no le hace nada. La criatura camina hacia mí, despacio y de forma irregular, abre la boca grande y me enseña los grandes colmillos. Aúlla. Aullidos por todas partes.
Comienzo a correr, hacia atrás, hacia no sé dónde, y esquivo dos formas que dirigen sus cuchillas hacia mí. Una criatura chilla desde detrás de un tronco, yo salto lejos y grito, y los aullidos se vuelven aún más presentes en mi cabeza. Solo escucho mi respiración fuerte, detrás de ella, los aullidos, luego el viento, que mata cualquier otro sonido. Veo formas salir de todos lados, yo corro, me tropiezo, caigo al suelo, me levanto, corro, con la espada en alto. Una criatura aparece frente a mí, la corto, pero la espada no le hace nada. Su cuchilla ha arrancado varios pelos de la cabeza. No veo nada, no hay camino, solo aullidos, formas que aparecen de ninguna parte. Miro atrás, y veo criaturas. Miro a los lados, y escucho criaturas.
Veo una luz, de pronto, una luz morada, a mi derecha. Los árboles se están iluminando, son los del bosque que dijo Imica. Corro hacia ahí, esquivo otra criatura que camina muy cerca de mí, escucho su aullido más presente que el resto, y yo corro más rápido, tanto como mis piernas me permiten. Tan solo corro hacia la luz, el bosque. Los aullidos ya no están por todas partes. Los siento a los lados, detrás la mayoría, pero al frente no, debo seguir corriendo.
He oído un grito, uno que no es de esos monstruos.
—¡Ayuda!
Ahí está, otra vez. El grito está algo hacia mi izquierda, y ahora corro hacia él, hacia cualquier persona viva que pueda sacarme de aquí. Mi pie no toca el suelo, y caigo, protejo mi cabeza mientras me suspendo en el vacío. Un golpe, me deslizo, el vacío otra vez. El último golpe me ha dejado sin respiración. Escucho el metal de mi espada cerca de mí, palpo el suelo por donde he escuchado el sonido, mientras los aullidos se hacen cada vez más presentes por cada segundo que busco la espada. Intento tranquilizarme, pero no puedo, palpo sin criterio las piedras y los hierbajos secos, a veces repito el mismo lugar, los aullidos me asfixian, toco la punta del mango con mis dedos, la encuentro, la agarro y vuelvo a correr, gimiendo cada vez que suelto aire.
—¡Ayuda, por favor! —grita alguien.
Corro hacia el grito, de forma ciega, pese a la cuesta empinada hacia abajo. Me golpeo con un tronco seco que cruje. Sigo corriendo. Distingo entre la noche dos brillos aguamarina. Según desciendo la montaña, cada vez veo mejor, pero no distingo aún su cuerpo, solo los brillos cuando sus ojos miran hacia aquí.
—¡Energía, espera!
La escucho gemir de angustia, su brillo me guía hasta ella. Vamos, le digo, corre, le digo, y las dos corremos hacia ninguna parte, hacia la luz, hacia cualquier parte. Ella me empuja, justo antes de que me dirigiera directa hacia un barranco de la montaña. Llegamos a un llano en el terreno, desde el que los aullidos se escuchan muy mitigados. Ella se detiene, y yo también.
—¿Qué ha sido eso? —grita Energía.
Yo la mando callar, para no llamar la atención de los monstruos. Las dos respiramos con ansia, de forma desagradable.
—¿Qué coño ha sido eso?
Está gritando muy, muy fuerte, por eso la agarro del brazo y la acerco a mí.
—Energía, no lo sé, pero ahora tienes que aguantar. —Cojo aire—. Si chillas, nos descubrirán.
Veo sus ojo, su cara iluminada por la luna, su pelo completamente despeinado. Me mira, aprieta mis brazos con sus manos, y lo sigue haciendo hasta que poco a poco, se va tranquilizando. Se dirige hacia una roca, y se sienta. Está temblando. Los aullidos no parecen acercarse.
—¿Qué ha pasado? —susurra.
—No lo sé.
Vuelve a preguntarlo, y yo vuelvo a responder. Sigue preguntando lo mismo, qué ha pasado, por más que yo le respondo, hasta que dejo de hacerlo. Energía, temblando, procura tocarme al menos con una mano. Sigue preguntando, qué ha pasado, una y otra vez. Al fin para de hacerlo, ahora solo susurra gemidos de agonía, y respira muchas veces, de manera entrecortada.
—¿Qué me está pasando? —dice—. Luchadora, ¿qué me pasa?
Coge aire cada vez más rápido, y cada vez de forma más superficial. Agarro sus manos y me coloco muy cerca de sus ojos.
—Energía, por Mentes, tranquilízate. Estamos juntas, estamos a salvo. Lo hemos conseguido.
—¿Y los... y los... y los demás?
Pego mi frente a la suya. Los aullidos aún se escuchan desde lo alto de la montaña. Puedo ver una parte del bosque violeta, a lo lejos. Los ojos aguamarina de Energía. El brillo rojo de mi rubí, que ilumina su frente.
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