10 de agosto de 2014

Los edificios derruidos.


Dos tristes fieras fueron juntas a un funeral.
El fuego, canción seca, entonando con voz afinada las tristes notas de humedad en sus ojos, el acorde de las hienas que en un derroche de maldad apartó a una fiera de sus brazos para no verla más.
Los pastos fatigados, las colinas abrasadas, los amigos que se acercaron, tendidos en ristra, algunos muertos en vano, otros con ojos abiertos y sorpresa sincera, preguntándose el por qué de la atrocidad. Calíope de pie entre ellos, frente al hoyo negro, sollozando junto al cadáver de Faro, pendiente de la promesa de que su chico no regresaría hasta derrotar a la bestia que privaba su corazón de paz. Prometió ser su pareja, prometió volver con la integridad ilesa para estar con ella, y ella esperaba, sin más esperanza de que la espera acabara como mereciera acabar.

3 de agosto de 2014

Oscura sinceridad.


Seguí descendiendo y descendiendo en aquella oscuridad total, hasta tocar el fondo con mi espalda, abrir los ojos y tardar segundos en distinguir la tenue luz que iluminaba el sombrío lugar.
¿Dónde me encontraba? Con ojos confusos observaba las paredes rectas, viejas y deshechas. ¿Me había acostumbrado ya a la luz? Unas lámparas de neón en el techo, recto, viejo y derruido descansaban, rotas y deshechas como el resto de la habitación. Sin embargo, una suave luz anaranjada se filtraba tímidamente por un resquicio en lo alto de una pared, a mi derecha, junto con hilos gruesos de niebla del color de la luz, que se desgranaban y deshacían al entrar en el lugar. El suelo, sucio, poblado de guijarros y azulejos caídos de las paredes blancas, llenas de agujeros que revelaban el ladrillo. Recordaba todo lo que había pasado. Calíope. Luchadora. Sin embargo, no sentía dolor alguno, de ningún tipo, y pensando esto dirigí mi mano a la herida en mi abdomen, intrigado. Sin embargo, con sonido de cadenas, mi brazo solo pudo avanzar la mitad del viaje.