22 de noviembre de 2013

Muñecas rusas carmesíes.


Todo el mundo se paralizó en el interior de los buenos cuando les dije la verdad.
El choque cesó varios segundos, y en un rápido vistazo pude cruzar miradas con Eissen, que tranquilo aspiró profundamente, y Optimismo, que en una mirada nerviosa cargada de emoción lucía consternado. Razón sin embargo miró con más furia a su enemigo, notaba su rabia por el engaño, su impotencia, su fallo.
Sever entornó los ojos apretando sus dientes. Con su gabardina gruesa rasgada, sus cabellos largos inmóviles. Con una lanza en su mano derecha y el poder de Equánime  en su izquierda, en guardia no se movía, furioso porque sabía lo que sabíamos, porque él tenía parte de mí y se encontraba parcialmente conectado conmigo.
Él sabía lo que sabíamos, que Lágrima Valerie podía destruir a Sever a costa de su sacrificio.
Y mi mente se colapsó de ideas diferentes, de planes, de moralismos y asesinatos.

“Valerie, ¿por qué has hecho esto?” ¿Por qué Sever la protegía, por qué lo permitía? ¿Era su aliada? ¿Desde cuándo?
Necesitaba a Valerie, necesitaba hablar con ella. Conecté con Dante y le dije que la siguiera, pero con el jaleo en mi interior apenas podía escuchar que le era muy difícil. Sabía la zona, pero no el lugar, y le dije que buscara y la trajera con vida, pues Fuego en su monstruosidad destructiva comenzó a mirar, el Desánimo liberado hizo lo mismo, Eissen no porque no podía y Stille localizó a Dante y ya comenzaba a registrar cuando podía. Él partió acatando órdenes, con independencia y respeto. Lequ Love no tomaba partido, Duch pedía tranquilidad pero no la transmitía, Optimismo y Servatrix apenas lograban distinguirse en su defensa y Razón no sabía qué pensar.
Una voz calló al resto. Con un desgarrador chillido mental, Luchadora paró de combatir para pedir orden, para pedir calma cuando Razón y Duch fallaban. Recibimos con una gran carga emotiva cómo ella imploraba pensar bien lo que hacían, cómo ella nos recordaba que Lágrima era nuestra compañera y cómo podíamos traicionarla. Cortó la conexión justo después de recibir un fuerte puñetazo en su vientre, pero no logró ocultarnos su sufrimiento, aquel horrible golpe. Eissen aprovechó para defender el sacrificio de uno por el bien de todos, pero todos notábamos su miedo, su necesidad de acabar con su creador al cual traicionó.
Defensor fue rotundo. Acabar con Lágrima implicaría acabar con el soñado enemigo, pero no era nuestro estilo, no era como hacíamos las cosas. No asesinábamos compañeros. Luchábamos hasta el final, asumiendo cada consecuencia, con el fin de acabar por siempre contra el enemigo, de volvernos inmune a él, sin vías rápidas, sin trucos. Lágrima Valerie era sospechosa de traición, pero aún no una traidora. Y de acabar con ella primero, Sever se consumiría, sí. Pero no dominaríamos ni comprenderíamos la ira, y volvería al volver el dolor, pues yo era humano y volverme inmune al dolor sería maquinal, y monstruoso.
El mundo calló y Luchadora en su sufrimiento imposible de ocultar respiró de alivio por salvar a la chica que tanto hizo sufrir, pero que de pronto parecía querer y comprender.
Valerie sería juzgada, pero antes mataríamos a Sever de la manera convencional. Debía poderse. Quería creer que se podía. Dos armas doradas, cuatro mentes le miraban. Enfrente, un ser inmortal, fruto de mis problemas desde que tenía conciencia de ellos.
Una efigie de la maldad.

-¡Mataremos a ese bastardo! –alzó Optimismo maza y escudo en alto, preparado -. ¡Podemos hacerlo!

Sever nos miró a todos, uno a uno con cara de furia, mientras preparaban las armas dispuestos al asalto. Sabía lo que habíamos decidido.

-Que así sea... Quise veros postrados ante mí en mi coronación -sus ojos encogieron mostrando demencia -. ¡Pero no habrá perdón esta noche! ¡Solo sangre! ¡Solo vuestra carne empañando de carmesí cada astilla de mi piel!

Los golpes y los gritos de guerra hacían eco en las paredes de la cúpula, pero no sonaban igual que antes. No eran tan inocentes. Las armas chocaban sin cesar, de una en una debido al poder de Equánime, que solo permitía el uno contra uno impidiendo golpear al resto. Renunciar a nuestra única baza para ganar nos volvía en suicidas desesperados que combatían agónicamente por un ideal. Ropas rasgadas, cortes. ¿Esos ideales nos llevarían a la perdición? ¿Acaso era un idealista que dependía de ellos como mis compañeros de clase en la universidad?
Cuando aún crecía en el primer nivel de mi mundo, creía que tener la razón y lucharla sin miedo hasta el final bastaba para la victoria. Bastaba una mirada en aquellos ojos dorados para que el frío engulliera el espíritu. Nada estaba bien, entonces, ¿qué más daba? Suicidas o no, victoriosos o no, sabíamos perfectamente que alguien podía morir aquella noche. Uno de nosotros, dos, o todos.
Fue un choque de metales fortuito. Eissen golpeó con una patada firme la lanza de Sever antes de que expulsara ninguna radiación, y Razón la bloqueó con la suya propia mientras una tajada con mi espada élfica imbuida en dorado penetraba la carne de Sever y completaba un corte de la parte superior de su externón al principio del hombro.
Una esquirla de piel blanca surcó a la deriva hasta ser atrapada por la mano hábil de Optimismo.
Todos atónitos, todos eufóricos contemplábamos aquel logro. Una línea gruesa en el cuerpo de Sever que se tornaba más oscura. Su gesto de furia y sorpresa. Era un tejido auténtico de la piel de Aura Carmesí, y aquello una herida irregenerable en su cuerpo. Podía hacerse, podíamos conseguirlo.

-¡Envíasela a Erudito para que la analice! ¡Ya!

Un destello de luz cubrió su mano y al instante ese fragmento de piel reposaba en El Palacio, bajo la custodia de Erudito y fuera del alcance de El Caído.
¿De dónde había caído aquel ángel de la muerte que con tanta furia inundaba nuestros ojos?

-¡Basta de juegos!

Nos golpeó a cada uno, nos derribo dejándonos sin respiración esquivando cada golpe, y con ágiles movimientos solo contra Razón, rompió su lanza y le clavó la suya propia en la pierna, obligándole a arrodillarse. Me incorporé gritando, viendo la muerte en el rostro de mi compañero y corriendo para defenderle, y un corte en la mejilla que me obligó a retroceder hizo aparecer a mi imagen, a mi maldad, estirando su brazo hasta mi cuello, alcanzando el colgante dorado y arrancándomelo como si un perro fuera. Tumbado en el aire mientras Optimismo me incorporaba me cegó un fulgor dorado cuando Sever hizo añicos con tan solo su mano izquierda aquella joya. Nuestras armas dejaron de brillar.

Ordenaba con quietud aquella sala, adornada de máquinas con gran número de detalles. Las observaba, curiosa. Aquel brillo en cada una. Se preguntaba su funcionamiento distraída, mientras el viejo, que reparaba sin éxito la Empatía comenzó a llamarla con gritos nerviosos y roncos.
Un tejido blanco, parecido en textura y color a la más cara de las sedas y el cual llevó a su analizador el viejo como si ardiera en sus manos arrugadas y delgadas, había aparecido de pronto de manos de Optimismo. De los batallantes, que se jugaban aún aquella vida mientras ella dio una simple caza a un bicho feo, inmundo y torpe fuera de todo peligro...
Era la piel de Sever, dijo, y no pudo creérselo. Tampoco tuvo tiempo.
Un trueno hizo temblar las paredes y el suelo. Un adorno de cristal se fragmentó al caer.
Otra sacudida. Otra. Otra.
No eran truenos, no eran simples sacudidas. Susurro se volteó, asustada. Desde el otro lado del pasillo se podía comenzar a distinguir aquel ritmo desacompasado de pisadas que se acercaban con lentitud.

-Miedo...

Una voz grave, profunda y potente se comenzó a escuchar mientras cada sacudida era más fuerte y algunas bombillas de la sala estallaban. Las paredes temblaban de pavor. Ya podía escucharse el sonido de algo gigante rozar techo y tabiques entre cada rugido de pisadas.

-Miedo... Miedo...

Arrastraba cada letra como si le costara pronunciar. Las dos mentes se asomaron paralizadas mientras una sombra enorme emergía de la esquina más próxima a su posición.

Aquellos cabellos blancos, mecidos por la casi inexistente legión de viento.
La sangre, mezclada con la saliva cayendo lenta y viscosamente de los labios, columpiándose ligeramente antes de caer al vacío.
Se levantó porque quizás tuviera motivos para hacerlo, pero un golpe seco la devolvió a su posición.

-Humilde... sé... -resopló dos veces, intentando expulsar la sangre de su boca -. Sé que aún queda algo de bondad en ti. Golpéame lo que quieras, me seguiré levantando, y no para...

Tres patadas en el vientre callaron a la mujercita guerrera que de rodillas resistía. Una cuarta en su hombro la tumbó.

-¡Deja de hablar! ¿Es que no lo entiendes? ¡Nací para odiar! ¡Deja de torturarte así! ¡Lucha! -la propinó una fuerte patada en la espalda -. ¡Lucha! -otra -. ¡Lucha, joder!

El viento cesó, solo ella, él y la luna. El dolor que supo aprender a encajar desde su creación no era nada como el que sentía en su mente. Sabía que podía conseguirlo. Debía luchar. No quería, pero debía continuar.
Con un torpe despertar blandió aquel acero negro, cortando su brazo y su torso, haciéndole chillar, pero no retroceder. Como pudo se defendió, sin reflejos se defendió, pero una fuerte patada alcanzó su cadera y con una fuerte sacudida pareció haber desencajado el fémur de su sitio, pero no lo llegó a conseguir.

-Humilde... escúchame... yo te amo, Humilde. Te amo. Sé que aún queda bondad en ti -él se quedó inmóvil, mirándola a los ojos -. No quiero... -una lágrima mezclada con la sangre de su pómulo recorrió su mejilla -. No quiero perderte, humilde.

La sangre, brillando con claridad en cada parte de su cuerpo, impidiéndola respirar al cuajarse en los orificios de su atacada nariz. Su cabello azul grisáceo, revoloteado, tapando parte de su visión. Su armadura de cuero, castigada por sus golpes incansables. Las lágrimas de debilidad, ríos de tristeza, de dolor, ríos de sangre.
Necesitaba que él cambiase, o estaría condenada a no perder la esperanza el resto de su vida. Él se arrodilló frente a ella, acariciando su rostro. Cogiendo ella uno de sus puñales, desconfiada.

-Luchadora... amor -sonrió él al tiempo que sus ojos morados recobraron un poco de luz -. Yo... no sé qué decir. Yo... -se llevó la otra mano a la cabeza, preocupado -. Solo soy un cúmulo de negatividad y maldad, y quiero... quiero...
-Te ayudaré. Te ayudaremos, Humilde -la mano de su puñal al fin descansó acariciando su cara áspera -. No estás solo. Vuelve con nosotros.

Cogió él la mano ensangrentada de la mujer que lo acariciaba. Insólito desenlace. Gloria. Su rostro era de preocupación, pero en su interior vivía la mayor de las alegrías.

-Yo, Luchadora... es cierto, soy Humilde -la sonrió como solía hacer antes a la vez que parecía tomar el color -. Tienes razón. Y me gustaría... quiero... -la miró a los ojos -. Asesinarte.

El mundo se tornó blanco por el golpe. Su cabeza pesaba. Su alma pesaba. Se incorporó el desdichado mientras propinaba golpes, mientras rugía de rabia al tiempo que arrancaba su espada de las manos  y la lanzaba al vacío. La agarró, la estrelló contra una pequeña montaña que sobresalía de lo que quedaba del negro océano. La golpeó en cada parte de su cuerpo, sediento de sangre y de dolor. Gritaba de placer cuando, apoyando sus rodillas en aquel suelo de roca, yacía sobre ella con las manos dirigidas a su cuello. El cielo era negro. No había estrellas que ver. Un triste final. Una triste esperanza perdida.
Pero le dio lo mismo.
Sus manos cesaron el forcejeo. Su piernas dejaron de articularse. ¿De qué le servía luchar? ¿Qué había logrado más que una muerte indigna, engañada por el ser que más quería? Sin canciones, sin batallar. Triste metáfora de aquella mente que instruyó a Mentes en el combate.
Sus músculos no se movían. Sonreía Humilde, con mirada lasciva sádica mientras apretaba el cuello de la muchacha con las manos ensangrentadas.
El aire comenzaba a dejar de existir. Y sin embargo, ella aspiró libertad.
Solo unos segundos de vida. Al fin había logrado dejar de luchar, por primera vez. Abandonó su esperanza, abandonó su naturaleza mediocre y débil del que lucha dependiente. Dependiente... porque no podía dejar de luchar. Nunca tuvo una forma de actuar, porque siempre fue esclavizada por aquella pauta, que jamás cuestionó, que jamás repudió y despreció hasta aquel día.
Necesitaba aire... pero no le llegaba a los pulmones.
Y era cierto. Vivió engañada en una mentira, aspirando a ser de una manera que en realidad no era, encerrada en su cárcel de personalidad que la obligaba a luchar y levantarse porque sí y sin cuestionar, ¡no fue libre! Sin embargo, en ese momento sí lo era...
Quizá entonces, quizá tuviera un motivo por el que realmente luchar.

Sus dedos apenas sentían ya el tacto de las frías garras sobre su cuello. Apenas podía moverse por el agarrotamiento, pero su fuerza era mayor. Su ojos fruncidos, su gesto, tranquilo. Las muñecas de aquel cobarde, de aquel manipulador, comenzaron a doblarse, los brazos de la joven ardían, pero por primera vez realmente no le importaba. Ya no era una imagen que aparentar, ya no eran unos ideales que defender. Ahora luchaba por su libertad.
Gruñía de rabia y maldecía en su interior, atónito el clon de Humilde que retrocedió las palmas de sus dedos hasta colocarlas de perfil a ambos combatientes.

-¡Furcia! ¡Eres una furcia! Haces honor a tu nombre... pero prepárate a morir -sonrió -. ¡¿Recuerdas la energía que me lanzaste antes con furia?!

Sus muñecas comenzaron a iluminarse de una luz morada. Ese loco pretendía hacerlo.

-No... sabes lo... -gruñía la guerrera -, que estás haciendo...
-¡Sé más que tú! -sus palmas refulgían -. ¡Yo puedo regenerarme! ¡Tú no! -acercó sus ojos a los suyos, acercó sus labios a los suyos, y con delicado temblor por el duro forcejeo susurró con dulzura -. Hasta... la... vista.

Una explosión del color de sus pupilas iluminó la parte inferior de la cúpula. El viento sopló con fuerza, las aguas cercanas se desintegraron. Todo alrededor de la joven se quemó.
Cuánto supo de Humilde aquel burdo clon. Cuánto supo... pero no aquel detalle. Imposible que supiera la causa que provocó realmente la muerte de su antes amigo, pues no estuvo presente.
Rió en su interior, tumbada en la roca de aquella manera, con quemaduras en su cuerpo y una libertad que no tenía precio.
Recordó aquel día en el que él murió. En el que ambos descubrieron aquello.

Humilde podía absorber cualquier tipo de energía y canalizarla contra el enemigo. Cualquier tipo, menos la de Luchadora, le hería, le hacía sangrar. Y rió ella como pudo, mecida por el sonido del más puro silencio.

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