31 de mayo de 2018

Purita.


Es extraño. De pronto estoy con los ojos abiertos, mirando el techo de mi habitación, y tengo sueño, pero no puedo dormirme. Tengo los ojos tan abiertos, y aunque me duelan y quieran dormir, no van a cerrarse. A través de la puerta de madera se filtran los rayos de sol, y oigo movimiento en la parte baja de la torre. Son pequeños golpes, que cuando suenan, hacen temblar de forma sutil todo a mi alrededor. Quiero dormir, pero no lo haré, así que me levanto, porque total... Subo las escaleras, pero Dante no está en la terraza, quizá esté durmiendo. No recuerdo a qué hora me fui a dormir, de hecho, no recuerdo haber ido a la cama anoche.
Bajo las escaleras, mientras los pequeños golpes hacen vibrar las paredes frías y suaves. En el comedor me asomo por la ventana, y veo dos tanques del tamaño de... son más pequeños que mi antigua casa, pero son más grandes de lo normal. ¿Es ese el tamaño de un elefante? Corro hacia la puerta para seguir bajando las escaleras, pero el cocinero carraspea, y veo un plato con dos huevos. No hay tiempo, me los comeré mientras bajo.
Ya abajo, cruzo la puerta y bordeo la torre. Dante está abajo, le veo desde el acantilado que baja hasta la playa, su gabardina blanca destaca sobre el resto. Allí, los tanques maniobran, haciendo círculos en la tierra y la arena. En lugar de bajar por la forja, bordearé el acantilado. La brisa de la mañana es tan fresca que me apetece caminar todo lo que me dejen, y la garganta no me molesta, así que genial. De hecho, el trayecto se me hace corto. Veo que Epón está junto a Dante, y también está el jefe de todos esos obreros, por el sombrero y la chaqueta. Según me acerco, le doy a Epón el plato vacío. El me avisa de que tengo amarillo en la comisura de la boca.

—Hoy la pequeña decide madrugar —dice Dante, sin mirarme.

Yo solo asiento. Entre el baile de los dos tanques, veo a varios enanos corretear entre ellos, dando indicaciones, algunos colgados a la maquinaria, observando los cacharros de cerca. El jefe de los enanos avanza y da instrucciones raras sobre unas vueltas, entonces los tanques paran y comienzan a girar en dirección opuesta. Algo tintinea en el jefe cuando se mueve, y veo que, junto al manojo de llaves en su cinturón, también lleva colgadas varias herramientas de color azul.

—Purita... —digo.
—¿Qué dices, Madurez? —dice Dante.
—Nada, que molan estas maquinitas.
—¿Son preciosos, verdad?
—Total.

Dante parece que mira a lo lejos con los ojos completamente blancos, y yo dejo de retorcerme las manos en cuanto siento que me he hecho daño. Por Mentes, casi me escucha...

—Quiero que Madurez vea los cañones —dice Dante.
—Señor —dice el jefe—, Orfeo aún no ha acabado de calibrarlos.
—¿Ha entendido la orden tu cabeza hueca?

El tono de Dante es agresivo, creo que se ha pasado. El jefe asiente, y pega dos silbidos haciendo gestos extraños con los brazos. Los cañones paran, y así se quedan. El más cercano ha empezado a hundirse en la arena, unos centímetros. Los cañones empiezan a moverse, de pronto, y apuntan hacia el mar. El jefe pega un buen silbido, los enanos entre los tanques lo repiten, y en ambos cañones se concentra un brillo blanco en forma de esfera, que pronto, con un sonido vibrante, se convierte en un disparo morado blanquecino que cruza el mar. El agua, las olas, se han deshecho y echado a un lado solo con la presencia cercana del plasma. Dante sostiene la gema en alto, que parece convulsionar en colores desde dentro, al mismo tiempo que los cañones.

—Solo estos dos están completos —dice—, pero en la cadena de montaje ya casi han terminado tres, y vienen más de camino. Hasta doce.

Otra vez, el brillo blanco vuelve a agitarse en los cañones, y revienta en otra explosión de sonido. El mar vuelve a doblegarse ante ese poder, se aparta de él, y luego vuelve a ocupar el lugar con violentos choques. Las olas llegan sin espuma ni fuerza a la orilla... pienso en los peces rosados de ayer, en sus hileras.

—¡Basta ya! —grito.

Dante me mira, parece confuso, y ordena parar al jefe. Este levanta las manos, y los cañones pierden la potencia cuando ya se volvía a concentrar el brillo de nuevo.

—¿Qué pasa? —dice Dante—. ¿No te gusta?
—¡Son demasiado poderosos para probarlos! ¿Qué vas a hacer con tantos?

Dante me mira. Guarda la gema en su gran bolsillo, coloca las manos en las caderas, y el mango de la espada aparece detrás de su gabardina.

—Mataré a Miedo.
—Miedo está en la Isla de Inconsciente.
—Sí. Construiré barcos y tomaré la isla.

Su cabeza se mueve, pero su pelo parece estático en el mismo lugar, sin gravedad, como si no perteneciera a la cabeza. Epón se acerca y me pide que la acompañe dentro de la torre. Dice que es peligroso.

—¡No! —digo—. Quiero ver a Orfeo.

Según cruzo la gran puerta metálica enorme, veo otra a mi derecha, dentro, que lleva a la forja, donde Orfeo me dijo que se fundían y creaban las piezas. Dentro, comienzan a escucharse ruidos de sierras y esas herramientas que echan fuego y unen metales, y por más que una puerta grande ventile, el olor siempre es el mismo, pegado a este sitio como lapa a una roca. Hace calor, sin aire, mucho calor sin aire ni ventilación, el sudor me pica debajo de la pulsera de metal que me puso Dante hace días. Subo las últimas escaleras, y acabo el pasillo, que me lleva a la habitación de Orfeo.
Ahí está, como siempre, trabajando y dándole a sus herramientas, esta vez puliendo la superficie de algo con forma de platillo volante.

—Hola —digo, tímidamente.
—Hola, Madurez —dice Orfeo—. Ayer no bajaste.
—Ya, sí... Estuve ocupada —río de forma nerviosa—. ¿Qué haces?

Orfeo me mira serio, como si me juzgara. Debería dejar de reírme así.

—Este es el cañón.
—¿No debería tener un tubo, o algo así?

Orfeo no contesta, solo lo sigue puliendo. Veo en su muñeca una pulsera verdosa, dos en realidad, una por muñeca, diferentes a la mía, que es gris. Yo me paseo por la habitación, sin puerta, con una cama fea e incómoda en el suelo. Vacía, salvo por materiales y herramientas de herrería, muchas más que las que el jefe llevaba en su cinturón, pero estas son claramente de metal, ni negras, ni mucho menos azules. Me apoyo en la única ventana que hay, desde la que se ve la escalera que acaba en la puerta de piedra que lleva al mundo normal.

—Vaya habitación tienes —le digo—. Para lo mucho que trabajas, y lo bien que lo haces, te tienen como si fueras un esclavo.
—¿Acaso no lo soy? —dice, serio, sin dejar de trabajar.

Yo me acerco a él. Veo heridas en sus manos, expuestas al hollín que cubre todos sus brazos. Se rasca el ojo con el nudillo, y una marca negra tapa parte de otra mancha difuminada. Con la luz de las brasas, su iris parece mucho más claro... pero su cara está completamente apagada.

—Oye, ¿estás bien? —digo.

Orfeo solo suspira.

—Orfeo, háblame —digo.
—Da igual.
—Por favor.

Él me mira, y vuelve a suspirar. Le está costando arrancar.

—Es solo que ya casi he terminado el trabajo —dice.
—¡Eso es bueno!
—No —me mira, serio—. No lo es. Cuando acabe, Dante ya no me necesitará. Seré prescindible.

Pienso en una realidad en la que el que estuviera libre, al cuidado de Epón, fuera él, y fuera yo la niña de la que Dante fuera capaz de prescindir.

—Haz el trabajo más lento —le digo.
—Dante me conoce perfectamente. Ya ha bajado dos veces, justo en los momentos en los que intentaba alargarlo. Ni siquiera estaba aquí, ni siquiera me estaba mirando. Pero lo sabía. Tiene ojos en todas partes.

Seré un dios, dijo Dante en lo alto de la torre. Quizá sea cierto, después de todo. ¿Pero me estoy oyendo?

—Dante no prescindirá de ti —digo—. No es tan malo, sé que en el fondo es bueno, lo sé.
—Dante lanzó como perros a mis hermanos. A mí me dijo que le importaban. A ti te dijo que no.

Coloco el brazo sobre sus hombros. Orfeo no dice nada, no me mira, pero después de suspirar, se derrumba en su forja.

—No quiero morir... —dice.

Le arropo con los brazos. Quiero animarle, decirle algo, pero, tras pensarlo un poco, quizá lo mejor sea no decir nada. Cuando yo me derrumbé, él solo me abrazó y me dio un pañuelo, y yo no tengo pañuelos que darle, pero tiene que haber algo. Abajo, me desconcentra un brillo. La esfera del collar dorado gira y se balancea con lentitud, rueda y se pasea por el hombro de Orfeo. Mientras, la flecha permanece quieta, estática, apuntando en la dirección de Dante, la única mente viva y con capacidad para dirigir esto, para lidiar con la pérdida de Julio, para afrontar el divorcio. La flecha se mueve, según Dante camina por la forja y se dirige hacia las escaleras que llevan a la torre. El traqueteo de los tanques rebota dentro de la sala grande, la puerta grande del fondo se cierra con chirridos metálicos, y el ruido de motores se apaga, poco a poco.

—Gracias, Madurez —dice Orfeo—. Mi hermana se equivocaba con las mentes... al menos, contigo.

Sonrío, y contesto con un sonido gutural sutil para que sepa que estoy escuchando. Él se separa de mí, poco a poco. No me mira, se fija en la forja, y vuelve con su trabajo. Le pregunto si está mejor, y él asiente, despacio.

—Oye, ¿tú...? —bajo la voz, hasta susurrar—. ¿Tú conocías la purita?

Orfeo levanta la cabeza, y me pregunta cómo la conozco.

—He leído sobre ella en un libro de la biblioteca —digo—, pero no sé nada, solo que es azul y tiene poderes raros.

Él se rasca la barbilla, antes de volver a trabajar el metal. Un trozo diminuto de hollín se queda colgado entre sus pelos finos.

—¿Ese libro ha dicho algo más? —dice.
—No lo he acabado, aún.
—Mi padre me habló sobre la purita cuando era pequeño —dice—. Él la llamaba de otra manera. Me habló de un metal negro y prácticamente indestructible una vez se había forjado. Nunca pudo enseñármelo, y luego Miedo le obligó a no enseñarme más sobre sus conocimientos.
—Qué capullo.

Cuando me mira, sonríe ligeramente.

—Sí —dice—. Un capullo.

Una de las chispas que saltan del metal le da en el ojo, y pone cara de tener una avispa en la nariz.

—¿Tú sabes por qué la gema de Dante brilla? —digo.
—Esperaba que tu libro te lo hubiera dicho. Cuando me la enseñó, y vi las herramientas del jefe Kratz, comprendí que el metal negro se convierte en azul, pero la gema es... diferente. Emana energía. Es poder en sí mismo. La purita responde al poder y lo anula, pero esa gema lo produce.
—En el libro, su antiguo dueño intentaba ver a personas ocultas con ella.

Él me mira, extrañado. Me pregunta, ¿ocultas?, y yo me encojo de hombros. Luego lo hace él. Suspira, y eleva el cacharro que tiene entre las manos, lo señala con la cabeza.

—Las armas de los tanques... los rayos que me has visto probar... vienen de esa gema, literalmente. Cuando calientas cristales de purita junto a ella, se conectan, y podemos extraer su poder.

Debo subir a mi cuarto y terminar el libro cuanto antes. Pero antes, debo preguntar una cosa a Epón. Me despido de Orfeo, y le doy un beso en la mejilla. Según me separo, me doy cuenta de lo que he hecho, y el corazón empieza a correr. Él no me mira, se queda rígido, siguiendo con su trabajo. Seguro que no le ha gustado... qué idiota he sido.
Epón está a unos metros de la puerta, esperándome. Perfecto... no, perfecto no. ¿Y si me ha visto? Ay, madre mía...

—Epón, ¿has escuchado... algo? De lo que hemos hablado.
—No, señorita Madurez, los ruidos de las máquinas lo han hecho imposible. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada, obviamente.

Caminamos por el pasillo, entre tubos de metal oxidados y cajones de herramientas. Más allá, los trabajadores están ensamblando otro de los tanques. Varios enanos cargan un cajón cada uno con cara de esfuerzo, y los apilan a nuestro lado. Uno empuja el hombro de Epón con el suyo, y después le mira con cara de odio. Le grito, pero no me hace caso, y Epón me da dos palmadas en el brazo, como diciendo que no haga nada. El sombrero del jefe Kratz aparece entre dos cabezas de enano, y enseña su enorme nariz cuando levanta la cabeza para mirarme, con cara de malas pulgas. ¿Qué les pasa hoy? Según pasa por mi lado, escucho el tintineo del manojo de llaves, pero no veo sus herramientas.

—En realidad... —le digo a Epón—, ¿podrías enseñarme la forja interior?
—¿Qué quiere ver ahí?

Me le quedo mirando. Comentar las herramientas del jefe sería sospechoso.

—¿Una... forja?

El hombre mira hacia el techo, se queja, y camina escaleras abajo, hacia el corazón del taller. Más allá de las chispas y los sonidos desagradables de las sierras y los soplafuegos, hay una puerta grande, en la izquierda, no tanto como la exterior. Le pregunto a Epón por qué es así, se lo repito porque no me ha entendido, y dice que está diseñada para que la crucen piezas de maquinaria, no maquinarias completas. Solo acercarme me agobia. De los hierros que la refuerzan, parece escaparse un aire que los distorsiona.
Me he quitado la chaqueta nada más entrar, y desearía tener el pelo lo suficientemente largo como para poder hacerme una coleta con él, pero puedo intentarlo. Mientras recojo todo lo que puedo, Epón me enseña la parte final de la gran forja, en la que cubos gigantes vuelcan metal fundido en los moldes que diseñó Orfeo. ¿Cómo pudo diseñar un modelo de tanque él solo? Un herrero, a la izquierda, da forma al metal y lo sumerge en agua. El herrero ya no se ve. La mitad de la sala, ahora, es niebla.
La coleta me ha quedado bastante bien, creo, pero los dos mechones de la cara cuelgan a los lados.

—¿De dónde vienen esos cubos? —pregunto.
—De la fundición.
—¿Allí funden el metal?
—Es la fundición —dice.
—Bueno, señor obvio. —Le saco la lengua, pero él me mira, sin reaccionar—. ¿Y de dónde viene el metal?
—De abajo, de las minas.
—¿Las minas de purita que leí en mi libro?

Me tapo la boca, pero ya lo he dicho. No sé si debería saber Epón lo que estoy leyendo, pero si lo sabe Epón, lo va a saber Dante. Él me mira, extrañado.

—Olvida eso —le digo.
—¿Qué libro está leyendo?
—Un diario. Pero por favor, no se lo digas a Dante.

Epón pierde la vista en la distancia, mientras seguimos caminando. Me quito el sudor de los ojos con la manga, pero está sucia, y ahora me escuecen.

—Conozco la mina que dices —dice Epón—. Se derrumbó, hace pocos cientos de años.
—¿Qué pasó?
—Un terremoto sacudió el valle. Los ancianos, que hablaban con los dioses, nos contaron que lo hizo la pesadilla más real y aterradora de la historia. Todos los que trabajaban en esa mina fueron sepultados, enterrados vivos. Desde entonces, mi clan comenzó a extinguirse.

Pasamos la sala de fuego, la fundición, en la que decenas de trabajadores mantienen vivo el corazón de la forja, una máquina enorme de carbón, piedra y metal.

—¿Y quiénes son esos dioses de los que has hablado? —digo.
—Los seres que podían ver el gran ojo de Atoa. Nunca les conocí.
—¿Por qué?
—Porque los mataron. Y después, persiguieron también a mi raza.
—¿Quiénes?
—Los Creadoes. Atoa noaga.

Epón se para en el lugar más ajetreado de la cueva, donde muchos enanos cubiertos de hollín cargan carros rumbo a la forja, y luego vuelven al interior de la mina, que acaba de comenzar. Las lumbres que cuelgan del techo no impiden que su centro, a lo lejos, sea negro puro, negro que come color. No puedo apartar la vista.

—Atoa noaga... —digo.
—Los ángeles de Atoa. Su voluntad hecha acción. Para mí, solo son asesinos —suspira—. No sé qué les pasó a los clanes que cruzaron el mar, pero el del norte quedó arrasado, y del nuestro, solo quedan los que ves. Ninguna mujer ya.

Miro a mi alrededor. Además de enanos, también veo personas pequeñas ayudando en trabajos más duros, personas que parecen mentes, como yo, pero que no lo son. Son raquíticas, algunas de ellas, deformes. Cuando un enano camina cerca, veo en sus ojos un brillo apagado. Como una leve nostalgia.

—¿Por qué os hicieron eso? —digo.
—Nadie lo sabe, señorita Madurez. Simplemente, nos cazaron como animales. Son tres las máquinas que conforman los Creadores, Altaír, Tubán y Arisa. Solo tres, contra miles.
—Altaír, Tubán y Arisa... —digo.
—Una roja, otra azul y otra verde.
—¿Tuviste que huir?
—Era muy pequeño, casi ni lo recuerdo. Mi madre me cuidó hasta que murió de fatiga. Recuerdo este lugar, morirnos de hambre aquí encerrados, con miedo a salir a por comida por si Los Creadores nos veían y encontraban nuestro escondite.
—¿Cómo sobrevivisteis?

Epón señala el techo. Más allá del humo y la suciedad, distingo tres líneas azules, rectas y paralelas, que cruzan el túnel de lado a lado, y una se mete en la mina para desaparecer en la oscuridad. Purita.

—Lo siento —digo—. No os merecisteis eso.
—No importa, señorita. Nuestro conocimiento nos salvó, por eso merecemos seguir viviendo. En mis ciento cincuenta años, jamás hemos conseguido algo que no hayamos luchado... hasta que llegó Dante. Él ha cambiado las cosas.
—¿Por qué?

Da media vuelta, yo le sigo.

—Ha desafiado a los asesinos. Nos ha otorgado la libertad de correr bajo el sol, sin protección, sin miedo. Nos ha regalado un futuro, a cambio de servirle.
—Pero te pega...
—¿Acaso nos mata? ¿Acaso fuerza a madres a morir de fatiga para que sus hijos puedan conseguirlo?

Epón me mira, con una mirada decidida y furiosa, directa a los ojos. Sus ojos grandes brillan.

—No... —digo.

Se sacude la cabeza, y mira hacia abajo.

—Lo siento, señorita, de verdad. —Extiende los brazos, pero no llega a tocarme—. No debí haber hecho eso, me he dejado llevar.
—Tengo nombre, Epón —sonrío—. No te preocupes. Me recuerdas a mí.
—¿A usted?
—Cuando trataba así a los que ahora están muertos.

Los dos volvemos, cabizbajos, suspirando. A la izquierda, frente a la gran plancha en la que el herrero da forma al metal del molde, hay un pequeño cuarto sin puerta. Unos brillos cubren una cinta de cuero, encima de una mesa de piedra. Me fijo mejor... son brillos azulados, las herramientas de purita. Junto a ellas hay un enano rascando una pieza de metal con una de ellas, y encima, una lámpara de cuatro brazos, colgada del techo.

—¡Mira Epón! —grito—. ¡Qué lámpara más bonita!

El enano en la sala me mira, con la cara más desencajada conforme más me acerco a él. Protege su pieza como si fuera a robársela.

—Solo es una lámpara, señorita —dice Epón desde la puerta—. Ahora vayámonos, no deberíamos estar aquí, es la oficina del jefe.

Veo a mi alrededor una escoba, un cofre con cerradura, diversos cajones llenos de cosas, un mapa encima de la mesa de piedra, y un vaso de agua al lado, junto al cinturón de herramientas.

—¡Perdón! Es que este cuarto es la caña. ¿Se enfadará si bebo un poco de agua? Tengo sed.
—¡Señorita!

Según levanto el vaso, aflojo la mano, se oye el crujido, y el charco dibuja un cono hacia delante. El enano que ahí estaba se sobresalta, también Epón. Un fragmento del vaso de cerámica se ha roto. Grito que lo siento, hago amago de limpiarlo, pero los dos llegan ahí antes, frotando con un trapo que Epón ha cogido de uno de los cajones. Vuelvo a pedir disculpas, mientras dejo el cinturón de herramientas a mi espalda y palpo una. Con dificultad la saco del cinturón, y la guardo entre los pliegues de mi chaqueta.
Epón se levanta y me mira con enfado, yo aprieto la tela entre los dedos.

—¿Por qué ha hecho eso? —dice.
—¿El qué?
—¡Al jefe no le gusta que le toquen sus cosas!
—Lo siento... es que... necesito...

Bajo la cabeza, y comienzo a aflojar la chaqueta. De nada sirve si al final me pillan.

—Vámonos —dice—. Por favor.

Epón suspira, mira el vaso durante un par de segundos, y sale por la puerta. Vuelvo a apretar la chaqueta contra mí. ¿Me ha salido bien, entonces? Seguimos caminando, y en efecto Epón no me dice nada. De hecho, no dice nada. Los escalones los subo en silencio, yo agarrando con fuerza la parte que cubre la herramienta de purita, y él... bueno, él cabizbajo. Abre la puerta de piedra, yo sigo subiendo las escaleras que llevan a la torre. Él camina delante, despacio. No parece contento.

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Con el sol en lo alto, escucho por tercera vez el mismo pitido de pájaro. Se clava en el tímpano y lo traspasa con su sutileza, y bombardea la cabeza con su número, por lo menos cientos de veces sutiles por minuto. Es una completa tortura. Ayer lo escuchamos dos veces, hoy otra más... y es la cuarta vez que llegamos a este lado del arrollo. No es posible, tanto Razón como Erudito hubieran gritado la probabilidad estadística de que un arrollo cruce cuatro veces el bosque de la misma exacta manera, con la misma disposición de árboles y hierbajos. ¿Si caminamos más al oeste, veríamos pasar una y otra vez el lago? Los charcos son los mismos, y el sonido sutil y martilleante del pájaro, que canta siempre que sea de día, en el mismo punto. El maldito pájaro solo descansa para dormir, como si cogiera fuerzas para molestar al resto de seres vivos el resto de horas.
Duch se detiene con Ánima e inspecciona el terreno. Dejo que Aristóteles les alcance, e incluso se detiene a su lado antes de que le diga nada... es un caballo muy listo.
Había parado por unos segundos, pero el pájaro ha vuelto a cubrir mis orejas con ese único sonido, aparta el rumor del agua y las moscas dejan de aletear tan fuerte, porque el pajarillo necesita copar la atención y los oídos de todo el mundo con su extremadamente básico canto, monótono, detalladamente rápido y constante en cada una de sus piadas.
Pero no se calla, y no puedo concentrarme.

—Un paisaje bonito, ¿eh? —dice Duch.
—Las tres primeras veces, sí. Esta última me está costando disfrutarlo, por el puñetero pájaro.

Qué pájaro, pregunta él, pero justo ha dejado de cantar, así que no puedo decírselo. Busco al animal entre las hojas brillantes de los pinos jóvenes frente a nosotros... pero no le veo.

—Esto no está funcionando —dice—. Avanzamos hacia el sur, pero el paisaje se alarga y alarga... siempre es el mismo.
—A lo mejor tenemos que ir hacia el este o el oeste, en lugar de hacia el sur.
—Quizá estemos en un bucle —dice.
—O en nuestra cabeza.

Miro a los lados, pero nada me haría pensar que el paisaje podría repetirse hasta la saciedad, hasta acabar harto del pájaro, que ha vuelto a cantar.

—¡Ahí está! —digo—. ¡Ese es!
—Oh, pues tiene una melodía preciosa. Ni me había fijado.

¿Qué criterio tiene el fortachón? ¿No se había dado cuenta de que un pajarraco maldito le estaba taladrando los oídos?

—Oye, Eissen —dice—, a lo mejor el Miedo que hay dentro de ti conoce el camino. Intenta contactar con él, o algo, pero no demasiado... ya sabes.

Tuerzo la cabeza. Intento procesar el mensaje, analizar si lo dice en serio, si de verdad le importo tan poco, o quizá quiera morir o arriesgarse a ser absorbido por Miedo. Y si lo dice de broma, intento cazar la gracia, intentar ver la salida de humor a mi situación, nuestra situación. No la hay.

—¿Eres imbécil? —le digo—. No deberías bromear con eso. Repar quedó cubierto de tentáculos, y cuando hablaba no se escuchaba su voz. Y a mí me ha controlado en el pasado. ¡No sé si me está controlando ahora!
—Relájate —me dice.
—¡No me relajo! ¿Eres consciente de lo peligrosa que es tu posición? Podrías estar dirigiéndote a una trampa. Acompañándome, estás jugando contra alguien que ve tus cartas.

Duch gira a Ánima, hasta que los cuernos del toro quedan cerca del morro de Aristóteles, que retrocede un paso y bufa.

—Si tuviera que llorar cada vez que hemos perdido algo en el último mes, lloraría mucho, Eissen. —Se encoje de hombros—. Pero ahora no es momento de llorar, es momento de estar unidos, y salvar a una cría.

Vuelve a mover a Ánima, para encarar de nuevo el camino.

—Si te molesta mi sentido del humor, te fastidias —sigue diciendo—. No haberte ido tú solo por ahí.
—¡Tengo a Miedo dentro! —grito—. ¡Era peligroso estar conmigo! Miedo hubiera perseguido al grupo, lo hubiera puesto en peligro.
—Y lo hubiéramos afrontado como grupo.

Aristóteles comienza a caminar, justo cuando iba a indicarle que lo hiciera.

—Irme fue lo mejor, y que tú vengas conmigo solo ha hecho retroceder al grupo. Tu fuerza hubiese sido útil.

Duch para, de pronto, y yo vuelvo a frenar al caballo. Aristóteles se queja por esto. Duch vuelve a dar media vuelta a Ánima, que obedece callado y con la mirada en ningún sitio, pero no se para frente a mí, sino que sigue por mi izquierda, deshaciendo los pasos que acabamos de hacer.

—¡Eso es! —dice.

Intento montar una frase que sirva para preguntar en qué piensa, pero justo cuando voy a decirla, la desmonto y comienzo a montar otra diferente. Tengo que decidirme por una, o se irá y me quedaré aquí parado, siendo víctima del maldito pájaro que colapsa mis oídos, que mataría de saber dónde está.

—¿Qué haces? —digo, por fin—. ¿Te vas con el resto?
—¡No! ¡Vamos a retroceder!
—¡No! Tenemos que seguir.
—¡No! —dice más alto, y se gira hacia mí—. Si esto es un bucle, lo mismo da que retrocedamos que avancemos. ¡Eres un genio, Eissen!

¿Yo cuándo he dicho nada? ¿Lo he dicho?

—Bueno... gracias —digo—. Pero si seguimos hacia delante, quizá acabemos el bucle.
—Si retrocedemos, quizá lo rompamos —dice Duch.

Cabalga al trote por el camino de hierba corta y seca, yo palmeo el cuello de Aristóteles para que iguale su velocidad, pero jamás igualaría su entusiasmo. Debo agacharme para esquivar las ramas que se agitan después de haberse topado con su cuerpo grande, que está decreciendo por momentos. Los bultos rugosos en su espalda comienzan a crecer hasta convertirse en pequeñas púas, y lo mismo pasa con su pelo rubio, que de rizado, comienza a quedarse tieso, agrupado en mechones rígidos. Un martillo gigante se separa y encoge hasta formar dos puñales, y sus pantalones ajustados ahora son un palacio de tela en sus piernas... él tira de la cuerda para que no se le caigan, de pie como prácticamente está, encima de su vaca. La azuza con voz aguda, haciendo unos gritos concretos que llevan a Ánima a mugir con él. Dos locos a los que sigo, deshaciendo el camino que llevamos dos días tratando de construir.
Me llama, de vez en cuando, me anima a seguirle el ritmo, y a mí me encantaría compartir su entusiasmo, pero solo le contesto de forma tímida, para no ser maleducado... aunque he de admitir que cabalgar tan rápido por el camino angosto es divertido. Solo espero no caer.
El camino involuciona por todas las etapas que ya conocemos, pero esta vez en sentido contrario. Incluso el sol se encuentra en el mismo sitio que antes, en lo alto, llenando de sudor el cuello de mi camisa. Sin embargo, sí hay algo que no es familiar, de pronto el paisaje cambia y me doy cuenta de lo que me estaba perdiendo viendo solo un lado del camino. ¿Cómo puede cambiar tanto un paisaje según la perspectiva en la que uno lo ve?
Duch para, de pronto, y Aristóteles frena, resbalando en la tierra, detenido a centímetros del culo de la vaca. Me suelto de su cuello. La mandíbula me cruje en cuanto la abro un poco.

—¿Qué haces? —le digo.
—Mira eso.

Algo ha cambiado más allá de las puntas de su pelo erizado, ha cambiado de verdad. Me coloco a su lado, y vemos una pequeña depresión formada por un terreno grisáceo y seco, rocoso, que se extiende allá donde abarca la vista. Detrás de nosotros, el bosque. A lo lejos, cientos de metros a la derecha, el sol ilumina el brillo de un hilo de agua, una cascada, posiblemente del riachuelo procedente de la laguna, que hace nada estaba junto a nosotros. La cadena montañosa detrás de la que se encuentra Madurez por fin se encuentra más cerca, a un par de días de camino. Duch no para de celebrarlo con risa aguda, con gorjeos de victoria. No para de flexionar las piernas, de estar prácticamente de pie, a prácticamente sentado en su montura, con un brazo sujetando la brida, y el otro en la boca para amplificar su voz estridente. Y sigue, sigue celebrando y moviéndose continuamente, quieto, mirándome de vez en cuando y gritando mi nombre antes de gritar de nuevo que lo hemos conseguido.

—Tú lo has conseguido —digo—. Has roto el bucle.
—¡Lo hemos conseguido! —repite—. ¡Tú y yo, el equipo ganador!

Salta, de pronto, y protejo mi cabeza justo antes de que caiga a plomo sobre mi espalda. Aristóteles relincha y eleva un poco sus patas delanteras. Duch se queda encima de mí, frotando la parte desprotegida de mi cabeza con uno de los puños. No para, incluso cuando ya no puedo aguantar el dolor y le digo que pare.
Finalmente siento que el aire pasa entre los dos, y le escucho caer a plomo en Ánima, que muge con él, mugen juntos, y dan una vuelta sobre sí mismos.

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Adónde vamos? —Duch no me hace caso—. Eh.
—¡Ir a por la niña, por supuesto!
—No podemos ir a por la niña.
—¡Pero sí que podemos dar por saco a Dante! ¡Sí, sí! Dar por saco.

Mi idea era alejarme del grupo, para que pudieran rescatar a Madurez sin molestias. ¿Qué podríamos hacer solo nosotros dos allí? Y con Miedo viendo lo que yo veo, no, no pienso exponer a la niña a mi peligro. Duch sigue girando sobre sí mismo montado en Ánima, y ella muge cada vez que él grita.

—¡Vamos, y ya se nos ocurrirá algo! ¡Vamos, y ya se nos ocurrirá algo!

Yo suspiro... al menos al pájaro no podía verle.

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