30 de noviembre de 2017

Fugitivos.


Todos deshacemos el campamento con la primera luz del sol. Con los chillidos de la Señorita Lorraine al despertarse, Afrodita ha abierto los ojos. Repar y Duch se vuelcan prácticamente encima de ella, preguntándole cómo está, Duch habla tan fuerte y tan rápido que Repar lo está echando dándole patadas con la bota que aún puede calzar. Afrodita está desorientada. Repar me pide que por favor aleje a Duch de Afrodita, y Duch me mira con cara de no entender nada.
Afrodita está muy mal. Empieza a temblar y le pregunta a Repar dónde están sus dos extremidades metálicas. Las ha perdido por segunda vez.
Dejo que Repar ponga a Afrodita al día, y también dejo al resto recoger. Stille y yo avanzamos primero hacia la salida del sol, para allanar el terreno al resto. Caminamos, rápido y sin caballo, con la mirada puesta en el horizonte, más allá de los árboles, luego de la hierba clara y las rocas oscuras y puntiagudas que pueblan el lugar. Dejamos atrás las rocas puntiagudas, que se extienden hacia el norte y pueblan el este de la isla, e incluso se internan en la sabana, y torcemos la marcha hacia el sur, donde el camino se vuelve más monótono, una pradera parecida a la del oeste, pero más seca, de un verde más oscuro. Es mejor caminar que pensar en lo que ocurre arriba, donde se encuentra Mentes, aunque el silencio no ayuda a olvidar.

No siempre marchamos de pie, no cuando puede haber vigilantes al otro lado de una colina. La hierba hace cosquillas cuando acaricia el cuello, sobre todo cuando preparo la rodilla para arrastrarme otro tramo y el pecho está más apretado contra la tierra, es muy molesta, pero es lo que hay. Stille ya ha llegado a lo alto del montículo y ha comenzado a asomarse. Clavo en la tierra codos y rodillas con más intensidad, para alcanzarla cuanto antes. Con un gesto de la mano, indica que el territorio está despejado. Definitivamente es cierto: no hay nada en la llanura, salvo la misma hierba, pájaros y dos árboles aislados, a lo lejos. Aún queda por lo menos una hora de camino hasta llegar al camino que días atrás solíamos patrullar, próximo a la costa. Me levanto, cuando Stille me ordena volver a arrastrarme y ponerme a cubierto, ha sacado una estrella de metal y la pone justo delante del ojo que tiene abierto. Tras el cálculo, lanza la estrella mucho más lejos de lo que sus brazos delgados aparentarían, la veo cuando brilla por la luz del sol, una, dos veces, cada vez más lejos, hasta que ya no la veo. No sé dónde está. Ella no se mueve, tampoco pasa nada más allá de nosotras. Stille, entonces, me indica que podemos avanzar y levantarnos. La verdad es que no entiendo bien lo que ha hecho. Caminamos deprisa, hasta el primer árbol. En su tronco está clavada la estrella de metal que ha lanzado. ¿Cuánto han sido, cien metros? Dado el grosor del árbol, no hubiera sido descabellado pensar en alguna clase de engaño, pero no hay nada, solo es un árbol, nadie se esconde detrás.

—Nada mal, Stille. Nada mal.

Se me hace raro hablar, después de tanto rato comunicándonos por gestos. Ella no es sorda, pero, con su compañía, me pega también su forma de comunicarse. Es, en cierto modo, más limpia y sutil, aunque no siempre es clara. Lo que podamos entender de sus palabras depende demasiado del contexto, y ella lo sabe. Nunca nos ha contado nada que no sea estrictamente importante, o relacionado con lo que sucede. Levanta la ceja para preguntar, choca los puños para indicar conflicto... Nunca ha expresado alguna opinión a no ser que estuviésemos hablando del tema, y genial, recuerdo de nuevo antiguos tiempos en la casa. Ya está bien, amiga, es hora de afrontarlo. No lo escondas, ni lo olvides. El dolor que sientes en el pecho, más allá del dolor físico que te hizo Lisa, es tuyo y se va a quedar mucho tiempo. Puedes seguir llorando, guerrera... o puedes pelear.
Siento, por momentos, una presión muy fuerte que viene del rubí, casi me detengo para pedir a Stille unos segundos, pero parece que remite. No remite mucho, pero puedo seguir, así que sigo. No es agradable. Pienso en Hércules.
Casi hemos llegado y no hemos encontrado resistencia en todo el recorrido, ni la silueta de Los Creadores, ni la de ningún animal hostil. Stille avanza dos metros por delante, alerta por las dos, parece mentira verla así de centrada y seria, con la máscara de boca puesta, y los moños peinados. Cualquiera podría decir ahora mismo que la luchadora es ella, y no yo, parece mentira que ayer fuera ella misma la que casi se quita la vida. Me siento extraña, habiendo animado a alguien que ahora tira del carro por mí, me siento, de alguna manera, realizada.

Stille retrocede, me agarra del hombro y me tira al suelo, donde la hierba asciende hasta la altura de nuestras cabezas. Lo veo, una figura grande y redonda, de movimiento torpe, a lo lejos. No sé bien qué es, pero se está alejando. ¿Es humano? Humanoide, eso sin duda. Stille me está haciendo gestos con las manos enterradas en la hierba. Hace su figura específica para Miedo. Está diciendo entonces que es un esbirro de Miedo... tiene sentido. Si ese esbirro está caminando, podría haber más que se acerquen desde el este, y si está patrullando, podría volver. No le hemos visto porque estaba ya alejado, muy a la derecha, cuando bajamos la colina y proseguimos el camino, pero si los demás, como la Señorita Lorraine, que es enorme, cruzan la colina cuando ese esbirro esté cara a ella, aunque sea a mucha distancia, la reconocerá. Si Stille se oculta detrás de la colina y avisa al resto cuando lleguen, yo podría continuar y seguir peinando la zona. Miro a Stille, se lo digo. Está de acuerdo. Le digo que aguarde a que vuelva.
Camino con cuidado, muy cerca del acantilado. Nadie en el horizonte, nadie a mis espaldas, volviendo por el camino. Las Tierras Inexploradas rompen el mar de forma abrupta, en un acantilado que asciende y asciende casi vertical. La tierra en la superficie, se ve gris, y no hay rastro de vegetación, un absoluto contraste respecto a la hierba que piso, fuera del camino. No veo plantas, aunque tampoco tengo una visión aguda. El sonido de las olas que se estrellan con violencia en la roca de nuestra isla entrega al ambiente una sensación espumosa, más allá del olor a sal que traen los fuertes vientos. A lo lejos veo el puente de piedra, una construcción natural, hecha por la misma roca que levanta las islas, toda compuesta de un solo bloque gigante que conecta los dos mundos. Una construcción natural... El dibujo en la roca, las figuras que corrían despavoridas de Los Creadores. Otras civilizaciones. Podrían haber construido ese puente, así que podría no ser una construcción natural. Antiguas civilizaciones, extintas.
Nosotros.
Tal como dijeron mis compañeros, veo más figuras negras, quietas, junto a la entrada del puente. Están vigilándolo. No deben de ser más de diez, me encuentro agotada, pero no deberían ser un reto demasiado complicado. El problema no es si podemos vencerlas, el problema es que alertaremos al resto, y también avisaremos a Miedo que estamos vivos, dónde estamos, y quizá logre saber hasta cuántos somos, y en qué condiciones. ¿Cómo sabía Miedo que Los Creadores atacarían? ¿Qué conexión hay entre ambos, si la hay? No quiero arriesgarme, así que permaneceré oculta. A mi derecha ya baja la tierra, desciende en forma de rampa de forma casi uniforme, con pequeños escalones, hasta la playa a la que debo conducir a las mentes. Aunque fuéramos un grupo, no deberían vernos si nos arrastramos entre matorrales el mismo tiempo que yo lo he estado haciendo, el problema son las monturas. ¿Cómo ocultamos una jabalina de más de dos metros de alto, gruesa y robusta, aficionada a los chillidos estridentes?

Cuando vuelvo, el patrullero aún no ha dado la vuelta, no me lo encuentro en todo el camino. Stille ya está con los chicos, Sombra y Ánima descansan junto a Lorraine, que está dormida. Del arnés de Ánima hay dos cuerdas atadas, que se extienden hasta Afrodita, tumbada en una alfombra densa compuesta por hojas del tamaño de un cuerpo humano. Repar está con ella, acuclillado con su única pierna, y ella acaricia el lugar en el que su brazo mecánico dejó de ser suyo. El resto está sentado en la hierba, sin decir nada.

—¿Cuánto lleváis esperando?
—No mucho —dice Duch.

Las escamas morenas de su pecho y hombros brillan con la luz del mediodía, y sus pelos rubios ascienden hacia todas direcciones, revueltos, algunos hacia arriba, suspendidos como si estuviesen cargados de electricidad estática. Me acerco a Afrodita. Está muy pálida, con los labios casi sin color, pero sus ojos siguen brillando tanto como antes.

—¿Cómo estás?
—Hola, bombón —dice, casi susurrando.
—¿Te duele mucho?
—Nada que no pueda soportar, tranquila.
—A parte de la cadera rota —dice Repar—, se ha luxado el brazo, y tiene heridas en su hombro.

Dando un salto pequeño hacia adelante, retira la camisa blanca y la caqueta roja, ya desabrochadas, hasta mostrar el hombro desnudo. Tiene una herida alargada del tamaño de dos falanges, muy oscura, y detrás, otras dos. El movimiento de torso que ha hecho para enseñármelo le ha debido de doler mucho.

—Social, además, tiene un esguince en el tobillo.
—¿Y tú qué? —le pregunto a Repar.
—Yo estaré bien, pero no puedo ni sentarme en un caballo. Parezco un gusano, soy patético.
—En peores estuviste una vez. Tenías el pecho derretido, y la mitad de la cara.
—Y en aquel momento tenía a Erudito para ayudarme a construir una parte metálica que obedeciese a las órdenes de mi cerebro, y a Servatrix, que se aseguró de que siguiese vivo. Ahora ni les tengo a ellos, ni recursos a nuestra disposición.

Me ruge la tripa, tengo tanta hambre... Intento decir cualquier cosa para cambiar esa cara de profunda pena.

—Venga, pongámonos en marcha, antes de que el patrullero vuelva.

Mentes está el primero, no ve a nadie más durante toda la ceremonia. Nunca ha sido religioso, sin embargo, el féretro se llevó a una iglesia. Verlo, tan diminuto, tan frágil, me parte el alma. Ningún padre debería enterrar a su hijo, es antinatural, una abominación de las leyes naturales, tanto como morir y revivir con un rubí en la cabeza. La lápida se cierra, finalmente. Mentes no dice nada. María llora desconsoladamente. Procuro quedarme con cada imagen de este momento, y busco en mi interior la última vez que vi a Julio sonreír. No llueve, pero el cielo es gris. Los amigos de Mentes palmean su hombro, le dan abrazos. Mentes no responde. Se queda ahí, quieto, contemplando la tumba, hasta que el resto hace rato que se han ido.

Mientras caminamos por el camino, sin nadie a kilómetros de distancia, intento pensar en qué hacer con la Señorita Lorraine, pero no se me ocurre nada. Nadie más aporta soluciones, salvo Energía, que asegura tener un plan. Según lo dice, sube por la jabalina, y le pide a Social que la agarre durante todo el trayecto, Social contesta a la segunda vez.
Cuando llegamos al punto en el que comenzamos a vislumbrar formas, el cuerpo de Energía cae, se le resbala a Social y lo sujeto, prácticamente al vuelo y de forma torpe, hasta que el hombre lo agarra de nuevo. Una miríada de sonidos llegan incluso hasta nuestra posición, intento ver, pero una colina tapa la escena. ¿Qué es todo eso? Una manada de algún animal, parecen gacelas, corre desde la sabana que hay al este de la isla, y van directos hacia las máquinas. Tuercen cerca de llegar, hacia nosotros. Están creando una enorme polvareda.

—¡Vamos, vamos, vamos!

Aprovechando esa confusión, monto a la Señorita Lorraine, abriéndome paso entre un hombre medio ido y una chica muerta, la espoleo y salimos disparados, la polvareda apenas dura, lo justo y necesario para que Lorraine, Sombra y Ánima bajen la cuesta y se oculten de la visión de los esbirros. No mucho después, Energía vuelve a su cuerpo, apartándose los pelos rojos que se le han metido en la boca. Miro a Afrodita... está llorando en silencio. En un carro, arrastrada detrás de un animal, sintiendo bajo la cadera rota todas las imperfecciones del terreno... Ninguna mente merece esto. Ninguna.
A partir de aquí, el camino ya es sencillo. La costa continúa más allá del acantilado, no más de ciento cincuenta metros, y acaba en la cueva que se mete en la roca en completa oscuridad. Debido al terreno irregular, no se ve el puente desde aquí, a no ser que entremos varios metros en el mar. Caray... el agua del mar es más fría de lo que me esperaba. La arena se hunde en el mar, hasta la altura de nuestro pecho. Cojo a Afrodita y la subo encima de Sombra de mala manera, a cargo de Stille ahora, luego las tres monturas se meten en el agua, y yo voy delante, con el agua cubriéndome hasta la cintura, abriendo paso y asegurándome de que no hay nada peligroso ni puntiagudo, de nuevo, con el agua hasta el pecho, y tras el escalón de arena y roca, hasta la cintura. Si piso algo que haga daño, malo, si lo pisa una montura, dos o tres se van al agua, y algunos no pueden nadar.
El sol no ilumina la cueva, así que voy a tientas. Afrodita me llama, voy hasta Sombra, y resulta que Stille guardaba una bengala en las alforjas de su caballo. Aunque no mejora mucho el panorama, al menos puedo ver parte de lo que sobresale del agua. A la derecha, el suelo comienza a ascender, y así ascendemos todos. Unos brillos aparecen al frente, unos regulares, los de la madera de la proa del barco al que debemos subir. En realidad, es un barco pequeño, más de lo que recordaba, diseñado para albergar a veinte cuerpos humanos apretados, no para cargar monturas. De hecho, se sube a él por una escalera de mano.

—Por favor, Luchadora, apunta hacia ese lugar de ahí —dice Energía.

Cerca de la popa, el nivel de las rocas comienza a subir, hasta un punto en el que, saltando, podrían subir las monturas, contando con que la jabata no rompa la madera al aterrizar. Mientras Energía, controlando a Lorraine, se va colocando, el resto subimos. Primero cargo a Afrodita, luego sube Social, Repar, Duch, Stille me da el cuerpo de Energía, y luego sube ella desde su caballo. Estamos todos. Lorraine pega un brinco, sin aparente esfuerzo, el aterrizaje, un crujido, y el barco se ha hundido por la popa, y tiene la proa en alto. Energía la coloca en medio, y en tanto que lo hace, el barco vuelve bruscamente a su estabilidad natural, ligeramente torcido hacia estribor. Mientras suben las otras dos monturas, veo más allá de ellas, el negro que indica que la cueva sigue, una oscuridad que no pienso explorar. La bengala se apaga. Las dos cuerdas que amarran el barco debemos cortarlas a tientas, y ya que los extremos están atados al mástil, junto a la Señorita Lorraine, Duch decide amarrarla también a ella, a modo de tirita frente a su fuerza incontenible... pero respira muy profundo. La jabata se ha dormido.

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No hay nadie vivo en el lugar. No era la primera vez que nuestra casa se derrumbaba sin consecuencias, ya pasó hace mucho, cuando las mentes y yo vivíamos en el palacio que hay al norte, ahora sepultado por la nieve. No me imaginé esto. No. Aristóteles chilló, y corrió sin control hacia un cuerpo, lo saltó y no se detuvo hasta ver otro cuerpo. Hasta verle a él. Los cabellos rosados estaban desplegados en la hierba, sus ojos azules miraban al cielo, y yo no hice nada, no estuve allí, ¿todo por qué? ¿Por un sitio? Seré egoísta... Llegué tarde, no pude hacer nada. Solo cerrarle los ojos.
No hay nada ahí, salvo muerte. Entre los escombros, vi cuerpos que me niego a reconocer, nunca había pasado hasta ahora, pero ahora ha pasado. Nunca valoramos del todo los riesgos, y ahora se nos han estrellado a todos en las narices. Han acabado con nosotros.
El brillo dorado de la espada, en mis manos, está maldito. La he cogido porque soy un cobarde, ¿para qué voy a engañarme? Tengo miedo, tengo miedo, y la marca tatuada en mi brazo lo atestigua. Cuatro líneas cruzadas, como una rosa de los vientos, cuyas puntas acaban en tridente. Estoy infectado. Estoy maldito.

¿Qué debo hacer ahora? ¿Qué puedo hacer? Aristóteles resopla, cansado, arrastra las peñuzas en el camino de tierra que lleva a las Tierras Inexploradas. Tiene la cabeza gacha. Su compañero se ha esfumado, como un copo de nieve al estrellarse en el agua... Y el brillo de su espada me hace daño. No debería haberla cogido. ¿Acaso Miedo me ha controlado de nuevo, y por eso me ha hecho cogerla? Solo toqué una vez esta espada, y fue para ensartar a Luchadora con ella, presa del... miedo. ¿No tiene suficiente con lo que estoy viviendo, que quiere recordármelo? La guardo en las alforjas, furioso. Aún sobresale la empuñadura, y su reflejo aún puedo verlo cuando giro la cabeza hacia la izquierda. El sonido de las olas al deshacerse entre las piedras es sosegado, como si el mar guardara silencio por lo que ha ocurrido. Estoy temblando. Hubiera enterrado todos y cada uno de los cuerpos, pero esa niebla no me hubiera dado tiempo. Miro atrás, donde veo que el oeste ahora parece estar hecho de noche, incluso con el sol en lo alto.
Aún no puedo creerlo.

—¡Alto!

Una figura negra ha aparecido de pronto, grande y redonda, a veinte metros en el camino, una especie de robot gorila con brazos cortos. ¿Cómo no la he visto? Debería correr, pero me detengo. Sus ojos están a la misma altura que los míos, incluso montado sobre Aristóteles.

—Baja del caballo y tira las armas —dice, con voz metálica—. Estás bajo arresto.
—Idiota —le grito, haciéndome el ofendido—. ¿No tienes ojos en la cara?

Me arremango el antebrazo izquierdo, y le muestro, claramente, la marca de Miedo que tengo grabada en él. El otro no responde, se queda quieto.

—Lo siento, amo.

Con movimientos torpes y ruidosos, el robot, de cuerpo parecido a un gorila de brazos cortos, se echa a un lado y me deja pasar. Espero estar actuando mi falta de sorpresa tan bien como he actuado mi indignación. Lo pienso mejor, y realmente no sé si he actuado, o realmente Miedo me está controlando. Pienso en buscar a las mentes cuyos cuerpos no he visto tirados en el jardín frente a la casa, explicarles lo que me pasa y pedirles ayuda. Qué tonto... ¡debería haber buscado pistas ahí atrás! Por otro lado, estarán mejor sin mí. ¿Qué he hecho por ellos? Ni siquiera sé si estoy siendo controlado, y nada me garantiza que no me dé un arrebato como el que me dio en el Faro, nada me garantiza que no traicione a todos.
No, mejor que no. Yo, Eissen, el experimento, el marcado y maldito, debo estar solo. Miro más allá del camino: al final, hay un puente que une esta isla con las olvidadas Tierras Inexploradas.

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Duermo. Algo me golpea. Siento algo en la cara, algo difuso y poco concreto. Una luz azul se abre en los ojos. ¿Por qué me hacen esto? ¿Por qué atacan?
¡El Faro!
Mis vista aún no está formada, pero tengo los ojos muy abiertos. Poco a poco, el sol me muestra el cielo, sobre mí, y algo más oscuro debajo, estoy sobre ese debajo, ¿qué es? Madera. Hay alguien a mi lado, pero no parece que sea un esbirro de Miedo. No veo el Faro por ninguna parte. Pero por la suave canción de las olas, sé que sigo en el mar. No sé dónde estoy. Me fijo mejor, veo el mástil, una red hecha un ovillo a una esquina del barco. La persona a mi lado es Jil Ehrad. No veo nítidamente, pero reconozco su peinado y su color de piel.

—Jil —digo.
—Optimismo.

¿Optimismo? Me había acostumbrado ya a que el rubio apático me llamara Albino. Trato de poner mis pensamientos en orden... recuerdo haber sido sumergido por un tentáculo, había tentáculos, niebla densa y negra. Fuego se quedó para que pudiéramos huir. La madera, recuerdo que me apoyé en maderas que flotaban.

—¿Qué hago aquí? —digo.

Suspira, me mira con ojos tristes.

—Estabas en el mar, flotando. Te he visto a lo lejos, al principio no sabía que eras tú. ¿Estás bien?
—No lo sé.

Palpo mis brazos, les doy golpes, luego mis piernas, me arremango los pantalones. Mis ropas están hechas jirones. Miro el pecho. No hay ninguna marca de Miedo.

—Mírame en la espalda —le digo—. ¿Ves una marca?
—No.

Entonces no me ha hecho nada. Debo agradecer a Erudito, una vez más, por el mecanismo que mejoró mi maza... pero ahora no tengo arma. Quiero preguntarle a cuánta distancia estamos del Faro, qué ha pasado exactamente.

—Optimismo, ¿qué ha pasado? —dice.
—¿Qué?
—¿Qué ha ocurrido? Maldita sea.
—El Faro ha caído —digo—. ¿No lo has visto? ¿Dónde estamos?
—¿Vienes del faro?
—Sí.
—¿No has estado en la casa?
—No, te lo acabo de decir —digo—. Miedo nos atacó.
—Entonces esa niebla en el oeste es Miedo.
—Así es.

Se camufla un poco entre las nubes grises, casi negras, que cubren el cielo muy hacia el oeste. No me encuentro cerca, ni mucho menos... Entonces estoy cerca de la casa, le puedo decir que me lleve hasta el resto. Él se lleva las manos a la cabeza, y se sienta conmigo. Suspira, muy fuerte. El barco sufre un gran balanceo, pero él ni se inmuta.

—Debo decirte algo... —dice.
—Dímelo mientras me llevas a casa, si no te importa, a no ser que tu nuevo amo te lo impida... Al fin y al cabo, ha sido un ataque suyo. —Me levanto—. Debo avisarles corriendo sobre esto, prepararnos para la batalla.
—No habrá batalla, Optimismo.
—¿Tú qué sabes? Claro que la habrá.

Intento guiarme como puedo, tomando la niebla como referencia. Distingo las playas que llevan a la pradera, frente a nosotros. Aún más a la derecha, estará la casa, aunque no distingo el muelle desde tan lejos.

—Optimismo, la casa está destruida.

Me giro, y tiene la misma mirada triste que lleva teniendo un rato. Está empezando a temblar, y yo empiezo a preocuparme.

—¿Qué? Ve al grano.
—Vuestra casa ha sido destruida. No hay nada allí, más que muerte. Han asesinado a las mentes.

Trato de procesar algún significado o doble sentido a la respuesta. Cuando dice que las han asesinado, no lo dice en serio.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

Él se levanta y me agarra de los hombros, con la mirada de un loco.

—¡Que vengo de allí, maldita sea, eso quiero decir! ¡Hay muertos, Optimismo! ¡Han sido asesinadas!

Es una mentira que bien podría ser verdad, por la lágrima que sale de sus ojos. Alguien ha muerto. Alguien ha muerto. Cuántos. Alguien ha muerto.

—Alguien ha muerto —digo.
—Sí, es lo que intento decirte.
—Cuántos.
—No lo sé. Había varios esbirros de Miedo. Me vieron y me obligaron a huir, me alejé de allí lo más rápido que pude.
—Cuántos.
—¡Que no lo sé!

He escuchado las palabras de Jil, pero ya las he olvidado, y no puedo recuperarlas. Hay muertos.

—Por qué —digo.
—No lo sé, tampoco. Yo fui a ver si tenían noticias de mis hijos y de Los Creadores, y me encontré todo así. No sé nada más, apenas pude acercarme, solo sé que Razón está muerto porque es el único que pude ver de cerca.
—Los Creadores.
—Sí.
—Miedo.

Jil no contesta. Miro hacia las Tierras Inexploradas, al fondo, en el horizonte, casi sin color. Imagino dónde estará el sur de esa isla. Me quedo mirando el sur.

—Dante.

Jil me dice que me lleva a su casa, para que descanse. No puedo, no debo descansar. He de descubrir qué ocurre, pero me lleva a su isla igualmente. Hay muertos. Hay muertos.

—¿Viste a alguna mente de pie?
—No.

Estoy castañeteando los dientes. Me agarro las manos, pero no sé cómo hacerlo. Estoy temblando. El barco se balancea de vez en cuando, y los dos nos acercamos a las Tierras Inexploradas. Sé que tiene la isla allí, una isla en la que él vive, no tan grande como la nuestra. ¿Quién mataría a las mentes? ¿Por qué? Solo sé que Dante tiene el control.
Me acuerdo entonces de Mentes. Está sentado, mirando a la nada en un autobús. Hay algo en esa historia que se me escapa, algo que no recuerdo bien.
Se me cae el cielo a los pies, y me hundo con él en el océano. No puedo seguir de pie, creo que el corazón se me ha parado, las imágenes vuelven a mí como un martillo pilón que me hunde más en la madera de cubierta. Julio. Dante tiene el control. En su control me arrebataron a Julio.
En su control, me arrebataron a mi futuro.
Él me arrebató a mi futuro.
Él.
Todo el odio irracional se convierte en pura bilis. Pienso matar a Dante. Pienso ahogarle con el acero de su propia espada. ¡Él! ¡Él fue!
Fue él.
Nadie me arrebata a mi futuro. No sin morir.
Viene Jil, me pregunto qué pasa. Le digo que mataré a Dante, y él me dice que cree que tiene a sus hijos. No quiero decirle lo de Julio.
Cuando llegamos a la costa, es casi de noche. Su isla es más pequeña de lo que pensé, pero me sorprende lo bien gestionado que tiene el espacio. Obviamente, ni voy a descansar, ni quiero quedarme, solo le pido un bote. Él me pregunta que para qué quiero el bote. Yo le digo que lo usaré para viajar a las Tierras Inexploradas y lo dejaré en la costa, donde podrá recogerlo más adelante. Allí, no me pararé hasta localizar a Dante. Y le mataré.
Jil me da un bote. Me dice que le envíe a sus hijos, si los tiene.

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La espera se hace insoportable. Me muero de hambre, en este barco, quieto e inmerso en la oscuridad. Me duele el cuerpo, por todas partes, y mataría aquí mismo por una cama y comida caliente, pero no puede ser. No después de lo que ha pasado. Solo hay una muerte posible que me garantizase verdadero descanso sin necesidad de cama siquiera, y esa es la de Dante. Su cabeza colgará por lo que nos ha hecho. Él nos enseñó el dibujo, él sabía que ellos irían a por nosotros, y aun así se fue, huyó como un cobarde cuando acabamos con sus lugartenientes.
Quizá me esté dejando llevar demasiado, siento mucho la muerte de Yod y Lisa, y aunque Jil sea un traidor, no tengo claro que se merezca esto. Se vendió a Miedo, pero nunca nos deseó mal, e incluso propuso llevarse bien con nosotros. ¿Qué demonios te pasó, Jil?
¿Qué nos pasó a nosotros?

—Siento un profundo malestar —dice Energía—. ¿Puede ser hambre?
—Seguramente, yo estoy igual —dice Duch.

Afrodita está tumbada junto a mí, y tan solo lo sé porque la escucho respirar. No veo nada detrás de mí, salvo los ojos aguamarina, brillantes de Energía. Veo claramente cuándo parpadea, como si fuera a cámara lenta. De ambas comisuras de los ojos, se escapa el humo verdoso, que asciende hasta más allá de su cabeza. Al frente, solo veo la silueta de Stille, que sujeta una vara larga clavada contra la roca al frente, por si el barco quisiera salir sin nuestra ayuda. También veo la barandilla austera de proa. Y más allá, la luz que ilumina más allá de la boca de la cueva, se va desvaneciendo. Todos merecemos un descanso, pero no lo hay, solo más batallas, solo seguir hacia adelante.
Busco la cabeza de Afrodita para tocar su frente. En el camino, noto algo frío, algo húmedo. Está llorando, en silencio.

—Oye —susurro—, ¿qué te pasa?

Ella no contesta, pero noto que su respiración se entrecorta con más frecuencia, y es más violenta. Busco a tientas sus lágrimas, las limpio, y acaricio su mejilla. A saber por qué llora, puede ser por Julio, puede ser porque no hablamos con María, puede ser por su cadera rota. Podría haberse partido la columna por las lumbares y habría dejado de sentir las piernas, pero no, Los Creadores no tienen suficiente con eso, prefieren que ella pague el precio por no estar de acuerdo con ellos. La de Dante no es la única cabeza que necesito... también quiero la de esas tres máquinas, quiero verlas destruidas por sus propios brazos mecánicos, y sus armas incorporadas.

—Estamos todos contigo —susurro—. No estás sola. Aguanta.

Con esas palabras, Stille levanta la vara, que resulta ser uno de los remos, y me lo da. Es gigante. Sin luz, no sé bien cómo podría usarlo. Pero ya es la hora, ha caído la noche, y los esbirros de Miedo apostados en el puente no deberían vernos. Duch coge el otro remo y se ofrece. Los dos juntos empujamos las rocas del fondo, y el barco comienza a avanzar. Cuando estamos a punto de cruzar el umbral de la cueva, nos sorprende un foco de luz apuntando al mar.

—¿Qué es eso? —pregunta Energía.
—¿Saben que salimos o solo vigilan? —dice Duch.

Nos quedamos en el umbral de la cueva, quietos. La luz deja de iluminar el agua frente a nosotros.

—¡Ahora! —dice Duch.

Un golpe de Stille indica que pare. Con el puño cerrado, la luna rojiza la ilumina, a ella y a la proa del barco. La Señorita Lorraine, detrás de mí, acaba de pegar un ronquido.

—¡Stille! —Duch susurra gritando—. ¡Es nuestro momento de avanzar!

Ella sigue con el puño cerrado, absolutamente quieta. Imagino lo que está tratando de hacer, medir si hay un patrón. Pasan los segundos, y empiezo a preguntarme si hubiese sido buena idea avanzar cuando lo dijo Duch, entonces veo de nuevo la luz en el mar, y lo retiro todo. Espero, impaciente, a que vuelva a irse, mientras voy preparando el remo, lo engancho en el barco. Al fin, la luz se mueve a otro lado. Veo el brazo de Stille, en la noche, indicar que avancemos, y Duch y yo comenzamos a remar, todo lo fuerte que podemos. Trato de remar más que Duch, para que babor recorra más agua y el barco gire a la derecha, pero es difícil. Tengo que susurrárselo un par de veces, hasta que me hace caso. Salimos del radio de acción del foco, y suspiro, mi corazón se encoge por un momento cuando la luz apunta hacia el mar. Pero estamos lejos.
Nosotros somos las mentes, gobernantes de la personalidad de Mentes. Una vez fuimos las más importantes, las más influyentes, las decisivas. No tenemos el control. Masacradas, buscadas, forzadas al exilio.
Siento pena por los muertos, que no están. Siento pena por los vivos, que tienen que seguir luchando. No quiero seguir luchando.

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