6 de septiembre de 2018

Siroco.


El mediodía es frío y nefasto como cabría esperarse de octubre. Saco las piernas del agua, porque no aguanto más, pero lo hago sin levantarme, todavía tumbada en la hierba y las piedras. Tengo las piernas tan descansadas... Suspiro. Más allá del cielo, Mentes discute con su madre sobre la denuncia de María. Llega a nosotros otra bomba, como de costumbre, que la policía quiere investigar el caso para asegurarse de que no ha sido un asesinato... un interrogatorio y una inspección, en principio, pero quién sabe... Es mucho, pero no hay cambios en el cielo. Eso significa que, dentro de Mentes, todo sigue igual. Le da igual. Pero a mí no me da igual, ni un mínimo. Desvío la mirada de las nubes, para dejar de ver aquello, ahora que lo veo tan lejano, desde el asiento de atrás, sin posibilidad de hacer nada por ayudar.
No puedo evitar mirar de nuevo. Me da un ataque de nostalgia, cuando veo en la estantería la foto en la que él y su primo posan juntos subidos a una montaña rusa en marcha, felices. Mentes tenía diez años. Es increíble cómo ha cambiado esta habitación desde que Mentes se fue de casa, y sin embargo, permanece igual de reconocible. La misma puerta. La misma lámpara, y la misma pintura.
Aún está esa enciclopedia a tomos que su padre se empeñó en comprar, ocupando toda la parte trasera de la estantería. A él también le echo de menos, así que supongo que Mentes también lo hará, en el fondo, quizá. Pero de todo, lo que más alegría me da es la foto en la montaña rusa que voy a dejar de ver, ahora que Mentes da media vuelta y gira hacia el comedor. Un recuerdo cálido de cuando las cosas eran más simples, de cuando aún se dirigía la palabra con su primo.
En aquella época Mentes sufría acoso escolar, y nos parecía un mundo. Ahora me giro y lo veo tan sencillo de solucionar... ¿qué es el acoso escolar comparado con perder un hijo? Quizá sea lo peor que exista. Como los dedos más fuertes del universo apretándote el cuello. No dejo de intentar buscar la solución, pero... durante todos los años que tengo, siempre he infravalorado dejarlo de intentar.

El pájaro azul y blanco vuelve a trinar, a mi lado. Ni el bramido de la catarata lo aleja de la raíz enclenque en la que se sujeta, y trina de nuevo, de forma melodiosa y alegre, constante. Canta más fuerte de lo normal, hasta tres veces, y echa a volar hacia arriba, donde están los demás... quizá sea hora de volver con ellos. Cuando piso en la tierra, algunas hojas de hierba se quedan pegadas a mis pies, también se pega el barro de la orilla. Sin embargo, la madera se siente más suave y caliente, menos seca. Las mentes comen frente a la casa, también distingo las ropas amarillas de Bhimani, el aire me trae el aroma a pescado. Pero no quiero comer. Saludo al grupo, Jil contesta el saludo, y paso de largo. Social sigue temblando, con una manta a los hombros.
El paseo me lleva hasta Sombra y la Señorita Lorraine, que duerme profundamente. El caballo negro resobla de forma grave cuando llego, lo que interpreto como un saludo, y le acaricio el cuello. Me quedo mirando los colmillos descompensados de Lorraine. Voy hasta ella, y la despierto.
Después del sobresalto que tiene siempre, abre y cierra los ojos varias veces, hasta que vuelve al mundo real. Despacio, levanta la cabeza, luego echa atrás su cuerpo, y chilla. Sigue haciéndose hacia atrás, hasta que la cuerda la deja en el sitio, y aun así se retuerce para intentar alejarse algunos centímetros de mí. Está enterrada entre las ramas del sauce.

—Calma —digo—. No voy a hacerte daño.

Me acerco despacio, con la mano en alto, pero el animal tensa la cuerda hasta el máximo. Tuerce la cara por el lado de su colmillo entero, y cierra los ojos. Yo salto ese colmillo, con cuidado, y acaricio su frente. Ella se ha estremecido cuando la he tocado.
La respiración del animal es pesada, la mía no. No sé por qué, pero me siento equilibrada, con la sensación de que todo podría salir bien, de que la Señorita Lorraine necesita entender que, aunque nunca me eligió y yo no la elegí a ella, debemos colaborar. Debo arreglar las cosas. La palma de la mano se desliza alrededor de su morro, hasta que remonta el colmillo y llega al corte. Uno de los bordes raspa la piel cuando lo toco.

—Lo siento —le digo, aunque no creo que me entienda—. Siento haberte hecho daño. No volveré a hacerlo.

Acaricio el colmillo con una mano, y la cara del animal con la otra. Poco a poco, el animal se relaja, hasta que su postura es recta. La sigo acariciando. Al final, recoge las patas y se tumba en la hierba. Después de comprobar que la herida de disparo de Tubán, el Creador azul, ya estuviese curada, me tumbo también con ella. La respiración de las dos es ahora suave. Y su aliento, en realidad, no es tan desagradable. Debería oler el mío, después de días sin lavarme los dientes. Cuando me doy cuenta, Jacob está a nuestro lado, y toca la piel peluda de la jabata.

—Me alegra veros así —dice.

En su hombro descansa el pájaro que me miraba antes en la cascada, Jacob le acaricia el cuello con las uñas, y el animal mantiene los ojos cerrados mientras lo hace.

—Hola, Jacob —digo.
—¿Te importaría ayudarme, y llevamos a los animales a otro lado del río?
—Pueden beber desde aquí.
—Lo sé —dice—. Hay una zona profunda donde podríamos limpiarlos un poco.

Cuando nos metemos dentro de las ramas del sauce, para deshacer las cuerdas, él tampoco se aclara para deshacer los nudos. Él dice que no ve, y yo, bueno, sí que veo, pero no tengo uñas. Él se cambia a mi lado del tronco, y yo al suyo. Desde su parte puedo ver el nudo de la Señorita Lorraine, y lo deshago con facilidad, y él puede con el mío. Ríe, cuando lo conseguimos, él ríe, a mí se me escapa una sonrisa.

—No has venido a comer —dice.
—No.
—Bhimani nos ha contado que no te encontrabas muy bien. Nos ha dicho que estás progresando mucho, y dentro de poco serás mucho más fuerte que antes.
—Gracias.

Caminamos despacio, yo arrastro a la Señorita Lorraine, él acompaña a Sombra, pero el pájaro sigue con él, en el hombro. La tierra es húmeda aún, supongo que la lluvia fina que cae poco a poco no deja que se seque. El rumor del río suena cerca, también la conversación que escucho entre Jil y... Levanto la cabeza. La tiene con Stille.

—Hoy Jil está de buen humor, ¿no te has dado cuenta?—dice.
—Parece que os lleváis bien —digo, y le miro.
—Es un buen hombre que ha perdido muchas cosas. Ha pasado por un calvario, igual que vosotras.
—Supongo.

Conduce a Sombra más allá del grupo, donde el agua es más profunda, a la izquierda están la cascada y el sauce rosa, pero Sombra solo me deja ver las hojas más altas. Cuando Lorraine se agacha para beber, salpica tanto como un niño que se tira de un salto. Julio, cuando se lanzó con manguitos a la parte profunda de la piscina. Me dio el impulso de cogerlo en el aire, entonces, hace... demasiado tiempo.

—Energía y tú sois dos mentes muy poderosas —dice—. Aunque quizá tú te veas cansada, se te nota mucho más tranquila, y centrada. Me alegro de verte mejor.

Con cuidado, empuja a Sombra para que se meta en el centro del río, pero el caballo se queja, no quiere. Stille nos mira.

—No tienes por qué alegrarte. Tú y yo no nos conocemos, no somos amigos. Incluso nos acompañas lejos de tu hogar para ayudarnos, y no tienes por qué hacerlo.
—Sobre eso quería hablarte.

Comienza a frotar a Sombra, y yo también lo hago con la cara de Lorraine, que tiene legañas en los ojos. La jabata se queja, sí, pero no demasiado... se nota que aún sigue teniendo miedo, pero al menos, me mira a los ojos, y no huye. El pájaro aletea cuando Jacob se inclina, y él, acariciándolo de nuevo, da un pequeño silbido e indica que se vaya.

—Creo que le llamaré Ady —dice.
—¿Qué querías contarme?

Mi tono ha sonado más cortante de lo que pretendía. Me disculpo por ello, él solo me indica que me siente a su lado.

—He estado pensando sobre lo que me dijiste —dice—. Sobre esa mente que conociste, y que era igual que yo, hace mucho.
—Da igual, olvídalo.
—No. Es que, en el fondo, te recuerdo.

La mirada va directa a sus ojos, que no se mueven de los míos. La rosa, el sacrificio, los momentos robados, juntos...

—Me... ¿Me recuerdas?

Me ha pillado tan desprevenida que no sé qué más decir.

—Siempre lo he sabido —dice—, pero fue como un mal sueño, como una parte de mí dormida con la que no me identifico. Supongo que no quería aceptarlo cuando me lo dijiste. Pero desde que me lancé contra ese tornado a ciegas, y lo deshice con mis manos... es algo que no puedo negarme.
—Afrodita tenía razón.
—Dime, Luchadora. ¿Soy como esa mente? ¿Como Humilde?
—No —digo—. Hay algo, pero... no.
—Entonces no somos tan distintos tú y yo, ¿verdad? Salvando las diferencias.

Sonrío. El aire mueve el pelo húmedo contra mi cara, yo me lo aparto, luego le cojo las manos.

—Despeja tu cabeza —le digo—. Concéntrate en mirar más allá del cielo, más allá de todo. ¿Qué ves?

Él cierra los ojos, y respira hondo.

—Veo como si fuera otra persona, pero yo no soy esa persona.
—Las mentes tomamos el control de él y le guiamos en sus decisiones, intentando que viva lo más feliz posible.

Aunque tenga los ojos cerrados, sé que tiene la cabeza arriba, donde casi puedo sentirle.

—Parece... infeliz —dice.
—Mentes necesita a las mentes. A todas las mentes.

He enfatizado en el todas.

—¿Y cuando recuperemos el control, podré dirigirle, como vosotros? —dice.
—Por supuesto.
—No sé si podré hacer algo tan importante.
—Claro que sí.

Suelta mi mano, para apretar el puño, delante de él. Aun así, sigue pareciendo calmado.

—Ahora entiendo por qué llegasteis hasta mí —dice—. Todo era un plan para que me uniera a vosotros. Primero la niña, ahora, un propósito. Ahora tengo dos motivos por los que luchar.
—Me basta con que quieras quedarte con nosotros.

Sonríe.

—No llevas tu espada —dice.
—No. Yo... no sé dónde está.
—Es un arma formidable. ¿Cómo se llama?
—No tiene nombre.
—¿No debería? —dice.

Nunca me planteé ponerle nombre. Es como animar algo que en realidad no tiene vida, aunque en realidad, ella ha estado ahí siempre. Me ha salvado muchas veces haberla tenido conmigo.

—¿Y tú? —digo—. ¿Sigues teniendo sueños con las estrellas?

Él asiente, despacio. Mira al cielo, pero solo hay nubes.

—Enaí, las estrellas —dice—. Últimamente lloran mucho... mucho.
—¿Lloran por nosotros?
—No lo sé. Lloran por su hijo, signifique eso lo que signifique. —Se aparta el agua que le entra en el ojo—. A lo tonto, esta lluvia me ha calado por completo.

A mí también... Sonrío, poco tiempo. Noto que el aire convulsiona, y va, por un segundo, en sentido contrario al habitual. De pronto, un chasquido. El aire se vuelve frío, la lluvia más intensa. Sombra se sobresalta, levanta la cabeza, camina hacia atrás hasta salir del río. Yo conozco ese chasquido. Según Sombra se retira, veo lo que ha aparecido, Pegaso, el caballo azul que despliega las alas y las bate tan fuerte que levanta la parte delantera de su cuerpo. Montado sobre él está Dante, rodeado de un aura blanca.
Ha venido él a nosotros. Ha venido.
El agua fría sube hasta las rodillas, según mis pies avanzan por las piedras del río. Me acerco al resto de compañeros, despacio, y ellos avanzan, todos vamos al mismo punto. Pegaso cae como un gigante sobre la hierba, recoge las alas, y Dante salta de él, luego acaricia el cuello del animal, y este desaparece de un chasquido. Llega hasta nosotros otra ráfaga de aire. Stille me ayuda a salir del agua, y me da la espada negra. Ayudo a Jacob a salir del agua. No llevo mi armadura.

—Jacob —susurro—, pase lo que pase, no le mires a los ojos.
—De acuerdo.

Dante espera solo, junto a la cascada. Todos nos detenemos a distancia prudencial. Las gotas caen en los ojos, el camisón se mueve de forma violenta, por el viento, que araña las piernas mojadas. Agarro el metal frío con las dos manos, pero esta vez no me quema. El rayo en el cielo ilumina a Dante, y si se presenta la ocasión, le dirigiré un golpe directo exactamente entre la cabeza y el hombro.

—¡Dante! —grito.

El trueno es el eco de mis palabras. Levanto el acero negro, hacia él. A mi izquierda, Bhimani se abre paso, y avanza incluso más. Cuando cae otro rayo, la figura de Dante es negra.

—¡Bhimani! —grita Dante—. ¿Por qué has hecho esto?

El trueno sacude la hierba entre nosotros.

—No has cambiado nada, Dante —dice el anciano—. ¿He hecho algo que no debería?
—Eras para mí como de la familia. ¡No me importa que les acojas, pero estás dejando que conspiren contra mí!

Se lleva la mano a la espada, y corta una cuerda que llevaba atada al cinturón. Levanta el puño. Del extremo cortado cuelga un pájaro muerto, el pájaro de Energía.

—Te nubla la venganza, chico —dice Bhimani—. Si sigues con esto, no ganarás. Ríndete, y quizá ellos puedan arreglar tu estropicio.
—¡Yo soy más poderoso que todos ellos juntos!

Se lleva la mano al bolsillo, del que sale luz. Cuando levanta la llave de Núbise, el aura blanca se intensifica, e incluso estalla junto a él una onda de energía. La hierba a su alrededor se revuelve. De sus ojos sale humo blanco. Dos rayos coronan el cielo de espinas blancas. Sombra relincha, cerca del río.

—¡Todos quietos, en guardia! —digo.
—¡Tú mataste a mis hijos! —grita Jil—. ¿Por qué lo hiciste?

El corazón comienza a latir rápido. Otro trueno, y otro detrás.

—¿Yo? —dice Dante—. Yo les ofrecí alternativa. ¡Fue Defensor el que lanzó a tu Yod al abismo, y Luchadora la que cortó el cuello a Lisa delante de mí!
—Es mentira, asesino —dice Jil.
—¡Pregúntaselo!

Miro hacia Dante, pero noto todos los ojos detrás de mí, fijados en mi nuca.

—Luchadora —dice Jil—, dime que este hombre miente.

Tengo los ojos abiertos. El acero frío es uno con la mano. Dante no se mueve.

—¡Luchadora! —dice Jil.

Cada palabra es el filo de navaja que recorre la piel poco a poco. Tengo en la cabeza los ojos aguamarina de Lisa, luego sus ojos sin vida cuando sujetaba su cabeza, susurrándola que no se muriera. Jil grita mi nombre, el viento me azota, la lluvia. Dime que no fuiste tú, me grita, me está hablando, tengo que contestar. Fue Dante, Jil, él los mató, solo debo decirlo, mis labios se mueven, pero el aire no sale de mi garganta. Dante sigue quieto, él también me está mirando. Al rayo lo sigue el trueno, y es lo único que corta los gritos de Jil. No puede ser, susurra Jil. En el fondo sé que no puede ser, sí... pero es.

—Luchadora, dime que no es verdad —dice Jacob.

Pero todos están callados. Miro a Dante... no me atrevo a ver la cara de Jil. Que contesten los truenos.

—Qué fácil es echarme las culpas de todo, ¿eh, Luchadora? —dice Dante, y me apunta con su espada—. ¡Luchadora, ordena a tus hombres que se rindan, y prometo no matar a ninguno!
—¿A ninguno? —dice Bhimani.

La espada de Dante se convierte en rifle, y mirando al viejo, mueve su espada hasta la posición del viejo, y luego la sigue moviendo, más hacia nuestra izquierda, hacia algo por fuerza más allá del río. Aprieta el gatillo, un rayo azul ilumina el agua, atraviesa a toda prisa la cabeza de Sombra. El caballo deja de relinchar.

—Cierto —dice Dante—. Tú sabes que has cruzado la línea roja, viejo.

El cuerpo de Sombra cae a plomo en la tierra. El rifle de Dante se mueve rápido hasta apuntar a Bhimani, yo corro hacia él. El rayo del cielo nos ilumina. El destello azul sale del rifle, e impacta en el anciano. Luego, el trueno. Me coloco junto a él, preparo los brazos y sigo con la espada la trayectoria del cañón cuando dispara la segunda bala, mi espada en el camino.
Pero el viejo la golpea, y la mueve.
La bala atraviesa el pecho de Bhimani, luego otra, cerca de la garganta. Stille ya casi se ha abalanzado sobre él, y Dante, solo moviendo los brazos, la ha arropado con energía blanca, y la lanza lejos. El anciano está cayendo, se encuentra con mis brazos antes de tocar el suelo. Escucho disparos y golpes alrededor. Yo poso el cuerpo ensangrentado, con cuidado.

—¿Por qué has hecho eso? —digo—. ¡Iba a salvarte!
—Luchadora... —El viejo tose sangre, y coge mi mano con la suya—. ¿Cómo creías que iba a acabar esto?
—¡Maestro! ¡No te vayas, por favor! ¡Te necesito!

La barba del anciano comienza a teñirse de rojo. Noto que ya no respira, no parpadea, no deja de mirarme. Su mano ha perdido la fuerza.

—¡Maestro! —grito.

No dice nada más. Su mirada queda perdida en algún punto de la mía.
Aprieto los puños, y la mandíbula. Me tiemblan los brazos de la fuerza, y conozco el silbido del rubí que tiñe mis brazos de rojo, no el de la sangre que hay fuera, sino del rojo brillante que nace de dentro. Miro hacia los golpes, hacia Dante. Una figura se interpone. Es Jil, quieto, con la lanza en alto. El rayo ilumina su cara de ira. La luz de mi rubí disminuye.

—Me mentiste —susurra.
—Tuve que hacerlo —le digo, y señalo hacia Dante—. Él es el enemigo.
—Mataste a mis hijos.

Su voz es grave y definitiva. Me incorporo, poco a poco.

—Fue un accidente —digo.

Casi no me da tiempo a protegerme, cuando la lanza por poco me deshace el pecho.

—¡Jil! —digo.

Vuelve otra lanzada, esta vez previsible, la he apartado sin esfuerzo. No puedo permitirme esto. Dante está aquí, mis amigos me necesitan, no puedo perder el tiempo. Recorro la mitad de un círculo, guardando las distancias con él. La mirada de Jil es de completo loco, fija en mí, hasta que la desvía hacia Energía. El cuerpo de su hija se envuelve en bruma aguamarina, ojos, boca, alrededor de sus brazos, y golpea la barrera blanca de Dante hasta el punto de estremecerla. Dante cierra el puño y lo levanta, grita, entonces el cuerpo de Energía pierde todo el brillo, se está escapando hacia arriba, y ya solo queda Lisa, inerte, cae al suelo.
Jil vuelve a mirarme, está gritando. Golpea con más conocimiento del esperado, sus lanzadas son firmes, pero no son complicadas. Sus pasos son simples, descentrados, y yo no quiero hacerle daño, por eso gana terreno. Si no hago algo, al final me empujará al abismo. Paso a paso, ya solo estoy a un metro.

—¡Él es el enemigo! —digo, señalando hacia Dante.
—¡Me da igual! —dice él.

Se acabó. Tras la última lanzada, esquivo el arma, la agarro con el brazo y le alejo de una patada. Desde el suelo me mira con esos ojos, con la cresta caída sobre la cara. Abro los brazos, con un arma en cada mano, yo en lo alto de la montaña entre ambos.

—¡Jil, lo siento! Para ya esta locura.

Él se levanta, corre hacia mí. No puedo esquivarle sin hacerle daño. Los dos nos caemos por el abismo a mi espalda, tras el primer golpe suelto las armas, luego el segundo, me tapo cabeza y cuello. Duele. La tierra húmeda, metida hasta el fondo de las uñas, en la cara, las piernas. Me duele la rodilla, y la cabeza. Estamos cada uno por su lado, junto a las escaleras de madera. Hemos caído por los escalones de tierra y roca. Las armas, por algún lado. Así se cae desde lo alto de la montaña que hay entre ambos.
Intento ponerme de pie, pero no es tan fácil. Se me nubla la vista cuando lo consigo, espero no caer, tengo que ser fuerte. Aguanto. Jil también se levanta, lo estoy viendo según recobro la vista, ¿y está gruñendo? Gruñe de ira, va a atacarme de nuevo. Agarro su hombro y le devuelvo al suelo. Me coloco encima, tiro del cuello de mi camisón hasta que la herida que me hizo Lisa queda expuesta.

—Ella intentó matarme —le digo—, y casi lo consigue. Todos los días me persigue su fantasma. Todos.

Se le ve furioso, pero no hace nada, no intenta golpear de nuevo. Solo gruñe. No esquiva la mirada, son dos puñales, no, son dos recuerdos de los dos cadáveres, uno aún caliente, sobre la hierba que hay arriba, otro frío en lo profundo del abismo. Veo el brillo del metal negro, cojo la espada del suelo, y retrocedo, despacio y sin perderle de vista, hasta palpar la escalera de madera. La lluvia hace que sea resbaladiza, sus crujidos parecen una respiración. Antes de acabar de subir, una onda de energía blanca la hace crujir, llego arriba. Veo a Dante. Tiene el brazo levantado, con la llave de Núbise. El resto están arrodillados en tierra, con la mirada perdida, igual que Social. ¿Dónde está él? Le veo, igual de ido que siempre, junto al cuerpo de Lisa, está sujetando el bastón y brilla, pero no hace nada. Ninguno lo hace. Social es el único que intenta moverse.
Cuando me ve, Dante mueve la gema hacia mí, y también fallan mis piernas. Es... estoy... es como... ¿por qué no pienso? ¿Qué...? Oh, no puedo. Quiero... quiero... quiero.
Quiero.
Es un limbo rojo y negro, en el que estoy sumergida. No me veo las manos ni las piernas, pero sé que estoy ahí. No se escucha ni un solo sonido, pero los colores no hacen más que moverse, algunos estallan y se dispersan por el infinito, y yo sé que avanzo, pero cuando avanzas en el infinito, sin más compañía que uno mismo, es como no avanzar. Los colores parece que van a golpearme, pero me atraviesan, son tan densos, pero se sienten como gas.
Escucho algo. Es un silbido, parece el de una olla a presión, pero... no, es peor. Es humano. Ese silbido lo está haciendo otra persona. Me reclama. ¡Quiere lo que yo tengo! Si tuviera piernas podría correr, o si tuviera manos para defenderme... pero solo avanzo por el infinito, y no hay nada, pero sí, sí que hay algo. En el fondo lo veo, es un vórtice, un agujero negro que se lo traga todo, y todo lo rojo y todo lo negro que puedo ver se arremolina hacia ello con violencia, en el centro... no es negro, es vacío. La nada. ¿Qué habrá más allá? No quiero, ¡no quiero saberlo! Todo es engullido, no importa ni su infinitud ni su densidad, son sorbidos y olvidados en ese lugar, ¡no quiero ir! ¡Quiero salir de aquí! ¡Basta!

El brillo rojo del rubí se apaga un poco. La espada de Dante lo refleja, está chocando contra la mía, y él está haciendo fuerza. ¡Yo también! Tengo los dientes tan cerrados, y respiro tan fuerte y profundo que no me reconozco. El rojo en mis venas se va deshaciendo, pero yo quiero que vuelva, ¿lo quiero? Dante comienza a ganar terreno, a empujarme con su espada hacia la tierra, mis fuerzas están desapareciendo. Sus ojos son completamente blancos...
Por un momento, le estaba ganando. No podía controlarme, y ahora... la espalda toca la tierra. Mover su brazo es como mover la luna.
Un destello aguamarina aparece detrás de Dante, silba agudo, como gritos lejanos de gente calcinada, extiende varios brazos alrededor de su cuerpo, y lo abraza. Dante aúlla, él contesta con la luz blanca de la llave de Núbise. Pero Energía sigue incrustada en su espalda, clavando en el pecho de Dante brazos que parecen garras. Por un momento, Dante ha tenido los ojos aguamarina. Intento golpearle desde el suelo, pero también se protege de mi espada, hasta que un estallido blanco expulsa a Energía lejos, a mí me incrusta en la hierba, él silba, ocurre el chasquido. Pegaso vuela hacia él.

—Tenéis tres días —dice Dante—. Cooperáis conmigo, o mato a Madurez. Vosotros decidís.

Salta, salta alto, aún mira hacia nosotros, como si no le costase esfuerzo. El brillo de la llave de Núbise desaparece a lomos de Pegaso, el rayo les vuelve una sola figura negra, y el trueno calla el chasquido del caballo, cuando desaparece. Solo hay lluvia, fuerte, fría, que repiquetea contra el metal de mi espada. No veo bien, me cae en los ojos. Toso, y por cómo suena sé que he cogido frío. Mis pies, llenos de barro, resbalan con la hierba húmeda. Primero, compruebo que estemos todos bien... ha sido un caos. Energía ya está en el cuerpo de Lisa, se incorpora y se detiene para mirarme, mientras se toca partes que deben de dolerle. Jacob se mira las manos, aún le desprenden luz blanca que debe haber absorbido. Finalmente, llego hasta Sombra. Social y Stille están con él, los dos están temblando. Social se toca la cabeza, hace una mueca, y se gira para vomitar. Stille está pálida, y acaricia sin pulso el morro negro del caballo. El ojo del animal, en lugar de rojo y brillante, ahora es de un negro pálido, y mira a ninguna parte, en el cielo. Las ropas blancas de Stille están manchándose de rojo, me agacho para mirar, y veo un tajo en el costado, no muy grave, pero notable.
Jacob también debe de haberlo visto, llega corriendo hasta Stille y la aleja de su caballo. Ella se resiste, se arrastra para acariciarle la crin, pero él sigue haciendo fuerza. La coloca en una posición donde la pueda curar, y acaricia su mano por el costado. Y ya está. No hace nada más que pasar su mano varias veces por la herida. Ella aún mira hacia Sombra, con la mano extendida, araña la arena y excava la tierra hacia ella. Hay restos de sangre, hueso y sesos a más de tres metros del cuerpo. Están encima de la hierba, suspendidos, igual que los pétalos de rosa soportaron los restos de Defensor.
Miro la herida de Stille, otra vez. Se está cerrando, no por completo, pero al menos ya no sangra. De la mano de Jacob aún emana la energía blanca.
Alejado del resto, hay otro cuerpo muerto que solo Energía se ha acercado a ver. Se arrodilla junto a Bhimani, y le cierra los ojos. La imagen... no es digna. Nadie merece vivir tanto para acabar así. Nos ofrece cobijo, nos enseña a usar nuestro poder, y al final acaba igual que los Uut, igual que todos los que intentan ayudarnos. No es digno. Su cuerpo parece aún más delgado y pequeño ahora.

—Maestro... —digo.

Me siento. Energía también lo hace, enfrente. Me tiembla todo el cuerpo, el pelo húmedo se enreda en mechones y cae sobre la cara. La ropa me pesa. Este hombre iba a enseñarme qué es mi rubí, iba a contestar por qué estoy viva de nuevo. Bajo la cabeza. Miro la espada negra.
Una espada como esta merece un nombre... pero no se me ocurre nada. Nada.
Miro a mis amigos, todos sentados. Jil aún sigue abajo, creo.
Nada.

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Cojo aire. Echo mi pelo hacia atrás, no quiero que me tape la cara y me moleste... lo que voy a hacer ahora es importante. Si tuviera un coletero sería mejor, pero los enanos son calvos, Dante nunca ha usado ninguno, y no llevaba en los bolsillos cuando me raptó y me llevó hasta la torre. Cojo aire otra vez. No estoy preparada, pues claro que no lo estoy, pero no creo que lo estuviera nunca. Levanto el brazo y miro de cerca la herramienta de purita que robé, acabada en punta. Es como una estaca azul, un clavo grande, y debo usarlo bien.
Cojo aire. Más allá de la pequeña rendija de luz, detrás de la puerta, ahí va a ocurrir. Debo hacerlo rápido, tal y como lo he ensayado, no puedo fallar, tengo que estar concentrada. No hay nadie más conmigo. No lo ha habido en el último mes. No importa. Cojo aire otra vez. Ya lo dijo Luchadora... voy a tener que luchar por lo que quiero, y voy a tener que hacerlo sola. Sola es como tengo que librar mis batallas. Puedo seguir lloriqueando en esta habitación, esperando días y días a que Dante sienta compasión por mis amigos engullidos por Miedo, o puedo buscar respuestas.
Cojo aire. No estoy preparada. No importa. Me levanto, me coloco el cuello de mi chaqueta, agarro el pomo de la puerta y tiro hacia dentro con ímpetu. Los dos guardias que la custodian se giran, pero yo solo voy a por uno. Llevan pistolas.

—¡Quietos ahora mismo! —grito.

Podría haberme atacado, pero no ha querido hacerlo, y ahora está con las manos arriba, con el arma en el suelo, y un clavo de purita apuntándole al cuello. El otro guardia me apunta, la mitad de mi cuerpo sobrepasa el de mi rehén, ¿y qué más da? No voy a dejar que dispare.

—¡Tira el arma o tu compañero morirá! —grito—. Ya sois muy pocos, no me obligues a matarle.

El guardia anónimo que tengo agarrado niega con la cabeza, pero el otro acaba lanzando el arma al suelo. Yo empujo a mi rehén, y agarro las dos pistolas. Les apunto con ellas, cuando escucho una voz familiar, apunto también a las escaleras, de donde acaba de aparecer... pero no, a él no. Es Epón. Vuelvo a apuntar solo a los guardias.

—Epón, me marcho.
—Señorita, por favor.
—Epón —vuelvo a repetir—. Me marcho.

Llego hasta él, donde su cuerpo bloquea la entrada a las escaleras que bajan.

—Señorita Madurez —dice—, por favor, quédese. Se arrepentirá.
—Ven conmigo, si quieres, o apártate. Pero yo me marcho de aquí.

Me mira, con la boca abierta, más bien sorprendido. Poco a poco, su expresión se relaja, pasa a ser seria, y luego, triste. Baja la cabeza, y se hace a un lado.

—Mucha suerte —susurra.

No puedo contestar. Aprieto la mandíbula, no es momento de sentir cosas, debo estar concentrada, quiero salir de aquí... pero no me pienso ir sin Orfeo. Bajo las escaleras, hasta la planta baja con la alfombra en el centro y los guardias en la puerta, pero sigo hacia abajo, hacia la forja. Me cruzo con otro enano en el camino, le amenazo para que se aparte. Empujo con el hombro la puerta de piedra, que me está costando mucho abrir. Cuando llevo unos centímetros, se abre de pronto. Apunto a la figura grande que la ha abierto, con el corazón casi en la boca, la figura negra levanta las manos y retrocede, hasta que puedo ver su cara sucia, el pelo rubio.

—Eissen... —digo.
—Madurez.

Su ropa está hecha una porquería, el pelo lo tiene sucio... Él baja las manos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto—. ¿Qué... por qué aquí?
—No intentes huir, Madurez —dice, tranquilo—. Te encontrará.
—¿Estás con él?

Le apunto con las pistolas, él vuelve a subir las manos. ¡Pero no contesta!

—¡Confiaba en ti! —digo.
—Vuelve a tu cuarto, por favor.

Le golpeo en el pecho con los cañones, y le apunto más tiempo, caminando hacia la habitación de Orfeo, pero orientada hacia Eissen. No me lo puedo creer... ¡todo este tiempo! Me giro y empiezo a correr, me quito la lágrima con un movimiento brusco de mi brazo. Ahora mismo no hay nadie en los pasillos, están todos abajo, están construyendo... ¿una especie de barco? Pues aprovecharé, y rescataré a Orfeo delante de sus narices. Entro en su habitación, y le veo a él, que se gira rápido, y también a dos enanos más, que cargan una pieza pesada de metal.
La niña, dice uno de los enanos. Cuando dirijo las armas hacia ellos, salen corriendo. Orfeo se acerca a mí.

—¿Qué haces? —dice.
—Nos vamos.

Le doy una de las armas, él dice que sí con la cabeza, claramente asustado, con los ojos muy abiertos. Nos miramos, ahora la que está diciendo que sí soy yo... es la hora de irnos, por fin. Doy media vuelta, cruzo la puerta y sigo adelante. Él me sigue, pero me llama pronto. Cuando me giro, no ha pasado de la puerta.

—¡Vamos! —le digo.
—¡No puedo!

Camina hacia delante, incluso se inclina, pero la pistola no pasa de la puerta. Se da la vuelta y saca el cuerpo entero, pero no puede sacar sus manos, no pasan más allá de sus pulseras verdes, junto a la tela sucia de sus antebrazos.

—¡Las pulseras! —dice—. Claro, debí habérmelo imaginado.

Miro yo la mía que tengo, de metal. Pero esa sí que me ha dejado pasar. Estoy oyendo gritos de alarma ahí abajo... tenemos que hacerlo rápido. Saco la herramienta de purita, y la dirijo hacia su muñeca.

—Vamos a quitarte esto.

Primero aprieto yo, pero le hago daño. Lo intenta él, pero un material resbala con el otro. De verdad que ahí abajo estoy escuchando movimiento, tenemos que hacerlo ya. Orfeo me da la herramienta, frustrado. Intenta pasar las manos por ahí, pero son grandes. Se da por vencido. ¡Tiene que seguir intentándolo!

—Es cidnio, Madurez —dice—. No va a cruzar la puerta, seguro que tiene refuerzos de oro alrededor, escondidos. No va a funcionar. El cidnio es flexible, resbaladizo, difícil de cortar. No tengo aquí las herramientas adecuadas para quitármelas.
—¡Yo te las consigo!

Orfeo me mira, muy serio, y señala hacia la puerta, todos los gritos que escucha por abajo. Escucho un primer disparo, que esparce el polvo hacia dentro de la habitación. Los dos nos agachamos, él me coge la cara con las manos.

—No hay tiempo —dice—. Huye por la ventana, y no mires atrás. Yo te cubriré.
—¡No! —Señalo la puerta—. La puerta. ¡Destruyamos esos refuerzos de oro!
—Ya encontraré la manera. Nos veremos más allá de las montañas.

Me empuja hacia atrás, lejos de él. Me grita que me vaya. Un disparo cruza la puerta y golpea el metal que los enanos acaban de dejar en el suelo. Me vuelve a decir que corra, que estará bien. Que me vaya por la ventana. Tengo la herramienta de purita en la mano. Se la lanzo... para que le ayude. Vete, me dice, otro disparo se cuela por la puerta, les oigo venir. Orfeo apunta hacia arriba y dispara más allá de la puerta, al techo de la forja...
Salto por la ventana, camino detrás de las cajas apiladas de materiales, según los enanos se acercan a la habitación de Orfeo. Escucho más disparos, pero no sé de dónde vienen. Cuando ya no tengo nada que me cubra, comienzo a correr, y sé que me han visto, porque oigo ruidos, porque escucho disparos y balas que acaban cerca de donde yo estoy. Podría morir. Piernas, no me falléis, por favor, solo son unos escalones, vamos, rápido, que todos los disparos fallen, por favor, escucho más disparos, ninguno golpea cerca, me cuelo por la puerta de piedra, no veo a Eissen. Sigo caminando por las escaleras, de dos en dos, rápido, para que no puedan alcanzarme. Cuando camino por la alfombra del piso principal, casi me tropiezo. Apunto a los guardias, que se hacen a un lado sin pensárselo. Abro la puerta, veo el prado verde, el cielo gris y el agua a la izquierda... echo a correr. Llueve mucho. Aprieto los brazos al cuerpo, para no mojar el arma, pero corro tan rápido como puedo, me da igual estar cansada, es ahora el momento.
Los pies se me han calado pronto. Hay muchos charcos, algunos profundos. Los árboles comienzan a tapar el cielo, y siento que nunca he estado aquí, que este lugar desconocido es también sinónimo de libertad, de empezar de nuevo. Detrás de esas montañas no podrán encontrarme. Para eso, debo llegar a esas montañas, y para eso, no debo cansarme. ¡Tengo que dejar de respirar así de pesado, podrían escucharme!
El cielo ahora son las hojas negras, tanto, que aquí casi es de noche, pero llueve mucho menos. Casi me caigo, hay un montón de raíces duras que salen del suelo y se retuercen por fuera de la tierra, y no se ven bien, casi no veo nada. ¡Disparo! No, es un trueno, solo es un trueno...
No veo cuánto falta para llegar a la montaña. No veo nada, ni el cielo, ni la torre... tan solo algunas gotas de lluvia cuando caen delante de mis ojos. Apenas veo ramas o raíces, los troncos sí puedo distinguirlos, porque son de un negro absoluto. Otro trueno. Más allá del cielo, Mentes sostiene su teléfono, está mirando su lista de contactos. Mentes ahora no puede arrojarme luz sobre este camino, ni a dónde debo de ir. Pulsa en el contacto de su mujer, en la foto, y se la queda mirando. Allí fuera hay tanta luz, y ella sale tan guapa... Recuerdo cuando Mentes le hizo esa foto. Fue una tarde increíble, todos nos lo pasamos bien, incluso Razón. Era otoño.

Me tropiezo, y caigo al suelo. La torre ha quedado muy lejos, y tan cansada que me cuesta levantarme, pero lo hago, porque debo hacerlo. Es que la cuesta arriba ahora se nota mucho... ¿No era la adrenalina lo que nos hace llegar lejos? Pues eso necesito ahora. Oigo un trueno, luego un aullido. Pero no puede ser, debo de haber oído mal, ¿no? Ahora prefiero caminar rápido, no vaya a ser que me caiga otra vez, palpo los troncos y me impulso con los brazos. No puedo ver nada. Otro aullido a la derecha. Y ahora, otro trueno. Los he escuchado separados, aquí ha aullado alguien. ¿Los enanos? No, no. Los aulladores.
Escucho otro, esta vez a mi izquierda. Están aquí, en el bosque... ¿qué clase de animal gritaría así? No es tanto como un aullido, más bien parece un grito de agonía, o algo sí, casi no parece animal. Dos truenos me han puesto la piel de gallina, han caído muy juntos. Pero sí... cuando los truenos no suenan, escucho aullidos desde la montaña.
Un grito me sorprende tan solo a unos metros a la derecha. Me quedo congelada en el sitio, detrás del tronco de un árbol, e intento concentrarme más allá de la lluvia. Escucho pasos, muy cerca... son pasos arrastrados.. Pasos violentos.
Escucho otro aullido, siguiendo el camino por el que quería ir, muy cerca. Si no me aparto, me va a descubrir, pero si ruedo por este árbol, los pasos que escucho detrás podrían descubrirme. No sé si son animales, pero no me gustan, cada aullido que suena me roba parte del alma, me tienen congelada, ni siquiera las piernas responden. Intento moverlas, pero actúan de forma torpe, y nada silenciosa. Necesito que el ruido de hojarasca seca se confunda con la lluvia. Estoy comenzando a respirar muy fuerte, y el cansancio no ayuda. Otro trueno. El animal que estaba un poco a la derecha vuelve a gritar, y está pasando ya de largo. Doy la vuelta al árbol, con la espalda pegada, poco a poco. Una sombra, más alta de lo que esperaba, se arrastra camino abajo, hacia la torre. Por cómo se arrastra, y cómo grita, es como si estuviera muerto y hubiera vuelto a vivir.
Hay menos luz, de pronto. No veo nada.
Escucho aullidos, varios lejanos, pero otro justo detrás, ese animal que pronto llegaría a mi posición antes. Madre mía, entonces ha estado cerca de descubrirme... o quizá me haya visto. Quizá estoy exagerando, y solo sean animales pacíficos. Puede que esté asustada por la huida, solo eso.
Hay otro aullido de otro animal, cerca, unos metros enfrente de mí. Un trueno ha iluminado un pequeño claro entre dos árboles, donde escuché el sonido. Una figura humana, de perfil. Lo que ha aullado es humano. Eso es humano. He visto la piel blanca, las piernas, la de alante estaba normal, pero la otra estaba arrastrándose, o... no sé... ¿los brazos eran largos, o esas eran las piernas? El ser que camina al otro lado del árbol, donde yo estaba antes, ha vuelto a aullar, y me ha congelado la sangre, por un momento no he respondido. Tengo que irme de aquí. Tengo que irme.
Son humanos. Estas cosas son humanos, pero no son humanos.
Comienzo a arrastrarme por la tierra, las raíces, en sentido contrario a esas criaturas, hacia la montaña. Ahora puedo distinguir las raíces porque brillan un poco de morado. Ellas me guían. Un aullido suena a pocos metros delante de mí. Palpo el tronco del árbol más cercano, que es muy grande, tanto que no sé si bordearlo hacia delante o retroceder...
Veo brillos tenues, más hacia delante. Los pasos de la criatura, delante, se escuchan nítidos, cómo arrastra las hojas, incluso escucho su respiración pesada y aguda, muy larga. Ha dejado de llover. El bosque comienza a iluminarse de morado, como cada vez que llueve. Comienzo a deshacer mis pasos, aún a gatas, para bordear el tronco y que el ser de delante no me encuentre, pero empiezo a ver el suelo, a ver los troncos que hay a lo lejos. En un momento, el bosque entero se ilumina de una luz morada, casi tan fuerte como la del sol, puedo verlo todo, árboles de hojas moradas y tronco negro a lo largo de cientos y cientos de metros, veo figuras negras que avanzan entre las sombras de los troncos en la misma dirección. Estoy al otro lado del tronco, pero si no sigo girando, la figura que se acerca me verá cuando pase. Tengo que moverme poco a poco, ahora la lluvia no tapa mi ruido. Un trueno escucho, a lo lejos. Sigo arrastrándome, acariciando el árbol hasta que lo bordeo por completo.
Lo que estoy escuchando no es un aullido, tampoco un trueno, sino un siseo. Levanto la cabeza, y veo la figura a dos metros, es humana, me está mirando, se me escapa un grito, caigo de espaldas al suelo. La figura que sisea ahora aúlla, y me congela el alma, me está mirando con los ojos grandes y negros, tiene brazos largos con cuchillas, piel blanca. No hay nariz.
Ojos negros, dientes largos.
Camina hacia mí. No, por favor, no, ¡no! Retrocedo a gatas, pero vuelvo a tropezar. Siseos. Me he dejado la pistola en el suelo, más adelante, la figura está aullando y se acerca con pasos torpes. Grito otra vez, me arrastro hacia la pistola.
La cojo, y disparo contra su cuerpo, juraría que le he dado, pero no ha pasado nada. Escucho más siseos de muchas partes del bosque. Disparo otra vez, esta vez bien, pero nada, no pasa absolutamente nada. Los aullidos suenan por todas partes, yo me levanto, la figura está cerca y levanta los brazos, echo a correr, según veo más figuras cerca cómo me miran, cómo empiezan a caminar hacia mí. Grito, pero lo estoy empeorando, ya no tengo el arma, no sé dónde está, solo corro, pero hay muchas, ¡ah!
Me arrastro por el suelo, me levanto, me quito las lágrimas de los ojos. Casi me cortan en dos. ¿Qué son estas cosas?

—¡Que alguien me ayude!

Mi grito no sirve para nada. Estoy sola. Sigo corriendo, pero sus aullidos, sus siseos, están siempre cerca. Corro más que esas cosas, pero son muchas, aparecen más entre los troncos negros.
No puedo moverme. Un pulso eléctrico, no puedo moverme, de la pulsera, viene de la pulsera. Desde el suelo me retuerzo, duele, ellos se acercan, viene de la pulsera de metal, es electricidad, no puedo.

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